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UN PENTECOSTÉS MODERNO

Hasta aquí hemos estado haciendo un estudio deta­llado del significado del Espíritu Santo en la vida del creyente. Hemos procurado descubrir quién es el Espíri­tu Santo, cuál es su ministerio en el mundo, qué quiere decir la plenitud del Espíritu Santo y cuáles son los resul­tados de su presencia. El estudio se ha seguido princi­palmente a través de las enseñanzas de las Sagradas Escrituras y de la vida de los primeros cristianos.

Las preguntas que ahora surgen son: Lo que se ha dicho hasta ahora, ¿podrá aplicarse a la Iglesia en el siglo veinte ¿Será posible que se repita la experiencia del Pentecostés en forma comparable a la de la Iglesia Primi­tiva Para la obra de evangelismo y el crecimiento de la Iglesia, ¿es indispensable que los cristianos sean revesti­dos del poder de lo alto

Al tratar de contestar estas preguntas, no son simple­mente palabras las que convencerán; el argumento posi­tivo es el de la experiencia misma. Por lo tanto en este capítulo final, se relatan detalles de un Pentecostés mo­derno que ha ocurrido en nuestro siglo veinte.

Estas son las palabras del autor de este libro:

Cuando mi padre, Earl Arnett Seamands, misionero metodista, se embarcó rumbo a la India el 23 de agosto de 1919, dos experiencias espirituales en su vida normaron su labor misionera.

La primera fue su experiencia en el Campamento Sicar, en Mount Vernon, estado de Ohio, durante el vera­no de 1912. Habiéndose convertido en una reunión en dicho campamento y a la vez, recibido llamamiento para dedicarse a la obra misionera, le cautivaron las reuniones de esa índole como un medio eficaz para evangelizar. Principió a leer con toda avidez la historia de otros cam­pamentos similares en los Estados Unidos. La historia del famoso campamento en el estado de Kentucky, en la que un testigo ocular describe una reunión que tuvo lu­gar en 1801, ejerció una influencia muy particular y per­manente en mi padre. Principió a preguntarse: ¿Por qué no ha de manifestarse Dios en la misma forma el día de hoy Y si lo hace en este país; ¿por qué no en la India

Pasó por una segunda experiencia cuando todavía era estudiante de ingeniería en la Universidad de Cincin­nati. Por los mensajes que había escuchado en el Cam­pamento Sicar y los que se presentaban en la Capilla Wesley, a la cual asistía en Cincinnati, mi padre recono­ció que era posible recibir una experiencia semejante a la del Pentecostés. El estudio cuidadoso de las Sagradas Escrituras y el reconocimiento de su propia necesidad espiritual, le persuadieron que lo que le faltaba era la plenitud del Espíritu Santo en su vida. Se entregó enton­ces con todo fervor a la búsqueda de esa experiencia. Des­pués de una semana de ayuno y oración, se encamina­ba mi padre de la Universidad a una calle próxima, co­mo a las siete de la noche. Era el 7 de enero de 1915. Había nevado e imperaba la oscuridad. Entre el joven ingeniero y su Señor se desarrollaba un diálogo silencioso. Señor, decía él, me he entregado por completo a ti; anhelo hacer tu voluntad, más que cualquier otra cosa, más que terminar mi carrera de ingeniería, que mi matri­monio, que la realización de ambiciones. Señor, ¿qué necesito El Señor le contestó con una sola palabra: fe. Y mi padre imploró con todo el corazón: Señor, dame esta fe.

¡Y entonces su anhelo se hizo realidad! El sitio don­de se encontraba pareció inundarse de un resplandor divino. Una paz y un gozo indescriptibles se apoderaron de él. Sus dudas desaparecieron; la quietud y la confian­za llenaron su ser. ¡Cristo le había revestido del Espíritu Santo y de fuego!

Una vez que el joven ingeniero y misionero llegó a su destino en la India, el día 30 de octubre de 1919, dos gran­des ambiciones de carácter espiritual se posesionaron de su corazón y su mente: (1) Establecer el movimiento de reuniones campestres en la India, y, (2) Presenciar un Pentecostés en la iglesia de la India. Transcurrieron cuatro años antes de que sus ambiciones se realizaran, pero fueron años de orientación, de adaptación y de estu­dio del idioma.

Entre tanto los factores divinos y humanos iban to­mando forma bajo la influencia del Espíritu Santo. Una vez terminados sus estudios del idioma, fue nombrado superintendente del Distrito Bidar, un área rural inte­rior. En un distrito contiguo, otro joven misionero, el re­verendo M. D. Ross, era el superintendente. Se habían conocido dos años antes, y desde entonces, los unía una gran amistad. Ross también se había convertido en un campamento de Estados Unidos. El también había con­fiado en Dios y esperaba la bendición de un Pentecostés personal, pues reconocía la necesidad de ser lleno del Espíritu. A semejanza de David y Jonatán, fueron siem­pre amigos y como Pablo y Bernabé, trabajaron juntos anunciando el evangelio.

En noviembre de 1923, los dos misioneros decidie­ron organizar un campamento cercano a ambos distritos. Invitarían a los obreros nacionales, a los miembros de la Conferencia y a los pastores locales, así como a las espo­sas. Su propósito único al reunirse allí era que Dios se manifestara con poder y el grupo recibiera la plenitud del Espíritu Santo. Tenían fe en que si los directores eran revestidos de poder de lo alto, la llama se extende­ría a todos los predicadores, así como a los laicos.

Al principiar los servicios, estaban presentes un cen­tenar de pastores y sus esposas. Había también algunos laicos de las aldeas cercanas, haciendo un total aproxi­madamente de ciento cincuenta personas. Algunos te­nían tiendas de campaña, otros tuvieron que improvisar techos de bambú. Cada familia preparaba los alimentos al aire libre. Y en esta forma se organizó por primera vez un campamento en los bosques de la India. Al prin­cipio, los asistentes no acertaban a comprender el obje­to de una reunión campestre y se preguntaban qué esta­rían haciendo allí entre zarzales, con peligro de que los atacaran las fieras. ¿Desearán estos misioneros nuestra muerte Al decirle esto a los jóvenes misioneros, ellos contestaron:

“Ciertamente, hemos venido aquí a morir. Sin em­bargo, no en el sentido físico, sino en un sentido espiri­tual.” Poco a poco se dieron cuenta de qué se trataba, pues una y otra vez, se repetía el lema de aquella reu­nión. “Muere al pecado; recibe el Espíritu Santo; vive en santidad.”

Se tenían tres servicios diarios, alternándose los dos misioneros para dirigirlos. Con la autoridad de la Palabra de Dios, y el propio testimonio personal, los dos misio­neros “expusieron más exactamente el camino de Dios,” haciendo hincapié en la obligación y privilegio del cristiano, de ser lleno del Espíritu. No se hacía un llama­miento para pasar al frente a orar al terminar los servi­cios, pero sí se les pedía que salieran a orar a solas, bajo los árboles, implorando el bautismo del Espíritu. Y una vez que alguno recibía la plena seguridad de la victoria, se le invitaba a que regresara al campamento, para com­partir su experiencia, con el grupo.

Durante los primeros tres días, no hubo ningún tes­timonio, pero sí se notaba que entre el grupo se hacía sentir una profunda convicción y hambre espiritual. En la tarde del tercer día, hubo una persona victoriosa, el pas­tor de habla telegú, A. S. Abraham. Reconoció la gran necesidad que tenía del bautismo del Espíritu Santo en su vida y le suplicó al señor Ross que orara con él. Allí de rodillas recibió la plenitud del Espíritu, y esa noche en el culto, testificó sin evasivas, de su nueva experien­cia.

Su testimonio despertó en los demás un anhelo aún mayor, de la misma experiencia. En la tarde siguiente ocurrió la segunda victoria. El reverendo Jotappa Jacob, miembro de la Conferencia, salió a orar con el firme pro­pósito de no regresar hasta recibir el Espíritu Santo en su plenitud. Al leer el Evangelio de San Lucas, llegó a las palabras, en el capítulo once, versículo trece, que dicen: “¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan” Cerró el Libro, inclinó la cabeza y le pidió a Dios que le diera el Espíritu Santo. Repentinamente, sintió que su corazón ardía de manera extraña y no pudo menos que exclamar: “¡Ha venido, el Espíritu Santo, ha venido!” Esa noche en el servicio se escuchó su testimonio, y le siguieron otros dos de los presentes, a quienes él había logrado conducirlos a aquella experiencia esa misma tarde.

Siguieron nuevas victorias. El reverendo N. S. Sam­son relató al grupo un sueño que había tenido la noche an­terior. Un fuego se había declarado en el campamento; empezó en la tienda de campaña de los misioneros y se extendió hasta incendiar todo el campamento. Despertó y le pareció estar rodeado de un resplandor extraño. Si esto se volvió una visión, o sueño o ninguna de las dos co­sas, sí era parábola de lo que sucedió allí en los días si­guientes. Para el reverendo Samson fue una experiencia que transformó su vida.

Tal vez el caso más significativo fue el del reverendo Krishnaya, presbítero del Distrito Bidar. Una noche asis­tió al servicio muy afligido, y confesó al grupo lo siguien­te: “He estudiado acerca del Espíritu Santo; he predicado acerca del Espíritu Santo, pero nunca hasta ahora me he dado cuenta que no le he recibido en toda su plenitud. Esta es mi mayor urgencia.”

Mi padre le leyó algunas promesas de la Palabra de Dios y le recomendó, que sin demora, se apartara a orar allá en el bosque. Antes de haberse terminado el culto, Krishnaya regresó. La luz de su rostro bastaba para testi­ficar de su nueva experiencia. Desde aquel momento, el fuego espiritual descendió a las almas reunidas en el cam­pamento. Krishnaya y Jacob, ungidos por el Espíritu San­to, quedaron al frente del movimiento. Los demás miem­bros solicitaron sus consejos y sus oraciones y se fueron formando pequeños grupos de oración en los alrededores del bosque.

Los dos misioneros por el momento ocuparon un lu­gar secundario. Y esto era lo que ellos anhelaban y por lo que habían orado: Que el Espíritu Santo se posesio­nara de los predicadores nativos y que la iglesia florecie­ra bajo su dirección. No sería ahora un misionero ex­tranjero el que hablara de lo ocurrido en algún campa­mento en su país; sino que sería un hermano de la India, anunciándoles lo que había ocurrido en su propio suelo. Este había sido un verdadero Pentecostés, en tierras in­dostanas y en el siglo veinte.

Hacia el fin de la semana de aquel histórico mes de noviembre de 1923, casi todas las ciento cincuenta per­sonas presentes, podían testificar confiadamente de la presencia constante del Espíritu Santo en sus vidas.

Lo que aconteció en el campamento no fue de nin­guna manera superficial; fue genuino. No fue un impulso repentino de las emociones; fue una transformación per­manente de las personas. Los resultados fueron claros y evidentes, en toda la conferencia. Hasta la fecha, des­pués de cuarenta años, se pueden palpar esos resultados.

Cuando se terminaron las reuniones, el veintitrés de noviembre, los dos misioneros, Ross y Seamands y los obreros del distrito, regresaron a sus campos de trabajo, para celebrar la conferencia de Dis­trito. Cuando regresaba mi padre, principió a sentirse enfermo y al día siguiente, el médico misionero que le aten­dió, informó que se trataba de un caso grave de tifo. Du­rante veintitrés días estuvo entre la vida y la muerte; pero siguió confiando en que Dios lo levantaría y vería aún mayores evidencias de la obra del Espíritu.

Debido a su enfermedad, mi padre no pudo dirigir la Conferencia de Distrito y nombró a sus dos colegas, los reverendos N. E. Samson y Jotappa Jacob. Estos dos hermanos, impulsados por la nueva experiencia espiri­tual que habían obtenido en el campamento, estaban más interesados en que Dios les concediera un aviva­miento espiritual allí, que en tomar acuerdos. Compartie­ron su nueva experiencia con los miembros de la Conferen­cia de Distrito y les recomendaron que se quedaran allí hasta ser revestidos con el poder del Espíritu Santo.

El resultado fue el mismo que se había logrado en el campamento; hubo un nuevo derramamiento del Espíri­tu Santo. El fuego de aquel avivamiento se extendió por todo el distrito.

Mientras tanto, en el cercano distrito de Vikarabad, del cual era superintendente el reverendo M. D. Ross, ocurrió un despertamiento similar. Los miembros de la Conferencia de Distrito, habiendo pasado por su propio Pentecostés, regresaron a sus hogares e iglesias para pro­clamar las buenas nuevas.

Todo este tiempo, mi padre se hallaba entre la vida y la muerte. La Conferencia Anual había de celebrarse en esos días y él deseaba vivamente asistir y anunciar las buenas nuevas del precioso avivamiento, que se hacía sentir. Oraba fervientemente, pidiéndole al Señor que le permitiera asistir a la Conferencia Anual y testificar allí de su gracia. El Señor le dio respuesta afirmativa, pero con la condición de que al estar en la asamblea, a todos les hiciera la pregunta apostólica: “¿Habéis recibido el Espíritu Santo” Esto no sería muy fácil, pero mi padre aceptó el reto.

Para entonces, la noticia del derramamiento del Es­píritu Santo, en el campamento y en las dos conferen­cias de distrito, se había extendido en toda la región del sur de la India.

Desde que principiaron las sesiones de la Conferen­cia, se hacía sentir la presencia del Espíritu Santo. Los delegados de los dos distritos antes mencionados com­partían su testimonio con los demás delegados. Todas las noches mi padre y el señor Ross tenían reuniones de oración y testimonio.

En cumplimiento de su promesa al Señor, mi padre hablaba personalmente con los misioneros y los hindúes y a todos les hacía la pregunta: “¿Habéis recibido el Es­píritu Santo” Necesitó de valor, para acercarse al obis­po Frank W. Warne, y dirigirle aquella pregunta. Pero él sonrió y le contestó: “Gracias a Dios, hermano Sea­mands, he recibido el Espíritu Santo. ¡Aleluya!” y en seguida relató que hacía ya algunos años que en su país natal, Canadá, había recibido la plenitud del Espíritu.

La obra del Espíritu en aquella Conferencia Anual, se hizo patente en una forma notable. Noche tras noche el Espíritu Santo se posesionó de los distintos grupos allí reunidos. La primera noche, los delegados de habla telegu pasaron por la experiencia del Pentecostés; la siguiente noche, los delegados de lengua kanarese, la tercera noche, el grupo cuyo idioma era el tamil.

Por último, el despertamiento espiritual se hizo sen­tir en la Escuela Metodista para Señoritas, del lugar. To­das las noches se tenían servicios y hubo muchas jóvenes que lograron una nueva experiencia en Cristo. Fue así como en la Conferencia Anual de 1924, se hizo sentir un gran avivamiento, que dio nueva vida espiritual y poder, a los dirigentes metodistas en el sur de la India.

Mientras tanto, en el Distrito de Bidar, se desarrolla­ba una nueva fase del avivamiento espiritual. Hasta en­tonces habían sido en su mayor parte los directores de la Conferencia, los que habían sido investidos del Espíri­tu Santo. Los pastores suplentes y los laicos, principia­ron a preguntarse: ¿Qué significa el don del Espíritu San­to ¿Es sólo para los misioneros y para los miembros de la Conferencia Dios no hace acepción de personas, se decían. Poco después, el Señor mismo les dio respuesta a aquellas preguntas.

Uno de los predicadores locales, T. C. Veeraswamy, que había estado presente en aquellas reuniones del cam­pamento y había recibido su Pentecostés personal, fue nombrado por mi padre, encargado del plantel del Dis­trito, mientras que él asistía a la Conferencia Anual. No tardó el señor Veeraswamy en iniciar un avivamiento en­tre los estudiantes y después, dirigido por el Espíritu, se propuso llevar el avivamiento a los pueblos, para lo cual escogió uno de los más bien situados y animó a los cristianos a contribuir con alimentos, para invitar a los de las aldeas vecinas y tener servicios de un día. Se les invi­taba a llegar al pueblo temprano en la tarde y se reunían en un campo cercano, debajo de los árboles. El predicador les daba una sencilla explicación, acerca del don del Es­píritu Santo, basándose en las Sagradas Escrituras; después presentaba su testimonio personal y les exhorta­ba a recibir el don. Los pasos necesarios eran sencillos: Morir al pecado; recibir el Espíritu Santo; vivir en santi­dad.

En seguida les aconsejaba que cada uno de los pre­sentes, se retirara a un sitio alejado, a orar y que allí per­maneciera hasta estar seguro de haber recibido la pleni­tud del Espíritu Santo. Así lo hacían y durante muchas horas ascendían al Padre celestial las peticiones de aque­llos corazones hambrientos y sedientos. Había algunos obreros que iban aquí y allá, para animar y aconsejar a quienes lo necesitaban. Todos continuaban en oración hasta que el Espíritu descendía sobre ellos con su poder purificador.

Luego todo el grupo se reunía de nuevo y en proce­sión triunfante, entonaba alabanzas al Señor, hasta el amanecer. Después de tomar juntos los alimentos que se habían preparado, regresaban a sus pueblos. En esta for­ma, el señor Veeraswamy trabajó en distintos pueblos.

A su regreso de la conferencia anual, mi padre reci­bió noticias de aquella maravillosa obra del Espíritu y él mismo fue testigo del avivamiento, en las muchas aldeas. Se gozó en contemplar lo que Dios estaba haciendo por medio de su siervo; porque en la India, entre aquellos sencillos campesinos, El se manifestaba poderosamente. Ciertamente, Dios no hace acepción de personas o países. Cristo es “el mismo, ayer, y hoy, y por los siglos.” ¡Y el don del Espíritu Santo es para todos!

Los resultados de este moderno Pentecostés perdu­ran hasta hoy, en la vida y obra de aquellas dos confe­rencias de la India. Aquel campamento de Bondia Bhavi, ahora más extenso, ha sido el centro del movimiento evangelístico, en ese sector de la India, durante los últi­mos cuarenta años. Anualmente se celebran allí reunio­nes. La asistencia ha aumentado a más de seis mil perso­nas en su mayoría sencillos campesinos, que escuchan el mensaje de Cristo, se convierten, reciben la plenitud del Espíritu Santo y regresan a sus hogares y pueblos, para testificar de la gracia transformadora del Señor Jesucris­to. El número de miembros de la iglesia evangélica ha aumentado de setenta y cinco mil, a doscientos mil apro­ximadamente, y hasta la fecha, cada año se convierten millares de almas.

El Pentecostés es más que un hecho histórico; es un acontecimiento para el presente. Lo que sucedió hace más de mil novecientos años, puede repetirse en nuestros días. Lo que aconteció en Jerusalén al principiar la era cristiana, puede efectuarse entre nosotros y en todo lugar, dondequiera que el pueblo de Dios ora y cree. La expe­riencia de los apóstoles en aquel primer Pentecostés, podrá ser tuya hoy también, si obedeces el mandato: “Quedaos hasta que seáis investidos de poder desde lo alto.”