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Sermones de Juan Wesley TOMO I

CONTENIDO

Capítulo                                                                                                                                                                              

PREFACIO

I.

La Salvación por la fe

II.

El casi cristiano

III.

Despiértate tú que duermes

IV.

El cristianismo según las Sagradas Escrituras

V.

La Justificación por la fe

VI.

La Justicia por la fe

VII.

El camino del reino

VIII.

Los primeros frutos del Espíritu

IX.

El espíritu de servidumbre y el espíritu de adopción

X.

El testimonio del Espíritu (I)

XI.

El testimonio del Espíritu (II)

XII.

Del testimonio de nuestro propio espíritu

XIII.

El pecado en los creyentes

XIV.

El arrepentimiento del creyente

XV.

El Gran Tribunal

XVI.

Los medios de gracia

XVII.

La circuncisión del corazón

XVIII.

Las señales del nuevo nacimiento

XIX.

El gran privilegio de los que son nacidos de Dios

XX.

Jehová, justicia nuestra

XXI.

Sobre el sermón de nuestro Señor en la montaña (I)

XXII.

Sobre el sermón de nuestro Señor en la montaña (II)

XXIII.

Sobre el sermón de nuestro Señor en la montaña (III)

XXIV.

Sobre el sermón de nuestro Señor en la montaña (IV)

XXV.

Sobre el sermón de nuestro Señor en la montaña (V)

XXVI.

Sobre el sermón de nuestro Señor en la montaña (VI)

PREFACIO

1.    Contienen estos sermones la sustancia de lo que he predicado durante los últimos ocho o nueve años.[1] Habiendo con frecuencia hablado en público sobre todos y cada uno de los asuntos en esta colección contenidos, estoy seguro de no haber omitido ningún punto de doctrina, y de que todos están inclusos, incidentalmente si no a propósito, y a la disposición de todo lector cristiano. Las personas que seriamente los escudriñen, verán, por lo tanto, de la manera más clara, lo que significan estas doctrinas que como esenciales a la verdadera religión, profeso y enseño.

2.    Perfectamente sé que no presento el asunto como algunos lo es­peran, pues nada hay aquí con vestido esmerado, elegante o retórico. Si hubiese deseado o intentado escribir de tal manera, mi tiempo no me lo habría permitido. Mas a la verdad, he escrito como deseaba, de la mis­ma manera en que generalmente hablo: ad populum: a la gran mayoría de la familia humana, a aquellos que ni gustan ni entienden del arte de hablar, pero que, a pesar de esto, son jueces competentes de las verdades necesarias para la presente y futura felicidad. Menciono esto, a fin de ahorrar al lector curioso el trabajo de buscar aquí lo que ciertamente no encontrará...

3.    Habiéndome propuesto enseñar verdades claras a gente sencilla, me he abstenido intencionalmente de entrar en especulaciones elevadas y filosóficas; de todo raciocinio intrincado y confuso; y hasta donde ha sido posible, de toda ostentación de sabiduría, a no ser cuando he tenido que citar las Sagradas Escrituras en las lenguas originales. He procurado evitar el uso de palabras de difícil inteligencia, las que no se usan en la conversación diaria; y especialmente en los términos técnicos tan fre­cuentes en las obras de teología; esos modos de hablar tan fáciles y co­nocidos para los hombres instruidos, pero que en oídos de otras personas se convierten en una lengua extraña. Y sin embargo, no estoy muy se­guro de no usarlos algunas veces, sin saberlo; pues es tan natural cuando uno comprende el sentido de una palabra, figurarse que a todo el mun­do le pasa lo mismo.

4.    Más aún; mi propósito es olvidar, hasta cierto punto, cuanto en mi vida he leído, es decir en general; como si no hubiese estudiado nin­gún autor antiguo ni moderno (con excepción del Libro inspirado); pues estoy persuadido de que esto me ayudaría por una parte a expresar con mayor claridad los sentimientos de mi corazón, al seguir simplemen­te el hilo de mis propios pensamientos, sin enredarme con los de otros hombres; y por otra, a tener menos prevenciones ya sea en busca de la verdad para mí mismo, o para explicarla a otros con toda la pureza del Evangelio.

5.  Ningún temor abrigo al presentar ante hombres justos y racionales, los pensamientos más profundos de mi corazón, pues me considero como una criatura de un día que pasa por la vida, semejante a una fle­cha que rasga el aire. Soy un espíritu enviado de Dios, suspenso por un momento sobre el gran golfo, hasta que dentro de algunos momentos, ya no se me verá más. ¡Pasaré a la eternidad inmutable! Una cosa anhelo saber: el camino del cielo; llegar salvo al puerto de salvación. Dios mis­mo se ha dignado enseñarnos el camino, puesto que a eso bajó del cielo. Lo ha escrito en un libro. ¡Oh, dadme ese libro! A cualquier precio, dadme el Libro de Dios. Ya lo tengo, y en él está atesorada toda la cien­cia que necesito. Voy a ser horno unius libri.[2] Heme aquí, pues, lejos de la bulla del mundo; solo, solo con Dios, en cuya presencia abro y leo es­te Libro, con un fin: el de hallar el camino del cielo. ¿Hay acaso duda alguna respecto al sentido de lo que leo ¿Existe algo que aparezca oscuro o intrincado Al Padre de la luz elevo mi corazón. Señor, ¿no di­ces en tu Palabra: “Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, de­mándela a Dios” Tú das abundantemente y no zahieres. Tú has dicho: “El que quisiere hacer su voluntad, conocerá de la doctrina.” Estoy listo a obedecer, enséñame tu voluntad. Busco pues y estudio pasajes parale­los de las Sagradas Escrituras, “Acomodando lo espiritual a lo espiri­tual.” Sobre ellas medito con la concentración y sinceridad de que es capaz mi mente, y si aun me queda alguna duda, consulto a aquellos que tienen experiencia en las cosas de Dios, así como los escritos de los que, aunque muertos, todavía nos hablan. Y lo que de esta manera aprendo, eso enseño.

6.    He asentado, pues, en los sermones que siguen, lo que respec­to al camino del cielo encuentro en la Sagrada Escritura; procurando hacer notar la diferencia entre las enseñanzas de Dios y las invenciones de los hombres; sin añadir nada que no le sea parte intrínseca ni omitir cosa alguna que le pertenezca. He procurado describir con toda fideli­dad la verdadera religión experimental de la Sagrada Escritura; y a es­te respecto deseo fervientemente amonestar, en primer lugar, a aquellos que actualmente están pensando en las cosas celestiales y quienes por razón de sus pocos conocimientos de las cosas de Dios, pueden des­carriarse debido al formalismo o a las exterioridades de la religión, que casi han hecho desaparecer del mundo el verdadero espíritu de la misma religión; y en segundo, a aquellos que poseen la religión del corazón, la fe que obra por el amor, no sea que, a cualquiera hora, haciendo va­na la ley por medio de la fe, caigan en la red que les tiende el diablo.

7.    Por consejo y a petición de varios amigos, he antepuesto a los otros discursos contenidos en este tomo, tres sermones míos, y uno de mi hermano, que fueron predicados ante la Universidad de Oxford. Ne­cesitaba para el fin que me había propuesto, algunos discursos sobre dichos asuntos y he preferido los arriba mencionados por ser la mejor contestación que puede darse a aquellos que nos acusan de haber últi­mamente cambiado nuestra doctrina y de no predicar en la actualidad lo mismo que enseñábamos hace algunos años. Cualquiera persona de sano criterio podrá juzgar comparando mis primeros sermones con los últimos.

8.   Mas dirán algunos que he errado el camino a pesar de pretender enseñarlo a otros. Es posible que me haya equivocado, pero estoy dispuesto a que me convenzan de mis errores. Deseo fervientemente saber más. Igualmente digo a Dios y al hombre: “Lo que no sé, enséña­melo tú.”

9.    ¿Estáis seguros de ver las cosas con mayor claridad que yo No sería nada extraño. Pues entonces tratadme como desearíais ser trata­dos en circunstancias análogas. Enseñadme un camino mejor que el que yo conozco y demostrádmelo con pruebas claras de la Sagrada Escritu­ra; y si acaso me detuviera en la vía por donde estoy acostumbrado a caminar, tened conmigo un poco de paciencia; tomadme de la mano y guiadme lo mejor que se pueda. Mas no os enojéis cuando os ruegue que no me peguéis para que apresure yo el paso; pues apenas puedo caminar lenta y débilmente y si se me maltratase, no podría dar un solo paso. Pediros he un favor más, y es: que no me apliquéis calificativos duros para traerme al buen camino; pues aun suponiendo que esté su­mergido yo en el error, este método no me traería a la razón, sino que más bien, me haría alejarme de vosotros y separarme más de la vía.

10.  Si os enojáis, tal vez yo también me enoje, y entonces no habrá esperanza de encontrar la verdad. Una vez encendida la cólera, te ap, como en algún lugar dice Homero, el humo obscurecerá mi vista intelec­tual de tal manera, que nada podré ver con claridad. Por el amor de Dios, si fuese posible evitarlo, no nos provoquemos los unos a los otros a la ira; no encendamos mutuamente este fuego del infierno ni mucho me­nos alimentemos su llama. Si al calor de esa terrible luz pudiésemos des­cubrir la verdad, ¿no será más bien pérdida que ganancia Porque cuánto más debe preferirse el amor, aun mezclado con opiniones erró­neas, que la misma verdad sin el amor: Podemos morir ignorando mu­chas verdades y, sin embargo, ser recibidos en el seno de Abraham, pero si fallecemos sin caridad, ¿de qué nos servirá el saber De lo mismo que les sirve al diablo y a sus ángeles.

Dios, que es amor, no permita jamás que hagamos la prueba; pluga a El prepararnos para el conocimiento de toda verdad, llenando nuestros corazones con su amor y el gozo y la paz del creyente.


[1] Año 1747

 

[2] Hombre de un solo libro