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El Embajador Divino

Os lo enviaré (Juan 16. 7).

El Espíritu Santo es la Persona desconocida de la Trinidad. Sabemos mucho acerca de Dios el Padre y mucho acerca de Dios el Hijo, pero poco relativamente, acerca de Dios el Espíritu Santo. Si el apóstol Pablo se presentara ante muchas de nuestras congregaciones e hi­ciera la misma pregunta que les dirigió a algunos discípu­los en Éfeso hace muchos años: “¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando creísteis”, probablemente recibiría la misma contestación que escuchó entonces: “Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo” (Hechos 19:2). Es dolo­rosa la ignorancia que prevalece en la actualidad en nues­tras iglesias, en lo que se refiere a la tercera Persona de la Trinidad.

Hay personas, y son cristianas, que abrigan temor an­te la realidad del Espíritu Santo. Cierto ministro decía: “Yo predico acerca de Dios el Padre y Dios el Hijo, pero nunca del Espíritu Santo.” Al preguntársele cuál era la razón, contestó: “Temo predicar acerca del Espíritu Santo, porque podría conducir al fanatismo.”

Otro predicador le decía al doctor E. Stanley Jones en cierta ocasión: “Siempre que usted menciona al Espíri­tu Santo, siento que me invade una sensación escalofrian­te.” Al preguntarle el doctor Jones cuál era la razón, con­testó: “Tengo miedo que se desborden las emociones.”

Supongamos que recibo una llamada de larga distan­cia de un pastor quien me dice: “Hermano, quisiéramos que viniera a predicar varios días a nuestra iglesia, pero le suplico que no traiga a su esposa.”

Naturalmente, yo le preguntaría: “¿Por qué se opone usted a la presencia de mi esposa”

“Pues la verdad es que hemos sabido que de vez en cuando sufre ataques y tememos que esto le ocurra en alguno de los servicios. Usted comprenderá que no qui­siéramos que esto sucediera. Espero que me comprenda.”

Desde luego, yo le contestaría: “Ignoro quién le ha­brá dado tales informes, puesto que mi esposa no sufre ataques. Se trata seguramente de otra persona.”

De igual manera, cuando se le atribuye al Espíritu Santo algo impropio y desagradable, me apresuro a con­testar: “No es el Espíritu Santo a quien se refiere usted; ¡habla seguramente de algún otro espíritu!”

Toda verdad puede pervertirse. Y entre más elevada sea esa verdad, es más probable que se pervierta. Es de lamentarse que hay quienes han falseado la doctrina del Espíritu Santo y se entregan a prácticas extremas, pero es preciso tener cuidado de no desechar la verdad al repu­diar lo falso. Es preciso librarnos de ideas y prácticas erróneas, pero a la vez asirnos de la verdad.

El Espíritu Santo es una Persona portentosa. Es indis­pensable comprenderla y conocerla.

El Señor Jesús fue lleno del Espíritu Santo en mayor grado que todo ser que haya pisado este suelo y su perso­nalidad era la más radiante y reposada que jamás se haya visto. ¿Por qué temer al Espíritu Santo El nos impar­tirá mayor semejanza al divino Maestro.

Principiemos nuestra búsqueda espiritual del Espíri­tu Santo, haciéndonos dos sencillas preguntas: (1) ¿Quién es el Espíritu Santo (2) ¿Cuál es el ministerio del Espíritu Santo

I.   ¿QUIÉN ES EL ESPIRITU SANTO

Veamos primero el aspecto negativo de la pregunta, a fin de rechazar algunas ideas erróneas acerca del Espíri­tu Santo.

El Espíritu Santo no es una cosa ni un objeto. No de­bemos emplear nunca el género neutro al referirnos a El.

Hace algunos años que los cristianos de la América Latina, celebran la fiesta religiosa del Espíritu Santo. Al­gunos miembros de una de las congregaciones fueron de casa en casa para reunir fondos “y colocar al Espíritu Santo en su iglesia.” Al llegar a una casa y al explicar su misión, el inquilino preguntó: “¿Qué es el Espíritu San­to”

El que encabezaba el grupo contestó: “¿No sabe usted lo que es el Espíritu Santo Usted habrá visto que en todas las iglesias hay, arriba del altar, la imagen de una paloma. Esa paloma es el Espíritu Santo. En nuestra iglesia todavía no tenemos esa imagen, así que estamos reuniendo dinero para que un escultor nos forje una bella paloma para el altar. Entonces sí tendremos el Espíritu Santo en nuestra iglesia.”

Para estas gentes el Espíritu Santo tenía que ser algo visible. Tal vez eran sinceras, pero estaban engañadas. El Espíritu Santo no es una cosa ni objeto.

El Espíritu Santo no es simplemente vida divina en el interior del ser humano. En verdad, es el Espíritu de vida que vivifica a los muertos. Pero es más que vida.

Del árbol puede decirse que tiene vida. Sin embargo, ¿se ha visto algún árbol que posea un título universitario ¿se habrá visto un árbol obstinado ¿Habrá algún árbol a quien se pueda ofender El árbol posee vida, pero no es persona.

El Espíritu Santo no es únicamente el poder de Dios manifestándose en nuestra vida. No es sólo una fuerza impersonal.

La gasolina es la fuerza que mueve el automóvil; pe­ro es más que un poder o una influencia que emana de Dios.

Si consideramos el asunto en forma positiva, habre­mos de subrayar el hecho de que el Espíritu Santo es Persona. Notemos que el Señor Jesús siempre se refirió a El haciendo uso del pronombre personal “El”: “Cuando venga... El os guiará a toda la verdad.”

Como es Persona posee los tres atributos caracterís­ticos: intelecto, voluntad y emoción. El Espíritu Santo está dotado de intelecto, posee toda la sabiduría y el co­nocimiento. El conoce, entiende y juzga. Pablo habla de “la intención del Espíritu” (Romanos 8:27). Jesús dijo a sus discípulos: “El os enseñará todas las cosas” (Juan 14:26).

El Espíritu Santo está dotado de voluntad. El deci­de, selecciona y ordena. En el libro de los Hechos leemos que en varias ocasiones, el Espíritu Santo ordenó a los discípulos abstenerse de ir a determinados lugares y en vez de eso ir a otros. Leemos frases como “les fue prohibido por el Espíritu Santo,” “enviados por el Espíritu Santo” “ligado en el Espíritu,” frases que comprueban que el Espíritu Santo posee voluntad.

El Espíritu Santo está dotado de emoción. Pablo nos amonesta, diciendo: “No contristéis al Espíritu Santo.” No se puede contristar a un objeto inanimado; esto sólo se puede hacer cuando se trata de personas de sentimien­tos. El amor, el gozo y la paz, son atributos del Espíritu que mora en nuestra vida.

En resumen, estos versículos de las Sagradas Escritu­ras que tratan del Espíritu Santo, nos revelan que es un Ser consciente, que posee intelecto, voluntad y emoción. Si reconocemos este hecho, habremos de cambiar total­mente nuestra actitud al respecto.

El Espíritu Santo es una Persona, pero es superior a todo ser humano. Tú y yo somos personas, poseemos intelecto, voluntad y emociones. Pero sólo somos seres humanos, mientras que el Espíritu Santo es divino. Es una de las personas de la Trinidad, y por lo tanto, posee todos sus atributos. Todo cuanto caracteriza a Dios el Padre y a Cristo el Hijo, es atributo también del Santo Espíritu. Es omnipotente, omnisciente, omnipresente, santo, amante y perfecto. Es igual a Dios, es Dios mismo. Es la tercera Persona de la santísima Trinidad.

La doctrina de la Trinidad se halla revelada en las Santas Escrituras, pero es un misterio que la mente hu­mana no alcanza a comprender.

Un maestro musulmán en Nigeria le decía a un mi­nistro presbiteriano, el doctor Harry Rimmer, cuando éste visitaba ese país: “Ustedes los cristianos creen en una trinidad de Dioses. Hablan de Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu Santo. Pero Dios es sólo uno.”

El doctor Rimmer le contestó al musulmán: “Permí­tame hacerle una pregunta. ¿Es usted un cuerpo viviente ¿Es usted un alma viviente ¿Es usted un espíritu vivien­te” Al contestarle afirmativamente, el doctor Rimmer le preguntó al musulmán cuál de los tres era él, y la con­testación fue: “Soy los tres,” pero no acertó a dar mayor explicación.

El evangelista cristiano le indicó entonces que en un nivel humano todos somos una trinidad y sin embargo reconocemos que somos un solo individuo. En forma misteriosa que no alcanzamos a comprender, la Deidad, siendo tres Personas, es sólo una.

En la India un musulmán me decía: “Ustedes los cris­tianos no saben nada de matemáticas, porque dicen que uno más uno más uno es igual a uno, pero en verdad son tres.” Por mi parte le pregunté: “¿Cuánto es uno por uno” Su contestación fue: “Uno.”

Así comprobé lo que él trataba de refutar. La verdad es que cuando tratamos de explicar los misterios divinos con palabras, sólo podemos llegar hasta cierto punto y darnos por vencidos.

El Espíritu Santo es una Persona, pero es más, es una Persona divina. Esto significa que posee los atributos de la personalidad en su perfección. Es un Intelecto infi­nito, una Voluntad perfecta y una Emoción perfecta.

Nuestra mente es humana y por lo mismo, limita­da. A menudo no podemos comprender la verdad. Pero si permanecemos a los pies del divino Intelecto, El nos guiará a toda verdad y nos permitirá penetrar los pro­fundos arcanos del Señor.

Nuestra voluntad es humana, y por lo mismo, débil. A menudo hacemos aquello que no debiéramos y deja­mos sin hacer lo que se debe hacer. Pero, rindiéndonos a esa Voluntad divina, la débil voluntad recibirá fortaleza y estaremos capacitados para abstenemos de lo que no conviene hacer y cumplir con el deber que nos corres­ponde desempeñar.

Nuestras emociones son humanas y muchas veces confusas. Odiamos lo que debiéramos amar y amamos las cosas que debiéramos odiar. Pero si estamos dispues­tos a sometemos a la divina Emoción, seremos purifica­dos y nuestras emociones o sentimientos serán distintos, porque ahora podemos odiar lo que Dios odia y amar lo que Dios ama.

Es así como la divina Persona, el Espíritu Santo, es de incalculable importancia para la vida espiritual de ca­da día. Como alguien ha dicho muy bien: “Si tratamos de entender todo lo que se relaciona con el Espíritu Santo, perderemos la cabeza; pero si tratamos de vivir sin su presencia, perderemos el alma.”

II.   ¿CUÁL ES EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU SANTO

El papel que desempeña el Espíritu Santo en lo que se relaciona con los seres humanos es triple:

En primer lugar, como Embajador divino, cumple la voluntad de la Deidad. Es el representante de Dios.

Un embajador es una persona de gran importancia. Presenta sus credenciales a determinada potencia guber­namental y se le acepta y respeta como representante oficial de su gobierno. Cuando emite opiniones, no lo hace como algo personal sino a nombre de la nación que le ha conferido el cargo, y es su gobierno quien lo respal­da.

Como Embajador de lo alto, el Espíritu Santo no ha­bla por sí mismo. Habla a nombre de Dios el Padre y an­te todo glorifica a Cristo el Hijo, y cuenta con toda la autoridad de la Divinidad.

Como Embajador, el Espíritu Santo hace tres cosas. Jesús dijo: “Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Juan 16:8).

Convence de pecado. Nadie en realidad puede juz­garse por sí mismo, como Dios lo juzga, a menos que el Espíritu Santo obre en su corazón y mente. El Espíritu pone al descubierto ese corazón, le revela su pecado y lo declara culpable ante Dios. Esta es una experiencia que a todos inquieta, y les hará perder el sueño o el apetito. Desde luego, se pierde la paz interior. El Espíritu Santo, sin embargo, sólo le muestra al hombre su pecado a fin de que acuda al Salvador. Como dijo Sam Shoemaker en una ocasión: “Antes de que el Espíritu Santo sea el Con­solador, tiene que desconsolar...

Hace varios años yo predicaba a estudiantes univer­sitarios, en la ciudad de Trivandrum en el sur de la India. Una mañana un estudiante de medicina me decía con toda sinceridad: “Me es difícil creer que Dios existe. ¿Puede usted probarme que existe” Durante una o dos horas le estuve presentando todos los argumentos racio­nales de la existencia de Dios, el argumento (en cada caso) cosmológico, teleológico, moral y antropológico. Cité tam­bién una serie de versículos de la Biblia, para subrayar los argumentos. Pero después de larga discusión no se convencía. No obstante, prometió asistir a los servicios nocturnos y escuchar la Palabra de Dios.

Dos días después, al entrar a la iglesia, el pastor me entregó un recado escrito del joven estudiante, en el que decía: “Creo que hay algo de verdad en lo que nos dice. Ore por mí, por favor.” A la noche siguiente, cuan­do terminó el servicio y la congregación había salido, vi que el joven permanecía en su asiento. Se cubría el rostro con las manos y lloraba. Me acerqué y le pregunté qué le pasaba.

“Señor,” me contestó, “soy un gran pecador; ore por mí por favor.” Oré y lo aconsejé, haciendo uso de la Biblia.

Finalmente él mismo elevó una sencilla oración y la presencia de Dios se hizo sentir claramente a nuestro lado. Repentinamente alzó los ojos, y sonriendo me dijo: “Ahora sí estoy seguro que hay un Dios, ¡pues siento su presencia en mi corazón!”

Comprendí al momento que se había realizado en él, la gloriosa obra del Espíritu Santo. Lo que no se había logrado con razones y argumentos, el Espíritu Santo lo consumó. Convenció a este joven de su pecado y le condujo al Padre celestial. Esta obra, sólo el Espíritu puede llevarla a cabo.

El Espíritu Santo así mismo convence de justicia. Nos hace ver que nuestra moralidad y buenas obras son como trapos de inmundicia ante la mirada del Eterno, y que la verdadera justicia sólo se encuentra en Jesucristo. Nos enseña que la justicia es una dádiva y no una hazaña nuestra. Es don de Dios y no producto del hombre.

Hace algunos años, cuando mi familia hacía prepara­tivos para regresar a los Estados Unidos, aprovechando el año de licencia, me dedicaba una mañana a empacar lo que llevaríamos. Para hacer este trabajo me había ves­tido con mis ropas más usadas; el pantalón estaba man­chado de pintura y grasa y la camisa estaba rota. De re­pente oí que tocaban a la puerta y salí a ver quién era. Frente a mí se hallaba un caballero hindú, impecablemente trajeado. Era la imagen de la pulcritud, y no pude menos que avergonzarme de mi desaseo y pedirle discul­pas. Era notable el contraste entre los dos.

De la misma manera, muchos de nosotros solemos estar satisfechos con nuestra condición espiritual, hasta que el Espíritu Santo nos capacita para contemplar a Cristo Jesús en toda su perfección, y reconocemos por vez primera su excelsa santidad. En seguida vemos nues­tro pecado, nuestra imperfección, y nos avergüenza nues­tra condición. Nos damos cuenta que nos falta mucho para poder contemplar la gloria del Omnipotente, pero sabemos ahora lo que es la justicia y dónde la hemos de hallar. El Espíritu Santo es quien nos ilumina.

El Espíritu Santo convence al hombre del juicio. Nos revela que el príncipe de este mundo, Satanás, ya estuvo sujeto al juicio eterno por la muerte de nuestro Señor Jesucristo, y que también nosotros, sin la gracia divina, nos hallamos condenados ante el santo tribunal del cielo. Nos recuerda que un día, cada uno de nosotros tendrá que aparecer ante ese tribunal de Dios y dar cuenta de nuestras acciones y palabras, oportunidades y privi­legios, talentos y posesiones. Todos somos responsables ante Dios; esto nos dice claramente el Espíritu.

Como Embajador divino, por lo tanto, hemos de ve­nerar y obedecer al Espíritu Santo, quien nos convence o redarguye de pecado, de justicia y de juicio. El nos ha­bla con autoridad y terminantemente.

En segundo lugar, el Espíritu Santo es el divino Ayu­dante. El hace llegar al hombre lo que Cristo hizo posi­ble por su muerte.

Un pastor en la India, al hablar de la Trinidad, dijo: “Yo veo a Dios el Padre como el Médico divino que exa­mina al hombre, su paciente, y descubre que padece una enfermedad fatal llamada pecado, y para ese mal tiene una medicina única. Cristo, el Hijo, fue el Ejecutor quien por su muerte y resurrección en el monte Calvario, obtuvo la plena recuperación del enfermo. Puede decirse que el Espíritu Santo es el Ayudante divino que aplica el reme­dio y no descuida al paciente, a fin de que experimente todo el amor de Dios y la gracia de Cristo. Recibe plena salud espiritual al confiar en el Salvador. Todo lo que Jesús hizo por el hombre, el Espíritu Santo ahora lo hace en el hombre.”

No es posible prescindir del Médico o del Ejecutor, ni tampoco del Ayudante. En la obra de la redención tene­mos que depender de su ministerio. Si lo rechazamos, rechazamos la única fuente de auxilio.

En su calidad de Embajador divino, hay que tribu­tarle todo respeto; y como Ayudante divino, brindarle franca entrada.

En tercer lugar, el Espíritu Santo es el divino Resi­dente. Pablo pregunta: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros” (I Corin­tios 3:16).

Hay dos grandes misterios en la fe cristiana. Uno es que Dios condescendiese a vivir con los hombres en la persona de su Hijo, Jesucristo. El otro es que Dios con­descendiese a morar en los hombres en la persona del Espíritu Santo. Pensar que Dios estuvo dispuesto a des­pojarse de su gloria y poder, y venir al mundo a vivir co­mo hombre entre los hombres, es algo que no puede concebirse. Pensar que Dios, infinito y santo, estuvo dis­puesto a hacer su morada en el corazón del hombre, fini­to y pecaminoso, también sobrepuja a la comprensión humana. ¡Y, no obstante, es verdad! El así lo ha deter­minado y anhela morar en el hombre, en la persona del Espíritu Santo, haciéndonos crecer en la semejanza de Cristo. Quiere poseernos y transformarnos, allí donde no pueden explorar ni la cirugía ni la psiquiatría, el Es­píritu Santo morará y hará su obra, dominará nuestros pensamientos y emociones, purificará nuestros deseos y móviles, dirigirá nuestra voluntad y ambiciones. Esto es precisamente lo que significa ser un cristiano lleno del Espíritu. No se trata de formarse determinados propósi­tos o de seguir ciertas normas de vida fiados en nuestras propias fuerzas, sino de que el Espíritu Santo entre a ocupar el centro de nuestro ser y nos limpie, nos gobier­ne y nos dé poder. La rectitud no es algo añadido sino que es un don adquirido. Ser cristiano quiere decir que el Espíritu Santo reside en el corazón y la mente.

El Espíritu Santo, por lo tanto, es el Don más gran­de que Dios ofrece al hombre, entregándose El mismo. ¿Habrá algo más sublime Como un ejemplo, pensemos en el individuo que hace toda clase de obsequios a la mujer con quien va a contraer nupcias, pero al llegar el día de la boda se da a sí mismo. Sin ello, todos los de­más regalos carecerían de valor, y sólo así se llega a la realización anhelada. De Dios recibimos muchos dones; vida, salud, perdón, paz, consuelo, gozo, etc. pero el don supremo que quiere darnos, es el clon de El mismo. Sólo esto le satisface, y a nada menos que esto debemos aspi­rar nosotros.

Sin embargo, cuántas veces nuestros puntos de vista son equivocados, en lo que toca a la vida espiritual. An­damos tras sus dones y bendiciones, pero no estamos dispuestos a recibir al Dador; o sea que buscamos presen­tes pero no la Presencia.

Cuando yo era misionero en la India, a menudo estaba ausente del hogar, en viajes evangelísticos. Acostumbra­ba regresar con algún regalito para mi hija más pequeña, y ella siempre esperaba ansiosamente que abriera mi ma­leta y le entregara lo que había traído.

En una ocasión había estado predicando en pueblos muy pequeños en los cuales no había nada que comprar. Tuve que regresar con las manos vacías y al llegar al ho­gar, la pequeña Sandra como siempre se arrojó a mis bra­zos, y preguntó con gran interés: “Papacito, ¿qué me tra­jiste esta vez” Por un momento guardé silencio, y lue­go le dije: “Hijita, lo siento, pero no pude comprarte nada, pero tú sabes que he estado ausente mucho tiem­po y he extrañado mucho a mi niña, así que el lugar de un regalo cualquiera, yo mismo soy tu regalo. ¿No te pa­rece maravilloso ¿No te alegras de ver a tu papacito”

Pude ver que la había desilusionado, le temblaron los labios y las lágrimas se asomaron a sus ojos. Luego me contestó: “Sí, papá, me da mucho gusto que hayas regresado, pero ¿por qué no me has traído un regalo”

Así somos muchos de nosotros. El Padre celestial se allega a nosotros para ofrecernos no sólo sus dádivas, sino El mismo, pues quiere habitar en nosotros. Y noso­tros como niños, parece que nos creemos defraudados. Continuamos en busca de otras dádivas, o presentes suyos, y pasamos por alto la gloriosa presencia.

Debemos recibir al Todopoderoso y no conformarnos con una vida de escaso poder. Hemos de recibir al Santificador, y no solamente pureza. Nos corresponde recibir al Dador de todo gozo, y no sólo sentir gozo. Es preciso recibir al Consolador y no algo de consuelo. To­dos los dones de Dios los hace una realidad la bendita persona del Espíritu Santo.

En la época del Imperio Romano existió un opulen­to senador que sólo tenía un hijo. El padre hizo su testa­mento, dejándole todo al joven a quien amaba tierna­mente. Pero con el transcurso de los años aquel hijo se hacía más desobediente y pendenciero; al fin un día hu­yó de la casa y no se supo más de él. Desesperado, el padre cambió su testamento y dejó todas sus posesiones a un fiel esclavo, con la única disposición de que si el hijo regresaba al hogar, podía escoger una sola cosa de toda la herencia.

Cuando supo que su padre había muerto, aquel hijo descarriado regresó, pero sólo para darse cuenta que el testamento ya no era el mismo, y que de todos los bie­nes él tenía derecho a escoger nada más una propiedad. El joven estuvo pensando qué sería preferible escoger. ¿Optaría por una casa en donde vivir, un campo para cultivarlo, o alguno de los negocios Luego, en un mo­mento de inspiración, señaló al esclavo, y dijo: “¡Lo to­mo a él!” Y al escoger al esclavo, se hizo dueño de toda la herencia.

            De la misma manera, al recibir a la persona del Espí­ritu Santo, recibimos toda la herencia de Cristo Jesús. Dios se ofrece a sí mismo; es la Dádiva excelsa. ¡Acepté­moslo!