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Pureza de Pensamientos

Transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento

(Romanos 12:2).

El gran evangelista Dwight L. Moody, dijo en cierta ocasión: “He tenido más dificultades conmigo mismo que con ningún otro ser humano.” Casi todos podríamos hacer una confesión parecida.

Esto se debe a nuestra doble naturaleza: Escoria y divinidad. En ocasiones, tratamos sinceramente de ser puros, bondadosos, veraces y perdonadores, pero por otra parte, nos asaltan pensamientos que no debemos albergar y acariciamos ensueños que debieran avergonzarnos, y no podemos menos que lamentarnos de la forma en que a veces nos expresamos. Pablo explicó concisamente el pro­blema de la manera siguiente:

“Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero, esto hago, aprue­bo que la ley es buena. De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (Romanos 7:15-19).

Parecería que dentro de la misma persona viven dos seres distintos, el que es bueno y el que no lo es, y el problema que se presenta es cómo cambiar al de carácter no deseable, al ser cuya naturaleza se inclina al bien.

Pablo no sólo menciona el problema, sino que tam­bién sugiere cuál es la clave para su solución. “Transfor­maos,” recomienda, “por medio de la renovación de vues­tro entendimiento.” El entendimiento, o sea la mente del hombre, es la clave a lo que es el hombre, y la manera de obtener la transformación es cambiar la mente misma.

Antes de asomarnos al proceso de la renovación del entendimiento, tratemos de entender algunas de las ver­dades básicas que tienen que ver con él.

La primera es: el entendimiento o la mente es algo mucho más complejo de lo que suponemos. Además del sentido consciente, estamos dotados de subconciencia. Por una parte, el pensamiento se fija en lo inmediato y a ello le presta atención. En este momento, por ejemplo, estoy consciente de mi tarea al frente de la máquina de escribir; pero sabemos que existe otra parte de la mente, que abriga pensamientos en los que no se concentra, pero en cualquier momento puede hacerlos surgir. Si al estar en la iglesia se pierde el interés en el sermón, de inmedia­to el pensamiento puede volver al pasado y hacer memo­ria de alguna experiencia placentera. Es decir, que la mente trabaja en dos niveles: (1) El de la inmediata conciencia, y (2) el de la subconciencia.

Podemos comparar la mente humana a una fábrica, cuyas máquinas trabajan incesantemente día y noche. La mente trabaja siempre, aún cuando estamos dormidos. Los pensamientos con que la alimentamos durante el día, son como materia prima de la que se sirve incesan­temente. Esto lo sabemos por experiencia personal. Nos acostamos a dormir habiéndonos fijado determinada hora para despertar, y desde luego, al estar la mente preocu­pada con esa idea, despertamos a todas horas de la noche. Si al dormirnos nos agobian temores y ansiedades, al despertar estaremos doblemente ansiosos y asustados. Pero si nos entregamos al sueño con la mente confiada en el poder de Dios para suplir lo que necesitamos, des­pertaremos con la profunda certeza de poder enfrentar­nos a las exigencias de la vida. Por ello es de suma impor­tancia, orar, leer las Sagradas Escrituras y ocupar la mente con pensamientos nobles y positivos, antes de dor­mir.

En segundo lugar, hay que tener presente, que tanto la subconciencia como la conciencia, ejercen influencia en nuestra vida, a veces más la primera.

David Seabury, un conocido psicólogo, asegura que las tres cuartas partes de nuestra actitud mental, ocurren en ese hondo nivel del subconsciente y sólo salen a la superficie en el momento que se requiere. El doctor Char­les Mayo dice que el 75% de la actuación de la humanidad se encuentra dominada por el subconsciente, y sólo el 25% por la mente consciente.

A veces, actitudes y emociones arraigadas profunda­mente en la subconciencia, afectan la mente humana y dan por resultado aflicciones físicas externas. Hace va­rios años, cuando era pastor de una ciudad de la India, fui llamado al hogar de una señora que repentinamente había perdido la vista y estaba sujeta a tratamiento médi­co. Cuando visité a su médico y le pregunté cuál era su diagnóstico, me contestó que en realidad no había tenido ninguna alteración orgánica, sino que era el resultado pasajero de alguna experiencia que la inquietaba emocio­nalmente. Añadió que sólo le estaba aplicando algo su­perficial, más que todo, para ayudarla psicológicamente, y me recomendó que tratara de encontrar la verdadera razón de su malestar, a fin de prestarle una ayuda eficaz.

Le hice otra visita a la señora y después de mucho sondear con todo tacto y de haber orado con ella, descu­brí la verdad. Hacía poco había descubierto que su esposo le era infiel. Pensó que al perder su amor lo perdía a él, y su ceguera repentina era un esfuerzo inconsciente de su parte, para volver a conquistar su afecto y sus atencio­nes. Tendría que dedicarle mucho de su tiempo y servirle de lazarillo. Fui a entrevistar a su marido y le expliqué el asunto. El reconoció su falta y se arrepintió. Le pidió perdón a su esposa y ambos se reconciliaron. Pocos días después, la señora había recobrado la vista completa­mente.

Lo que pasa es que muchas de nuestras acciones, sin darnos cuenta, se hallan sujetas a ese nivel de la mente, que denominamos subconciencia.

En tercer lugar, y en lo que a la mente humana se refiere, es necesario reconocer que hay elementos en la subconciencia, que por naturaleza se inclinan al mal.

Es en esa zona subconsciente, donde la naturaleza humana se pone al descubierto tal como es. Allí los ins­tintos, como el sexo y el yo, reinan supremos; son instin­tos que ocupan ese sitio, desde largo tiempo atrás, en la historia de las razas, y permanecen todavía florecientes. De la mente subconsciente brotan algunos de nuestros ensueños, y también los pensamientos impuros nacen de este abismo. He ahí la razón por la que es tan difícil vivir rectamente.

La experiencia de la conversión trae consigo amor y lealtad. Conscientemente se acepta a Cristo como Señor y Salvador; pero a veces la subconciencia no lo acepta. Conscientemente se es cristiano, pero la subconciencia muestra aún rasgos paganos. Hay impulsos que actúan en contra de los sentimientos morales que radican en la mente consciente; ésta ya es cristiana, pero la subconciencia todavía demuestra rasgos paganos. La primera se ha convertido, pero la otra no está todavía dispuesta a obedecer en todo la voluntad de Dios.

Por lo tanto, existe un conflicto dentro del ser. Por una parte exclamamos: “Quítate delante de mí, Sata­nás,” pero a la vez hay algo que nos impulsa a seguir los senderos antiguos.

Comprendemos ahora lo que lleva al Apóstol a excla­mar: “Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miem­bros” (Romanos 7:21-23).

¿Puede Cristo redimir la mente consciente nada más o, ¿puede redimir también la mente subconsciente Creo que lo puede hacer. De otra manera el remedio para el mal no sería completo. El apóstol Pablo, después de su gráfica descripción del conflicto interno de la mente, se lamenta desesperadamente: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte” Y en seguida, lleno de fe, contesta su propia pregunta, diciendo: “Gra­cias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Romanos 7:24-25).

Llegamos entonces al punto a discusión, la redención de la mente subconsciente. Lo que significa que para ser personas completamente transformadas, en cierto senti­do, necesitamos dos conversiones. La primera conver­sión de la mente consciente, ocurre cuando nos allega­mos a Cristo, arrepentidos, y nos hacemos el propósito de seguirle. Pero no debemos detenernos allí, porque de hacer eso, nunca seremos librados de conflictos interio­res ni hallaremos el gozo supremo que trae consigo la vida cristiana, hasta que alcancemos esa segunda “conver­sión,” la de la mente subconsciente. Y creo que esto es lo que el Apóstol quiere decir cuando aconseja: “Transfor­maos por medio de la renovación de vuestro entendimien­to.” ¿Cómo lograrlo Permítame sugerir algunos medios sencillos.

Primero, reconocer que hay impureza y conflictos internos. Reconozca su condición actual, honrada y sin­ceramente. No trate de ocultar sus sentimientos, ni de explicarlos, sino reconozca que dominan su vida, y con­fiese su necesidad de liberación.

Cuando Isaías contempló la excelsa santidad de Dios, tuvo la visión de su propia impureza y desesperadamen­te clamó: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5).

El profeta Jeremías, al reconocer las profundidades pecaminosas del corazón humano, escribió: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá” (Jeremías 17:9).

Cuando el rey David fue reprochado por el profeta Natán, quedó convicto de su depravación interna, así como de sus transgresiones externas, y exclamó, arrepen­tido: “Mi pecado está siempre delante de mí... He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre. He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo” (Salmos 51:3, 5-6).

Simón Pedro, en uno de sus primeros encuentros con el Señor Jesús, exclamó: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (Lucas 5:8).

Al meditar en el conflicto interno que caracterizaba su vida anterior, el apóstol Pablo escribió: “Si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí” (Romanos 7:20).

El primer paso, entonces, es reconocer la propia im­pureza interna y confesarla a Dios.

En segundo lugar, tener fe para creer que el Espíritu Santo puede llegar a lo profundo del ser humano y hacer su obra allí donde éste se siente impotente.

¡Cuán consolador es comprender que Dios obra di­rectamente donde el hombre no puede ejercer ningún dominio! El Santificador acude en su ayuda, el Espíritu de verdad, el Sanador llega hasta el origen del mal, hasta lo profundo del problema. ¡Cuán consolador es compren­der que Dios es auxilio omnipotente, se manifiesta en nuestro ser consciente y libre, así como en la subconciencia! El Espíritu purifica el corazón, que siendo per­verso, necesita ser transformado; y es aquí donde el Es­píritu perfecciona su obra y nos da vida en Cristo.

Permitamos que nuestra fe se base en la obra hecha por Jesucristo y en las promesas precisas de la Palabra de Dios. Pablo claramente dice: “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, ha­biéndola purificado en el lavamiento del agua por la pa­labra” (Efesios 5:25-26). En otra ocasión, escribe: “Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tito 3:5-6). Y otra vez: “Somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:10).

Las promesas de Dios en cuanto a la purificación interior, son también claras y precisas. “¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo” (Hebreos 9:14). “Pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la san­gre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).

Cristo murió para limpiar hasta lo más profundo del ser. Dios en su Palabra así lo promete. El Espíritu Santo está presto a terminar esa obra. ¡Tengamos fe y estemos seguros que El es poderoso y está dispuesto a purificar­nos ahora!

En tercer lugar, eleve una oración específica al Espíri­tu Santo, implorando el lavamiento personal.

Confiese su impureza interior. Ponga el dedo en la llaga. Si se trata del pecado de lujuria, dígalo; si del egoís­mo, confiéselo; si de resentimiento u odio, no lo niegue. No estará confesando solamente transgresiones exterio­res, sino una condición interna. Hay que dirigirse al Espíritu Santo, diciendo: “Señor, Tú sabes que en lo pro­fundo de mi corazón hay mucho que no es de tu agrado: orgullo, envidia, odio, concupiscencia, egoísmo, etc. Soy impotente para libertarme de estos pecados y acudo a ti, implorando tu ayuda. Por mí mismo no puedo ejercer dominio sobre mis pensamientos; posesiónate Tú de ellos. Purifica la mente y el corazón y gobierna todo mi ser, mis móviles, deseos, ambiciones, impulsos, instintos.”

Ore con fe. Reconozca que El ofrece y por eso usted implora. El promete, y usted recibe. Diríjase al Espíritu Santo, y diga: “Tengo fe en que eres poderoso para ha­cerme una nueva criatura, y te doy gracias, Señor.” Y lue­go permita que su fe descanse en las promesas de Dios y no en lo que usted siente. Tener fe quiere decir creer en lo que Dios declara y que sus palabras se hacen reali­dad en usted.

En cuarto lugar, mantenga una actitud sumisa y obe­diente. Recuerde que esto es apenas el principio. Es cri­sis que inicia un proceso. Esa oración incipiente debe ir acompañada día a día, por la debida actitud. La volun­tad deberá rendirse completamente. En el momento que se trate de usurpar la autoridad del Espíritu Santo, y se quieran imponer caprichos personales, se obstrucciona su obra renovadora y surge de nuevo el conflicto interno. Pero si diariamente nos entregamos al Espíritu Santo y hacemos nuestra su voluntad, recibiremos su constan­te purificación. Es preciso atender solícitamente su di­rección y sus advertencias; hay que andar en la luz y obedecer su voluntad.

Si se siguen estas indicaciones, el Espíritu Santo to­mará posesión de nuestros impulsos incontenibles, y los transformará y consagrará.

Destruye el egoísmo del ser humano y lo hace un obre­ro dedicado al extendimiento del reino de Dios. El “yo” no desaparece porque no se puede prescindir de él. La personalidad no desaparece, pero se caracteriza por un espíritu abnegado. Nuestro Señor Jesucristo poseía una personalidad excelsa y su impacto en el mundo es po­deroso; pero su personalidad tenía su centro en Dios.

Es interesante que el apóstol Pablo precede las pa­labras del texto: “Trasformaos por medio de la renova­ción de vuestro entendimiento,” con la amonestación: “No os conforméis a este siglo” (Romanos 12:2). Pablo sabía que el único antídoto para ser esclavos de caprichos mundanales, era estar bajo el gobierno del Espíritu San­to, que mora en el creyente.

Hemos de estar dispuestos a recibir la purificación y la consagración. El Espíritu Santo domina entonces to­dos nuestros impulsos, con nuestro consentimiento y coo­peración. Por lo tanto, no hay luchas, sino que somos sumisos y confiados.

Así que la mente subconsciente se renueva y puede renovarnos. Jesús dijo: “El hombre bueno, del buen te­soro del corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas” (Mateo 12:35). Puede de­cirse que el ser interno es un banco y no es posible sacar de un banco lo que no se ha depositado en él. Siempre que se depositan buenos pensamientos, buenas acciones, actitudes de nobleza, se aumenta el tesoro y la transfor­mación es constante. Esto es posible de día en día, y cuan­do se presenta una crisis, los recursos del alma se lanzan a vencerla y nos conducen a la victoria. A medida que se sigue la senda cristiana, estamos más a salvo. Esa mente subconsciente, de enemiga, se torna en aliada.

El Espíritu Santo, pues, puede hacer su obra; purifi­car, consagrar y dominar los deseos, móviles, sentimien­tos y actitudes del ser interno; pero esto, desde luego, re­quiere nuestra entrega, cooperación y obediencia.

La redención, por lo tanto, debe llegar hasta lo más profundo del ser. Cristo redime la mente consciente y la subconsciente.

Dios promete: “Esparciré sobre vosotros agua lim­pia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nue­vo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un cora­zón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis precep­tos, y los pongáis por obra” (Ezequiel 36:25-27).

Juan, el discípulo amado, reitera la promesa, cuando dice: “Si andamos en luz, como él está en luz... la san­gre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (I Juan 1:7).

De lo profundo del corazón, elevemos la oración del salmista David: “Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado... Crea en mí, oh Dios, un cora­zón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Sal­mos 5l: 2, 10).

A semejanza del leproso que se allegó a Jesús un día, encareciendo su ayuda, vayamos a él nosotros, leprosos espirituales, y clamemos confiadamente: “Señor, si quie­res, puedes limpiarme” (Mateo 8:2). Y oigamos sus pala­bras inspiradoras: “Quiero; sé limpio.”