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Potencia en el Hombre Interior

He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero
quedaos vosotros en la ciudad de
Jerusalén, hasta que seáis investidos
de poder desde lo alto
(Lucas 24:49).

Pero recibiréis poder, cuando
haya venido sobre vosotros el
Espíritu Santo, y me seréis testigos
en Jerusalén, en toda Judea, en
Samaria, y hasta lo último de la

tierra (Hechos 1:8).

Las frases que emplea nuestro Señor en sus promesas acerca del Espíritu Santo son enfáticas y sumamente interesantes. Dice: “Os lo enviaré” (Juan 16:7); también dice: “Vendrá sobre vosotros el Espíritu Santo” (Hechos 1:8); y finalmente dice: “De su interior correrán ríos de agua viva” (Juan 7:38). Notemos las expresiones: “Os lo enviaré,” “sobre vosotros,” “sobre vosotros,” y “de su interior.”

Las preposiciones de estas declaraciones son impor­tantes. “Os lo enviaré” es una afirmación de que Cristo mismo enviará el Espíritu Santo y que éste será dádiva suya. “En vosotros,” indica que el Espíritu Santo hará su morada en el hombre: su obra purificadora. “De su inte­rior,” da a saber que el Espíritu Santo derramará ricas bendiciones sobre otros. “Sobre vosotros” significa el bau­tismo del Espíritu Santo: ser dotados de poder desde lo alto. En la presente meditación nos ocuparemos de esto último: La relación que existe entre el Espíritu Santo y la potencia espiritual.

Es significativo que en las dos ocasiones en que el Maestro emplea la frase “sobre vosotros,” es para aunar la venida del Espíritu Santo al hecho de que se recibirá poder de lo alto. Jesús declaró que el Espíritu era “el Consolador,” y probablemente una mejor traducción es, “el Confortador” o sea, el que fortalece (del latín con y fortis, fortaleza). Por tanto, el Espíritu Santo al morar en nosotros, nos fortalece y actuamos revestidos de su potencia.

CARACTERÍSTICAS DE ESTE PODER

Son tres las características de ese poder que se reci­be por la presencia del Espíritu Santo.

En primer lugar, es “poder desde lo alto.” Fijémonos en las palabras: “hasta que seáis investidos de poder des­de lo alto.” Es decir, es un poder que desciende sobre nosotros.

Son dos los métodos empleados para conseguir poder espiritual. Uno consiste en tratar de desarrollar poder por el propio esfuerzo. El otro es recibirlo como un don de lo alto. El primero se basa en el esfuerzo propio por lograr una vida mejor. Se nos aconseja que desarrollemos nuestros recursos latentes. Pero los beneficios de esta conducta son limitados, puesto que se principia con el “yo” y se termina con los limitados recursos de ese “yo.”

Pero el poder de que habla el Señor Jesús no es del interior, sino de lo alto. No se alcanza sino que se acepta; no se desarrolla, sólo se recibe. No es resultado del esfuer­zo propio; es una dádiva. ¡Es, por lo mismo, ilimitado! Son los recursos de Dios para el ser humano.

Hay quienes aducen que sólo los moralmente débiles tratan de aprovechar fuerzas ajenas; los vigorosos confían en su propia fuerza. Pero ésta no es la forma en que la gente reacciona en el terreno físico. Anda en búsqueda constante de nuevas fuentes de potencia física y mecáni­ca y siempre está ansiosa de aprovecharlas.

Por ejemplo, hay dos maneras de cruzar el continen­te. Puedo emprender el viaje a pie y después de días y días de caminar, llegar a mi destino. O puedo abordar un jet y llegar en unas cuantas horas. Hay dos formas de atravesar el océano. Puedo pensar en hacerlo a nado (y jamás llegar al otro lado), o aprovechar un moderno trans­atlántico y cruzar los mares con toda comodidad, sano y salvo. Se puede hacer una excavación para los cimien­tos de un edificio, con un zapapico y pala, y después de muchas semanas de pesado trabajo, acabar la tarea, o se puede emplear una gigantesca pala mecánica y terminar la obra rápida y eficientemente.

Si están a nuestra disposición grandes recursos espi­rituales, ¿por qué depender de nuestras propias fuerzas débiles y limitadas Cuando nos acosa la tentación, po­demos enfrentarnos a ella con nuestras propias fuerzas y, sin duda, ser presa del enemigo, o podemos resistir con la potencia del Espíritu y derrotar al tentador. Cuan­do nos agobian las pruebas y las cargas, podemos cerrar los puños y proponernos soportarlas, pero su peso nos doblegará; o podemos implorar la gracia y fortaleza de Dios, y creer que las penas redundan para su gloria y nues­tro propio bien, logrando así alcanzar la victoria y crecer en la vida cristiana.

En segundo lugar, hay poder “en el hombre inte­rior.” El apóstol Pablo ora por los cristianos en Éfeso, para que el Padre les conceda “el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu” (Efesios 3:16). En el versículo 20, dice: “el poder que actúa en nosotros.”

El hombre interior es el que forma al hombre exte­rior. Si la vida interior es débil, esa debilidad se deja sen­tir en la vida externa. Si hay confusión interna, habrá también confusión externa. El Espíritu Santo es potencia, precisamente donde se necesita: en el hombre interior.

La diferencia entre una persona antes y después de que ha sido investida del Espíritu Santo, es la diferencia entre un bote de vela y un buque de vapor. El bote de vela está sujeto a las circunstancias que lo rodean. Cuan­do sopla el viento, navega, pero si cesa el viento, se es­tanca. Al buque de vapor lo mueve una fuerza interior y surca las aguas sin la ayuda del viento. Hay cristianos que, como el bote de vela, son llevados por las circuns­tancias. Otros son cristianos que, a semejanza del buque de vapor, son conducidos por el Espíritu. El hombre debe abandonar la confianza en sí mismo y depositar toda su confianza en el Espíritu Santo.

El obispo Brenton T. Badley, por algún tiempo di­rector de la obra metodista en la India, solía relatar una parábola jocosa, acerca de un misionero y su Ford Modelo A. Un día que el misionero visitaba algunas aldeas, una de las llantas del automóvil se desinfló. Como no traía un neumático de repuesto, o equipo para la reparación, no sabía qué hacer. Pero vio unos manojos de paja que se habían caído de una carreta de bueyes que pasaba, así que sacó la llanta y la llenó con paja. Así pudo seguir su camino y no se preocupó por la reparación. Con el paso del tiempo, los otros tres neumáticos se averiaron, y el misionero puso el mismo remedio. Un día, el motor se descompuso y el automóvil quedó inutilizado. El misio­nero se dirigió a la aldea más cercana, alquiló un par de bueyes para que tiraran de su carro.

El misionero decidió entonces seguir utilizando los bueyes, pues pensó que así se ahorraba los gastos de repa­ración y la gasolina. Terminó su aventura con dos bueyes arrastrando el automóvil y con las cuatro llantas llenas de paja. Y el obispo terminaba con la siguiente adverten­cia: “Así son muchos cristianos. Como carecen de recur­sos o poder interior, se fían de fuerzas exteriores para poder actuar. Pero Dios anhela que su Espíritu omnipo­tente, more dentro de nosotros y gobierne toda la vida.”

En tercer lugar, este poder de lo alto es rigurosamen­te espiritual, pues siendo poder del Espíritu, tiene que ser de naturaleza espiritual.

Antes del Pentecostés, los discípulos se dejaban lle­var por un espíritu vengativo y confiaban en el uso de la fuerza física para alcanzar fines espirituales. Es fácil re­cordar varios casos de esta índole. Santiago y Juan querían que descendiera fuego del cielo sobre los samaritanos. En la noche de la crucifixión, Pedro trató de defender a su Maestro con espada. Aún en aquel último día en que el Señor Jesús estuvo con sus discípulos, ellos pensa­ban en la restauración del reino de Israel.

Pero después del Pentecostés, confiaron en armas espirituales, el poder del amor, de la fe y del perdón. Ven­cieron el mal con el bien, el odio con el amor, al mundo mediante una cruz. Comprendieron que la misericordia sobrepujaba a la fuerza bruta, que el amor era más pode­roso que la ley, el perdón que la violencia y que la fe domina al temor. Cuando Pedro se dirigió a la multitud en Jerusalén, el día de Pentecostés, les llamó “hermanos” (véase Hechos 2:29). Cuando Esteban era apedreado por el pueblo en Jerusalén, clamó a gran voz: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado” (Hechos 7:60). Cuando Ananías fue llamado por Dios para que visitara a Saulo, quien se acababa de convertir y oraba, se dirigió al temible enemigo, llamándole “hermano” (Hechos 9:17). Este era el Espíritu que les capacitaba para vencer al mundo. Y éste es el Espíritu que nos ayudará hoy a vencer.

Un joven soldado inglés oraba arrodillado al lado de su cama en el cuartel. Otro soldado algo ebrio, le lanza­ba maldiciones y se mofaba de su actitud piadosa; final­mente le arrojó sus botas llenas de lodo. El joven cristia­no no replicó palabra, terminó su oración y se entregó al sueño. A la mañana siguiente, el soldado que había gol­peado al cristiano con sus botas, las encontró a la orilla de su cama, perfectamente bien lustradas. Cuando supo quién se las había aseado, sintió remordimiento y le pidió perdón, a la vez que ayuda espiritual al compañero. Lo que éste no había podido lograr por la fuerza de su pala­bra, se había logrado mediante la acción silenciosa y cris­tiana.

Hace varios años, en una de las aldeas del sur de la India un campesino aceptó a Cristo, por el testimonio de un secretario de la Asociación Cristiana de Jóvenes. El nuevo creyente se bautizó y se unió a la iglesia. Sus anti­guos amigos se volvieron contra él, le incendiaron sus siembras y llegaron hasta trozarle una mano. Algunas de las gentes más sensatas del pueblo reconocieron que aque­llo era criminal y que los culpables deberían ser castiga­dos.

Reunieron dinero para que aquel hombre empleara a un abogado y se procediera a castigar a los enemigos. Pero cuando el secretario de la Asociación quiso entre­garle el dinero al campesino, éste no quiso aceptarlo, di­ciendo: “Señor, cuando usted me enseñaba lo que es la fe cristiana, me explicó que Jesús, clavado en la cruz, oró por sus enemigos y sus palabras fueron: ‘Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Si yo he de seguir a Cristo, debo también perdonar a mis enemigos, pues tampoco sabían lo que hacían. Siento no aceptar este dinero y no llevaré el asunto a los tribunales.”

Como resultado de su testimonio, toda la comuni­dad se conmovió profundamente, varias personas acep­taron a Cristo y se unieron a la iglesia. El amor logró lo que las leyes no pudieron hacer.

Solamente por la obra interior del Espíritu Santo, podrá el ser humano recibir esta potencia espiritual. No sólo somos libertados de las acciones perversas sino tam­bién de las reacciones malignas. No sólo la conducta ex­terior se transforma, sino también las tendencias o incli­naciones del ser interno.

Este es “el poder desde lo alto,” poder interior, po­der espiritual en su naturaleza.

LOS PROPÓSITOS DE ESTE PODER

El poder del Espíritu Santo se nos ofrece con dos pro­pósitos: (1) Para hacer frente a la vida victoriosamente, y (2) Para testificar eficazmente.

Para hacer frente a la vida victoriosamente. Note­mos que Jesús mandó a sus discípulos “que no se fueran de Jerusalén.” Pudiéramos pensar que hubiera sido mejor que se hubiesen retirado a una montaña en Galilea, diga­mos, y allí en la soledad, se hubiesen dedicado a esperar la promesa del Padre. Pero había una razón para ese man­dato. En las ciudades hay exceso de habitantes y se mul­tiplican los problemas. Hay diversidad de relaciones y responsabilidades antagónicas. Hay tumultos y violencia, tensiones y tentaciones. En un lugar semejante deberían esperar. El Señor Jesús quería que supieran que el poder del Espíritu Santo puede cambiar el ambiente más difícil y hostil. No hay ninguna situación, ningún problema que no pueda solucionar. Y si en las grandes urbes nos da la victoria, a pesar de tantas tensiones y problemas, ¿no habrá de hacerlo en todo lugar

¿Por qué no les dijo Jesús a sus discípulos que espe­raran en Jericó o Capernaum o Nazaret En primer lugar, Jerusalén fue el sitio de la crucifixión. Allí había sido en­juiciado, azotado, crucificado y sepultado. Allí sufrió lo que pareció ser su mayor derrota. Pero quiso que sus dis­cípulos supieran que, mediante el Espíritu Santo, El trans­formaría lo que había sido el centro de la tragedia más horrible, en el centro del más grandioso triunfo. En la propia ciudad de su crucifixión establecería su iglesia. Allí donde había sido vergonzosamente rechazado, reina­ría supremo. Y al triunfar en Jerusalén, lo lograría también en todo lugar.

Para testificar eficazmente. Entre el capítulo veinte del Evangelio de Juan y el segundo capítulo del libro de los Hechos, se relatan tres maneras distintas en que actua­ron los discípulos.

Primeramente, se nos dice que se hallaban tras “puer­tas cerradas.” Leemos en Juan 20:19: “estando las puer­tas cerradas en el lugar donde los discípulos estaban reu­nidos por miedo de los judíos.” Unos cuantos versículos más abajo, dice: “Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro estando las puertas cerradas” (v. 26). Aún resonaban en sus oídos las palabras más bellas que jamás habían escuchado: el glorioso mensaje de Jesús. Habían sido testigos de su vida diaria, la más perfecta que jamás se haya conocido. Habían presenciado la más tremenda y decisiva lucha moral en la historia: su cruci­fixión. Fueron testigos oculares del hecho más asombroso que haya acontecido: su resurrección. Contemplaron pro­fundas heridas que sanarían todas las heridas de los seres humanos; estuvieron frente a su muerte y ya no habría más muerte; contemplaron su resurrección, la cual traía al mundo vida eterna. Habían sido comisionados para compartir las buenas nuevas con todas las criaturas. Sin embargo, a pesar de todo, ¿qué habían hecho Se habían ocultado tras puertas cerradas, por temor al pueblo. Po­seían el mensaje único, que podría llevar salud espiritual al mundo. Sin embargo, ese mensaje no podía oírse a través de aquellas puertas cerradas.

El siguiente cuadro que se nos presenta de los discí­pulos es el que nos los muestra de rodillas. En los prime­ros versículos de los Hechos, leemos: “Y entrados, su­bieron al aposento alto. Todos estos perseveraban unáni­mes en oración y ruego” (Hechos 1:13-14).

Los acontecimientos tan críticos los habían llenado de pavor. Cuando el hombre ha caído, lo mejor que puede hacer es caer de rodillas, no irse de espaldas. Cuando cae de rodillas, no tarda en poder erguirse y vencer. Fijémo­nos que aquellos hombres no se entregaron a discusiones, no nombraron comités, ni organizaron una nueva campa­ña. Tuvieron una reunión de oración, profundizaron sus relaciones con Dios y se afirmaron en sus nuevas decisio­nes. “Cuando llegó el día de Pentecostés fueron todos lle­nos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (Hechos 2:1-4).

En seguida, nos encontramos a los discípulos pre­sentándose confiadamente ante la multitud reunida en la calle, y proclamando que Jesús era “Señor y Cristo,” el “Autor de la vida.” Habían desaparecido la vacilación y el temor, dando lugar a la certidumbre y al valor. Se habían puesto en marcha y nada podía detenerlos, ¡ni amenazas, ni azotes, ni prisiones! Llenos del Espíritu Santo, su mensaje inundó a Jerusalén (compárese Hechos 2:4y 5:28).

Notemos con cuánta frecuencia el historiador Lucas testifica de la intrepidez de los discípulos: “Viendo (el sumo sacerdote y otros) el denuedo de Pedro y Juan se maravillaban” (Hechos 4:13). “Cuando hubieron orado todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios” (v. 31). “Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Se­ñor Jesús” (v. 33).

El único poder que pudo abrir aquellas puertas ce­rradas a los discípulos y los capacitó para proclamar su mensaje al mundo fue el poder del Espíritu Santo. El mensaje de Cristo, su vida, la gran comisión, y aun su re­surrección, no habían bastado. Sólo el Pentecostés los hizo salir a cumplir su misión. Antes del Pentecostés eran llevados por lo que sucedía a su alrededor, pero después lo que impulsaba sus acciones era el poder interno del Espíritu.

En muchos respectos la iglesia se encuentra en la actualidad tras puertas cerradas. Contamos con la Palabra de Dios; nos ha sido dada la gloriosa comisión; tenemos los recursos pero nos falta el poder, no podemos testificar. Nos ocultamos tras puertas cerradas por el temor. Las fuerzas seculares, materiales y agnósticas nos oprimen por todos lados. Se deja sentir también el poder del comu­nismo ateo que amenaza invadir al mundo entero y todo esto nos llena de temor.

Nos ocultamos tras puertas cerradas por la duda. Du­damos de la inspiración y autenticidad de las Sagradas Escrituras. Las teorías de la relatividad y del universa­lismo han enfriado nuestro fervor evangelístico e interés misionero. Ya no abrigamos la certidumbre de nuestro mensaje o de poseer un Salvador sin igual. Titubeamos en cuanto al derecho que nos asiste para tratar de con­ducir a personas de otras religiones a fincar su fe en Je­sucristo y sólo en El.

Nos ocultamos tras las puertas de la mundanalidad. Hemos querido librarnos de nuestras normas morales y de nuestra integridad ética.

La maldad acecha, la envidia emponzoña, los resen­timientos nos consumen y la impotencia nos doblega. Hemos llegado a ser tan semejantes al mundo que nos rodea, que tenemos poco que ofrecer que valga la pena.

Semejante crisis debiera hacernos desesperar y con­ducirnos al trono de la gracia. Necesitamos de un aposen­to alto, donde podamos honradamente escudriñar nues­tros corazones, consagrarnos de nuevo a Cristo y recibir la plenitud del Espíritu Santo, a fin de hacerle frente al mundo, con toda su degradación moral, investidos de fe, valor y poder. Y debe inundarnos un gozo que contagie a los demás. No son mensajeros o dinero lo que urge; lo que se necesita es más del Espíritu de Cristo.

¿Qué habría acontecido si los primeros apóstoles no hubiesen permanecido en el aposento alto Supongamos por un momento que no hubiera habido un Pentecostés. Aquel aposento alto hubiera sido su tumba espiritual. La iglesia no habría nacido.

¿Qué pasará hoy, si no estamos dispuestos a espe­rar No habrá ninguna esperanza para el futuro. Esta­mos aquí porque los primeros cristianos permanecieron obedientes en la ciudad de Jerusalén, porque hombres y mujeres han esperado a través de los siglos. La iglesia existía en los días venideros porque hay quienes esperan hoy.

Investidos por el Espíritu Santo con poder de lo alto, seremos testigos fieles de la gracia y potencia transfor­madora del Señor. El imparte intrepidez y fortaleza, para anunciar las buenas nuevas de salvación, por medio del testimonio personal, de la exhortación, de la enseñanza, de una sencilla conversación. Ya sea que la persona sea el ministro en el púlpito, el maestro en la escuela domi­nical, el hermano que testifica, el amigo que platica con el compañero, o el cristiano que ora, el Espíritu Santo imparte unción a sus palabras y su influencia es pode­rosa para convencer, conmover, inspirar y transformar. La proclamación de las buenas nuevas, la predicación del evangelio, no sólo por los predicadores, sino también por el pueblo de Dios, movidos ambos por el Espíritu Santo, será lo que hará venir el reino de Dios.

PASOS HACIA EL PODER

Me permito sugerir tres palabras que nos ayudarán en la búsqueda de poder y victoria: comprender, circu­lar, recibir.

Comprender: Primero es preciso comprender o reco­nocer que hay inmensos recursos espirituales a nuestra disposición. Tenemos que comprender que Dios es quien declara ser; que es todopoderoso, todo sabiduría y un amante Padre celestial. Se necesita vislumbrar la grande­za de Dios, su majestad, dominio y poder. J. B. Phillips, en su libro Tu Dios es muy Pequeño, sostiene que se ha dado escasa importancia al Dios omnipotente; se le ha humanizado y hasta destronado. Declara que en lugar de olvidar al Creador, la humanidad, toda, debe reconocer su eterna soberanía.

Se necesita, además, comprender que esos recursos tienen que constituirse en prenda personal. Sólo tenemos que solicitarlos. La fuerza eléctrica existió siempre, y asimismo la potencia atómica, pero se necesitó que el hombre las descubriera. El poder divino siempre ha exis­tido en el mundo, y lo único que se requiere es que lo com­prendamos y que echemos mano de él.

Circular: Cuando los científicos descubrieron el se­creto del poder del átomo, comprendieron que aquello era fuente de una fuerza terrible, pero tenían que encon­trar los medios y la forma de hacer circular esa fuerza.

Se hallaba encerrada allí, pero ¿cómo darle salida Vea­mos, por ejemplo, un fragmento de uranio y sólo nos damos cuenta que es un metal. Pero cuando el científico lo lleva a su laboratorio, puede hacer que circule tal cantidad de energía, que sacuda al mundo entero. El secreto del poder atómico es permitir la libre circulación de la ener­gía oculta.

¿Cómo lograr que circule el poder de lo alto en cada vida Primeramente, por la oración. El libro de los He­chos presenta muchos casos que ilustran esta verdad. Por ejemplo: “Todos estos perseveraban unánimes en oración y ruego,” y, “Cuando llegó el día de Pentecostés fueron todos llenos del Espíritu Santo” (Hechos 1:14; 2:1,4). Cuando los apóstoles oraban, el Espíritu Santo descen­dió sobre ellos. “A medianoche, orando Pablo y Silas sobrevino de repente un gran terremoto, de tal manera que los cimientos de la cárcel se sacudían; y al instante se abrieron todas las puertas, y las cadenas de todos se soltaron” (Hechos 16:25, 26). La oración sacude vidas y situaciones; abre puertas para poder servir; desata cade­nas que esclavizan. “Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios” (Hechos 4:31). La oración imparte poder para predicar y testificar.

Además, el poder de Dios circula mediante la fe. Je­sús dijo: “Si tuviereis fe como un grano de mostaza, di­réis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible” (Mateo 17:20). Leed el capítulo once de la Epístola a los Hebreos, que confirma esta promesa del Señor Jesús: “Por fe conquistaron reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de espada, sa­caron fuerzas de debilidad, se hicieron fuertes en batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros. Las mujeres reci­bieron sus muertos mediante resurrección” (Hebreos 11:33-35).

No es tanto una fe grande lo que necesitamos; más bien una fe, aunque pequeña, en un Dios grande. La in­credulidad obstruye la poderosa obra de Dios; la fe abre compuertas y el poder divino inunda a las almas.

En tercer lugar, el poder de Dios circula cuando hay una entrega total del ser humano. El Espíritu Santo ha­bita en el creyente; es Espíritu de poder. Sin embargo, no debe haber nada que estorbe la manifestación de ese poder.

En cierta ocasión Dwight L. Moody oyó que alguien decía: “El mundo aún no ha visto lo que Dios puede ha­cer con una persona completamente rendida a su santa voluntad.” Y Moody se dijo: “Anhelo ser esa persona.” ¡Con razón fue tan fructífero su ministerio! En una ciudad el comité ministerial, discutía la posibilidad de invitarle por tercera vez a dirigir una campaña evangelística. Uno de los miembros se oponía, y preguntó: “¿Por qué tiene que ser Moody ¿Tiene el monopolio del Espíritu San­to” Otro contestó: “¡No, pero el Espíritu Santo tiene el monopolio de Moody!” He ahí el secreto.

Recibir: Jesús dijo: “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo” (Hechos 1:8). Este poder es de lo alto, ajeno a los recursos humanos y por lo tanto no se puede producir. Sólo puede recibirse. Y, ¿cómo se recibe Jesús dijo: “Pedid, y se os dará. Por­que todo aquel que pide, recibe” (Lucas 11:9-10). Así es de sencillo: se pide y se recibe. Pero, ¿cuáles son los móvi­les que nos impulsan a pedir este poder espiritual No hay que buscarlo por lo que es en sí mismo; no es una cualidad aislada. Es el resultado de una relación íntima con la persona del Espíritu Santo. Se le recibe y se tiene poder. Y es preciso recordar que no se puede recibir el poder del Espíritu Santo sin la purificación que trae consigo. Hay quienes desean el poder, pero quisieran rechazar la pureza. Sería peligroso que Dios concediera poder a una persona impura, puesto que lo utilizaría con fines egoís­tas. El Señor sólo confía su poder a quienes aceptan su purificación. El poder es apéndice de la pureza.

Tampoco se deberá buscar poder por el prurito de la ostentación. Este fue el error de Simón, el mago, de Sa­maria. El poder del Espíritu no es para presumir o enal­tecerse. Es para servir a los demás, para la gloria de Cris­to Jesús. Dios sólo puede investir de poder a quienes es­tán completamente rendidos a El y han muerto al egoís­mo. Una cosa es anhelar la posesión del Espíritu Santo para servirnos de El; otra cosa es anhelarlo a fin de que El se sirva de nosotros.

Finalmente, debemos comprender que es imposible recibir el poder del Pentecostés a menos que estemos dispuestos a hacer frente a la tarea del Pentecostés. Para los apóstoles, el Pentecostés se inició antes de encontrarse reunidos y en oración en el Aposento Alto. Principió cuando aceptaron la Gran Comisión, dejaron de mirar al cielo desde el monte de los Olivos y se volvieron a Je­rusalén. Al hacerlo, se enfrentaron con un mundo nece­sitado, lleno de peligros y al mismo tiempo de oportuni­dades. Antes de la experiencia en el Aposento Alto, el pe­queño grupo de discípulos ya había proyectado dar cum­plimiento a la misión que Cristo les había encomenda­do y darlo a conocer al mundo. Al elegir a un discípulo para que tomara el lugar de Judas, lo hicieron con ese propósito. Sin duda no estaban todavía preparados para la tarea, pero habían aceptado la responsabilidad.

Dios imparte su poder a aquellos que han de llevar adelante su obra. Nunca lo desperdicia. Es para quienes emprenden una tarea tan grandiosa, tan arrolladora, que sus propios recursos son insuficientes. Cuando se acepta un desafío superior a las fuerzas humanas, se abre de par en par la puerta, para que penetre el potente viento del Espíritu.

Al implorar poder, Dios quiere que nos enfrentemos a estas preguntas: ¿Qué harás con él ¿Por qué lo nece­sitas ¿Qué responsabilidad te has echado a cuestas ¿Has aceptado algún reto ¿Reconoces tu gran necesidad del poder de lo alto

El doctor Halford Luccock ha dicho que tal vez la ra­zón por la cual nos invade el decaimiento, en lugar del al­borozo y nos falta ese ánimo triunfante del Pentecostés, es porque no nos hemos propuesto desempeñar una tarea específica.

Hay inmensos recursos espirituales disponibles para el cristiano; recursos para vivir victoriosamente y dar efi­caz testimonio. Lo único que él necesita es reconocer que existen estos recursos y que se reciben por medio de la oración y una fe sumisa.

Se cuenta que en los días en que todavía la electrici­dad no se llevaba a los campos rurales, un campesino fue a la ciudad y compró un tratado sobre la electricidad. Lo leyó cuidadosamente y decidió hacer algunos experi­mentos sencillos. Primeramente, preparó una batería de dos pilas, le conectó alambres y logró tener un timbre eléctrico. Quedó encantado cuando al llamar a la puerta sonó el timbre. Había tenido éxito. Después llevó a cabo otros sencillos experimentos y también dieron buen resul­tado. Por último, decidió instalar luz eléctrica en toda la casa. Así lo hizo y cuando el trabajo estuvo termina­do, con gran expectación, conectó la corriente, pero no hubo luz. Contrariado, fue a la ciudad a llamar a un elec­tricista experto. Este revisó cuidadosamente la instala­ción y encontró todo en orden, y por último, se dirigió al campesino y le preguntó: ¿De dónde toma usted la fuerza eléctrica El campesino lo condujo hasta donde estaba la batería de dos pilas, que le sirvió para sus pri­meros experimentos. El electricista se rió y le explicó que aquella corriente bastaba para un timbre eléctrico, pero no para que hubiera luz en toda la casa. Añadió que lo que podía hacer, era solicitar de la compañía que de su línea de alta tensión, aunque algo distante de su hacienda, hiciera llegar la electricidad hasta su casa y entonces ten­dría toda la que necesitara.

            Algunos de nosotros tratamos de dirigir nuestra vida cristiana, impulsados sólo por una batería de dos pilas, y fracasamos al tratar de llevar la luz a los que andan en la oscuridad. ¡Seamos investidos del maravilloso poder de lo alto y estaremos capacitados para servir!