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Bautismo con Fuego

Yo a la verdad os bautizo con agua para arrepentimiento;
pero el que viene tras mí, cuyo

calzado no soy digno de llevar, es más poderoso que yo;
él os bautizará en Espíritu Santo y fuego

(Mateo 3:11).

En este pasaje bíblico se mencionan dos bautismos: el bautismo con agua para arrepentimiento, y el bautis­mo en Espíritu Santo y fuego.

Nos ayudará a diferenciar el significado de ambos bautismos si en cada caso se reconoce el instrumento, o sea el que obra, el sujeto, y el elemento empleado. En el primer bautismo, el instrumento es el ministro, el sujeto es el pecador arrepentido, y el elemento es el agua. Es decir, el ministro bautiza con agua a todo aquel que con­fiesa y abandona su pecado. En el segundo bautismo, Cristo es el que obra, el sujeto es el hijo de Dios, y el ele­mento es el Espíritu Santo; o sea que Cristo Jesús bauti­za al creyente con el Espíritu Santo.

Hay que reconocer también la diferencia entre el bautismo por el Espíritu Santo y el bautismo con el Es­píritu Santo. En I Corintios 12:13, el apóstol Pablo acla­ra diciendo: “Por un solo Espíritu fuimos todos bautiza­dos en un cuerpo.” Aquí el instrumento es el Espíritu Santo, el sujeto es el creyente, y el elemento es el cuer­po o sea, la Iglesia de Cristo. Este es el bautismo por el Espíritu Santo; en el bautismo mencionado en el texto que aparece al principio de este capítulo, Cristo es el que obra y el elemento es el Espíritu Santo. Este es el bautismo con el Espíritu Santo.

Es de lamentarse que en nuestras iglesias hoy en día, se hace hincapié en el bautismo con agua y se descuida casi por completo el bautismo con el Espíritu Santo. Los padres se preocupan porque sus hijos reciban el bautis­mo con agua y por bautizarse ellos también, pero en el curso de su vida cristiana, año tras año, no reconocen la importancia de recibir el bautismo del Espíritu Santo. Se interesan más en que el ministro de la iglesia les bau­tice, que en ser participantes del bautismo que el Señor provee.

La importancia del bautismo con el Espíritu Santo se deja ver en el hecho de que se menciona en cada uno de los Evangelios, así como en los Hechos de los Apósto­les. Hágase un estudio de los versículos siguientes: Mateo 3:11; Marcos 1:8; Lucas 3:16; Juan 1:33 y Hechos 1:5. Son relativamente pocas las enseñanzas que aparecen tan repetidamente en las páginas del Nuevo Testamento.

La palabra clave para entender nuestro texto es “fuego.” El fuego es uno de los muchos símbolos del Es­píritu Santo, que se menciona en las Sagradas Escrituras. En el Antiguo Testamento se encuentra el símbolo del viento o del aliento. El Espíritu Santo es el aliento de Dios en nosotros, emblemático del ministerio vivificante del Espíritu. También aparece el símbolo del aceite, cuyo significado es la unción del individuo por el Espíri­tu Santo, capacitándolo para determinada tarea. En el Nuevo Testamento se halla el símbolo del agua. Jesús dijo: “El que no naciere de agua y del Espíritu, no pue­de entrar en el reino de Dios.” Aquí el agua indica que es preciso lavar los pecados. Finalmente, se presenta el símbolo del fuego, que tal vez es el mayor dramatismo. Significa el ministerio del fuego purificador que acrisola y da poder.

En cierta ocasión yo caminaba por una colina de los montes Himalaya con un ministro de la India y de él es­cuché la más hermosa analogía de la Trinidad que jamás he oído. Mi colega se expresó como sigue:

“Me agrada pensar en la Trinidad de esta manera: Dios el Padre es como el potente sol en los cielos. El sol es fuente de luz y calor y vida. A pesar de hallarse muy distante, es de tanta brillantez que no es posible que a simple vista se pueda observar. Dios, así mismo, es la Fuente de luz, calor y vida espirituales. Posee majestad tan sublime, que los ojos humanos no pueden contem­plarlo. A veces nos parece que se halla muy distante.

“Jesucristo es semejante a los rayos del sol que ha­cen descender luz y calor, y nos parece que ese astro se encuentra cerca de nosotros. Jesús es Dios encarnado. Los hombres lo contemplaron y en El se manifestó la gloria del Padre. Su presencia se hizo realidad.

“El Espíritu Santo es como un lente de aumento, el cual si se coloca en el sol sobre una hoja de papel, concen­trará sus rayos en un punto y arderá el papel. Así también el Espíritu Santo, concentra la gracia y el poder de lo alto, sobre todo el que está dispuesto a recibirlo y enciende en su ser, el fuego divino.”

¡Cuán cierto es esto! El Espíritu Santo es como un lente de aumento que enciende el alma humana. No es de extrañar que las Sagradas Escrituras hablen del bau­tismo por Cristo como bautismo “con fuego.”

Los científicos nos dicen que el fuego contiene tres rayos distintos. El primero es el rayo actínico que produ­ce cambios químicos, que ablanda el acero y reduce la madera a cenizas. El segundo es el rayo calórico que pro­duce calor, y el tercero es el rayo luminoso que produce luz.

Estos datos nos ofrecen una clave a la obra del Espí­ritu Santo en nuestra vida. El fuego del Espíritu Santo reduce a cenizas lo impuro; al producir calor espiritual, imparte su poder; y sigue ardiendo perpetuamente. Exa­minemos estos tres aspectos:

I. EL ESPÍRITU SANTO QUEMA IMPUREZAS

El pecado es de naturaleza doble: reside en los actos y en las actitudes. Se presenta en la conducta exterior así como en el carácter interno. Es asunto de trasgre­sión a la vez que de disposición. Hay pecados de la carne y pecados del espíritu, y las Sagradas Escrituras lo revelan.

Por ejemplo, en los Diez Mandamientos, Dios dice: “No hurtarás.” Pero también dice: “No codiciarás.” Hur­tar es un acto externo, pero la codicia es una actitud inter­na. El hombre codicia en su corazón y luego se entrega al robo con las manos. Ambas cosas violan los manda­mientos divinos.

En su plegaria de arrepentimiento (Salmos 51) David exclama angustiosamente: “Borra mis rebeliones” y luego implora: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio.” David comprendía que los pecados de adulterio y asesi­nato que había cometido eran el resultado de un estado pecaminoso interior.

En el Sermón del Monte, Jesús dijo: “Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás... Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será cul­pable de juicio” (Mateo 5:21-22). El enojo o el odio es una actitud mental. El asesinato es un acto externo, los hom­bres primero odian y después matan.

Jesús también dijo en este sermón: “Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cual­quiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulte­ró con ella en su corazón” (Mateo 5:27-28). La codicia nace en el corazón y da por resultado el adulterio.

En la parábola del hijo pródigo, o mejor dicho de los hijos pródigos, el Señor presenta otra vez la doble natu­raleza del pecado. El hijo más joven es ejemplo de trans­gresiones carnales. Fue culpable de glotonería, embria­guez, libertinaje, y en otras palabras, vivió perdidamen­te. El hijo mayor permitió que se apoderaran de él los pecados del espíritu, los celos, el amor propio, el enojo, la indiferencia. No quiso perdonar al hermano.

En su primera Epístola, el apóstol Juan presenta con toda claridad, la diferencia entre los pecados y el peca­do. En su forma plural se dan a entender actos pecami­nosos externos. La forma singular exhibe una condición pecaminosa interna, el origen del pecado. A través de las Sagradas Escrituras, se observa claramente la doble natu­raleza del pecado.

Se ve también en la vida de los discípulos de Jesús. Es cierto que cuando El los llamó, abandonaron sus ocu­paciones y profesiones y le siguieron gozosos. Al vivir con El día tras día, fueron transformados maravillosa­mente, de tal manera que el Señor en su oración testifica de ellos ante el Padre, diciendo: “Han guardado tu pala­bra, las palabras que me diste las recibieron y han creído que tú me enviaste: No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:6, 8, 16). En otra ocasión Jesús dijo a sus discípulos: “Regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Lucas 10:20). Indu­dablemente eran hombres convertidos, regenerados, liber­tados de las transgresiones.

Pero al fijarnos detenidamente en la vida de los dis­cípulos, muchas veces fueron derrotados por su natura­leza pecaminosa. A veces se dejaba ver en ellos el orgu­llo. En una ocasión discutieron entre ellos, acerca de quién sería el mayor, y Jesús entonces tomó a un niño y lo puso en medio de ellos, diciéndoles: “El que es más pequeño entre todos vosotros, ése es el más grande” (Lu­cas 9:48). Marcos añade en su Evangelio las siguientes palabras: “Si alguno quiere ser el primero, será el postre­ro de todos, y el servidor de todos” (Marcos 9:35).

En ocasiones demostraban un espíritu egoísta. Jaco­bo y Juan una vez se acercaron al Maestro y le pidieron que les concediera el privilegio de sentarse el uno a su derecha y el otro a su izquierda, cuando estableciera su reino. Jesús les reprendió y les llamó la atención al he­cho de que mientras ellos deseaban tronos y cetros, El iba camino a la cruz (Marcos 10:35-40).

En esa misma vez, al oír los demás discípulos lo que pedían Jacobo y Juan, se despertó en ellos el espíritu de envidia y se disgustaron con los dos hermanos. De nuevo tuvo el Señor que hacer comprender a todos que “el que quiera hacerse grande entre vosotros, será vuestro servi­dor” (Marcos 10:43).

Los discípulos solían demostrar también un espíritu de ira y venganza. En una ocasión al pasar por una aldea de Samaria, solicitaron hospitalidad para su Maestro y para ellos, pero los samaritanos no les recibieron. Enton­ces Jacobo y Juan, allegándose a Jesús, le dijeron: “Se­ñor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma” Pero El les repren­dió, diciendo: “Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas” (Lucas 9:55-56).

Por último, aquella noche de la crucifixión, los discí­pulos exhibieron un espíritu de temor y cobardía. Pedro negó a su Señor tres veces. Los demás huyeron y se ocul­taron. Aún después de la resurrección se hallaban tras puertas cerradas, por temor a los judíos (Juan 20:19).

Las ilustraciones arriba presentadas, indican clara­mente que el pecado es de naturaleza doble y que nece­sitamos ser librados no sólo de nuestras obras de pecado externas, sino también de esa condición pecaminosa interna.

Por consiguiente, el ministerio del Espíritu Santo es doble. Por regeneración se entiende que el Espíritu San­to opera a semejanza del agua, limpiándonos de nuestras culpas externas. Por santificación, se entiende que opera como el fuego, purificándonos de las manchas internas y acrisolando nuestra naturaleza. Ambos ministerios son esenciales para la plena redención del ser humano.

En el año de 1665 una terrible plaga se desató en la ciudad de Londres. Centenares morían de esta temible enfermedad. Cada mañana pasaban las patrullas en sus carros para recoger a los muertos, a los que llevaban fuera de la ciudad para enterrarlos. No se lograba dete­ner la furia de la “muerte negra.” Pocos meses después, principió un incendio que fue extendiéndose hasta abar­car un amplio sector de Londres. Y lo que la medicina no logró contener, el fuego pudo llevarlo a cabo. Las lla­mas se introducían a todos los rincones y sitios encu­biertos, lo que destruyó millares de ratones y pulgas, dete­niéndose así la plaga.

Sólo hay un remedio para la plaga del pecado en el corazón, y éste es el fuego purificador del Santo Espíri­tu. El puede destruir la envidia, el egoísmo, la cólera, el odio, la codicia. Nos ayuda a crecer en el conocimiento de Cristo, y a actuar conforme a su voluntad. El fuego del Espíritu quema la escoria e imparte pureza.

El apóstol Pedro, al hablar de este ministerio purifi­cador del Espíritu Santo, dijo a los miembros del primer concilio cristiano en Jerusalén: “Y Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones” (Hechos 15:8, 9).

II.  EL ESPÍRITU SANTO QUEMA PARA DAR PODER

El Señor Jesús reveló el segundo resultado del bau­tismo con el Espíritu Santo cuando dijo a sus discípu­los, antes de su ascensión: “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testi­gos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). En su último mandato, el Señor expresa esto claramente: “Quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lucas 24:49).

En el Nuevo Testamento puede trazarse una línea hasta el Pentecostés. A un lado de esa línea divisoria hay insuficiencia espiritual, indecisión moral, negación y de­rrota. Todo ello denota falta de madurez cristiana. Ima­ginémonos a aquel pequeño grupo de discípulos, aglome­rados en un aposento alto en Jerusalén. Al volver la mira­da hacia atrás, se revivía en ellos la vergüenza, el horror y la tragedia de la crucifixión. Si miraban hacia el futu­ro, les inspiraba temor la increíble comisión de ir a todo el mundo y predicar el evangelio a toda criatura. Aun­que poseían el mensaje, no tenían el valor para procla­marlo. Si su mirada escudriñaba su ser interno, encontra­ban desaliento y derrota. Les acechaban temores, la en­vidia les emponzoñaba, les asaltaba la duda, la cobardía era como una piedra de molino atada al cuello.

Pero a pesar de todo esto, dos cosas les mantenían resueltos. Una de ellas era el acontecimiento del que ha­bían sido testigos; la otra era una preciosa promesa. Aun­que habían sido lentos en aceptar la resurrección, ahora ya estaban convencidos de esa realidad. ¡El Maestro vivía! Además tenían la promesa: “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo.” El divino Maestro les había dado su palabra y no les dejaría. Aque­lla promesa se cumplió el día de Pentecostés y nos dicen las Sagradas Escrituras que “todos fueron llenos del Es­píritu Santo.”

Veamos, por ejemplo, el maravilloso cambio que se operó en la vida y ministerio del apóstol Pedro. Unas se­manas antes Pedro había negado a su Señor, frente a una criada y un soldado romano. Tres veces le negó; pero el día de Pentecostés tuvo el valor de enfrentarse a la mu­chedumbre en Jerusalén, culparla del delito de la cruci­fixión y exhortarla al arrepentimiento.

Alguien ha descrito así el cambio que tuvo lugar en Pedro, al relacionarlo al fuego: Aquella noche de la cruci­fixión, Pedro estuvo cerca del fuego. Siguió de lejos al Maestro y se calentaba junto a la lumbre. Después, en medio del fuego, al negar a su Señor y verse envuelto en dificultades. Pero en el día de Pentecostés, Pedro poseía el fuego, habiendo sido bautizado con el Espíritu Santo y dotado con un nuevo poder de lo alto.

¡Cuánto necesita la iglesia este poder! Sin él no ten­drá éxito en su misión ante el mundo, no obstante su vasta organización y recursos materiales. Pero si echa mano de ese poder, ni las puertas del infierno prevalecerán contra ella.

III.          EL FUEGO DEL ESPÍRITU SANTO SE PROPAGA

Una de las principales características del fuego, es la de propagarse. La más pequeña chispa puede conducir a un intenso fuego. Hace algunos años que en las afueras de la ciudad de Los Ángeles, alguien tiró al suelo un ciga­rrillo encendido. Se incendiaron unas hojas secas y se propagó el fuego a los árboles. Muy pronto la tremenda hoguera arrasó los bosques, consumiendo grandes exten­siones madereras y amenazando muchos hogares. Se ne­cesitaron muchas cuadrillas de bomberos y guardabos­ques así como el equipo de varios municipios, para extin­guir las llamas. La pérdida de dinero se elevó a millones de dólares. ¡Todo por culpa de una pequeña chispa que se desprendió de un cigarrillo encendido!

El fuego del Espíritu Santo también puede propagarse. Si arde en el alma de algún creyente, se extiende has­ta los miembros de su familia. Al inflamar el corazón de un pastor, el fuego se manifiesta en toda la congrega­ción. Cuando arde en la vida de algún laico, se enciende una llama espiritual en toda la comunidad.

Hace muchos años que el Espíritu Santo encendió el corazón de un joven ministro anglicano en Inglaterra, Juan Wesley, y por medio de él, la llama se extendió por todo el país, dando por resultado un avivamiento espiri­tual y una revolución social. Algún tiempo después, el Espíritu Santo ardió en la vida de un joven zapatero bri­tánico, Guillermo Carey, y por medio de él se extendió el fuego a otros miembros de la iglesia y hasta a los clé­rigos. Este fue el principio de la obra misionera moderna, tal vez el período más sobresaliente en la historia de la iglesia. En época reciente, el fuego del Espíritu Santo abrazó a un joven desconocido, llamado Billy Graham, y por su conducto la llama ha abarcado todo el mundo, con las más poderosas campanas evangelísticas en la historia de la iglesia cristiana.

¡Largo tiempo se ha encerrado al Señor Jesús dentro de las cuatro paredes de la iglesia, y el mundo exterior no se ha enterado de su presencia, ni ha reconocido su gloria! Pero cuando la iglesia recibe el bautismo del Es­píritu Santo y ese fuego la llena, el conocimiento del Salvador se extiende por todos los ámbitos. En lugar de que el mensaje se circunscriba a un solo hombre, el pastor, hallará eco en toda la congregación. En vez de un sermón de media hora los domingos en la mañana, el mensaje se repetirá en las conversaciones aquí y allá; y resultará que el mensaje no se habrá dejado olvidado en el santua­rio, sino que se escuchará en los hogares, fábricas, salones de clases, oficinas.

Cuéntase que había un individuo en un poblado que se enorgullecía de ser ateo y jamás pisaba una iglesia. Aunque el pastor trataba de atraerlo, jamás lo logró. Un día incendió el templo y de todas partes corrían las gentes para ayudar a apagarlo. Era en los días cuando el agua se transportaba en carros de caballo y se necesitaban bri­gadas de hombres para arrojar cubetas de agua. El pastor se sorprendió al ver al ateo al frente del grupo que combatía el fuego. A manera de broma le dijo el ministro: “Esta es la primera vez que lo veo en la iglesia.” “Cierto,” repuso el ateo, arrojando más agua a las llamas, “¡y es también la primera vez que hay fuego en su iglesia!”

Cuando la iglesia cristiana recibe el bautismo de fue­go del Espíritu Santo, se capacita para servir más eficaz­mente y el mundo dará atención a lo que dice y hace.

El bautismo con el Espíritu Santo, obra de Cristo, no es algo secundario sino fundamental e indispensable. No es algo que se pueda tomar o dejar, según se desee; es requisito esencial para una vida verdaderamente útil.

El doctor E. Stanley Jones, misionero y evangelista veterano de la India, de su vasta experiencia testifica lo siguiente: “Vine a la India convencido de ello, y los años lo han comprobado: El Pentecostés no es un lujo del es­píritu; es necesidad urgente para la vida. El ser humano fracasa si el Espíritu Santo no le posee. No hay otra alter­nativa: Pentecostés o desastre.”

En el estado de California, en el verano, todos los días se desarrolla una actividad muy vistosa en medio del cautivador panorama del Parque Nacional Yosemite. Durante la tarde se amontona una buena cantidad de carbón en lo alto del acantilado. Al obscurecer, el grupo de espectadores se congrega en el valle.

Repentinamente, una voz desde lo alto rompe el silencio nocturno y resuena por todo el desfiladero, di­ciendo: “¿Están listos, amigos acampantes” Se oye la contestación afirmativa allá en la hondonada, y una voz pregunta: “¿Está listo el fuego”

“Sí, el fuego está listo.”

“¿Entonces, que descienda el fuego!”

En ese instante se arrojan desde lo alto los carbones encendidos, que a manera de cascada descienden hasta el profundo precipicio. Es en verdad un espectáculo inol­vidable.

Impulsados por nuestros fracasos y debilidades, ele­vamos una mirada suplicante hacia el eterno Dios y su voz penetra el silencio de nuestros corazones, para decir­nos: “¿Estáis listos, hijos míos” Con profunda emoción, contestamos entonces: “Sí, Señor nuestro, estamos listos. ¿Está listo el fuego”

Y se nos asegura: “Sí, el fuego está listo. Lo ha estado desde el día de Pentecostés.”

Con confianza plena, el corazón exclama: “¡Que des­cienda el fuego!” Dios, en ese instante abre las venta­nas de los cielos y derrama su Espíritu; el fuego purifica­dor inunda el alma, quema la escoria y da pureza; llena de poder para testificar, y así muchos corazones indife­rentes reciben también la llama viviente del Espíritu. ¡Dios ha contestado con su glorioso fuego!