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Avivemos el Fuego

No apaguéis al Espíritu (1 Tesalonicenses 5:19).

En su primera Epístola a los Tesalonicenses, el após­tol Pablo termina con una serie de exhortaciones y ad­vertencias concisas y penetrantes. Son a manera de tele­gramas, brevísimos. Leemos, por ejemplo: “Estad siem­pre gozosos. Orad sin cesar. Dad gracias en todo, exami­nadlo todo; retened lo bueno. Absteneos de toda especie de mal.”

A la mitad de las anteriores declaraciones tan categó­ricas, se halla esta grave amonestación: “No apaguéis al Espíritu.” Son cuatro palabras que van dirigidas a todos los hijos del Padre celestial.

La palabra clave es: “apaguéis.” Llama mucho la atención en el idioma original, pues es muy pintoresca. Su­giere el acto preciso de extinguir una llama, así que este texto podría traducirse: “No extingáis el fuego del Espíri­tu Santo.” Lo que se sugiere no es desconocido para los estudiantes de la Palabra. Una y otra vez en las Sagra­das Escrituras, este fenómeno, tan misterioso, que llamamos fuego se emplea como símbolo de la divina presen­cia y de la obra redentora de Dios en el corazón humano.

En el Antiguo Testamento encontramos una y otra vez ocasiones en que se emplea este símbolo: Fuego en la zarza que no se consumía y donde Moisés habló con el poderoso YO SOY; fuego en el Lugar Santísimo den­tro del tabernáculo; fuego en la forma de un carbón en­cendido para tocar los labios del joven profeta, Isaías, y prepararlo para su futuro ministerio.

Encontramos el mismo simbolismo en el Nuevo Tes­tamento con la sola diferencia de que el fuego, en el An­tiguo Testamento, es símbolo de la naturaleza divina, en el Nuevo Testamento, el fuego es símbolo generalmente, de la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo. Encontramos esto, desde el principio de los Evangelios. Juan el Bautista, al dirigirse a los que bautizaba a la ori­lla del Jordán, les decía: “Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Ma­teo 3:11). Fueron sus palabras profecía y promesa, pala­bras que se cumplieron el día de Pentecostés, en la vida de los apóstoles. Y según el relato del historiador Lucas, esa gloriosa experiencia se repitió en muchas otras per­sonas.

Son numerosos los pasajes de las Sagradas Escrituras, que presentan el símbolo del fuego que sugiere nuestro texto: “No apaguéis el Espíritu.” El fuego alumbra y asimismo el Espíritu Santo. El fuego da vigor; esto hace también el Espíritu Santo. El fuego purifica y también el Espíritu Santo. El fuego funde, solda y une; lo mismo hace el Espíritu Santo. Estos son algunos puntos de comparación que acuden a la mente y que forman un in­teresante paralelismo entre el fuego y el Espíritu Santo.

Al hablar de la forma en que nos relacionamos con el Espíritu Santo, Pablo desde luego, reconoce que el Espíritu de Dios es presencia viva, poderosa. Declara que es fuego, pero no solamente para simbolizar su ministe­rio purificador, sino ante todo, su presencia vivificante, fortalecedora. Hace hincapié en el hecho de que es una relación de persona a persona. Y es precisamente aquí, donde se advierte peligro. En el terreno moral y espiri­tual, terreno en el cual el Espíritu de Dios obra y en el que a nosotros nos toca corresponder, se da el caso, gra­ve en verdad, que le ofendemos y le ponemos obstácu­los. Aquí podemos imponer nuestra voluntad, lo que no es posible en otras esferas. Por ejemplo, si algún día ca­luroso queremos apagar los rayos resplandecientes del sol, fracasaremos. Allí, Dios es soberano y el hombre im­potente; pero cuando Dios resplandece en los corazones con la luz del Espíritu Santo, los seres humanos pueden impedir que esa luz penetre a sus corazones y transfor­me sus vidas. En otras palabras, dentro de este terreno, lo humano puede frustrar lo divino; lo finito puede estor­bar a lo infinito.

Este era el peligro en que Pablo pensaba, cuando ad­vierte: “No apaguéis al Espíritu.”

¿Cómo es posible apagar el Espíritu Hay tres pasa­jes importantes en el Nuevo Testamento, en cada uno de los cuales se presenta una fase distinta del ministerio del Espíritu Santo, y cómo hay quienes tratan de apagar el fuego del Espíritu.

LA LLAMA DEL TESTIMONIO

En Hechos 5:32, leemos: “Y nosotros somos testi­gos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen.” Aquí la pala­bra sobresaliente es “testigos.” El ministerio del Espíri­tu Santo tiene como una de sus características el testi­monio. A esta luz, el consejo de Pablo podría ser: “No apa­guéis la llama del testimonio.”

Recordemos las circunstancias que originaron estas palabras. Pedro, ante el desafío de las autoridades, había tomado la palabra en nombre de Juan y los demás apósto­les en quienes moraba el Espíritu. Habían testificado con tanto poder del Señor Jesucristo, que toda la ciudad se había alarmado. Se les había ordenado que cesaran de propagar ese nombre y se les amenazó con graves casti­gos, si desobedecían. Pero ellos no temieron ante las amenazas y continuaron testificando ante el pueblo. De nuevo fueron llevados ante los magistrados y se les lanza el cargo siguiente: “¿No os mandamos estrictamente que no enseñaseis en ese nombre Y ahora habéis llenado a Je­rusalén de vuestra doctrina, y queréis echar sobre noso­tros la sangre de ese hombre” (Hechos 5:28). ¡Qué gran elogio! Afirmaban que nada les arredraba y continua­ban dando testimonio.

Pedro y los apóstoles valerosamente respondieron: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres.” La palabra “necesario” es como llama de fuego.

Debiera avivar el fuego en nuestros corazones como lo avivó en aquellos discípulos. Las palabras de Pedro no son solamente para aquel momento, sino para todos los testigos del Señor.

Cuando una persona nace del Espíritu y es ya hijo de Dios, participa de la naturaleza y el Espíritu del Pa­dre celestial. El padre se preocupa por todos los que es­tán perdidos; la compasión que siente por ellos es inmen­sa y anhela su salvación; El busca y salva a todos los des­carriados. Este afán y compasión han sido derramados por el Espíritu Santo en el corazón del creyente. Su an­helo ahora es traer a otros a Cristo, a su familia, a sus vecinos, a sus compañeros. Se goza en contarles a los de­más lo que Cristo ha hecho por él y lo que puede hacer por todo el que deposite su confianza en el Salvador. En otras palabras, la llama del testimonio se ha encendi­do en el altar de su corazón.

El bautismo con el Espíritu Santo aviva la llama. El Espíritu hace que el creyente se libre del temor y aumen­ta en él el anhelo de que otros sean salvos. Le imparte nuevas fuerzas y unción para la tarea. Jesús dijo: “Reci­biréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Es­píritu Santo, y me seréis testigos” (Hechos 1:8). Testi­ficar, por lo tanto, es la consecuencia natural de la pleni­tud del Espíritu.

Pero hay el peligro de que apaguemos esa llama por la preocupación. Un ministro llega a preocuparse tanto por la organización de la iglesia, por la dirección de las comisiones y comités, por los cultos, el presupuesto, los informes etc., que le falta tiempo para su ministerio es­piritual, ante todo, para hacer obra personal y dar testi­monio del bendito Salvador. Con el paso del tiempo, lle­ga a apagarse su celo evangelístico.

El laico podrá llegar a preocuparse tanto de sus inte­reses personales, esforzarse a tal grado por rodearse de todas las comodidades modernas, que él tampoco tenga tiempo para hablar con sus amistades y sus vecinos, acer­ca de asuntos espirituales. Luego principia a razonar con­sigo mismo y piensa que después de todo, es asunto que le corresponde al pastor y él no tiene por que preocu­parse. Después de poco tiempo la llama del testimonio se convierte en cenizas.

Se puede apagar la llama del testimonio porque se crea necesaria la cautela. No se quiere ofender a nadie; que no se nos culpe de ejercer presión o de ser tiránicos. O quizá tengamos temor de decir o hacer algo indebido. Somos tan cautelosos que acabamos por no hacer nada.

Hace algunos años cuando mi esposa y yo éramos misioneros en la ciudad de Belgaum, en el estado de My­sore, India, hicimos una visita al recaudador de rentas, quien es uno de los principales jefes políticos y por lo mis­mo, persona importante y de prestigio, hombre culto. Este recaudador practicaba la religión indostánica y era muy ortodoxo en su fe y costumbres. Cuando mi esposa y yo llegamos a su hermosa residencia, nos recibió muy amablemente y nos dijo: “Cuánto nos alegramos que haya venido. Ustedes son los primeros visitantes desde que nació nuestro hijito. Suban a saludar a mi esposa y a ver al niño.” Nos condujo a la recámara y felicitamos a la madre por el hermoso niño que tenía en los brazos. ¡Cuán orgullosos estaban aquellos padres!

Al hallarme allí conversando, sentí que debía orar por el nuevo vástago y pedir las bendiciones de Dios so­bre él y sobre sus padres. Pero luego pensé que, siendo ellos indostánicos, tal vez no les agradaría que un minis­tro evangélico orara por ellos, y se ofenderían. Después me lamenté por haber prestado oídos a mis propios pensa­mientos y no a la voz del Espíritu. No oré.

Regresamos al hogar, y me dijo mi esposa que cuan­do estábamos al lado de la cama de la madre y el niño, pensó que yo debía elevar una oración, ya que no sólo éramos los primeros visitantes, sino también misioneros. Además, se nos presentaba una hermosa oportunidad para testificar, pero la dejamos pasar. Me dirigí entonces a mi despacho y de rodillas pedí perdón a Dios por no haber aprovechado aquella visita, para dar testimonio ante un oficial de elevado rango. Imploré la ayuda del Señor a fin de que jamás dejara pasar otra ocasión, sin aprovecharla para testificar.

Si Cristo nos ha redimido, si vive y reina en nuestros corazones, digámoslo en donde quiera que nos encontre­mos. El psicólogo William James enseña que toda impre­sión en el ánimo que valga la pena, no debe quedarse sin la debida expresión.

¿Qué debemos entender por lo anterior Debemos reconocer que no se ha de dejar apagar la llama del testi­monio. Si no compartimos con los demás la visión glorio­sa, ésta se esfumará. La bendición que no se comparte con otros, se marchita. La llama que se encierra, se extin­gue. Tengamos mucho cuidado de no apagar el testimonio del Espíritu.

LA LLAMA DE ORACIÓN

En su Epístola a los Romanos, Pablo escribe: “Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo, intercede por nosotros con gemi­dos indecibles” (Romanos 8:26).

Aquí el ministerio del Espíritu Santo se une con la vida de oración del creyente. Cuando una persona es na­cida del Espíritu, se enciende en ella, tanto la llama del testimonio, como la llama de oración. El creyente anhe­la hablar a otros de Cristo y también anhela gozar de co­munión diaria con el Padre.

Lo que Pablo trata de decir en este versículo, es que no puede haber oración verdadera, si se hace a un lado al Espíritu Santo. Lo que el apóstol asegura es que si sólo fiamos en nosotros mismos y en nuestros propios recur­sos, no podremos saber lo que es la verdadera oración, pero Dios que conoce nuestra flaqueza, nos ha dado el auxilio del Espíritu Santo.

El Espíritu nos impulsa a orar y a la vez, nos da dis­cernimiento en la oración. En lo que se refiere a los im­pulsos, éstos pueden ser de carácter sencillo o extraordi­nario. Se pueden calificar de sencillos, cuando se recono­ce que se ha llegado el momento de buscar la comunión con Dios; y de impulsos extraordinarios cuando hay car­gas que agobian al alma y el Espíritu clama en oración de intenso poder. Pero ya sea el impulso sencillo o extra­ordinario, hay que prestarle atención, pues es obra del Espíritu Santo.

El Espíritu también dota de discernimientos al orar. El nos revela cómo orar para estar en armonía con los propósitos divinos. La verdadera oración nunca es con­traria a la voluntad de Dios. Necesitamos ser guiados en ella, y esto se logra mediante la influencia directa del Espíritu, en el corazón del creyente; la voz interior del Espíritu Santo.

La llama de oración, a semejanza de la llama del tes­timonio, puede enfriarse por la preocupación. Tenemos al frente tantos deberes que cumplir, estamos tan ocupa­dos que no alcanza el tiempo para orar, y permitimos que la diaria rutina con las demandas abrumadoras de la vida moderna, nos impida buscar la comunión con Dios. Poco a poco, la llama de oración se extingue.

Supongamos que cuando el Espíritu nos impulsa a orar, somos negligentes, estamos preocupados. Lo dañino del caso es que esto tiende a repetirse una y otra vez. Y, por último, ¿qué pasa Se apaga el Espíritu; se extingue el fuego.

Esto no significa que la primera vez que una persona es negligente en cuanto a su vida de oración, el Espíritu Santo la abandonará. La Tercera Persona de la Trinidad no obra en esta forma; es Espíritu longánime y benigno, y ante nuestro descuido, nos amonesta solícitamente. Pero si no termina la negligencia en la oración, las defen­sas morales del alma quedan derribadas y todo género de tentaciones acosan al trasgresor. El santuario del alma ha sido derrotado y en el altar sólo quedan cenizas de lo que había sido una devoción ardiente. No apague­mos la llama de oración del Espíritu.

LA LLAMA DE AMOR

En su Epístola a los Efesios, capítulo cuatro y los últimos tres versículos, el apóstol Pablo amonesta a sus lectores, como sigue: “No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la re­dención. Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benig­nos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo.”

En otras palabras, es como si Pablo quisiera decir: “No apaguéis la llama del amor del Espíritu. Sed solíci­tos con el Espíritu de Dios en su ministerio de amor.”

Como ya lo dijimos, el fruto (no los frutos) del Es­píritu es amor. Las demás virtudes son solamente fases del amor. El amor es la gracia cristiana completa e indis­pensable. Es la gracia suprema, la llave de toda la vida. Por tanto, si no hay amor, el fracaso será trágico; de po­co valor serán todas las demás cualidades que se posean. Si la llama de amor se apaga, la vida interior se torna árida.

Con toda claridad, Pablo asegura que la amargura destruye el fuego del amor que arde en el corazón. Por ejemplo supongamos que una amistad íntima obra en forma que nos disgusta, y en lugar de llevar a esa perso­na al trono de la gracia como debe hacerlo todo cristia­no lleno del Espíritu, el enfado aumenta y luego princi­pia la crítica y por fin la llama de la amistad se apaga por completo. Una vez que el resentimiento devora las entrañas, no se necesita mucha provocación para que estalle y se lancen palabras mordaces. ¡Con cuánta cruel­dad y mala fe se desata la lengua una vez que el amor ha desaparecido!

Hace algunos años que los misioneros de cierta denominación en Corea, se reunieron para su reunión anual. En dicha conferencia se presentó un problema, sobre la solución del cual, dos de los misioneros diferían. Cada uno presentó argumentos según sus puntos de vista. Al principio la discusión era amistosa y conforme a un ver­dadero espíritu cristiano. Sin embargo, cada uno trataba de comprobar que le asistía la razón. Así siguieron hasta que uno de ellos se impacientó y empezó a expresarse con palabras duras y rencorosas, lanzando acusaciones en contra del hermano. Este inmediatamente respondió en el mismo tono, y aquello bastó para que el ambiente de la conferencia se cubriera con un manto de tristeza. Los dos hombres regresaron a sus respectivos campos de trabajo, con el ánimo amargado.

Aunque la situación era dolorosa, las consecuencias resultaron gloriosas. Uno de aquellos misioneros, un día oraba al Señor, pidiendo que derramara sus bendiciones sobre una serie de reuniones especiales que se llevarían a cabo. No había orado mucho tiempo, cuando sintió cla­ramente que el Espíritu Santo le reprendía y le decía: “Es inútil que sigas orando. Antes ve y reconcíliate con tu hermano.”

El reproche fue tan directo que temprano el día si­guiente, tomó el tren para ir al campo misionero del her­mano con quien estaba disgustado. Cuando estuvo fren­te a él, le dijo que no era su objeto seguir el debate, ni culparlo, sino que venía a confesarle que él era el culpa­ble. Añadió que Dios le había reprendido por su actitud y las palabras que había expresado. Le pidió perdón, y dijo: “He contristado al Espíritu.”

El resultado es fácil de adivinar. El otro hermano di­jo: “Yo soy tan culpable como usted y le pido perdón.” Se abrazaron y luego, arrodillados, pidieron perdón a Dios, invocando su bendición y su poder. Al día siguien­te se separaron llenos del fuego del amor. Cuando las noticias de su reconciliación se supieron, se hizo sentir un avivamiento espiritual en todo el campo y hubo una gran ganancia de almas para Cristo.

Nada debe apagar la llama del amor en el altar del corazón, porque el amor es la suprema virtud de la vida cristiana. Antes bien, como exhorta Pablo a la iglesia en Tesalónica, es preciso abundar más y más en ese amor que ha sido derramado en nuestros corazones por el Es­píritu Santo.

                Acatemos las recomendaciones de Pablo: “No apa­guéis la llama de testimonio. No apaguéis la llama de ora­ción. No extingáis la llama de amor.”