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Sermón XXXVI - La Ley Establecida por Medio de la Fe (II)

¿Luego deshacemos la ley por la fe En ninguna mane­ra; antes establecernos la ley (Romanos 3: 31).

1.          En el discurso anterior se mencionaron las diferentes maneras de invalidar la justicia por medio de la ley, a saber: primera, no predicándola en lo absoluto, lo cual la invalida eficazmente y de un golpe-y esto bajo el pretexto de predicar a Cristo y engrandecer el Evangelio, si bien, en realidad, no es otra cosa sino destruir el uno y el otro. Segunda, enseñan­do, directa o indirectamente, que la fe suple a la necesidad de la santidad; que ahora se necesita ésta menos o en menor grado de lo que se necesitaba antes de la venida de Cristo; que nosotros no la necesitamos tanto, puesto que somos cre­yentes; que la libertad cristiana significa estar libre de todo grado y clase de santidad (pervirtiendo de este modo tales grandes verdades: que estamos bajo el pacto de la gracia y no bajo el de las obras; que el hombre se justifica por la fe sin las obras de la ley, y que "al que no obra, pero cree en Aquel que justifica al impío, la fe le es contada por justicia"). Tercera, haciéndolo prácticamente, invalidando la ley con los hechos, si no por principio; viviendo y obrando como si el fin de la fe fuese excusarnos de la santidad. Haciendo el pecado porque no estamos "bajo de la ley, sino bajo de la gracia."

Réstanos ahora investigar qué norma debemos seguir, cómo podremos decir con el Apóstol: "¿Luego deshacemos la ley por la fe En ninguna manera; antes establecemos la ley."

2.          Por supuesto que no establecemos la ley antigua de las ceremonias, puesto que, como sabemos perfectamente, que­dó abolida para siempre. Mucho menos confirmamos toda la dispensación judaica, la cual, como es sabido, clavó nuestro Señor en el madero de la cruz. Ni siquiera establecemos la ley moral-como es de temerse que muchos lo hagan-en la inteligencia de que el cumplirla, el guardar todos los manda­mientos, sea la condición de nuestra justificación. Si así fuera, no se justificaría delante de El ningún viviente. A pesar de todo esto, y en el sentido que el Apóstol da a esta expresión, "establecemos la ley," la ley moral.

I.          1. Primeramente, establecemos la ley con nuestras doctrinas al procurar predicarlas en toda su plenitud, expli­cando y corroborando todas y cada una de sus partes, como lo hizo el gran Maestro cuando estuvo en la tierra. La esta­blecemos al seguir el consejo de Pedro: "Si alguno habla, ha­ble conforme a las palabras de Dios;" como los hombres san­tos de la antigüedad, quienes movidos del Espíritu Santo ha­blaron y escribieron para nuestra instrucción, y como lo hi­cieron los apóstoles de nuestro bendito Señor, por dirección del mismo Espíritu. La confirmamos siempre que hablamos en su nombre, sin defraudar en la predicación a los que es­cuchan; declarándoles, sin reserva ni restricción alguna, el plan completo de Dios. A fin de establecerla más eficazmente, hablamos en el lenguaje más sencillo y claro: "No somos co­mo muchos, mercaderes falsos de la Palabra de Dios" (como los hombres astutos que adulteran sus vinos malos. No la rebajamos, mezclamos, adulteramos ni diluimos, conforme al gusto de los creyentes). "Antes con sinceridad, como de Dios, delante de Dios, hablamos en Cristo," no teniendo más fin que encomendarnos a nosotros mismos por manifestación de verdad, a toda conciencia humana delante de Dios.

2.          Así que, con nuestras doctrinas confirmamos la ley cuando la declaramos abiertamente a todos los hombres en toda la plenitud con que la enseñaron nuestro Señor y sus apóstoles-al predicar nosotros su altura y profundidad, su longitud y latitud. Establecemos la ley al declarar todas y cada una de sus partes, todos los mandamientos que contie­ne, no sólo en su sentido natural y completo, sino también en su significado espiritual; no únicamente respecto de las acciones exteriores que autoriza o prohíbe, sino también con referencia al motivo interior, a los pensamientos, deseos e intenciones del corazón.

3.          Tomando en consideración que esto no solamente es de la mayor importancia-puesto que todo el fruto, todas las palabras y acciones deben continuar siendo malas si el árbol es malo, si el genio y la disposición del corazón no son rectos ante Dios-sino que, a pesar de ser estas cosas muy importan­tes-tanto que se consideran tan poco y se entienden tan mal que podemos en verdad decir de la ley, cuando se toma en su significado espiritual: "es un misterio que estuvo escondido por edades y generaciones, desde el principio del mundo"- establecemos la ley con mucha mayor diligencia. La ley es­tuvo escondida por completo del mundo pagano. Con toda su decantada sabiduría, no descubrieron a Dios ni la ley divina en la letra, ni mucho menos en el espíritu: "Sus necios cora­zones fueron entenebrecidos" más y más; "diciéndose ser sa­bios, se hicieron fatuos." Estuvo casi igualmente escondida- en cuanto a su significado espiritual-de la gran mayoría de los judíos. Aun los israelitas, que estaban siempre listos a declarar respecto de otros: "Estos comunales que no saben la ley, malditos son," pronunciaban su propia sentencia, es­tando bajo de la misma maldición, siendo culpables de idén­tica y terrible ignorancia.

Recordad los continuos reproches que nuestro Señor ha­cía a los más sabios de entre ellos, con motivo de las interpre­taciones groseras que hacían de la ley. Recordad la suposi­ción, casi universalmente aceptada entre ellos, de que sólo era necesario limpiar lo exterior de la copa; que el pagar diez­mos de la menta, el anís y el comino, exactitud exterior, bas­taría a satisfacer por la impureza interior, por el olvido com­pleto de la justicia y la misericordia, por la fe y el amor de Dios. Tan absolutamente escondido estaba para ellos el sen­tido espiritual de la ley, que uno de sus rabinos más eminen­tes hace este comentario sobre aquellas palabras del salmista: "Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Se­ñor no me oyera." "Es decir"-dice el mencionado rabino- "si no cometo ninguna iniquidad de hecho, el Señor no la considerará, no me castigará a no ser que ponga yo en prác­tica la maldad."

4.          Mas la ley de Dios, en su sentido espiritual, no sólo está escondida de los judíos y de los paganos, sino aun del lla­mado mundo cristiano, cuando menos de la mayor parte de él. Para éste también es todavía un misterio el sentido espi­ritual de los mandamientos de Dios. No sucede esto solamente en aquellos países que yacen en las tinieblas e ignorancia del romanismo, sino que es una verdad innegable que la mayoría de los que se llaman cristianos reformados desconocen absolu­tamente hasta lo presente la pureza y lo espiritual de la ley de Cristo.

5.          De aquí que hasta el día de hoy, "los escribas y los fariseos," hombres que tienen la apariencia, pero no el poder, de la religión, y que por lo general son sabios en su propia opinión, oyendo estas cosas se ofendan. Se ofenden profunda­mente al oírnos hablar de la religión del corazón, especial­mente cuando declaramos que sin ella, aun cuando repartié­semos "toda nuestra hacienda para dar de comer a pobres," de nada nos serviría.

Pero que se ofendan. No podemos dejar de hablar la ver­dad tal cual es en Jesús. Es nuestro deber, ya sea que escu­chen, ya que se nieguen a oírnos, desahogar nuestras almas, declarar todo lo que está escrito en el Libro de Dios, no tra­tando de agradar a los hombres, sino al Señor. Hemos de de­clarar no sólo todas las promesas que allí encontremos, sino todas las amenazas también. A la par que proclamamos to­das las bendiciones y privilegios que Dios ha preparado para sus hijos, debemos igualmente enseñar todas las cosas que ha mandado. Sabemos que cada una de esas cosas tiene su fin: bien despertar a los que están adormecidos, ya instruir a los ignorantes, consolar a los afligidos o edificar y perfeccio­nar a los santos. Sabemos que "toda Escritura es inspirada divinamente y útil para enseñar, para redargüir, para corre­gir, para instituir en justicia." Sabemos que "el hombre de Dios," durante la obra que Dios lleva a cabo en su alma, ne­cesita de todas y cada una de las partes de esa Escritura, pa­ra que al fin sea hecho perfecto, apto en toda obra buena.

6.          Nuestro deber, por tanto, es predicar a Cristo ense­ñando todas las cosas que ha revelado. Podemos muy bien, sin faltar en nada-y aun atrayéndonos una bendición espe­cial-declarar el amor de nuestro Señor Jesucristo. Podemos hablar de una manera más especial de "Jehová, Justicia Nues­tra;" extendernos sobre la gracia de Dios en Cristo "recon­ciliando el mundo a sí." Podemos, cuando se presente la opor­tunidad, dilatar nuestro discurso sobre las alabanzas de Aquel que "llevó nuestras enfermedades, herido fue por nuestras rebeliones y molido por nuestros pecados," para que por su llaga fuésemos curados. Empero si nos limitamos a esto, no predicaremos a Cristo conforme lo mandó. Debemos predi­carlo en todos sus aspectos.

Predicar a Cristo, como obreros que no tienen de qué avergonzarse, es predicarlo no sólo como sumo Sacerdote "tomado de entre los hombres...constituido a favor de los hombres en lo que a Dios toca,"-y quien, como tal, nos reconcilió con Dios por su sangre, viviendo siempre para in­terceder por nosotros-sino también como el Profeta del Señor, "el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría." Quien, según su Palabra y en su Espíritu, está siempre con nosotros, guiándonos a toda verdad. Es predicarlo como el Rey que permanece para siempre; como el que decreta leyes para aque­llos a quienes ha redimido con su sangre; como el que res­taura a la imagen de Dios a los que ya ha reconciliado; co­mo Aquel que reina en los corazones de todos los creyentes, "hasta que sujete todas las cosas," hasta que eche fuera por completo todo pecado, y traiga la justicia eterna.

II.         1. En segundo lugar, establecemos la ley al predi­car que la fe en Cristo, lejos de suplantar, produce la santi­dad, negativa y positiva, de corazón y de vida.

Con este fin, debemos constantemente proclamar (lo que debería ser asunto de frecuente y seria meditación para los que deshacen la ley por la fe), que la fe misma, la fe cristia­na, la fe de los elegidos de Dios, la fe en la obra de Dios, es aún la ayuda del amor. A pesar de ser tan gloriosa y honora­ble, no constituye el fin del mandamiento. Dios confirió esta honra al amor solamente. El amor es lo que constituye el fin de todos los mandamientos de Dios. El amor es el objeto, el único fin, de todas las dispensaciones de Dios, desde el prin­cipio del mundo hasta la consumación de los siglos. Perma­necerá aún después de que los cielos y la tierra hayan des­aparecido, porque el amor "nunca deja de ser." La fe acabará por completo. Desaparecerá de la vista de todos, en la pre­sencia eterna de Dios. Pero aún entonces, el amor permane­cerá derramando el bien; recibiendo alabanzas sin que su fue­go se apague; triunfando de la muerte por siempre jamás.

2.          Cosas excelentes se dicen de la fe, y cualquiera que participe de ella puede decir con el Apóstol: "Gracias a Dios por su don inefable." Sin embargo, cuando la fe se compara con el amor, desaparece su excelencia. Lo que Pablo observa respecto de la gloria del Evangelio-que es superior a la de la ley, -puede muy bien aplicarse a la gloria del amor-que su­pera a la de la fe. "Porque aun lo que fue glorioso, no es glorioso en esta parte, en comparación de la excelente gloria. Porque si lo que perece tuvo gloria, mucho más será en glo­ria lo que permanece." Más aún, toda la gloria de la fe, an­tes de que desaparezca, consiste en que sirve al amor. Es el gran medio temporal que Dios ha instituido para llevar a cabo ese fin eterno.

3.          Que consideren, además-los que de tal manera exa­geran la fe que la hacen incluir todas las demás cosas, quie­nes entienden tan mal su naturaleza que la hacen ocupar el lugar del amor-que así como el amor existe después de la fe, también existió mucho antes. Los ángeles-quienes desde el momento de su creación, ven cara a cara al Padre que está en los cielos, -no tuvieron necesidad de la fe, en su acep­ción general, como la evidencia de las cosas que no se ven. Ni tuvieron necesidad de la fe en su acepción más especial, fe en la sangre de Jesús, porque El no tomó para sí la na­turaleza de los ángeles, sino sólo la de la simiente de Abra­ham. Por consiguiente, antes de la fundación del mundo no había necesidad de la fe en su acepción general o en la espe­cial. Empero había lugar para el amor. El amor infinito exis­te en Dios desde la eternidad. El amor encontró un lugar en los corazones de los hijos de Dios desde el momento de su creación. De su amante Creador recibieron al mismo tiempo la facultad de existir y la de amar.

4.          No es cierto (como algunos han disertado de manera ingeniosa y plausible) que la fe, aun en la acepción general de la palabra, tenía un lugar en el paraíso. Es muy probable, si juzgamos por la relación corta y carente de circunstancias que nos da la Biblia, que Adán, antes de rebelarse en contra de Dios, lo veía cara a cara y no por la fe.

"Así que su intuición fue clara y cierta

Y (cual águila que mira contra el sol)

Podía llegar hasta la luz eterna

Como ángel docto que la gloria vio."

Entonces podía hablar cara a cara con Aquel cuya faz nosotros no podemos ver y vivir. Por consiguiente, él no te­nía necesidad de esa fe cuyo oficio es suplir la vista.

5.          Por otra parte, es absolutamente cierto que entonces no había allí lugar para la fe en su sentido especial. Porque en ese sentido presupone necesariamente la existencia del pecado y la ira de Dios en contra del pecador, sin las cuales no hay necesidad de sacrificio por el pecado, a fin de que el pecador se reconcilie con Dios. Por consiguiente, como antes de la caída no había necesidad de sacrificio alguno, tampoco había lugar para la fe en ese sacrificio. El hombre estaba lim­pio de toda mancha de pecado. Era santo como Dios es santo. Pero ya entonces su corazón estaba lleno de amor. Este rei­naba en él sin rival, y sólo cuando el amor se perdió por cau­sa del pecado se añadió la fe. Se añadió no por lo que valía, ni con el fin de que existiera más tiempo del necesario para llevar a cabo su obra-a saber: restaurar al hombre en el amor del cual había caído. Por lo tanto, hasta después de la caída se añadió esta evidencia de las cosas que no se ven, la cual era antes enteramente innecesaria. Se añadió esta confianza en el amor redentor, que no pudo haber existido, sino hasta después de que se prometió que la simiente de la mujer he­riría la cabeza de la serpiente.

6.          Dios, pues, ordenó originalmente que la fe restable­ciese la ley del amor. De manera que al hablar así de la fe no la menospreciamos, ni dejamos de alabarla como merece, sino que, al contrario, mostramos su verdadero valor, la exal­tamos según sus méritos y le damos el lugar que Dios en su sabiduría le señaló desde un principio. Es el sublime medio de restablecer ese amor santo en que originalmente fue crea­do el hombre. De esto se sigue que, si bien la fe no tiene nin­gún valor intrínseco (como no lo tiene ningún otro medio), sin embargo, como quiera que tiene el fin de restablecer la ley del amor en nuestros corazones, y como, en la condición actual de las cosas, es el único medio de conseguirlo que existe sobre la tierra, es, por lo tanto, una bendición inefable para el hombre y de valor inestimable ante Dios.

III.        1. En tercer lugar, esto nos hace observar natu­ralmente, el modo más importante de establecer la ley, el cual es: establecerla en nuestros corazones y vidas. A la verdad, sin esto, ¿de qué valdría todo lo demás Podemos estable­cerla con nuestras doctrinas. Podemos predicarla en toda su plenitud. Podemos explicar todas y cada una de sus partes. Podemos descubrir su sentido más espiritual y declarar los misterios del reino. Podemos predicar a Cristo en todos sus oficios y la fe de Cristo que abre todos los tesoros de su amor. Pero a pesar de todo esto, si no establecemos en nuestros co­razones la ley que predicamos, no valdremos ante la presen­cia de Dios más que el "metal que resuena, o címbalo que retiñe," y lejos de aprovecharnos nuestra predicación, aumen­tará nuestra condenación.

2.          Este es, pues, el punto principal que debemos consi­derar. ¿Cómo estableceremos la ley en nuestros corazones de manera que tenga toda su influencia en nosotros Esto sólo puede hacerse por medio de la fe.

Según lo demuestra la experiencia diaria, sólo la fe pue­de llevar esto a cabo satisfactoriamente, porque mientras an­damos por fe y no por vista, caminamos bien por la vía de la santidad. Mientras fijamos nuestra mirada no en las cosas que se ven, sino en las cosas que no se ven, nos crucificamos más y más al mundo, y el mundo se crucifica a nosotros. Que se fije constantemente el ojo del alma no en las cosas temporales, sino en las eternas, y se desprenderán nuestros afectos más y más de la tierra, fijándose en lo de arriba. De manera que, por lo general, la fe es el medio más directo y eficaz de pro­mover toda justicia y santidad verdaderas; de establecer la ley santa y espiritual en los corazones de los creyentes.

3.          Por medio de la fe, tomada en su sentido más especial-la confianza de que Dios perdona-establecemos la ley en nuestros corazones de una manera todavía más eficaz. Porque no hay nada que nos impulse tan poderosamente a amar a Dios como la conciencia del amor de Dios en Cristo. Nada nos mueve tanto a dar nuestros corazones a Aquel que se dio por nosotros como la penetrante convicción de esta verdad. De este principio de amor agradecido hacia Dios, brota el amor a nuestros hermanos, pues no podemos dejar de amar a nuestro prójimo si verdaderamente creemos en el amor con que Dios nos ha amado Este amor de los hombres que se funda en la fe y en el amor de Dios, "no hace mal al prójimo," y es, por consiguiente, como el Apóstol lo observa, "el cum­plimiento" de toda "la ley" negativa. "Porque: No adultera­rás; no matarás; no hurtarás; no dirás falso testimonio; no codiciarás: y si hay algún otro mandamiento, en esta senten­cia se comprende sumariamente: Amarás a tu prójimo como a ti mismo." Ni se contenta el amor con no hacer mal al pró­jimo, sino que constantemente nos mueve a hacer el bien cuando tengamos tiempo y se presente la oportunidad. Nos mueve a hacer toda clase de bien en todos los grados y a to­dos los hombres. Es, por lo tanto, el cumplimiento de la ley positiva de Dios, lo mismo que de la negativa.

4.          La fe no cumple solamente la parte exterior de la ley bien negativa ya positiva, sino que obra también interior­mente por medio del amor purificando el corazón y limpián­dole de todo afecto pecaminoso. Todo aquel que tiene esta fe en su corazón, "se purifica, como él también es limpio." Se purifica de todo deseo terrenal y sensual, de todo afecto vil y desordenado, de toda esa mente carnal que es enemistad con Dios. Al mismo tiempo, si lleva a cabo su obra con toda perfección, le llena de toda clase de bondad, justicia y ver­dad. Hace que el cielo baje a su alma y le hace andar en la luz, como Dios está en luz.

5.          Procuremos, pues, establecer la ley en nuestros co­razones; no pecando porque estamos "bajo de la gracia," sino usando de todo el poder que ésta nos infunde para cumplir toda la justicia. Acordándonos de la luz que recibimos de Dios cuando su Espíritu nos convenció de pecado, cuidemos de no apagar esa luz. Conservemos lo que ya hemos obteni­do. No nos dejemos persuadir por nada de esta vida a edifi­car lo que ya hemos destruido, a reasumir nada grande o pe­queño que sabemos que no es para la gloria de Dios ni en provecho de nuestras almas. No olvidemos ninguna cosa gran­de o pequeña que no habríamos olvidado antes sin sentir el reproche de nuestra conciencia. A fin de aumentar y perfec­cionar la luz que adquirimos, añadamos ahora la luz de la fe. Confirmemos el don que recibimos de Dios con una aprecia­ción más profunda de la que nos mostró entonces, con una sensibilidad más grande de conciencia, un dolor más profun­do del pecado. Andando, pues, con gozo, y no con temor, viendo fija y claramente las cosas eternas, consideraremos el placer, las riquezas, las alabanzas y todas las cosas de la tie­rra, como si fueran burbujas en el agua. No consideraremos como importante, como deseable, como mereciendo siquiera el pensar en ello, nada fuera de lo que está detrás del velo donde Jesús está "sentado a la diestra del Padre."

6.          ¿Podéis decir al Señor: Serás propicio a mis injusti­cias, y de mis iniquidades no te acordarás más Entonces, huid del pecado en lo futuro como huirías de una serpiente. Porque ¡cuán pecaminoso os parece el pecado ahora! ¡Tan horrendo que no se puede expresar con palabras! Por otra parte, ¡con cuánto cariño no consideráis ahora la voluntad santa y perfecta de Dios! Ahora bien, trabajad para que se cumpla en vosotros, por vosotros y sobre vosotros. Velad y orad para que ya no pequéis más; para que descubráis y evi­téis hasta la menor trasgresión de su ley. Ahora veis las mo­tas que antes no podíais ver al alumbrar el sol en un lugar oscuro. De la misma manera, los pecados que no podíais ver antes, los descubrís ahora que el Sol de Justicia alumbra en vuestros corazones. Haced cuanto esté a vuestro alcance por andar en todo según la ley que habéis recibido. Procurad recibir más luz diariamente, más conocimiento y amor de Dios, más del Espíritu de Cristo, más de su vida y del poder de su resurrección. Usad ahora todo el conocimiento, amor, vida y poder que ya habéis recibido. Así pasaréis constante­mente de fe en fe. Aumentaréis diariamente en el amor santo, hasta que la fe sea absorbida en la presencia de lo que vere­mos, y la ley del amor quede establecida por siempre jamás.

PREGUNTAS SOBRE EL SERMON XXXVI

1. (¶ 1). ¿Qué cosa se mostró en el discurso anterior 2. (¶ 2). ¿Qué se dice de la ley ceremonial 3. (I. 1). ¿De qué modo establecemos la ley primeramente 4. (I. 2). ¿Se establece igualmente al declararla a todos los hombres 5. (I. 3). ¿Por qué debe hacerse es­to con diligencia 6. (I. 4). ¿De quiénes está escondido el sentido espiritual 7. (I. 5). ¿Qué se sigue de esto 8. (I. 6). ¿Qué deber tenemos al predicar a Cristo 9. (II. 1). ¿Cómo establecemos la ley, en segundo lugar 10. (II. 2). ¿Qué se dice de la fe 11. (II. 3). ¿Qué cosa deberían tener en consideración los que la magnifican dema­siado 12. (II. 4). ¿Había necesidad de la fe en el paraíso 13. (II. 5). ¿Qué otro argumento se usa aquí 14. (II. 6). ¿Qué designio tuvo la fe originalmente 15. (III. 1). ¿Qué se hace observar en tercer lugar 16.           (III. 2). ¿Cuál es el principal punto que debe considerarse 17. (III. 3). ¿Cómo establecemos la ley en nuestros corazones 18. (III. 4). ¿De qué manera establece la fe a la ley, tanto interior como exte­riormente 19. (III. 5). ¿A qué cosa se nos amonesta en este lugar 20. (III. 6). ¿Qué pregunta se hace aquí 21. (III. 6). ¿Cómo pro­bamos el perdón divino 22. (III. 6). ¿Cómo consideran la voluntad santa y perfecta de Dios los que han pasado de muerte a vida 23. (III. 6). ¿Cómo concluye este sermón 24. ¿Con qué motivo se escribie­ron estos sermones sobre la ley establecida por medio de la fe Véanse las Notas Introductorias a los Sermones XXXV y XXXVI. Que el es­tudiante medite con esmero sobre las causas que produjeron las céle­bres "Actas" de 1770, según se mencionan en dichas notas.