Wesley Center Online

Sermón XXXIII - Sobre el Sermón de Nuestro Señor en la Montaña (XIII)

ANALISIS

I.          Habiendo declarado cuál sea toda la advertencia de Dios res­pecto del camino de nuestra salvación, pasa nuestro Señor a clasifi­car a los oyentes de la Palabra. A los que la escuchan pero no la obe­decen, y a los que sí la obedecen, describe bajo el símil del hombre que edifica. Los unos edifican sobre la arena; los otros sobre la peña.

II.         Del hombre que edifica sobre la arena, dice nuestro Se­ñor: "No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos." Precisa entender estas palabras. El ir al cielo por un camino diferente del que El ha señalado. Por más que se re­pitan los credos, se hagan profesiones y se ofrezcan oraciones, si no hay algo más-si no hay resultados en el corazón-la religión sólo es de labios. Aun el estado pasivo en que no se hace mal,- estar libre de pecados exteriores y arrogantes- más aún, el hacer obras buenas, así llamadas-obedecer las reglas que la Iglesia tiene en su organización y para la vida de sus miembros, tales como la asistencia a los cultos y lo que Dios ha ordenado, en su casa-aun cuando se hagan todas estas cosas con el deseo de agradar a Dios, y en la creencia de que toma contentamiento en ellas, todo esto está muy lejos de ser la justicia que se requiere en el discurso anterior.

III.        A no ser que el reino de Dios esté en lo interior, la casa está edificada sobre la arena. El edificador sabio, empero, es pobre en espíritu; ve y siente su culpabilidad. Teniendo conciencia de su estado de perdición, no confía en nada de lo que ha hecho o de lo que puede hacer para obtener otra vez el favor de Dios. Es manso, paciente, amable para con todo el mundo. Su alma está sedienta de Dios. Ama a todo el género humano y está listo a po­ner su vida aun por sus enemigos. Ama a Dios de todo su corazón, entendimiento, alma y fuerzas. Hace todo el bien que puede a to­dos los hombres, siempre que se le presenta la oportunidad. Es verdaderamente sabio, porque se conoce a sí mismo, al mundo, y a Dios su Padre y su Amigo.

IV.        A la par que está en paz con Dios, está en guerra con to­do lo que es impuro. Tiene que pasar por el fuego de la tentación, la aflicción y la persecución. Descenderá la lluvia en torrentes, pero su casa permanecerá, porque está edificada sobre la peña.

V.         Atañe a todos los hombres examinar estas cosas. La base de la esperanza. Las falsas esperanzas de los hombres que serán probadas y pesadas en la balanza. Amonestación a todos a que edifiquen sobre la peña.

SERMON XXXIII

SOBRE EL SERMON DE NUESTRO SEÑOR EN LA MONTAÑA (XIII)

No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el rei­no de los cielos: mas el que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre lan­zamos demonios, y en tu nombre hicimos milagros Y enton­ces les protestaré: Nunca os conocí; apartaos de mí, obrado­res de maldad. Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la peña; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y combatieron aquella casa; y no cayó: por­que estaba fundada sobre la peña. Y cualquiera que me oye estas palabras, y no las hace, le compararé a un hombre in­sensato, que edificó su casa sobre la arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, e hicieron ímpetu en aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina (Mateo 7: 21-27).

1.          Habiendo nuestro Divino Maestro declarado toda la enseñanza de Dios respecto del camino de la salvación, y ad­vertido los obstáculos principales que se presentan en el ca­mino a los que desean andar por él, cierra su discurso con estas solemnes palabras, sellando, como quien dice, su pro­fecía, y dando todo el peso de su autoridad a lo que había dicho, a fin de que permanezca firme de generación en ge­neración.

2.          Porque a fin de que ninguno se figure que hay otro camino además de éste, dice el Señor: "No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos: mas el que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetiza­mos en tu nombre, y en tu nombre lanzamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros Y entonces les protes­taré: Nunca os conocí; apartaos de mí, obradores de mal­dad...Cualquiera, pues, que me oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, e hicieron ímpetu en aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina."

3.          Paso, primeramente, a considerar el caso del que edi­fica sobre la arena. En segundo lugar, a demostrar la sabidu­ría del que edifica sobre la peña. Y por último, haré una apli­cación práctica.

I.          1. En primer lugar, consideremos el caso del que edi­fica sobre la arena. Hablando de éste, dijo nuestro Señor: "No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos." Este es un decreto que tiene que cumplirse; que per­manecerá para siempre. Debemos, por consiguiente, procurar entender perfectamente el sentido de estas palabras. ¿Qué quiere decir, pues, esa expresión: "Me dirá en aquel día: Señor, Señor" Indudablemente significa esto: que creen po­der ir al cielo por otro camino diferente del que acaba de seña­lar. Empezando por el punto de menor importancia, significa, por consiguiente, toda buena palabra, toda religión verbal. In­cluye todos los credos que repetimos, las profesiones de fe que hacemos, las oraciones que decimos, las acciones de gra­cias que hacemos o leemos a Dios.

Podemos hablar bien de su nombre y declarar su mi­sericordia a los hijos de los hombres. Podemos estar de día en día hablando de sus obras maravillosas y de la salva­ción que hay en El. Al comparar las cosas espirituales, po­demos señalar el sentido de los Oráculos de Dios, podemos explicar los misterios de su reino, que han estado escon­didos desde el principio del mundo. Podemos hablar en lenguas angélicas-más bien que de hombres-respecto de las cosas profundas de Dios. Podemos clamar ante los hom­bres: "He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo." Sí, podemos hacer esto con tal poder de Dios, y tal demostración de su Espíritu, que salvemos muchas almas de la muerte, y que escondamos multitud de pecados. Sin em­bargo, todo esto no puede ser más que decir: "Señor, Señor." Puedo ser desechado después de haber predicado a otros con buen éxito. Puedo ser un instrumento en la mano de Dios pa­ra arrebatar a muchas almas del borde del infierno, y, sin embargo, ir yo mismo allá cuando muera. Puedo guiar mu­chas almas al cielo, y, sin embargo, nunca entrar en él. Si al­guna vez, lector, Dios ha bendecido la palabra que dirijo a tu alma, pídele que tenga misericordia de mí, pobre pecador.

2.          Las palabras: "Señor, Señor," pueden significar, en segundo lugar, que no se hace ningún mal. Podemos abste­nernos de toda clase de pecado, del orgullo, de toda clase de maldad exterior. Podemos evitar todos esos modos de hablar y de obrar que prohíbe la Sagrada Escritura. Podemos decir a aquellos entre quienes vivimos: "¿Quién de vosotros me redarguye de pecado" Podemos tener una conciencia lim­pia de toda ofensa exterior para con Dios y para con el hom­bre. Tal vez estemos limpios de toda escoria, maldad e in­      justicia en lo que se refiere al hecho exterior-o como el Apóstol testifica de sí mismo: "cuanto a la justicia que es en la ley (es decir, la justicia externa), irreprensible;"-y sin embargo, no estar justificados con todo esto, lo cual no es más que decir: "Señor, Señor." Si no vamos más allá, jamás podremos entrar "en el reino de los cielos."

3.          La exclamación: "Señor, Señor," puede significar, en tercer lugar, muchas de las llamadas buenas obras. Puede uno frecuentar la Cena del Señor, ir a escuchar con frecuen­cia buenos sermones, y no omitir ninguna oportunidad de participar de todas las cosas que Dios ha ordenado-hacer bien al prójimo, dar pan al hambriento, vestir al desnudo, ser celoso en hacer buenas obras, dar todo lo que se posee para dar de comer a los pobres, hacer todo esto con el deseo de agradar a Dios, creyendo sinceramente agradarle-que indu­dablemente es el caso en que están aquellos a quienes el Señor menciona que le dirán: "Señor, Señor,"-y, sin em­bargo, no tener parte en la gloria que será revelada.

4.          Si alguno se maravilla de esto, confiese que es enteramente extraño a toda la religión de Jesucristo, muy espe­cialmente, según esa descripción perfecta que hace de ella en este discurso. Porque ¡cuánto dista todo esto de la justi­cia y verdadera santidad que aquí se nos describe! ¡Cuán lejos está del reino interior del cielo que ahora se abre en el alma del creyente! Primero se siembra en el corazón como un grano de mostaza, pero después echa grandes ramas, de las cuales crecen los frutos de justicia, de buen genio, de toda buena palabra y obra.

5.          A pesar de haber declarado muy expresamente y re­petido con frecuencia que sin tener en su alma este reino de Dios, nadie podrá entrar en él, nuestro Señor sabía perfec­tamente que muchos no recibirían su dicho, y lo confirma en seguida: "Muchos,"-no sólo uno, ni unos cuantos, sino muchos-"me dirán en aquel día,"-no sólo dirán: hemos dicho nuestras oraciones, te hemos alabado, hemos procurado evi­tar el mal, nos hemos ejercitado en hacer el bien pero, sobre todo-"profetizamos en tu nombre, y en tu nombre lanzamos demonios, y en tu nombre hicimos milagros." Profetizamos, declarando a los hombres tu voluntad; enseñamos a los pe­cadores el camino de la paz y la gloria; hicimos todo esto "en tu nombre," según la verdad en tu Evangelio. Lo hici­mos con la autoridad que tú nos diste, tú que confirmaste la palabra con el Espíritu Santo que enviaste de los cielos. Por­que en tu nombre, con el poder de tu palabra y de tu Espíritu, "lanzamos demonios" fuera de las almas que por tanto tiem­po consideraron como suyas, y de las cuales estaban en com­pleta y tranquila posesión. "En tu nombre"-con tu poder, no con el nuestro-"hicimos muchos milagros;" tanto que aun los muertos que oyeron la voz del Hijo de Dios, hablan­do nosotros, vivieron.

"Y entonces les protestaré"-a ellos en persona-"Nun­ca os conocí," ni aun cuando estabais lanzando demonios en mi nombre. Ni aun entonces os reputaba como míos, porque vuestro corazón no era recto en la presencia de Dios. No erais mansos ni humildes; no erais amantes de Dios y del género humano; no estabais renovados a la imagen de Dios; no erais santos como yo soy santo. "Apartaos de mí"-vosotros quie­nes, a pesar de todo esto que decís, sois-"obradores de mal­dad." Sois transgresores de la ley, de mi ley del amor santo y perfecto.

6.          Para que no quedase ni la posibilidad de contradic­ción, confirma nuestro Señor esta verdad con una compara­ción oportuna: "Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edi­ficó su casa sobre la arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, e hicieron ímpetu en aquella casa." Tarde o temprano lo harán también en el alma de todo hombre las lluvias de las aflicciones exteriores, de la tentación interior; las tempestades del orgullo, de la cólera, del miedo y de los deseos. "Y cayó, y fue grande su ruina." Pereció para siem­pre. Tal será la suerte de todos los que confían en cualquiera cosa que no sea la religión que ya queda descrita. Su caída será tanto más grande, cuanto que oyeron estas palabras, pe­ro no las hicieron.

II.         1. Paso, en segundo lugar, a discurrir sobre la sa­biduría del que edifica su casa sobre la peña. "El que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos," es verdadera­mente sabio; es pobre de espíritu y se conoce a sí mismo tal como es conocido en el cielo. Ve y siente todos sus pecados, toda su culpabilidad, hasta que la sangre redentora le lava. Tiene la conciencia de su estado de perdición, de que la ira de Dios permanece en él, de su completa incapacidad para ayudarse a sí mismo, hasta que sienta su corazón lleno de la paz y el gozo en el Espíritu Santo. Es manso y amable, pa­ciente para con los hombres, no volviendo mal por mal ni maldición por maldición, sino antes por el contrario, bendi­ciendo hasta que vence con el bien el mal. De nada en el mundo tiene su alma sed, sino de Dios, del Dios viviente. Siente amor por todo el mundo y está listo a poner su vida por sus enemigos. Ama al Señor su Dios de todo su corazón, de toda su mente, alma y fuerzas.

Sólo aquel que de esta manera hace bien a todos sus se­mejantes, y que por lo tanto es despreciado y rechazado de los hombres, que es odiado, reprochado y perseguido, que se regocija y está sumamente contento, conociendo a Aquel en quien ha creído, y que está seguro de que estas aflicciones ligeras y momentáneas obran en él un "sobremanera alto y eterno peso de gloria," entrará en el reino de los cielos.

2.          ¡Cuán verdaderamente sabio es este hombre! Se co­noce a sí mismo-un espíritu eterno, que vino de Dios, envia­do a vivir en esta casa de barro, no a hacer su voluntad, sino la voluntad de Aquel que le envió. Conoce el mundo: el lugar donde ha de pasar unos cuantos días o unos cuantos años, no como uno de sus habitantes, sino corno un extraño y peregrino en camino para las mansiones eternas. En consecuencia, usa del mundo, mas no abusa de él. Conoce a Dios, su Padre y su Amigo, la fuente de todo bien, el centro de los espíritus de toda carne, la única felicidad de todo ser inteligente. Ve más claramente que la luz del medio día, que el fin para el cual fue creado el hombre, es el de glorificar a Dios y gozarle por los siglos de los siglos. Con igual claridad ve los medios de ese fin, el goce de Dios en la gloria, y el conocimiento de Dios ahora mismo, amándole e imitándole, creyendo en Jesucris­to a quien envió.

3.          Aun en la opinión de Dios es un hombre sabio, por­que edifica su casa "sobre la peña"-la Peña de los Siglos, la Roca eterna, el Señor Jesucristo. Con razón se llama así, puesto que nunca cambia. Es "el mismo ayer, y hoy, y por los siglos." A El dan testimonio tanto el hombre de Dios de la antigüedad como el Apóstol, al citar sus palabras: "Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra; y los cielos son obra de tus manos: ellos perecerán, mas tú eres permanente; y todos ellos se envejecerán como una vestidura; y como un vestido los envolverás, y serán mudados; empero tú eres el mismo, y tus años no acabarán" (Hechos 1: 10-12).

Por consiguiente, el hombre que edifica en El es sabio porque lo acepta como el único fundamento. Sólo edifica en su sangre y en su justicia, en lo que hizo y sufrió por nosotros. En esta piedra angular fija su fe y en ella descansa todo el peso de su alma. Dios le ha enseñado a decir: Señor, he peca­do. Merezco el castigo del infierno, pero estoy abundante­mente justificado por tu gracia, en la redención que es en Cristo Jesús, y la vida que ahora llevo, la vivo por fe en Aquel que me amó y se dio a sí mismo por mí. La vida que ahora llevo es una vida divina, celestial, una vida escondida con Cristo en Dios. Aun en la carne vivo una vida de amor, de un amor puro hacia Dios y hacia los hombres; una vida de san­tidad y dicha, alabando a Dios y haciendo todo para su gloria.

4.          Empero no crea ese hermano que ya no habrá de lu­char; que ya está fuera de la tentación. Dios ha de probar la gracia que le ha dado. Lo probará como el oro en el fuego. Tendrá tantas tentaciones como los que no conocen a Dios. Tal vez sean más abundantes, puesto que Satanás no dejará de molestar hasta más no poder a aquellos a quienes no pue­de destruir. Por consiguiente, descenderá la lluvia no cuan­do quiera el príncipe del poder del aire, sino sólo cuando lo crea conveniente Aquel cuyo "reino domina sobre todos." Vendrán "los ríos," o el torrente, se levantarán sus olas y so­plarán con furia, pero el Señor que se asienta sobre las abun­dantes lluvias, que permanece Rey para siempre, dirá: "Hasta aquí vendrás, y no pasarás adelante, y ahí parará la hincha­zón de tus ondas." Soplarán los vientos y combatirán aque­lla casa, como para echar abajo los mismos cimientos, pero no lo conseguirán; no caerá porque está edificada sobre la peña. Por medio de la fe y del amor ha edificado en Cristo, por consiguiente, no será abatido. No temerá "aunque la tierra sea removida; aunque se traspasen los montes al corazón de la mar." Aunque bramen sus aguas y se turben, aunque tiemblen los montes a causa de su braveza. "Habita al abrigo del Altísimo," mora "bajo la sombra del Omnipotente."

III.        1. ¡Cuánto atañe, pues, a todo hombre el aplicar a sí mismo estas cosas, examinar con cuidado el cimiento sobre el que ha edificado, a ver si está sobre la peña o en la arena! Cuán profundamente os concierne preguntar: ¿En qué fundo mi esperanza de entrar en el reino de los cielos ¿No he edificado sobre la arena, sobre mi ortodoxia, o mis rectas opiniones, que por un abuso de palabras he llamado fe, sobre una serie de ideas que me figuro son más racionales y escriturarias que las que otros tienen ¡Qué locura! Cierta­mente esto se llama edificar sobre la arena, o más bien dicho, sobre la espuma del mar. Decid: Estoy convencido de esto: ¿No estoy basando mi esperanza, en cosa tan efímera corno la anterior Tal vez base mi fe en el hecho de que pertenez­co a una iglesia excelente, reformada según el verdadero modelo de la Escritura, bendecida con tener la doctrina pura, la liturgia más primitiva, la forma de gobierno más apostó­lica. Indudablemente que estas son buenas razones para ala­bar a Dios, puesto que pueden ser otras tantas ayudas a la santidad. Pero no es la santidad misma, y si están separadas de ésta, de nada valen. Al contrario, nos dejarán sin discul­pa alguna y expuestos a una condenación mayor. Por consi­guiente, si fundo mi esperanza en el cimiento, aun estoy edi­ficando sobre la arena.

2.          No podéis ni debéis descansar en esto. ¿Sobre qué ci­miento edificaréis, pues, la esperanza de vuestra salvación ¿Sobre vuestra inocencia ¿sobre el hecho de que no hacéis mal a nadie Supongamos que esto sea cierto-que sois hom­bres honrados; que pagáis todo lo que debéis; que ni de­fraudáis ni hacéis extorsión alguna; que sois justos en todos vuestros tratos; que tenéis una buena conciencia en la pre­sencia de Dios; que no vivís en ningún pecado conocido. Pues bien, todo esto no basta. Podéis tener la conciencia de todo esto, y, sin embargo, no entrar al cielo. Aun en el caso de que un individuo no haga ningún mal, y que su conducta sea el resultado de abrigar en su corazón buenos principios, esta conducta no es sino la parte más insignificante de la religión de Cristo. Pero en vosotros no es el resultado de principios rectos, y, por consiguiente, no forma parte alguna de la reli­gión. De manera que aun estáis edificando sobre la arena.

3.          ¿Podéis alegar algo más ¿Diréis que no sólo no ha­céis mal, sino que observáis todas las ordenanzas de Dios ¿Participáis de la Cena del Señor, siempre que se presenta la oportunidad ¿frecuentáis la oración pública y privada ¿ayunáis con frecuencia ¿escucháis y escudriñáis la Sagra­da Escritura, y meditáis en ella Todas estas cosas deberíais haber hecho desde que resolvisteis caminar hacia el cielo. Sin embargo, estas cosas por sí solas nada son, de nada valen sin "lo más grave de la ley." Habéis olvidado-o al menos no experimentáis-la fe, la misericordia, el amor de Dios, la san­tidad de corazón, el cielo abierto en el alma. Por consiguien­te, aún seguís edificando sobre la arena.

4.          Sobre todo y además de cuanto se ha dicho, ¿sois celosos en hacer buenas obras ¿Hacéis bien a todos los hombres, según se presenta la oportunidad, dando de comer al hambriento, vistiendo al desnudo, visitando a las viudas y a los huérfanos en sus aflicciones, a los que están enfer­mos, aliviando las necesidades de los que están en la cár­cel ¿Hospedáis a los extraños "Amigo, siéntate más arri­ba." ¿Profetizáis en nombre de Cristo ¿Predicáis la ver­dad, tal cual está en Jesús ¿Va vuestro trabajo acompañado de la influencia del Espíritu, dándoos el poder de Dios para la salvación de las almas ¿Traéis con su ayuda a los peca­dores de las tinieblas a la luz, del poder de Satanás a Dios Entonces, id y aprended lo que con tanta frecuencia habéis enseñado: "Por gracia sois salvos por la fe...no por obras de justicia que nosotros habíamos hecho, sino por su miseri­cordia nos salvó." ¡Aprended a refugiaros en la cruz de Cris­to tal como sois, considerando cuanto hayáis hecho como ba­sura y escoria! ¡Clamad a El como lo hicieron el ladrón mo­ribundo y la ramera poseída de siete espíritus malos! De otra manera, aún seguís edificando sobre la arena, y después de salvar a otros, perderéis vuestra propia alma.

5.          Señor, ¡aumenta mi fe, si es que ahora creo, y si no, dámela, aunque sea como un grano de mostaza! Pero "¿qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras" ¿Podrá la fe salvarle Ciertamente que no. La fe que no tiene obras, que no produce la santidad interior y exterior, que no estampa en el corazón toda la imagen de Dios, y que no nos hace puros como El es puro; la fe que no produce toda la re­ligión que se describe en los capítulos anteriores, no es la fe del Evangelio, no es la fe cristiana, no es la fe que conduce a la gloria. ¡Tened cuidado! No sea que caigáis en esta red del diablo-que descanséis en una fe que no es santa ni sabia. Si ponéis gran confianza en esto, estáis perdidos para siempre Estáis edificando vuestra casa sobre la arena. Cuando des­cienda la lluvia y vengan los ríos, caerá seguramente, y gran­de será su caída.

6.          Edifica sobre la peña. Mediante la gracia de Dios, conócete a ti mismo. Sabe y siente que estás hecho en ini­quidad, que en pecado te concibió tu madre, y que tú mismo has estado acumulando pecado sobre pecado, desde que em­pezaste a discernir entre lo bueno y lo malo. Reconoce que mereces el castigo de la muerte eterna, y renuncia para siempre a toda esperanza de poder salvarte. Cifra toda la es­peranza en lavarte en su sangre, y purificarte con el Espíritu de Aquel que llevó todos tus pecados en su cuerpo sobre el madero. Y si sabes que ha quitado todos tus pecados, humí­llate todavía más en su presencia, teniendo constantemente la conciencia de que dependes de El por completo para toda pa­labra, pensamiento y obra buena, y de tu completa incapaci­dad de hacer el bien, a no ser que te bendiga a cada momento.

7.          Llorad por vuestros pecados y humillaos ante Dios, hasta que convierta vuestra aflicción en gozo. Y aún enton­ces, llorad por los que lloran y por aquellos que no lloran. Lamentad las miserias y los pecados del género humano. Ved ante vuestros ojos el océano inmenso de la eternidad-sin fondo ni límite-que ya se ha tragado a millones de hombres, y está listo a devorar a los que quedan. Ved en los cielos la mansión eterna de Dios, y por otra parte, el infierno y la des­trucción sin cubrirse, y en consecuencia, apreciad lo solem­ne de cada instante que apenas viene y desaparece para siempre.

8.          Añadid a vuestra sobriedad la mansedumbre de la sa­biduría. Procurad dominar todas vuestras pasiones, pero es­pecialmente la ira, la tristeza y el miedo. Conformaos tranquila­mente con la voluntad de Dios. Aprended a estar contentos en cualquier estado en que os encontréis. Sed tiernos con los bue­nos, amables con todos los hombres, pero en particular con los malos y los ingratos. Evitad no sólo las expresiones de ira ex­terior, -tales como la de llamar a vuestro prójimo, raca o loco-sino también todos los movimientos interiores antagónicos al amor, aunque no pasen del corazón. Mostrad enojo en pre­sencia del pecado que es una afrenta a la majestad del cielo, pero seguid amando al pecador, semejantes a nuestro Señor, quien mirando a los fariseos al derredor con enojo, "se con­doleció de la ceguedad de su corazón." Se condoleció de los pecadores, aunque se enojaba del pecado. Así, pues, "airaos y no pequéis."

9.          Tened, pues, hambre y sed, no de "la comida que perece, mas de la comida que a vida eterna permanece." Ho­llad bajo vuestras plantas el mundo y las cosas del mundo, todas las riquezas, honores y placeres. ¿Qué os importa el mundo Dejad que los muertos entierren a sus muertos, pe­ro seguid viviendo, seguid la imagen de Dios. Cuidad de no apagar esa bendita sed, si es que ya la sentís en vuestras al­mas, con lo que comúnmente se llama religión-esa triste y estúpida farsa, esa religión de formas, esas exterioridades que dejan el alma pegada al polvo de la tierra, tan mundana y sensual como siempre. No os contentéis con nada, sino con el poder de la piedad, con una religión de espíritu y de vida, viviendo en Dios, y Dios en vosotros, haciéndoos habitantes de la eternidad, entrando del otro lado del velo por el rocia­miento de sangre-hasta que os sentéis en el cielo con nues­tro Señor Jesucristo.

10.        Ahora pues, viendo que fortalecidos por Cristo po­déis hacerlo todo, sed misericordiosos como vuestro Padre que está en los cielos es misericordioso. Amad a vuestros pró­jimos como a vosotros mismos. Amad a vuestros enemigos co­mo a vuestra propia alma, y sea vuestro amor lleno de pacien­cia para con todos los hombres. Que sea generoso, benigno. Que os inspire la más amable dulzura, y los más tiernos y fervientes afectos. Que se regocije ese amor en la verdad, donde quiera que ésta se encuentre-la verdad que es según la piedad. Gozad de todo aquello que redunde para la gloria de Dios, y que promueva la paz y la buena voluntad entre los hombres. Cubrid todas las cosas con el amor. No digáis nada de los muertos ni de los ausentes, sino bien. Aceptad cuanto tienda a defender la buena reputación de vuestro pró­jimo. Desead que todo resultado sea en su favor. Sufrid to­do para que triunféis de la oposición, porque el verdadero amor nunca falla en este siglo ni en la eternidad.

11.        Ahora pues, sed limpios de corazón, habiéndoos pu­rificado por medio de la fe de todo afecto pecaminoso. Lim­piándoos de toda inmundicia de carne y espíritu, "perfeccio­nando la santificación en temor de Dios." Y estando santifi­cados del orgullo por el poder de su gracia y la pobreza de espíritu, de la ira y de toda clase de pasión indigna y turbu­lenta por la mansedumbre y la misericordia, de toda clase de deseos-excepto el de agradar a Dios-por el hambre y la sed de justicia, amad ahora al Señor vuestro Dios de todo vuestro corazón y de todas vuestras fuerzas.

12.        En una palabra: que vuestra religión sea la reli­gión del corazón, que se arraigue en lo más profundo de vues­tras almas. Haceos más pequeños, bajos y viles a vuestros propios ojos, de lo que se pueda expresar con palabras. Ad­mirad y humillaos en el polvo de la tierra ante el amor de Dios que está en Cristo Jesús. Tened seriedad. Que todos vuestros pensamientos, todas vuestras palabras y acciones manen de la profunda persuasión de que os encontráis al borde del gran vacío-vosotros y todos los hijos de los hom­bres-expuestos a pasar de un momento a otro, bien a la gloria eterna, ya al fuego eterno. Que vuestras almas se lle­nen de amabilidad, cortesía, paciencia y mansedumbre para con todos los hombres. Al mismo tiempo, que todo vuestro ser tenga sed de Dios, del Dios viviente, anhelando despertar a su imagen y quedar satisfechos con ella. Sed amantes de Dios y de todos los hombres. Haced y sufrid todas las cosas en este espíritu. Mostrad vuestra fe con vuestras obras. "Haced la vo­luntad de vuestro Padre que está en los cielos." Y así como ahora andáis con Dios en la tierra, infaliblemente reinaréis con El en gloria.

PREGUNTAS SOBRE EL SERMON XXXIII

1. (¶ 1). ¿Cómo concluye este discurso de nuestro Señor 2. (¶ 2). ¿A quiénes se dirige aquí ¿Cuáles son las dos clases de oyentes en que se divide el mundo 3. (¶ 3). ¿Cuál es el tenor del siguiente discurso 4. (I. 1). ¿Qué se considera primeramente 5. (I. 2). ¿Qué signifi­ca ese dicho, en segundo lugar 6. (I. 3). ¿Y en tercer lugar 7. (I. 4). ¿Qué se sigue de que alguien se maraville de esto 8. (I. 5). ¿Qué cosa previó nuestro Señor respecto del modo con que se recibirían estas palabras 9. (I. 6). ¿Por qué las confirma nuestro Señor con un ejemplo de lo contrario 10. (II. 1). ¿Qué se propone en segundo lu­gar 11. (II. 2). ¿Qué se dice de este hombre 12. (II. 3). ¿Por qué es sabio en la opinión de Dios 13. (II. 4). ¿Podrá escapar de la lucha con la tentación 14. (III. 1). ¿A quién atañen todas estas cosas 15. (III. 2). ¿Podrá alguien descansar en este punto ¿Son las ideas rectas, o la ortodoxia, un cimiento seguro 16. (III. 3). ¿Qué se dice respecto de edificar sobre la inocencia 17. (III. 4). ¿Qué de ser celosos en hacer buenas obras 18. (III. 5). ¿Qué se dice de la fe sin las buenas obras 19. (III. 6). ¿Qué debemos hacer 20. (III. 7). ¿Que otro deber se enseña 21. (III. 8). ¿Qué se recomienda aquí 22. (III. 9). ¿Qué se dice de tener hambre y sed 23. (III. 10). ¿Qué se dice respecto de ser misericordioso ¿De amar a nuestro prójimo 24. (III. 11). ¿Qué se dice de la pureza de corazón 25. (III. 12). ¿Que se dice de la religión del corazón 26. (III. 12). ¿Qué cosa se asegura respecto de aquellos que siguen estas amonestaciones