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Sermón XXX - Sobre el Sermón de Nuestro Señor en la Montaña (X)

ANALISIS

I.          Pasa nuestro Señor a señalar las dificultades con que tro­pieza la religión. En el capítulo quinto se describe la religión in­terior en sus diversas manifestaciones; en el sexto, la manera de santificar nuestras acciones. Menciónanse en la primera parte de este capítulo las dificultades más comunes y fatales que la san­tidad encuentra en su camino, y en la segunda se nos exhorta a sobreponernos a todos esos obstáculos y a asegurarnos el premio.

II.         La primera advertencia es que no se debe juzgar mal. La regla que se establece es equitativa y de aplicación universal. Todas las criaturas de Dios han menester de la advertencia de que no se debe juzgar mal. Si bien se puede aplicar igualmente a todos, es muy probable que al principio esta advertencia fuera pa­ra los hijos del mundo. Explicación de las figuras de lenguaje: la mota y la viga. Significado de la expresión "No juzguéis:" pensar de otra persona de una manera contraria al amor; condenar al culpable más de lo que merece; condenar a cualquiera sin tener suficientes pruebas. Se ilustra el asunto con el dicho de Séneca.

III.        A pesar de que las ocasiones son muchas, podemos evitar la comisión de este pecado, tratando de reconciliarnos con nues­tros deudores y usando de los medios que menciona la Escritura. Después de haber echado la viga de nuestro ojo, debemos cuidar de no lastimarnos al tratar de ayudar a otros. Si bien no debemos ser ligeros en considerar a nadie como un "perro," tenemos obli­gación de no degradar las cosas sagradas, presentándolas fuera de tiempo, o de manera impropia o indiscreta. El celo que no es conforme al saber puede conducirnos a este error; cuando es in­moderado nos hace mal y de nada sirve respecto de las cosas santas. Cuando es claro que algunas personas son inicuas y con­tumaces, y que probablemente despreciarán las cosas santas, de­bemos procurar no echar perlas delante de los puercos. Esto se re­fiere especialmente a los cristianos como particulares y no a los ministros que se ocupan en proclamar el Evangelio ante congre­gaciones en las que los buenos están mezclados con los malos. Ya sea que éstos escuchen la verdad o se burlen, el predicador debe predicarla. Sin embargo, la prudencia y el amor deben caracte­rizar los métodos de todos los que procuran guiar a los hombres al conocimiento del Evangelio.

IV.        Por muy desanimados que estemos en lo presente, si perseveramos orando humilde y fielmente, al fin triunfaremos. Sólo tenemos que pedir y se nos dará. De muchas maneras y en muchas formas se asienta la certeza de que hemos de recibir una contestación favorable. A fin de que estemos aun más seguros de esto, se nos da el ejemplo del padre y del hijo. El hijo que pide pan no recibirá una piedra. En cualquier caso, sin embargo, de­bemos obrar movidos de la caridad para con todos los hombres, porque así cumplimos con la ley del Rey, la ley eterna de la mise­ricordia. "Esta es la ley y los profetas."

SERMON XXX

SOBRE EL SERMON DE NUESTRO SEÑOR EN LA MONTAÑA (X)

No juzguéis para que no seáis juzgados Porque con el jui­cio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os volverán a medir. Y ¿por qué miras la mota que esta en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que es­tá en tu ojo O ¿cómo dirás a tu hermano: Espera, echaré de tu ojo la mota, y he aquí la viga en tu ojo ¡Hipócrita! Echa primero la viga de tu ojo, y entonces miraras en echar la mota del ojo de tu hermano. No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos; porque no las rehue­llen con sus pies, y vuelvan y os despedacen. Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque cual­quiera que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se abrirá. ¿Qué hombre hay de vosotros, a quien si su hijo pi­diere pan le dará una piedra ¿Y si le pidiere un pez, le dará una serpiente Pues si vosotros siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos, dará buenas cosas a los que le piden Así que, todas las cosas que quisierais que los hombres hi­ciesen con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esta es la ley y los profetas. (Mateo 7: 1-12).

1.          Habiendo nuestro Señor llevado a cabo el fin que se propuso en su sermón, y expuesto, primeramente, lo que es la esencia de la verdadera religión protegiéndola esmerada­mente en contra de esas interpretaciones con que los hombres pretenden apagar la Palabra de Dios; habiendo fijado, en segundo lugar las reglas respecto de la buena intención que debe prevalecer siempre en todos nuestros hechos, pasa a señalar las principales dificultades con que tropieza esta re­ligión y concluye con una aplicación adecuada.

2.          Nuestro gran Maestro describió plenamente en el capítulo quinto la religión en todas sus manifestaciones. Nos describe las disposiciones del alma que constituyen el ver­dadero cristianismo; el genio que viene con esa "santidad, sin la cual nadie verá al Señor;" los afectos que son intrínseca y esencialmente buenos y aceptables para con Dios cuando bro­tan de la verdadera fuente, de una fe viva en Dios por medio de Jesucristo. Demostró igualmente en el capítulo sexto que todas nuestras acciones, aun aquellas que por su naturaleza son indiferentes, pueden convertirse en santas, buenas y acep­tables para con Dios, siempre que la intención que las dicte sea pura y santa. Declara que todas las acciones dictadas por otro motivo de nada valen para con Dios, y al mismo tiempo, que todas las que se consagran a Dios son de gran valor en su presencia.

3.          En la primera parte de este capítulo señala los obstácu­los más comunes y fatales con que tropieza esta santidad. En la segunda nos exhorta de varias maneras a que sobreponiéndo­nos a todas esas dificultades, aseguremos el premio de nuestra soberana vocación.

4.          Nos advierte, en primer lugar, que no se debe juzgar. "No juzguéis, para que no seáis juzgados." No juzguéis a otros, para que el Señor no os juzgue; para que no atraigáis la venganza sobre vuestras cabezas, "porque con el juicio con que juzgáis seréis juzgados; y con la medida con que medís, os volverán a medir," ley clara y justa con la que Dios os per­mite que determinéis vosotros mismos de qué manera os ha­ya de tratar en el juicio en el gran día.

5.          En ninguna posición social ni período de tiempo al­guno-desde la hora en que por primera vez nos arrepenti­mos y creemos en el Evangelio hasta que somos hechos per­fectos en el amor-dejamos todos los hijos de Dios de nece­sitar de esta advertencia, puesto que nunca faltan las oportu­nidades, y las tentaciones de juzgar son innumerables-mu­chas de las cuales se presentan tan bien disfrazadas, que cae­mos en ellas aun antes de apercibirnos del peligro. ¡Cuán­tos males se acarrea quien juzga mal a otro, hiriendo su pro­pia alma y exponiéndose a traer sobre sí el justo juicio de Dios; perjudicando con frecuencia a los que juzga, cuyas manos desfallecen, quienes se debilitan y vacilan en su cami­no, si es que no se separan de la vía por completo y vuelven hacia atrás a encontrar su perdición! Más aún, ¡con qué fre­cuencia muchos se contaminan cuando brota esta "raíz de amargura," se habla mal del camino de la verdad mismo, y hasta se blasfema ese nombre digno en el cual somos llamados!

6.          Sin embargo, parece que esta advertencia de nues­tro Señor no se dirige exclusiva y especialmente a los hijos de Dios, sino más bien a los hijos del mundo, a los hombres que no conocen a Dios. Estos últimos irremisiblemente tie­nen que saber de los que no son del mundo; que siguen la re­ligión que se ha descrito; que procuran ser humildes, serios, amables, misericordiosos y limpios de corazón; quienes fer­vientemente desean mucha más abundante santidad de genio de la que ya han recibido, y esperan recibirla haciendo bien a todos los hombres y sufriendo el mal con paciencia. Quien adelante hasta este grado no podrá esconderse: es como la "ciudad asentada sobre un monte." ¿Por qué razón aquellos que ven sus buenas obras, no glorifican a su Padre que está en los cielos ¿Qué disculpa tienen para no seguir sus pasos, su ejemplo, e imitar a los cristianos como éstos imitan a Cristo Porque-a fin de tener una disculpa para consigo mismos-condenan a los que deberían imitar. Pasan su tiem­po investigando los defectos del prójimo, en lugar de enmen­darse de los suyos; se ocupan tanto de aquellos que se han separado del camino, que nunca entran en él-al menos, nun­ca avanzan-jamás pasan de una forma muerta de piedad sin poder alguno.

7.          A éstos muy especialmente dice nuestro Señor: "¿Por qué miras la mota que está en el ojo de tu hermano"-es de­cir, las debilidades, las equivocaciones, la imprudencia, las flaquezas de los hijos de Dios-"y no echas de ver la viga que está en tu ojo" No consideras la impenitencia que me­rece la condenación, la soberbia satánica, la maldecida obsti­nación, el amor idolátrico del mundo, todo esto que hay en ti y que hace de tu vida toda una abominación ante el Se­ñor. Sobre todo, ¡con qué supremo descuido e indiferencia estás bailando a la orilla misma de la boca del infierno! Y ¿cómo, con qué valor, con qué decencia o modestia, "dirás a tu hermano: Espera, echará de tu ojo la mota"-el exceso en el celo de Dios, la demasía en negarse a sí mismo; el des­prendimiento completo de las cosas y de los cuidados huma­nos, el deseo de orar de día y de noche, de escuchar las pala­bras de vida eterna-"Y he aquí la viga en tu ojo"

Hipócrita, que pretendes tener cuidado de otros y no cuidas de tu propia alma; que haces alarde de tener celo por la causa de Dios, cuando en realidad de verdad no le amas ni le temes. "Echa primero la viga de tu ojo;" echa la viga de la impenitencia; conócete a ti mismo; mira y siente que eres pecador; palpa que tus entrañas son iniquidad, que eres to­do corrupción y abominación, y que la ira de Dios perma­nece sobre ti. Echa primero la viga de la soberbia; aborrécete a ti mismo; humíllate hasta el polvo y la ceniza; disminuye más y más y considérate más despreciable, bajo y vil a tus propios ojos. Echa primero la viga de la obstinación; aprende lo que quieren decir esas palabras: "Si alguno quisiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo." Niégate a ti mismo y to­ma tu cruz todos los días. Que toda tu alma exclame: Bajé del cielo--porque efectivamente, oh espíritu inmortal, ya sea que lo sepas o no, del cielo bajaste-no a hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Echa fuera la viga del amor del mundo. No ames al mundo ni las cosas del mundo; crucifica al mundo en ti, y a ti mismo en el mundo; usa del mundo y goza de Dios; busca en El toda tu felicidad.

Sobre todo, echa fuera esa gran viga, ese supremo des­cuido e indiferencia. Considera profundamente la cosa que es necesaria; eso en lo que apenas has pensado. Sabe y siente que eres un pobre gusano vil y culpable, que estás temblan­do sobre el gran golfo. ¿Qué cosa eres Un pecador que ha nacido para morir; una hoja que arrebata el viento; vapor que se desvanece, que apenas aparece, lo disemina el aire y ya no se ve más. Ve todo esto primero, "y entonces mirarás en echar la mota del ojo de tu hermano." Cuando tengas tiempo de sobra-después de atender a lo que concierne a tu alma-sabrás también cómo corregir a tu hermano.

8.          ¿Cuál es, pues, el verdadero sentido de estas pala­bras: "No juzguéis" ¿Qué clase de juicio se prohíbe aquí No es el hablar mal, si bien las dos cosas se aúnan con fre­cuencia. Hablar mal es relatar algo malo de una persona que está ausente, mientras que el juicio puede referirse bien a los presentes, ya a los ausentes. Tampoco significa que uno se exprese con palabras, pues basta pensar mal del prójimo. Por otra parte, pensar mal no es lo que nuestro Maestro con­dena, porque si veo a un hombre en el acto de cometer un latrocinio u homicidio, o le oigo blasfemar el nombre de Dios, no puedo menos que pensar mal del ladrón, asesino o blas­femo. Sin embargo, esto no es juzgar mal, no hay en ello nin­gún pecado ni nada que sea contrario a los afectos tiernos.

9.          Lo que aquí se condena es pensar del prójimo de un modo contrario al que dicta el amor. Este juicio puede ser de varias clases. En primer lugar, podemos creer culpable a una persona cuando no lo es; podemos hacerla responsable, al menos en nuestra mente, de ciertas cosas, cuando no lo es- de algunas palabras que nunca ha dicho o de algunas accio­nes que jamás ha hecho, O tal vez creamos que su manera de obrar sea mala, cuando en realidad de verdad no lo es. Y aun cuando no haya nada que pueda reprobarse en justicia, bien en la cosa misma o ya en el modo de hacerla, tal vez su­pongamos que la intención no fue buena, y por lo tanto, con­denemos a nuestro hermano al mismo tiempo que Aquel que escudriña los corazones ve su simplicidad y piadosa sinceridad.

10.        No sólo podemos caer en la tentación de juzgar mal al condenar al inocente, sino también, y en segundo lugar, condenando al culpable más severamente de lo que merece. Esta clase de juicio es tan ofensivo a la justicia como a la mi­sericordia. Sólo un afecto firme y tierno puede librarnos de él. Sin tener ese afecto, nada es más natural que suponer al que haya cometido alguna falta más culpable de lo que en realidad de verdad es. Menospreciamos cualquiera cosa bue­na que haya en él, y aun se nos dificulta creer que exista al­go bueno en aquel en quien hemos encontrado algún mal.

11.        Todo lo anterior claramente prueba la falta de ese amor que no piensa mal; que nunca deduce conclusiones injus­tas o crueles de ninguna premisa. Del hecho de que una persona haya caído abiertamente en un pecado, no saca el amor la conclusión de que tiene la costumbre de caer; que es habitual­mente culpable de esa trasgresión. Y aun cuando alguna vez haya sido culpable por hábito, no deduce el amor que continúe siéndolo, y todavía menos que si es culpable de este pecado, también lo deba ser de otros. Todos estos malos ra­zonamientos son manifestaciones de ese mal juicio en contra del cual nos advierte nuestro Señor, juicio que en grado su­mo nos atañe evitar si es que amamos a Dios y a nuestras almas.

12.        Aun suponiendo que no condenemos al inocente ni al culpable más de lo que merece, todavía no estamos segu­ros de no caer en el lazo, puesto que se puede juzgar mal de un tercer modo, a saber: condenando a una persona sin que haya suficientes evidencias. El que los hechos que suponemos hayan tenido lugar sean muy ciertos, no nos absuelve, por­que no debimos suponer sino probar, y hasta no haber prue­bas, no debemos formar nuestro juicio. Digo "hasta no haber pruebas," porque no tenemos disculpa-aunque los hechos queden bien probados-si pasamos sentencia de antemano y no tomamos en consideración la evidencia de la parte contraria. Tampoco tenemos disculpa si pasamos una sentencia definitiva antes de que el acusado pueda hablar en favor de sí mismo. Aun los judíos podrían enseñarnos esto como una simple lección de justicia, haciendo abstracción de la mise­ricordia y el amor fraternal. "¿Juzga nuestra ley a cualquier hombre si primero no oyere de él" dice Nicodemo (Juan 7: 51). Un pagano pudo contestar al jefe de la nación judaica que pedía se pronunciara la sentencia del preso: No es "cos­tumbre de los Romanos dar alguno a la muerte antes que el que es acusado tenga presentes sus acusadores, y haya lugar de defenderse de la acusación."

13.        A la verdad que si sólo observáramos la regla que otro de esos paganos romanos[1] dice que fue la norma de su práctica, no caeríamos tan fácilmente en el pecado de juzgar mal. "Tan lejos estoy," dice, "de aceptar fácilmente la evi­dencia de un hombre en contra de otro, que no acepto inme­diatamente o con premura la evidencia de un hombre en contra de sí mismo; siempre le doy la oportunidad de volver a pensar lo que dice y muchas veces le aconsejo." Ve, pues, tú que te llamas cristiano, y haz otro tanto, no sea que en aquel día se levante el pagano y te condene.

14.        ¡Qué rara vez nos condenaríamos o juzgaríamos los unos a los otros, o al menos cuán pronto se remediaría ese mal, si guiásemos nuestros pasos por esa regla tan clara y expresa que nuestro Señor mismo nos ha enseñado! "Si tu hermano pecare contra ti"-o si te dicen o sabes que ha pecado contra ti-"ve, y redargúyele entre ti y él solo." Este es el primer paso que debes dar. "Mas si no te oyere, toma aún contigo uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste to­da palabra." Este es el segundo paso. "Y si no oyere a ellos, dilo a la iglesia"-bien a los que tengan autoridad, o a to­da la congregación-habrás hecho lo que estaba de tu parte, y no pienses más en el asunto, sino encomiéndalo todo a Dios.

15.        Empero suponiendo que por la gracia de Dios hayas echado la viga de tu ojo y veas ahora con claridad la mota o la viga que está en el ojo de tu hermano, cuida de no lasti­marte al tratar de ayudarle: "no deis lo santo a los perros." No contéis fácilmente a nadie en este número, pero si eviden­temente se ve que merecen el título, entonces "no echéis vuestras perlas delante de los puercos." Procurad evitar ese celo que no esta en conformidad con el conocimiento. Porque este es otro gran obstáculo que encuentran en su camino los que desean ser perfectos, como su Padre "que está en los cielos es perfecto." Quienes desean esto no pueden menos que anhelar que todo el mundo participe de esta común bendición, y cuando por primera vez participamos de este don celestial-de la divina "evidencia de las cosas que no se ven,"-nos asombramos de que todo el género humano deje de ver las cosas que nosotros vemos tan claramente, y no dudamos de que podremos abrir los ojos de todos aquellos que nos tratan.

De aquí resulta que atacamos sin demora a todas las per­sonas con quienes hablamos, tratando de hacerles ver, bien quieran o no. Y muchas veces al tener mal éxito en este celo desmedido, nuestras propias almas sufren. A fin de evitar este desperdicio de fuerza, nuestro Señor añade tan necesaria advertencia,- necesaria para todos pero muy especialmente para los que están en la efervescencia de su primer amor: "No deis lo santo a los perros, ni echáis vuestras perlas delante de los puercos; porque no las rehuellen con sus pies, y vuel­van y os despedacen."

16.        "No deis lo santo a los perros." Procurad no dar a ninguna persona semejante nombre hasta no tener pruebas plenas e irrefutables que no podéis rechazar. Cuando se ha­ya probado clara y evidentemente que tales hombres son impuros y malos, no solamente extraños, sino enemigos de Dios, de toda justicia y verdadera santidad, no les deis lo santo, tò ágion lo santo, llamado así enfáticamente. Las doc­trinas santas y peculiares del Evangelio, que estuvieron es­condidas en las edades y generaciones de la antigüedad y que ahora se nos dan a conocer sólo por la revelación de Jesu­cristo y la inspiración de su Santo Espíritu, no deben desper­diciarse dándolas a estos hombres que ni siquiera saben si existe o no el Espíritu Santo.

Por supuesto que los embajadores de Cristo no pueden dejar de declarar dichas verdades en la gran congregación, en la cual probablemente haya hombres de esta clase. Debemos hablar ya sea que los hombres escuchen o no. Pero este no es el caso de los cristianos como individuos. No tienen ese ministerio tan tremendo ni la menor obligación de presentar tan grandes y gloriosas verdades ante aquellos que contra­dicen y blasfeman; que tienen arraigada en sí mismos la an­tipatía hacia dichas verdades. Lejos de hacer esto, deben procurar guiarlos y sufrirlos lo mejor que puedan. Con esta clase de hombres no abráis discusión sobre la remisión de pecados o el don del Espíritu Santo, sino hablad con ellos según sus costumbres y sobre sus opiniones. Raciocinad con el epicúreo racionalista esclarecido e injusto, sobre "la jus­ticia, la continencia y el juicio venidero." Esta es probable­mente la mejor manera de hacer temblar a Félix. Guardad los asuntos más elevados para hombres de mayores alcances.

17.        "Ni echéis vuestras perlas delante de los puercos." Sed muy tardíos en considerar a ninguno como tal, pero si los hechos son evidentes e innegables y tan claros como la luz del día; si los puercos no procuran esconder su vergüen­za, sino que al contrario, se glorían en ella; si no tienen ni la apariencia de pureza de corazón o de vida, sino que están ávidos de cometer toda clase de porquerías, no les echéis vuestras perlas ni les habléis de los misterios del reino, de las cosas que ojos no han visto, ni oídos han escuchado, las cuales no pueden tocar sus corazones para convencerlos, pues­to que no están dispuestos a recibir la verdad ni tienen senti­dos espirituales. No les habléis de las promesas infinitas y preciosas que Dios nos ha dado en el Hijo de su amor. ¿Qué idea pueden tener de ser partícipes de la naturaleza divina los que ni siquiera desean escapar la corrupción que existe en el mundo por medio de la lujuria

Los que se encuentran sumergidos en el lodo de este mundo, en los placeres, deseos y cuidados terrenales, tienen tanto deseo de las cosas profundas de Dios, tanto conocimien­to de los misterios del Evangelio, como el conocimiento y el deseo que los puercos tienen de las perlas. No les echéis vuestras perlas, no sea que "las rehuellen con sus pies," no sea que desprecien por completo lo que no pueden compren­der y hablen mal de lo que no saben. Y esto no es todo. Muy probablemente este no sería el único inconveniente que re­sultaría. No sería extraño si, a impulsos de su naturaleza, se volviesen y os despedazasen; os devolviesen mal por bien, maldiciones por bendiciones, y odio por vuestros buenos de­seos. Tal es la enemistad de la carne en contra de Dios y to­das las cosas de Dios; tal es el trato que debéis esperar de éstos por la imperdonable afrenta de procurar salvar sus al­mas de la muerte, de arrancarlos como ascuas del fuego.

18.        Sin embargo, no debéis perder las esperanzas por completo, ni aun respecto de estos que en lo presente se vuelven y os despedazan, porque aun cuando todos nuestros argumentos y esfuerzos fracasen, todavía queda otro reme­dio efectivo, a saber: la oración. Por consiguiente, sea cual fuere lo que deseáis o necesitáis para los demás o para vues­tra propia alma, "pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá." En el olvido de ésto consiste el gran obstáculo con que tropieza la santidad. A pesar de esto, no tenemos lo que deseamos porque no pedimos. ¡Qué mansos y dóciles, qué humildes de corazón, qué llenos del amor de Dios y del hombre seríais hoy día si sólo hubieseis pedido; si hubieseis perseverado en la oración constante!

Ahora, pues, al menos en lo presente, "pedid, y se os da­rá." "Pedid" que podáis experimentar plenamente y practi­car con perfección toda la religión que con tanta belleza des­cribe aquí nuestro Señor, y se os dará ser santos como El es santo, tanto de corazón como en todas vuestras costumbres. "Buscad" según el método que El ha ordenado, escudriñando la Escritura, escuchando la predicación y meditando sobre ella, ayunando y participando de la Cena del Señor, y en verdad que "hallaréis." Hallaréis la perla de gran precio, esa fe que vence al mundo; esa paz que el mundo no puede daros; ese amor que es la prenda de vuestra herencia. "Llamad," con­tinuad en la oración y en la práctica de todo lo que Dios manda; no dejéis que vuestra mente se canse o debilite; pro­seguid al blanco; no dejáis que se os diga que no; no le sol­téis hasta que no os bendiga, y la puerta de la misericordia y la santidad del cielo se os abrirá.

19.        Compadecido nuestro Señor de la dureza de nuestro corazón tan opuesto a creer en la bondad de Dios, se extendió sobre este punto; repitió y confirmó la que ya había dicho. "Porque cualquiera que pide," dice, "recibe," de manera que nadie dejará de alcanzar esta bendición; "y el que busca, ha­lla"-el amor y la semblanza de Dios, la puerta de la justicia se le abrirá. No hay, pues, necesidad de que nadie se des­anime temiendo pedir, buscar o llamar en vano. Acordaos siempre de orar, de buscar, de llamar, y no os canséis. La promesa es segura. Está firme, y aún más firme que las co­lumnas del cielo, porque el cielo y la tierra pasarán, mas su Palabra no pasará.

20.        A fin de anular todo pretexto de incredulidad, nues­tro Señor elucida en los versículos que siguen lo que ya ha­bía dicho apelando al testimonio de lo que pasa en nuestro corazón. "¿Qué hombre hay de vosotros," dice, "a quien si su hijo pidiere pan, le dará una piedra" ¿Os permitirá el cariño natural rehusar una petición tan justa a uno que tan­to amáis "¿Y si le pidiere un pez, le dará una serpiente" ¿Le dará cosas que le hagan daño en lugar de provecho De manera que-juzgando por vuestros propios sentimientos- podéis estar plenamente seguros de que por una parte, vues­tra petición no puede traeros ningún mal resultado, y por la otra, que la acompañará la completa satisfacción de todas vuestras necesidades. Porque "si vosotros, siendo malos, sa­béis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos"-que es la bondad pura, sin mezcla y en esencia-"dará buenas cosas a los que le piden"-o como dice en otro evangelio: "dará el Espíritu Santo a los que le piden." En éste se incluyen todas las cosas buenas; toda sabiduría, paz, gozo, amor, los tesoros todos de la san­tidad y la felicidad. Todo lo que Dios tiene preparado para los que le aman.

21.        Empero a fin de que vuestra oración tenga todo su peso para con Dios, procurad estar en caridad con todos los hombres, porque de otra manera traerá sobre vuestra cabeza maldición en lugar de bendición. No podéis esperar que Dios os bendiga mientras no tengáis amor para vuestros prójimos. Por consiguiente, quitad este obstáculo sin demo­ra alguna; confirmad vuestro amor al prójimo y a todos los hombres; amadlos no sólo de labios, sino de hecho y en ver­dad. "Así que, todas las cosas que quisierais que los hom­bres hiciesen con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esta es la ley y los profetas."

22.        Esta es la ley real, la ley áurea de misericordia que el emperador pagano mandó inscribir sobre la puerta de su palacio. Ley que, según la creencia de muchos, está natural­mente grabada en la mente de todo hombre que viene al mundo. Cuando menos esto es cierto: se recomienda a sí misma tan luego como la escuchamos, a la conciencia y al entendimiento del hombre, de tal modo que nadie puede quebrantarla sin sentir en su propio pecho justa condenación.

23.        "Esta es la ley y los profetas." Todo lo que está es­crito en la ley, que desde tiempos remotos Dios reveló al gé­nero humano, y todos los preceptos que Dios ha dado por me­dio de sus santos profetas que han existido desde el prin­cipio del mundo, se resumen en estas cuantas palabras, es­tán contenidos en esta sencilla aserción, la que bien enten­dida, incluye toda la religión que nuestro Señor vino a es­tablecer en la tierra.

24.        Esta regla de oro se puede entender de una manera positiva o negativa. Si se toma en el sentido negativo, el sig­nificado es este: "No quieras para otro lo que no quieras pa­ra ti." Regla sumamente fácil que siempre tenemos a la ma­no y que a toda hora podemos poner en práctica. En todos los casos que se refieran a vuestro prójimo, poneos en su lu­gar. Figuraos que han cambiado las circunstancias y que es­táis en el lugar de vuestro prójimo. Cuidad, pues, de no per­mitiros arranques de genio ni malos pensamientos; que vues­tros labios no dejen escapar ninguna palabra ni deis ningún paso que condenaríais en él, si efectivamente hubiesen cam­biado las circunstancias. Si esta regla se toma en un sentido positivo y directo, significa muy a las claras esto: Así que, todas las cosas que queráis racionalmente que vuestro pró­jimo haga, suponiendo que estuvieseis en su lugar, haced también hasta donde os alcancen vuestras fuerzas, con todos y cada uno de los hijos de los hombres.

25.        Apliquemos esto a uno o dos casos obvios. Es cosa muy clara en la conciencia de todo hombre, que no deseamos que se nos juzgue, que los demás piensen mal de nosotros li­geramente o sin causa; mucho menos que hablen mal de nos­otros, que publiquen nuestros verdaderos afectos o debili­dades. Aplicaos esto a vosotros mismos. No queráis para otro lo que no queráis para vosotros y no volveréis a juz­gar mal a vuestro prójimo, jamás pensaréis mal de nadie ligeramente o sin causa; mucho menos hablaréis mal. Nunca haréis mención de las verdaderas faltas del ausente, a no ser que estéis convencidos de la absoluta necesidad de hacerlo en bien de otras almas.

26.        Además, deseamos ser queridos y estimados de to­dos los hombres y que se nos trate con justicia, misericordia y verdad-que nuestros prójimos nos hagan todo el bien que puedan, sin perjudicarse por ello. Más aún, que en las cosas exteriores, en conformidad con la consabida ley, rindan lo que les sea superfluo en nuestro provecho, sus comodidades para nuestras necesidades y sus necesidades en alivio de nuestras escaseces. Ahora bien, obremos según esta misma ley-hagamos con los demás como quisiéramos que los demás hiciesen con nosotros. Amemos y honremos a todos los hom­bres. Que la justicia, la misericordia y la verdad gobiernen nuestras mentes y nuestras acciones. Rindamos lo superfluo en provecho de nuestro prójimo, y entonces ¿quién tendrá cosas superfluas Rindamos nuestras comodidades para sa­tisfacer sus necesidades, y lo que nos es necesario para sa­carlos de sus apuros.

27.        Esta es la moralidad pura y genuina. Haz esto y vi­virás. "Todos los que andan conforme a esta regla, paz sobre ellos y misericordia," porque son "el Israel de Dios." Empero debemos hacer observar que desde el principio del mundo ninguno ha podido caminar en esta ley, ni amar al prójimo como a sí mismo a no ser que primero ame a Dios. Y nadie puede amar a Dios sin creer en Cristo, sin que participe de la redención por medio de su sangre y que el Espíritu de Dios dé testimonio a su espíritu de que es hijo de Dios. La fe, por consiguiente, es la raíz de toda salvación, presente y futura. Sin embargo debemos decir a todos los pecadores: "Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo." Serás salvo ahora, para que seas salvo por siempre jamás. Salvo en la tierra pa­ra que seas salvo en el cielo. Cree en El, y tu fe obrará por el amor; amarás al Señor tu Dios, porque El te amó pri­mero; amarás a tu prójimo como a ti mismo y tendrás la glo­ria y el gozo de aumentar este amor, no sólo absteniéndote de hacer todo lo que sea contrario al amor, de todo pensamiento, palabra y acción poco generosa, sino mostrando a todos los hombres toda esa afabilidad con que desearíais que ellos te tratasen.

PREGUNTAS SOBRE EL SERMON XXX

1. (¶ 1). ¿A qué cosa pasa nuestro Señor 2. (¶ 2). ¿Qué cosa se describió en el capítulo quinto ¿y en el sexto 3. (¶ 3). ¿Qué cosa se señala en la primera parte de este capítulo séptimo 4. (¶ 4). ¿Cuál es el primer obstáculo 5. (¶ 5). ¿Es esta advertencia necesa­ria a los hijos de Dios ¿Lo es siempre 6. (¶ 6). ¿Se designó espe­cialmente para ellos 7. (¶ 7). ¿A quién se dirige la expresión con­cerniente a "la mota que está en el ojo de tu hermano" 8. (¶ 8). ¿Cuál es el verdadero sentido de las palabras: "No juzguéis" 9. (¶ 9). ¿Qué clase de juicio se condena aquí 10. (¶ 10). ¿Qué hacemos al condenar al inocente 11. (¶ 11). ¿Qué cosa demuestra todo esto 12. (¶ 12). Mencione usted la tercera manera de juzgar mal. 13. (¶ 13). Sírvase usted repetir la regla de Séneca. 14. (¶ 14). ¿Cuál es el me­jor modo de evitar este pecado ¿Qué regla clara y terminante nos da nuestro Señor 15. (¶ 15). Aun cuando no erremos al juzgar, ¿de qué manera podemos perjudicarnos 16. (¶ 16). ¿Debemos llamar "perro" a cualquiera Y si merece el epíteto, ¿qué haremos 17. (¶ 17). ¿Qué quiere decir: "echar perlas delante de los puercos" 13. (¶ 18). ¿Por qué debemos perseverar aún después de fracasar ¿Qué remedio queda cuando los argumentos y las persuasiones han fallado 19. (¶ 19). ¿Por qué se extiende nuestro Señor sobre este asunto 20. (¶ 20). ¿De qué manera destruye todos nuestros pretextos de incre­dulidad 21. (¶ 21). ¿Qué se necesita para dar todo su peso a nues­tras oraciones 22. (¶ 22). ¿Qué norma o ley creen algunos que está naturalmente grabada en la mente del hombre 23. (¶ 23). ¿Qué sig­nifican las palabras: "Esta es la ley, y los profetas" 24. (¶ 24). ¿Có­mo debe entenderse la regla de oro ¿Cuál es el sentido negativo ¿Cuál es su significado positivo 25. (¶ 25). Sírvase usted repetir la aplicación de este raciocinio. 26. (¶ 26). ¿De qué manera se elucida en este párrafo el sentido afirmativo 27. (¶ 27). ¿Qué nombre se da a esta enseñanza ¿Qué resulta de obedecerla 28. (¶ 27). ¿Pue­de el corazón no regenerado obedecer esta ley



[1] Séneca