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Sermón XLVIII - El Sacrificio de Sí Mismo

NOTAS INTRODUCTORIAS

Considera el profesor Burwash los cinco sermones, XLVIII al LII Inclusive, como un suplemento del sistema de ética cristia­na del señor Wesley. Muy bien podemos considerarlos como una parte principal de dicho sistema. Jamás ha existido en toda nues­tra historia una época en la que las doctrinas esenciales que se enseñan en estos cinco sermones hayan sido más necesarias en el púlpito como ahora. Empezamos a examinarlas en el sermón so­bre el Sacrificio de Sí Mismo. Cuando una nación está en su in­fancia, cuando las cosas superfluas y las comodidades de la vida sólo están al alcance de unos cuantos, las oportunidades de ejerci­tar el sacrificio de sí mismo respecto de cosas temporales no son muchas. Es bien cierto que la pobreza proporciona una disciplina muy perfecta en el ejercicio de este deber, empero las riquezas ofrecen otra muy diferente.

Debemos hacer observar que el señor Wesley no tiende hacia ninguna forma de teorías "socialistas." Enseñó muy clara y enfá­ticamente el derecho a la posesión de propiedad individual, pero siempre como mayordomos del Señor. Negó que el estado tenga derecho a la propiedad del terreno en todo el país, el cual se debe administrar en bien de todos, tanto de los industriosos como de los holgazanes. Enseñó la doctrina de la laboriosidad, de que debe uno trabajar para poseer las cosas temporales, pero que éstas deben estar sujetas a las demandas de la caridad, en bien de los enfermos, los necesitados y los afligidos. A fin de tener lo su­ficiente para proteger a otros, debemos privarnos de todo lo que no sea necesario. Las cosas que dañan a la salud deben omitirse, así como las que provocan a la soberbia o a las falsas apariencias. Negarse a sí mismo es un medio de educar el espíritu y el cora­zón, y es también muy importante en la vida cristiana.

ANALISIS DEL SERMON XLVIII

Negarse a sí mismo es un deber universal y la esencia misma de la religión. Sin embargo, las equivocaciones respecto de la na­turaleza, extensión o necesidad de ese sacrificio, son muy comu­nes. Algunas veces se habla de este sacrificio de una manera tan general que parece una cosa abstracta; o se hace tan particular que no parece referirse a todos los hombres.

I.          La naturaleza del sacrificio de sí mismo. Prejuicios anti­nomianos en contra de él. Se funda en la supremacía de la voluntad de Dios, y, por consiguiente, se refiere aun a los ángeles. Empero atañe especialmente al hombre cuyo albedrío es por na­turaleza adverso a Dios. El sacrificio de sí mismo es la sumisión de nuestro albedrío a la voluntad de Dios. El tomar nuestra cruz es ir más adelante. No sólo es someter nuestra voluntad, sino su­frir con paciencia. Algunas veces llevamos la cruz que no hemos tomado de nuestro motu proprio. No es el disciplinarnos azotán­donos y haciendo penitencia, sino el aceptar la voluntad de Dios tal cual la ha revelado en su Palabra o manifestado en su pro­videncia.

II.         Por lo general, la falta de esto es la causa de que no sea­mos discípulos de Cristo en todo el sentido de la palabra. El hom­bre persuadido de pecado no quiere dejarlo, de aquí que se olvide de la persuasión, o si permanece ésta, no tiene paz. El hijo de Dios no se ha negado algún pecado agradable, y por lo tanto, ha contristado al Espíritu Santo. O no ha tomado su cruz, usando de todos los medios y dedicándose enteramente a Dios, y por eso no va hacia la perfección.

III.        Esto nos demuestra la equivocación de los que se opo­nen al sacrificio de sí mismo, la causa del engaño espiritual, la importancia de hacer enfático este deber cristiano, y el peligro de olvidarlo.

SERMON XLVIII

EL SACRIFICIO DE SI MISMO

Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mis­mo, y tome su cruz cada día, y sígame" (Lucas 9:23).

1.          Por mucho tiempo se ha creído que este consejo se dio especialmente-ya que no exclusivamente-a los apósto­les; al menos a los cristianos de los primeros siglos, o a los que vivieron en tiempos de persecución. Empero esta es una gran equivocación, puesto que si bien nuestro bendito Salva­dor se dirige en este pasaje más directamente a sus apóstoles y a los demás discípulos que le seguían cuando estuvo en la tierra, sin embargo, al hablarles a ellos se dirige a nosotros y a todo el género humano sin excepción. La naturaleza del asunto pone esto fuera de toda discusión, puesto que el de­ber que aquí se recomienda no atañe de una manera especial a ellos ni a los cristianos de los primeros siglos. No se refiere a ninguna clase determinada de hombres, ni a una época es­pecial, ni a tal o cual país. No, es de naturaleza universal; se refiere a todas las épocas, a todas las personas, y a todas las cosas-no sólo a la comida, a la bebida y a los objetos que afectan los sentidos. El significado es este: "Si alguno"-sea cual fuere su rango, posición, circunstancias, en cualquiera nación o época del mundo-verdaderamente "quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo"-en todo-"tome su cruz"- sea cual fuere-"cada día, y sígame."

2.          El negarse a sí mismo, el tomar su cruz en toda la ex­tensión de la palabra, no es cualquiera cosa. No sólo es con­veniente como lo son algunas cosas de la religión, sino que es absoluta e indispensablemente necesario para ser sus discí­pulos o continuar siéndolo. En la naturaleza misma de las cosas es absolutamente necesario para venir a El y seguirle, puesto que si no ponemos en práctica este consejo, no somos sus discípulos. Si no nos negamos a nosotros mismos constan­temente, no es El quien nos enseña, sino otros maestros. Si no tomamos nuestra cruz diariamente, no seguimos en pos de El, sino del mundo, del príncipe de este mundo o de la mente carnal. Si no andamos por la vía de la cruz, no le seguimos; no andamos en sus pasos, sino que caminamos en dirección opuesta, o al menos lejos de El.

3.          Por esto es que tantos ministros de Jesucristo, en todas las épocas y en todas partes-especialmente desde que empezó la reforma de las innovaciones y las corrupciones que gradualmente se habían introducido en la Iglesia-han habla­do y escrito tan extensamente, tanto en sus discursos públi­cos como en sus exhortaciones privadas, sobre deber tan im­portante. Con este fin distribuyeron muchos tratados sobre este asunto, algunos de los cuales se publicaron en nuestro país. Sabían por el testimonio de los Oráculos de Dios y por su propia experiencia, que es imposible dejar de negar al Salvador, a no ser que nos neguemos a nosotros mismos; que es en vano tratar de seguir al Crucificado si no tomamos nues­tra cruz diariamente.

4.          Empero si ya se ha dicho y escrito tanto sobre el asun­to, ¿qué necesidad hay de hablar y escribir más Hay multi­tudes de personas, aun entre aquellas que aman a Dios, que nunca han tenido la oportunidad de escuchar lo que se ha dicho, ni de leer lo que se ha escrito sobre el asunto. Si hu­bieran leído mucho de lo que se ha escrito, probablemente no les habría aprovechado gran cosa. Muchos de los que han escrito-algunos de ellos sendos volúmenes-no parecen ha­ber comprendido el asunto de que trataron, o bien tenían una idea muy imperfecta de la naturaleza del asunto, y en tal caso no era posible que pudiesen explicarlo, y no lo co­nocían en toda su extensión. No se apercibieron de lo muy amplio que es este mandamiento, o no tenían la conciencia de su justicia y necesidad absoluta.

Hablan otros de este asunto de una manera tan ambigua, tan confusa, tan enredada y mística, que cualquiera diría que tratan más bien de ocultar este tema de los ignorantes en lu­gar de explicarlo. Hay quienes hablan de un modo admira­ble, con mucha fuerza y claridad, sobre la necesidad de negarse a sí mismo, pero hablan de generalidades, sin referirse a ningún caso especial, y sus escritos son de poca utilidad a la gran mayoría del género humano, a los hombres que tienen una capacidad y educación medianas. Si acaso alguno de ellos desciende a particularidades, menciona aquellas que no se refieren a la generalidad de los hombres, puesto que rara vez ocurren en la vida ordinaria-si es que alguna vez suce­den-tales como sufrir las prisiones o el tormento; deshacerse de todo y dar literalmente casas y terrenos, el esposo, la es­posa, los hijos, y aun la vida misma-sacrificios que Dios no nos pide, ni nos pedirá probablemente, a no ser en el caso de que permitiese otra vez las persecuciones de los cristianos.

Hasta esta fecha no conozco un solo escritor inglés que haya descrito la naturaleza del sacrificio de sí mismo en tér­minos tan claros y sencillos, que las inteligencias poco cul­tas puedan comprender y aplicar a los pormenores de la vida diaria. Se deja sentir la necesidad de un discurso sobre el asunto, y se necesita tanto más cuanto que en todas las épo­cas de la vida espiritual, si bien hay una gran variedad de obstáculos que no nos dejan obtener la gracia o crecer en ella, todas estas dificultades pueden reducirse a esta simple aser­ción: o nos negamos a nosotros mismos, o no tomamos nues­tra cruz.

A fin de llenar esta necesidad, siquiera hasta cierto pun­to, voy a procurar mostrar, en primer lugar, qué cosa es ne­garse a sí mismo y lo que quiere decir tomar uno su cruz; y en segundo, que la falta de esto es siempre la causa de que los hombres no sean discípulos de Cristo en toda la plenitud de la palabra.

I.          1. Procuraré, en primer lugar, mostrar lo que es negarse a sí mismo y tomar su cruz diariamente. Precisa con­siderar y entender bien este punto, principalmente porque es el que tiene enemigos más numerosos y fuertes. Nuestra na­turaleza misma se revela indudablemente en su contra. El mundo, por consiguiente, y los hombres que toman a esa na­turaleza por guía, aborrecen aun la palabra misma. El ene­migo de las almas, sabiendo su importancia, hace cuanto pue­de en contra de ese sacrificio. Aun aquellos que hasta cierto punto han sacudido el yugo de Satanás, que en el curso de estos últimos años han sentido en sus corazones la obra real de la gracia, no son afectos a esta gran doctrina del cristia­nismo, a pesar de que el Maestro insiste en ella tan claramen­te. Algunos de ellos la ignoran tan profunda y completamen­te como si no la mencionara la Escritura. Otros van todavía más lejos, teniendo prejuicios en contra de ella. Estas pre­disposiciones las deben en parte a otros cristianos, hombres de lenguaje ameno y buena conducta, a quienes sólo faltó el poder de la santidad, el espíritu de la religión, y en parte también a aquellos que en un tiempo "gustaron las virtudes del siglo venidero."

¿Hay acaso quien no practique este sacrificio de sí mis­mo, y no lo recomiende a otros Conocéis poco el corazón hu­mano si ignoráis esto. Hay sociedades a las que sólo falta de­clarar guerra en contra de esta doctrina. Sin salir de Londres, aquí mismo tenéis a la denominación de los que creen en la predestinación, quienes, merced a la gracia gratuita de Dios, han sido últimamente llamados de la oscuridad de la natu­raleza a la luz de la fe. ¿Son ejemplos del sacrificio de sí mismos ¡Qué pocos de ellos profesan practicarlo! ¡Qué ra­ro es el que lo recomienda, o se complace en oír a otros reco­mendarlo! Al contrario, constantemente desfiguran esta en­señanza con los colores más odiosos, como si fuera "la salva­ción por las obras," o el deseo de "establecer nuestra pro­pia justicia." ¡Con cuánta frecuencia los antinomianos, o los moravos con su afabilidad, o el enemigo exaltado, aumentan el estúpido clamor en contra de la legalidad o la predicación de la ley! Estáis, por lo tanto, en peligro constante de que os ridiculicen y aun os descarríen de esta doctrina importante del evangelio, bien los falsos maestros, ya los falsos herma­nos, más o menos alejados de la sencillez del evangelio, si no estáis bien firmes en vuestra creencia. Orad fervientemen­te antes y después de lo que vais a leer, para que el dedo de Dios lo escriba en vuestros corazones de tal manera que ja­más se borre.

2.          Empero, ¿qué cosa es el sacrificio de sí mismo ¿En qué cosa debemos negarnos a nosotros mismos ¿De dónde nace esta necesidad Contesto que la voluntad de Dios es la ley suprema e inalterable para toda criatura inteligente; que atañe igualmente a todos los ángeles en el cielo y a todos los hombres en la tierra. No puede ser de otra manera. Esto es muy natural, es el resultado necesario de la relación que existe entre el Creador y sus criaturas. Pero si la voluntad de Dios es nuestra única regla en todas las cosas, grandes o pequeñas, se sigue indudablemente que no debemos hacer nuestra voluntad en cosa alguna. Vemos desde luego la na­turaleza y la razón de negarse a sí mismo; vemos la natura­leza del sacrificio de sí mismo: no seguir nuestra propia voluntad, estando persuadidos de que la voluntad de Dios es la única regla de nuestras acciones. Vemos la razón, por­que somos sus criaturas; porque "El nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos."

3.          Esta razón del sacrificio de sí mismo se refiere aun a los ángeles de Dios en el cielo, y al hombre puro e inocen­te que salió de las manos del Creador. Hay otra razón, y es la que resulta de la condición en que están todos los hombres desde la caída. Todos hemos sido formados en maldad, y en pecado nos concibieron nuestras madres. Nuestra naturaleza está enteramente corrompida en todas y cada una de sus fa­cultades, y nuestro albedrío-igualmente depravado-se in­clina siempre a los instintos de nuestra corrupción natural. Por otra parte, es la voluntad de Dios que resistamos y do­minemos esa corrupción, no de cuando en cuando, sino siem­pre, a todas horas y en todas las cosas. Esta es, pues, otra razón para el sacrificio de sí mismo continuo y universal.

4.          Ilustremos esto un poco más: es la voluntad de Dios como un camino recto que guía hacia El. La voluntad del hombre, que en un tiempo fue un camino paralelo al anterior, es al presente no sólo distinto, sino diametralmente opuesto-aleja a uno de Dios. Por consiguiente, para andar por el uno debemos salir del otro-no es posible caminar por am­bos. A la verdad que un hombre de corazón y ánimo débi­les puede caminar por dos vías: primero por una, y luego por la otra, mas no puede andar por las dos al mismo tiem­po. No es posible a una vez seguir su propia voluntad y ha­cer la voluntad de Dios. Tiene que escoger entre las dos: o desobedece a Dios y hace su voluntad, o se niega a sí mismo y hace la voluntad de Dios.

5.          Indudablemente que por ahora es una cosa agrada­ble hacer nuestra voluntad, siempre que con ella podamos satisfacer la corrupción de nuestra naturaleza. Pero al hacer­la fortalecemos la perversidad de nuestro albedrío, y al consentirla aumentamos la corrupción de nuestra naturaleza. Así como al comer ciertos manjares agradables al paladar, con frecuencia desarrollamos alguna enfermedad del cuerpo por­que satisfacen el gusto, mas aumentan el desarreglo; causan placer, pero también causan la muerte.

6.          Negarnos a nosotros mismos es dejar de hacer nues­tra voluntad, cuando ésta se opone a la de Dios, por agrada­ble que sea. En otras palabras, es negarnos cualquier placer que no venga de Dios y no conduzca a El. Es rehusarnos a seguir nuestro camino aunque éste sea más agradable y esté sembrado de flores; negarnos a tomar lo que sabemos que es un veneno mortífero, aunque sea agradable al gusto.

7.          Quien quiera servir a Cristo y ser su verdadero dis­cípulo, no sólo debe negarse a sí mismo, sino también tomar su cruz. Todo aquello que contraría nuestra voluntad, todo aquello que es desagradable a nuestra naturaleza, es una cruz. De manera que el tomar nuestra cruz es más que negar­nos a nosotros mismos. Es una cosa más elevada, una tarea más difícil para la carne y la sangre, puesto que es más fácil negarse los goces que sufrir el dolor.

8.          Ahora bien, al emprender "la carrera que nos es pro­puesta," conforme a la voluntad de Dios, a menudo encon­tramos una cruz en el camino-es decir, algo que lejos de ser agradable nos apesadumbra; alguna cosa que contraría nuestra voluntad, que desagrada a nuestra naturaleza. ¿Qué debemos hacer entonces El dilema es bien patente: o toma­mos nuestra cruz, o nos salimos del camino, separándonos del santo mandamiento que se nos ha dado; si no es que nos descarriamos por completo y volvemos hacia la perdición eterna.

9.          Para destruir esa corrupción y curar esa mala enfer­medad que trae todo hombre que viene al mundo, se hace preciso con mucha frecuencia sacarse, como quien dice, el ojo derecho, o cortarse la mano derecha. Tan doloroso así es lo que tenemos que hacer, o el único método de hacerlo; dejar, por ejemplo, un deseo torpe, un afecto desordenado; o separarnos del objeto de esa afección sin la cual no pode­mos destruir el mal. En el primer caso, arrancar una pasión o un afecto cuando está muy arraigado en el corazón, es tan doloroso como si el alma estuviera traspasada con una es­pada; es como si se partiera el alma, "y aun el espíritu y las coyunturas." Refina entonces el Señor esa alma con el fue­go, y destruye toda su escoria. A la verdad esta es una cruz. Es sumamente doloroso. Tiene que serlo por razón natural: el alma no puede hacerse pedazos, no puede materialmente pasar por el fuego sin sentir grandes dolores.

10.        En el otro caso, la curación de un alma enferma del pecado, de un deseo torpe, de un afecto desordenado, es con frecuencia dolorosa, no porque el remedio lo sea, sino por la naturaleza del mal. El Señor dijo al mancebo rico: "Ve, vende todo lo que tienes, y da a los pobres," porque este era el único remedio de la enfermedad de la codicia que le afli­gía. Y sólo de pensarlo el joven se afligió mucho y "se fue triste," prefiriendo perder la esperanza de entrar en el cielo, a separarse de sus posesiones en la tierra. Esta era una car­ga que no quiso levantar, la cruz que rehusó tomar. Todo aquel que quiera seguir a Cristo tiene que tomar su cruz diaria e irremisiblemente.

11.        Tomar la cruz y llevarla son dos cosas diferentes. Se dice que llevamos nuestra cruz cuando sufrimos con man­sedumbre y resignación la carga que se nos ha puesto y que no hemos escogido. Tomar nuestra cruz es sufrir voluntaria­mente lo que podríamos evitar; cuando de nuestro motu proprio aceptamos la voluntad de Dios, aunque ésta sea con­traria a la nuestra; cuando preferimos sufrir porque es la voluntad de nuestro sabio y misericordioso Creador que su­framos.

12.        Por consiguiente, todo verdadero discípulo de Cris­to debe tomar y llevar su cruz. A la verdad, esa cruz no es solamente suya, es también de otros, puesto que la misma tentación se presenta a muchos y ningún hombre es tentado más de lo que puede llevar, ni de una manera contraria o inadecuada a su naturaleza común y a su posición en este mundo. En otro sentido, sin embargo, considerada la cruz en relación a las circunstancias especiales del individuo, es es­pecialmente suya. Dios se la ha preparado. Dios se la ha dado como una muestra de su amor. Si la recibe como tal, si usa de los medios que la sabiduría cristiana sugiere de ali­viar su peso, se vuelve tan dócil como el barro en manos del alfarero; comprende que Dios se la dio para su bien, tanto respecto de su peso y tamaño como del tiempo que ha de lle­varla y de cualquiera otra circunstancia.

13.        En todo esto podemos ver que nuestro bendito Sal­vador obra como el Médico de nuestras almas, no sólo como le place, mas para lo que nos es más provechoso, para que recibamos su santificación. Si al examinar nuestras heridas nos causa dolor, es sólo para curarlas. Corta lo que está ma­lo o corrompido a fin de conservar la parte sana. Y si prefe­rimos perder un miembro del cuerpo a morirnos, ¡cuánto más no deberemos preferir el cortarnos la mano derecha, en sentido figurado, a que el alma sea echada en el infierno!

14.        Vemos, pues, muy claramente, por qué y cómo de­bemos tomar nuestra cruz. No significa hacer penitencia, como pretenden algunos, herirnos las carnes, usar cilicios, cíngulos de hierro, o cualquiera otra cosa que perjudique nuestra salud corporal-si bien no sabemos con qué indulgencia Dios debe ver a los que usan estas cosas por ignoran­cia-sino aceptar la voluntad de Dios, aunque ésta sea con­traria a la nuestra; escoger una medicina salubre aunque sea amarga; aceptar de buena voluntad los dolores tempora­les, de cualquiera clase y grado que fueren, siempre que sean necesarios esencial o accidentalmente a la gloria eterna.

II.         1. Paso, en segundo lugar, a mostrar que siempre que un hombre no sigue a Cristo-no es su verdadero discí­pulo-se debe a que no quiere negarse a sí mismo, ni tiene el deseo de tomar su cruz.

Es muy cierto que en muchos casos esto se debe en par­te a la falta de los medios de gracia; a no escuchar la verda­dera palabra de Dios predicada con energía; a no frecuentar los sacramentos ni tener comunión con los cristianos. Cuando se cumple con todos estos requisitos, la falta de voluntad de negarnos a nosotros mismos y de tomar nuestra cruz, es el gran impedimento que tenemos para recibir la gracia de Dios y crecer en ella.

2.          Unos cuantos ejemplos bastarían para hacer esto más claro. Supongamos que cierto hombre oye la palabra que puede salvar su alma. Le agrada lo que oye, confiesa que es cierto y se siente conmovido. Sin embargo, permanece muer­to en sus transgresiones y pecados, sin sentido y sin desper­tar. ¿Por qué Porque no quiere separarse de su pecado pre­dilecto, a pesar de que sabe que es abominación ante el Se­ñor. Vino a escuchar lleno de lujuria y de deseos desordena­dos, y no quiere enmendarse. Por consiguiente, no recibe una impresión fuerte, sino que su corazón torpe permanece endurecido-es decir, sigue sin sentido y dormido, porque no quiere negarse a sí mismo.

3.          Supongamos que empieza a despertar de su sueño, y que abre los ojos un poquito, ¿por qué los cierra otra vez tan pronto ¿Por qué cae otra vez en el sueño de la muerte Porque cede otra vez a su pecado predilecto. Vuelve a be­ber del veneno agradable, y, por consiguiente, es imposible que reciba una impresión duradera en su corazón. Es decir, recae en su insensibilidad fatal porque no se niega a sí mismo.

4.          Empero este caso no es común. Hay muchos ejemplos de hombres que han despertado una vez espiritualmente y no se han vuelto a dormir. Las impresiones que recibieron no se han desvanecido, son profundas y duraderas. Sin em­bargo, muchos de estos mismos no han encontrado lo que buscaban; lloran y no reciben consuelo. Ahora bien, ¿cómo se explica esto Es porque no traen "frutos dignos de arre­pentimiento;" porque no dejan de hacer el mal ni hacen el bien, como deberían según la gracia que han recibido. No de­jan ese pecado que tan fácilmente los domina, ese pecado de su temperamento, de su educación o de su profesión. No ha­cen el bien que pueden y saben que deben hacer, porque les causa alguna molestia-es decir, no llegan a tener fe porque no se niegan a sí mismos, ni toman su cruz.

5.          Empero este hombre recibió "el don celestial;" ha gustado "las virtudes del siglo venidero;" ha visto "la ilumi­nación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Je­sucristo;" "la paz que sobrepuja a todo entendimiento" diri­gía su corazón y su mente, y "el amor de Dios se derramó" en él, "por el Espíritu Santo" que le fue dado. Sin embargo, ahora es tan débil como cualquier otro hombre. Le agradan las cosas de la tierra, y gusta más de las cosas que se ven que de las que no se ven. Se ha nublado otra vez su vista intelec­tual, de manera que no puede ver "al Invisible." Se ha en­friado su amor y la paz de Dios ya no reina en su corazón. Esto no es nada extraño, puesto que ha dado lugar al diablo y contristado al Espíritu Santo. Ha vuelto a sus torpezas, a algún pecado que le agrada, si no exterior, al menos en su corazón. Ha dado lugar al orgullo, a la soberbia, a los deseos, a la voluntariedad, a la porfía. Tal vez no haya usado el don de Dios que estaba en él; se dejó llevar de la pereza espiri­tual y no se acordó de que debía estar "orando en todo tiem­po...y velando en ello con toda instancia." En una pala­bra, perdió su fe porque no quiso negarse a sí mismo ni to­mar su cruz diariamente.

6.          Empero tal vez no haya perdido la fe. Quizás tenga todavía el Espíritu de adopción que continúa testificando a su espíritu que es un hijo de Dios. Sin embargo, no va ade­lante "a la perfección;" ya no siente hambre y sed de justicia como en un tiempo; ya no clama a Dios como brama el cier­vo por las corrientes de las aguas, sino que al contrario, su mente está débil y cansada; vacila, como quien dice, entre la vida y la muerte. ¿Por qué se encuentra en este estado Porque se ha olvidado de la Palabra de Dios que dice: "la fe fue perfecta por las obras." No es diligente en hacer las obras de Dios. No persevera en la oración pública ni priva­da, en la comunión, la meditación, el ayuno ni la asistencia a las conferencias religiosas. Si no se olvida por completo de estos medios, no los usa con toda la debida eficacia. No es ce­loso en hacer obras de caridad ni de piedad. No usa de la misericordia como podría conforme a lo que Dios 1e ha dado. No sirve a Dios fielmente haciendo bien a los hombres, ora a sus cuerpos ya a sus almas, siempre que puede y hasta don­de le alcanzan las fuerzas.

¿Por qué no persevera en la oración Porque estando su espíritu seco, la oración le causa molestia y pesar. No per­severa en escuchar la predicación siempre que puede, por­que le gusta más dormir, o porque hace frío, o está oscuro el día, o llueve. ¿Por qué no persevera en hacer obras de mi­sericordia Porque no puede dar de comer al hambriento ni vestir al desnudo, sin gastar menos en su ropa, ni comer co­sas más baratas y menos agradables. Además, visitar a los enfermos o a los que están en la cárcel es cosa sumamente desagradable, como lo son la mayor parte de las obras de mi­sericordia, especialmente corregir al que yerra. Quisiera co­rregir a su prójimo, pero algunas veces le detiene la ver­güenza y otras el temor, pues tal vez se exponga al ridículo o a otra cosa peor. Con este motivo y otros por el estilo, deja de hacer las obras de misericordia y piedad. Su fe no es hecha perfecta ni puede crecer en gracia, simplemente porque no se niega a sí mismo ni toma su cruz diariamente.

7.          Se sigue claramente que el no querer negarse uno a sí mismo ni tomar su cruz diariamente, es la causa de que no siga uno al Señor ni sea su verdadero discípulo. Debido a esto no despierta el que está dormido en sus pecados, aunque suene la trompeta. El que empieza a despertar de su sueño, no tiene una persuasión profunda ni duradera. El que está íntimamente persuadido de sus transgresiones no obtiene la remisión de sus pecados. Algunos que han recibido este don celestial no lo conservan, sino que hacen naufragio de la fe, y otros, si no vuelven hacia atrás a la perdición, están débi­les y cansados en su mente, y no llegan a obtener el premio del sublime llamamiento de Dios en Jesucristo.

III.        1. ¡Cuán claramente podemos aprender de lo que llevamos dicho, que los que se oponen directa o indirecta­mente, bien en público ya en privado, a la doctrina del sa­crificio de sí mismo y a que tome uno su cruz, no conocen la Escritura ni el poder de Dios! Estos hombres ignoran por completo infinidad de textos, lo mismo que el tenor general de los Oráculos de Dios. ¡Qué poco deben saber de la expe­riencia cristiana, verdadera y genuina; del método con que el Espíritu ha obrado y obra siempre en las almas de los hombres! Que hablen muy alto y llenos de confianza en lo que dicen, este es el fruto natural de la ignorancia, como si sólo ellos entendiesen la Palabra de Dios o la experiencia de los hombres. Sus palabras son enteramente vanas-han sido pesadas en la balanza y no valen nada.

2.          Nos damos cuenta, en segundo lugar, de la verda­dera causa de que no sólo muchos individuos, sino aun socie­dades enteras, hayan perdido la luz y el entusiasmo que en un tiempo tuvieron. Si no odiaron ni se opusieron a esta doc­trina del evangelio, sí la despreciaron. Si no han dicho abier­tamente: Abnegationem omnem proculcamus, internecioni da­mus-"Pisoteamos, condenamos toda clase de sacrificio de sí mismo"-tampoco han apreciado esta doctrina como me­rece por su importancia, ni han hecho esfuerzo alguno para practicarla. Hanc mystici docent-"Esta doctrina la enseñan los escritores místicos"-dijo un mal hombre. No es cierto, quienes la enseñan son los escritores inspirados. Dios la en­seña a todas las almas que estén dispuestas a escuchar su voz.

3.          Aprendemos, en tercer lugar, que no basta que los mi­nistros del evangelio aprueben esta doctrina del sacrificio de sí mismos, mas no digan nada respecto de ella. Para cumplir con su deber no basta predicarla de cuando en cuando. Si quieren estar limpios de la sangre de los hombres, deben en­señarla frecuente y extensamente. Deben inculcar la nece­sidad que tenemos de ese sacrificio, de la manera más clara y enérgica que pueda darse. Deben enseñarla con todas sus fuerzas a todos los hombres, en todos lugares y a toda hora, "renglón tras renglón, línea sobre línea, mandamiento tras mandamiento." Así tendrán la conciencia libre de toda ofen­sa, así salvarán sus almas y las de aquellos que los escuchan.

4.          En conclusión: aplicaos lo que habéis escuchado a vosotros mismos y a vuestras almas. Meditad sobre esto cuan­do estéis en vuestro retiro; ponderadlo en vuestros corazo­nes. ¡Clamad al que es Fuerte para que os dé fuerzas y po­dáis pronto ponerlo en práctica! ¡No os demoréis, practicad ese sacrificio de vosotros mismos inmediatamente, desde este momento! ¡Practicadlo siempre en las mil y una oportuni­dades que se presentan en la vida diaria! ¡Practicadlo de día a día, de hora en hora, desde el instante en que ponéis la mano al arado, permaneciendo fieles hasta que vuestros espí­ritus vuelvan a Dios!

PREGUNTAS SOBRE EL SERMON XLVIII

1. (¶ 1). ¿Qué cosa se han figurado los hombres con frecuencia 2. (¶ 2). ¿Qué cosa se dice que es de importancia 3. (¶ 3). ¿Por qué han escrito muchos ministros muy extensamente sobre este asunto 4. (¶ 4). ¿Qué se dice de la necesidad de escribir más sobre esta ma­teria 5. (I. 1). ¿Qué cosa se propone mostrar en primer lugar 6. (I. 2). ¿Cómo define el negarse a sí mismo ¿Qué razón da para ello 7. (I. 3). ¿Qué se dice de la obligación de negarse a sí mismo, aun en el caso de los ángeles 8. (I. 4). ¿Cómo se explica esto 9. (I. 5). ¿Qué práctica agradable menciona 10. (I. 6). ¿Qué cosa es, pues, negarse a sí mismo 11. (I. 7). ¿Qué otra cosa debe hacer el discípulo de Cristo 12. (I. 8). ¿Qué cosa descubrimos al empren­der la carrera que nos es propuesta 13. (I. 9). ¿Qué cosa se necesita para curar esa corrupción 14. (I. 10). ¿Qué medios son con fre­cuencia desagradables 15. (I. 11). ¿Cuándo se dice con toda pro­piedad que llevamos nuestra cruz 16. (I. 12). ¿Qué debe hacer to­do discípulo 17. (I. 13). ¿Qué cosa concebimos fácilmente 18. (I. 14). ¿Qué cosa significa tomar uno su cruz diariamente ¿Qué abu­sos de esta doctrina se denuncian 19. (II. 1). ¿Qué cosa muestra en segundo lugar 20. (II. 2). ¿Qué ejemplos se mencionan aquí 21. (II. 3). ¿Qué pregunta se hace en este párrafo ¿Cómo se contesta 22. (II. 4). ¿Sucede lo mismo con todos 23. (II. 5). ¿Qué se dice del hombre que en un tiempo poseyó la luz 24. (II. 6). ¿Qué se dice del creyente que vacila 25. (II. 7). ¿Qué cosa falta siempre en los casos mencionados 26. (III. 1). ¿Qué cosa podemos aprender de este argumento 27. (III. 2). ¿Y en segundo lugar 28. (III. 3). ¿En tercero ¿Podemos llamarnos ministros fieles si dejamos de predi­car el sacrificio de sí mismo, aunque no nos opongamos a la doctrina 29. (III. 4). Sírvase usted repetir la exhortación que se hace en este párrafo. ¿Qué efecto hace en usted recordar la experiencia en el púl­pito ¿Exhorta usted a los demás, y les da buen ejemplo