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Sermón XLVII - El Abatimiento que Causan las Tentaciones

NOTAS INTRODUCTORIAS

En el discurso anterior el señor Wesley nos ha prestado mucha ayuda para hacer un examen de conciencia. Mas si bien este escrutinio es necesario al progreso del alma, algunas veces se ha­ce extremoso. Siempre que haya la conciencia de que la religión se debilita en el alma, debe buscarse la causa diligentemente, y si fuese necesario, escudriñarse minuciosa y escrupulosamente las partes más recónditas del corazón, a fin de poder descubrir la causa de esta muerte moral.

Este examen de conciencia debe tener sus límites. Cuando no falta la sensibilidad y sí hay la evidencia clara de un deseo sincero y profundo de hacer la voluntad de Dios, existe algunas veces un estado de pesadez que se distingue aquí del estado de oscuridad espiritual. Esta intranquilidad puede ser el resultado de diferentes causas. Será bueno que el estudiante examine con cuidado el argumento del señor Wesley. Con mucha frecuencia los ministros tienen que tratar con almas que están abatidas por el peso de varias tentaciones. Hay ciertas condiciones de la salud del cuerpo que producen este abatimiento espiritual. De esto no se sigue que el abatimiento de la mente reconozca por causa peca­dos positivos o de omisión. Un gran pesar, una aflicción domés­tica, la pérdida de propiedades, la carga de las responsabilidades de la vida, y muchas otras causas, pueden producir la condición que se describe en este discurso.

El deber del ministro es tratar a todos los creyentes con sabi­duría y prudencia, dando a cada uno su alimento a su debido  tiempo. Para hacerlo debe conocer perfectamente la enfermedad y saber aplicar el remedio. "El que prende almas es sabio."

ANALISIS DEL SERMON XLVII

Si bien hay alguna semejanza entre la oscuridad y el abatimiento del alma, existe sin embargo una diferencia grande y esencial.

I.          La clase de personas que han estado abatidas. Tenían ver­dadera fe, paz, esperanza, gozo, un amor consciente de Dios y Permanecían en la santidad.

II.         Naturaleza de su abatimiento. Un gran pesar que dura mucho.

III.        Causas de este abatimiento.

Muchas y varias tentaciones, tales como la enfermedad del cuerpo, la pobreza, la pérdida de amigos queridos, el pecado en aquellos a quienes amamos. De ninguna manera la voluntad ar­bitraria de Dios que nos retira los consuelos de su Espíritu, ni necesariamente el conocimiento de nosotros mismos que nos pre­para cosas mayores.

IV.        Los fines que tiene este abatimiento.

Probar y, por consiguiente, aumentar nuestra fe. La gloria de Dios y el bien que puede traer a otros nuestro ejemplo.

V.         Lecciones.

SERMON XLVII

EL ABATIMIENTO QUE CAUSAN LAS TENTACIONES

Estando al presente un poco de tiempo afligidos en diver­sas tentaciones (I Pedro 1:6).

En mi último discurso hablé especialmente de las tinieblas mentales en que a veces caen los que alguna vez anduvieron en la luz de Dios. Semejante a esa oscuridad es el abatimiento del alma, todavía más común entre los creyentes. A la verdad que todos los hijos de Dios lo padecen poco más o menos. Tan grande es la semejanza entre ese abatimiento y la oscuridad del alma, que con frecuencia se confunden, y luego algunas per­sonas dicen de otra que está "en tinieblas," o que está "en aflicción;" como si fueran sinónimos estos dos términos y no significase el uno más que el otro. Pero son enteramente di­ferentes-la oscuridad es una cosa, y la aflicción es otra. Existe una diferencia grande y esencial entre aquélla y ésta, diferencia que deben comprender todos los hijos de Dios, no sea que con la mayor facilidad pasen de la aflicción a la oscuridad. A fin de evitar esto, procuraré mostrar:

I.          Qué clase de personas eran aquellas a las que dijo el apóstol: "Estando al presente un poco de tiempo afligidos."

II.         La clase de aflicción que padecían.

III.        Las causas de su padecimiento.

IV.        Los fines de esa aflicción. Añadiré algunas suges­tiones.

I.          1. Paso, primeramente, a mostrar qué clase de per­sonas eran aquellas a quienes dijo el apóstol: "Estando al pre­sente un poco de tiempo afligidos." En primer lugar, no cabe la menor duda de que eran creyentes cuando el apóstol les dirigió estas palabras, puesto que así lo dice claramente en el versículo quinto: "Nosotros que somos guardados en la virtud de Dios por fe, para alcanzar la salud." También men­ciona en el versículo séptimo "la prueba de vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual perece." Más aún, en el versículo noveno dice: "Obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salud de vuestras almas." Al mismo tiempo que estaban "afligidos en diversas tentaciones," tenían una fe viva. La aflicción no destruyó su fe, sino que la sufrieron "como viendo al Invisible."

2.          La aflicción no destruyó tampoco su paz, esa paz que "sobrepuja a todo entendimiento," que es inseparable de la fe viva y verdadera. Esto lo deducimos fácilmente del se­gundo versículo, en el que no pide el apóstol que les sean dadas paz y gracia, sino que "les sea multiplicada;" que la bendición de que gozan aumente todavía.

3.          Las personas a quienes se dirige el apóstol en este versículo, estaban llenas de una viva esperanza. Así dice en el versículo tercero: "Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos ha regenerado," a vosotros y a mí, a todos los que estamos san­tificados por el Espíritu y "rociados con la sangre de Jesu­cristo," en esta "esperanza viva," es decir, la esperanza de "una herencia incorruptible, y que no puede contaminarse, ni marchitarse." De manera que a pesar de su aflicción, aún les queda la esperanza firme de la inmortalidad.

4.          Se regocijaron en "la esperanza de la gloria de Dios;" estaban llenos de gozo en el Espíritu Santo. Habiendo aca­bado de hablar el apóstol de la última manifestación de Je­sucristo, es decir, cuando vendrá en el día del juicio, añade inmediatamente: "Al cual no habiendo visto" con vuestros ojos materiales, "creyendo...os alegráis con gozo inefable y glorificado." Era, pues, su aflicción, consecuente no sólo con un fe viva, sino también con un gozo inefable. Al mis­mo tiempo que estaban afligidos, se regocijaban con gozo glorificado.

5.          Gozaban asimismo, en medio de la aflicción, del amor de Dios que se había derramado en sus corazones, "al cual no habiendo visto, le amáis," dice el apóstol. Aunque no le habéis visto cara a cara, sin embargo, conociéndole por medio de la fe, habéis obedecido su mandato: "Hijo mío, dame hoy tu corazón." El es vuestro Dios, vuestro amor, el deseo de vuestros ojos, y vuestra gran recompensa. Habéis buscado y encontrado en El la felicidad; "os deleitáis en el Señor," y El os ha dado "el deseo de vuestro corazón."

6.          Más aún: si bien estaban afligidos, eran santos. Tenían el mismo poder sobre el pecado. El poder de Dios los defendía de la tentación. Eran hijos obedientes, no conforme a los deseos que antes tenían, sino santos como Aquel que los había llamado-santos en toda conversación. Sabiendo que habían sido rescatados con la sangre preciosa de Cristo, co­mo de un Cordero sin mancha ni contaminación, purificaron sus almas por el Espíritu, por medio de la fe y la esperanza que tenían en Dios. De manera que, después de todo, su aflic­ción era consecuente a la fe, la esperanza, el amor a Dios y al hombre, la paz de Dios, el gozo en el Espíritu Santo, la santidad interior y exterior. No debilitó, ni mucho menos des­truyó, ninguna parte de la obra de Dios en sus corazones. No estorbó en lo absoluto a la "santificación del Espíritu," que es la raíz de la verdadera obediencia; ni a esa felicidad que es el efecto natural de la gracia y la paz que reinan en el corazón.

II.         1. Entonces podemos deducir claramente qué cla­se de aflicción era la que tenían, que es lo que me propongo elucidar en segundo lugar. La palabra en el original es afli­gidos, apesarados, de λύπη que significa dolor, aflicción. Este es el sentido literal y constante de la palabra que, si se toma en consideración, desaparecerá la ambigüedad de la frase y toda dificultad para entenderla. Las personas de que ha­bla el texto estaban afligidas-tenían pesadumbre, congoja; estaban en ese estado que todos los hombres conocen muy bien.

2.          La palabra afligidos, que usaron los traductores, denota dos cosas: primera, el grado de esta aflicción; y segun­da, su continuidad. Según parece, el pesar de que aquí se habla no es ligero, que pasa pronto, sino uno que hace una impresión muy fuerte y profunda en el alma. No es una aflic­ción pasajera que en una hora se desvanece, sino que se po­sesiona del corazón, que no puede sacudirse, que continúa por algún tiempo como una segunda naturaleza-más bien que una pasión-aun en aquellos que tienen una fe viva en Cristo y el amor genuino de Cristo en sus corazones.

3.          La aflicción es algunas veces tan profunda, aun en éstos, que entristece toda el alma. Modifica, como quien di­ce, todos los afectos, tanto que se deja sentir en toda la con­ducta del individuo. Igualmente puede ejercer su influencia en el cuerpo, especialmente en las personas de constitución pobre, a quienes ha debilitado algún mal, máxime si éste es nervioso. Sabemos que en muchos casos el cuerpo constri­ñe al alma, mas en éste el alma constriñe al cuerpo, y le de­bilita más y más. No niego que algunas veces un pesar pro­fundo y constante debilite las constituciones fuertes y eche la semilla de males corporales que no sea fácil remediar, y, sin embargo, todo es consecuente con cierta medida de esa fe que obra por el amor.

4.          Muy bien puede llamársele "prueba a fuego," puesto que, si bien no es la misma que describe el apóstol en el capí­tulo cuarto, muchas de las expresiones que allí usa respecto de los sufrimientos exteriores pueden muy bien aplicarse a esta aflicción interna. Estos términos no pueden aplicarse ciertamente con propiedad a los que yacen en las tinieblas- éstos no pueden regocijarse ni se regocijan, ni es cierto que el Espíritu de gloria y de Dios descanse sobre ellos. Sí re­posa, y con frecuencia, en aquellos que están afligidos, de manera que a pesar de su congoja siempre están regocijándose.

III.        1. Pasemos a considerar nuestro tercer punto: ¿Cuá­les son las causas de este pesar o aflicción del creyente El apóstol las declara terminantemente: Estáis afligidos "en di­versas tentaciones." Diversas, no sólo muchas, sino varias, de diferentes clases. Numerosas circunstancias pueden hacer que sean de miles de diferentes géneros, y esta misma varie­dad y diversidad hacen que sea más difícil resistirlas. Pue­den contarse entre estas todos los desórdenes corporales, es­pecialmente las enfermedades agudas; toda clase de dolores violentos, bien afecten a todo el cuerpo o solamente a un miembro.

Es muy cierto que algunos de los que han gozado siem­pre de buena salud, y nunca han padecido dolor alguno, pue­den burlarse de estas aflicciones y asombrarse de que la en­fermedad o el dolor del cuerpo produzca aflicción de la men­te. Tal vez haya un hombre entre mil, de una constitución tan buena que no sienta dolores como los demás hombres. Ha placido a Dios mostrar su omnipotencia, creando estos prodigios de la naturaleza, en quienes el dolor más cruel no parece hacer mella-si es que esa fortaleza no es el resultado de la educación, de la influencia de espíritus buenos o malos que han elevado a estos hombres más allá de su estado na­tural. Haciendo abstracción de estos casos especiales, por lo general el dolor físico causa el sufrimiento moral, y cuando aquel es muy fuerte, pierde uno la paciencia. O si esto no sucede, debido a la gracia de Dios, aunque posean los hombres sus almas en paciencia, puede causar mucha aflicción inte­rior, puesto que el alma simpatiza con el cuerpo.

2.          Todas las enfermedades largas, si bien son menos dolorosas, producen por lo general el mismo efecto. Cuando la tuberculosis, o las fiebres intermitentes nos atacan, si no nos curamos pronto consumen los ojos y atormentan el alma. Esto sucede especialmente cuando existe algún desorden en el sistema nervioso. La fe no interrumpe las leyes de la na­turaleza; las causas naturales siguen produciendo efectos na­turales. La fe no evita el abatimiento de espíritu, como no evita que la fiebre produzca un pulso muy alto.

3.          Además, ¿no es la necesidad "que viene como cami­nante," y la pobreza "como hombre de escudo" una tentación fuerte ¿Es extraño que causen aflicción y pesadumbre Si bien puede parecerles poca cosa a los que se encuentran a una gran distancia, o que ven y se "pasan de un lado," para los que la sufren es una gran calamidad. Así que teniendo "sustento y con qué cubrirnos"-la palabra usada en griego significa habitación lo mismo que vestido-si tenemos el amor de Dios en nuestros corazones, seamos contentos con esto. Empero, ¿qué harán los que carecen de sustento, vestido y habitación, que tienen que abrazarse a una roca, que acos­tarse en el suelo, y que tienen por toda cobertura la bóveda del cielo ¿Qué harán los que carecen de una casa seca, lim­pia y abrigada dónde refugiarse con sus pequeñitos; que no tienen ropa con qué abrigar ni con qué proteger del frío du­rante el día ni por la noche, a aquellos a quienes tanto aman ¡Qué ridículo fue aquel pagano insensato que dijo:

Nil habet infelix paupertas durius in se,

Quam quod ridiculos homines facit!

(El peor resultado de la pobreza es que hace a los hombres aparecer ridículos).

¿Es esto lo peor de la pobreza Qué bien se conoce que el susodicho poeta hablaba como el papagayo, y no sabía lo que traía entre manos. La falta de alimentos es peor que no presentarse bien vestido. El castigo que Dios impuso al hom­bre fue que comiese su pan "en el sudor de su rostro." Mas ¡cuántos pobres hay en este país cristiano, que después de trabajar y sudar, sufren el cansancio y el hambre! ¿No es una cosa terrible volver a casa después del trabajo del día y encontrarse en un cuarto frío, desamoblado y sucio, y no tener ni siquiera el alimento necesario para reparar las fuer­zas perdidas del cuerpo Vosotros, los que tenéis todas vues­tras comodidades en la tierra, que sólo carecéis de ojos para ver, de oídos para oír y de corazones para comprender lo mucho que Dios ha hecho por vosotros, decidme ¿no creéis que debe ser una cosa terrible buscar el pan cotidiano y no encontrarlo, máxime si hay cinco o seis criaturas que lo pi­den llorando Si no fuera la mano de Dios que sostiene al hombre, perdería éste la paciencia, maldeciría a Dios y moriría. ¡Oh! ¡el grito de pan, pan! ¿Quién podrá calcular lo que se siente al escucharlo, a no ser que nunca lo haya escuchado Me admiro de que no produzca más abatimien­to en los creyentes del que en realidad produce.

4.          Semejante a esta terrible aflicción es el dolor que nos causa la muerte de aquellos a quienes amamos, de una tierna madre que aún no había llegado a la vejez; de un ni­ño querido que apenas empezaba a vivir y a quien amábamos con toda la efusión del corazón; de un amigo del alma que, después de la gracia de Dios, es el mejor don que recibimos del cielo. Hay miles de circunstancias que vienen a empeo­rar la situación. Tal vez la criatura o el amigo haya muerto en nuestros brazos, tal vez la guadaña de la muerte haya venido a cortarlo cuando menos lo esperábamos, cuando estaba flore­ciendo. En todos estos casos es muy natural y justo que nos acongojemos: así lo quiere Dios. El no desea que seamos co­mo tarugos o como piedras; debemos normar nuestros afec­tos y no extinguirlos. Por consiguiente, puede la naturaleza derramar lágrimas; puede existir la aflicción sin que haya pecado.

5.          Podemos tener una congoja todavía más profunda por aquellos que viviendo están muertos, con motivo de la dureza, ingratitud y apostasía de que adolecen y que se mag­nifica por ser ellos nuestros parientes. ¿Quién podrá descri­bir la congoja que se siente cuando uno ama a las almas-a un amigo, a un hermano, a un esposo, a una esposa, a un pa­dre, a un hijo-y ve que están muertas para con Dios; que corren hacia el pecado como un caballo a la batalla, y que a pesar de todos los esfuerzos que hacemos por persuadirlos se apresuran a perfeccionar su condenación Esta agonía de espíritu aumenta en sumo grado cuando reflexionamos que quien ahora corre hacia su destrucción, en un tiempo cami­naba bien por el camino de la vida. Lo que era en un tiempo, sólo sirve para hacer resaltar más lo que es ahora y afli­girnos mucho.

6.          Podemos estar seguros de que en todas estas circuns­tancias, nuestro gran enemigo no dejará de aprovecharse de la oportunidad, pues siempre anda "como león rugiente al­rededor nuestro" buscando a quien devorar. Usará de todo su poder y habilidad, a ver si acaso puede obtener alguna ventaja sobre el alma abatida. No será parco en el uso de sus dardos, sino que disparará los más agudos, los que entrarán con mayor facilidad y se clavarán más profundamente en el corazón, los que agravarán más la tentación. Procurará su­gerir pensamientos de duda, de blasfemia, de murmuración. Sugerirá el pensamiento de que Dios no se ocupa de la tierra, ni la gobierna, o al menos que no la gobierna bien, según las leyes de la justicia y de la misericordia. Procurará que el corazón se rebele en contra de Dios. Hará por renovar nues­tra enemistad natural en contra de El. Y si nos proponemos combatirle con sus propias armas, si nos ponemos a argüir con él, nos sentiremos más y más abatidos, si no es que cae­remos en la más completa oscuridad.

7.          Se ha supuesto con frecuencia que existe otra causa del abatimiento, ya que no de las tinieblas, a saber: que Dios se retira del alma simplemente porque así le place. A la ver­dad que lo hará si contristamos al Espíritu Santo, ya con el pecado positivo, ya con el interior; haciendo el mal o dejan­do de hacer el bien; dejándonos dominar de la soberbia, la cólera, la pereza espiritual, los deseos torpes y los afectos desordenados. Pero que se retire simplemente porque así le place, lo niego rotundamente. No hay un solo texto en la Es­critura que sostenga semejante suposición. Al contrario, no sólo versículos particulares, sino todo el tenor de la Biblia la contradice. Esta idea es repugnante a la naturaleza misma de Dios. Está diametralmente opuesta a su majestad y sabi­duría. No está de acuerdo con su justicia y misericordia, ni con la experiencia real de todos sus hijos.

8.          Muchos de los llamados "autores místicos" mencio­nan otra causa del abatimiento-y esta opinión se ha propa­lado, no sé cómo, aun entre la gente sencilla que no lee a di­chos autores. En prueba de esto, citaré las palabras de una escritora, que al dar su experiencia dice: "Tan dichosa me sentía con el Amado, que aunque me hubiesen obligado a vivir en un desierto me habría conformado sin dificultad alguna. Poco después de encontrarse mi ánimo en este estado, me sentí como si me hubiesen llevado efectivamente a un desierto. Me vi en una condición muy lamentable. Me encon­tré enteramente pobre, desgraciada y miserable. Es la fuen­te de esta congoja el verdadero conocimiento de nosotros mis­mos, el descubrimiento de la diferencia tan infinita que exis­te entre nosotros y Dios. Nos vemos enteramente opuestos a El; nuestras almas depravadas están enteramente corrompi­das, llenas de toda clase de mal y malignidad, del mundo, de la carne y de toda clase de abominaciones." De aquí se ha deducido que el conocimiento de nosotros mismos, sin el cual pereceríamos para siempre, debe producir en nosotros-aun después de tener la fe que justifica-el más profundo abatimiento.

9.          Debemos observar: (1) Que en el párrafo anterior dice la escritora: "Siendo que no tenía yo una fe verdadera en Cristo, ofrecíme a Dios, e inmediatamente sentí su amor." Muy bien puede ser, y sin embargo, esto no parece ser la justificación. Probablemente no haya sido sino lo que gene­ralmente llamamos, "las invitaciones del Padre." Si así fue, el abatimiento y las tinieblas que siguieron eran simple­mente la persuasión del pecado, la que en el curso regular de las cosas debe preceder a esa fe que nos justifica.

(2) Supongamos que dicha escritora haya quedado jus­tificada casi en el mismo instante en que se persuadió de su falta de fe: no hubo tiempo para ese conocimiento gradual de sí mismo que precede a la justificación. En tal caso, por con­siguiente, vino después y probablemente haya sido más severo, puesto que no se esperaba.

(3) Se cree que después de la justificación, nuestra con­ciencia del pecado innato, de la corrupción completa de nues­tra naturaleza es mucho más profunda, clara y plena que an­tes. Empero no debe traer esto las tinieblas al alma, ni tam­poco puede afirmar que debe causarnos el abatimiento. Si así fuera, no habría añadido el apóstol las palabras: "si es necesario," puesto que de otra manera existiría la necesidad absoluta e indispensable de ese abatimiento para todos aque­llos que se conocen a sí mismos. Es decir, para todos aquellos que desean tener el conocimiento perfecto de Dios, y ser he­chos por ese medio "aptos para participar de la suerte de los santos en luz." Mas este no es el caso. Al contrario, Dios pue­de hacer que aumente el conocimiento que tenemos de nosotros mismos en el mismo grado y en proporción al conoci­miento de El, y a la experiencia de su amor. En este caso no existían el desierto, la miseria y el desamparo, sino el amor, la paz y el gozo creciendo gradualmente para la vida eterna.

IV.        1. ¿Con qué fin permite Dios ese abatimiento en tantos de sus hijos Este es el cuarto punto que nos propu­simos elucidar. El apóstol contesta esta pregunta clara y ter­minantemente: "Para que la prueba de vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual perece, bien que sea probado con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando Je­sucristo fuere manifestado" (v. 7). Puede ser que aluda a esto aquel pasaje tan conocido en el capítulo cuarto, si bien se refiere especialmente a otro asunto como ya hemos obser­vado: "No os maravilléis cuando sois examinados por fue­go...antes bien gozaos en que sois participantes de las aflicciones de Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis en triunfo" (vrs. 12-13).

2.          Esto nos enseña que el fin primordial que Dios se propone al permitir las tentaciones que abaten a sus hijos, es probar su fe. Las tentaciones purifican la fe como el fuego depura el oro. Perfectamente sabemos que el oro se acrisola en la lumbre, se depura de la escoria. Así pasa con la fe en el fuego de la tentación. Mientras mayor es ésta, más limpia sale aquélla. Y no sólo se purifica, sino que se fortalece, se confirma y aumenta en gran manera con tantas pruebas de la sabiduría y del poder del amor y de la fidelidad de Dios. El aumentar nuestra fe es, pues, uno de los fines que Dios se propone en su misericordia al permitir tantas tentaciones.

3.          Las tentaciones sirven para probar, purificar, confir­mar y aumentar nuestra esperanza viva, en la que "el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo" nos ha regenerado, según su grande misericordia. Indudablemente que nuestra esperanza tiene que aumentar en proporción con nuestra fe. Esta es nues­tra base: creyendo en su nombre, viviendo por la fe en el Hijo de Dios, tenemos la esperanza, la seguridad de la gloria que ha de ser revelada. Por consiguiente, todo aquello que justifica nuestra fe aumenta nuestro gozo en el Señor, el que naturalmente se aúna a la esperanza de la inmortalidad. En vista de esto, el apóstol exhorta en el otro capítulo a los cre­yentes: "Gozaos en que sois participantes de las aflicciones de Cristo." Cabalmente por esto "sois bienaventurados; por­que la gloria y el Espíritu de Dios reposan sobre vosotros." Por lo tanto, podéis, en medio de los sufrimientos, regocija­ros "con gozo inefable y glorificado."

4.          Los tentados se regocijan más por cuanto las tentacio­nes que aumentan su fe y esperanza, aumentan también su amor. Tienen también más gratitud a Dios por todas sus mise­ricordias, y mayor buena voluntad a todo el género humano. Por consiguiente, mientras más íntimamente sienten el amor de Dios su Salvador, más se inflaman sus corazones con el amor de Aquel que "nos amó primero." Mientras más clara y fuerte es la evidencia que tienen de la gloria que ha de ser revelada, más aman a Aquel que la ha asegurado para ellos y les ha dado "las arras de la promesa." Este aumento de su amor es otro fin de las tentaciones que Dios permite les vengan.

5.          Su adelanto en la santidad es diferente: es la santi­dad del corazón, la santidad en las costumbres. Esta resulta naturalmente de aquélla, puesto que el buen árbol produce buen fruto, y toda santidad interior es el fruto inmediato de la fe que obra por el amor. Con éste, el Espíritu bendito purifica el corazón del orgullo, de la voluntariedad, del amor al mundo, de los deseos torpes y nocivos, de los afectos viles y vanos. Además de esto, tienen las aflicciones santificadas por la gracia de Dios, una tendencia inmediata y directa ha­cia la santidad. Por medio de su Espíritu esas aflicciones hu­millan más y más, y abaten el alma ante Dios. Calman y paci­fican nuestro espíritu turbulento, amansan la fogosidad de nuestra naturaleza, moderan nuestra pertinacia y voluntarie­dad, nos crucifican al mundo y nos hacen ver que debemos esperar toda nuestra fuerza de Dios y buscar la felicidad en El.

6.          Todo esto tiene el gran propósito de que nuestra fe, esperanza, amor y santidad "sean halladas en alabanza," de Dios mismo, "y honra" de los hombres y de los ángeles "y gloria" que el gran Juez dará a todos los que han sufrido hasta el fin. En aquel día terrible se le dará esta gloria a ca­da hombre "conforme a sus obras," según la obra que Dios llevó a cabo en su corazón, y las obras exteriores que él hizo por Dios. Asimismo, según las tentaciones que haya sufrido. De manera que estas pruebas son una ganancia inestimable. Así que de muchos modos estas leves tribulaciones "obran en nosotros un sobremanera alto y eterno peso de gloria."

7.          Añádase a esto el beneficio que reciben otros al ver nuestra conformidad con la aflicción. La experiencia nos enseña que muy frecuentemente el ejemplo hace una impresión más profunda que los preceptos. Y qué mejor ejemplo pue­de darse-no sólo para los que son de la misma fe, sino para aquellos que no conocen a Dios-que el de un alma llena de serenidad y calma aun en medio de la borrasca; apesadum­brada y sin embargo, regocijándose siempre; aceptando hu­mildemente la voluntad de Dios, por mucho que ésta aflija nuestra naturaleza; exclamando en la enfermedad y en los dolores: "el vaso que el Padre me ha dado, ¿no lo tengo de beber" En las pérdidas o en la necesidad, "Jehová dio, Je­hová quitó: sea el nombre de Jehová bendito."

V.         1. Debo concluir con algunas deducciones. En pri­mer lugar, cuán diferente es el abatimiento de las tinieblas del alma-dos cosas que muy a menudo confunden aun los cristianos de experiencia. La oscuridad, o el estado de in­certidumbre, significa la pérdida completa del gozo en el Espíritu Santo. El abatimiento no significa tal cosa. En me­dio de él podemos "alegrarnos con gozo inefable." Los que yacen en las tinieblas no tienen la paz de Dios, los que están abatidos la tienen-tanto que la paz y la gracia les son multi­plicadas. En aquéllos se ha enfriado el amor de Dios, si no es que se ha extinguido por completo; en éstos preserva todo su vigor o más bien aumenta diariamente. En los primeros la fe misma se ha debilitado mucho, si no es que se ha perdido enteramente; la evidencia y persuasión de las cosas que no se ven, especialmente del amor misericordioso de Dios, no son ya tan claras y fuertes como antes. La confianza que te­nían en El se ha debilitado. Los que están abatidos, si bien no ven a Dios, tienen una confianza clara y firme en El, una evidencia permanente del amor que ha lavado todos sus pe­cados. De manera que mientras podamos distinguir la fe de la incredulidad, la esperanza de la desesperación, la paz de la guerra, el amor a Dios del amor al mundo, podremos infali­blemente discernir entre el abatimiento y las tinieblas.

2.          Deducimos, en segundo lugar, que puede haber ne­cesidad del abatimiento, mas no de las tinieblas. Puede ser que necesitemos ser afligidos un poco de tiempo para los fi­nes arriba mencionados, al menos en este sentido. Es pro­bable que esas tentaciones sean necesarias para probar nues­tra fe y aumentarla, para confirmar y ensanchar nuestra es­peranza, purificar nuestros corazones de toda mala disposi­ción y perfeccionarnos en el amor. En consecuencia, son ne­cesarias para hacer relucir más nuestra corona y añadir al peso eterno de nuestra gloria. Mas no podemos decir que las tinieblas sean necesarias a nuestros fines. No conducen a ninguno de ellos. La pérdida de la fe, de la esperanza y del amor, ciertamente no conduce a la santidad ni al aumento de ese premio en el cielo que será adecuado a nuestra san­tidad en la tierra.

3.          Del lenguaje del apóstol podemos deducir, en tercer lugar, que no siempre es necesario el abatimiento. "Estando al presente un poco de tiempo afligidos, si es necesario," de modo que no es necesario a todos los hombres, ni a nin­guna persona en todo tiempo. Dios tiene el poder y la sabidu­ría de llevar a cabo la misma obra en mi alma por diferentes medios y cuando le place. Algunas veces así lo efectúa. A los que El quiere los hace pasar de fuerza en fuerza hasta que perfeccionan la santidad en su temor, y esto sin causar casi ningún abatimiento, como que tiene dominio absoluto del co­razón del hombre y lo mueve como le place. Empero estos casos son raros. Por lo general Dios prefiere probar a los hombres en el fuego de la aflicción. Así que el abatimiento, poco más o menos, y las diversas tentaciones, son general­mente la parte que toca a sus hijos más queridos.

4.          Debemos, por consiguiente, orar y hacer cuanto es­té a nuestro alcance por no caer en las tinieblas. No necesi­tamos evitar el abatimiento, sino saber aprovecharlo. Debe­mos procurar portarnos de tal manera cuando estemos aba­tidos, y esperar la voluntad de Dios, que se cumplan todos los fines de su amor; que sea el medio de aumentar nuestra fe, confirmar nuestra esperanza y perfeccionarnos en toda san­tidad. Siempre que la tentación se presente, procuremos no perder de vista esos fines, y usemos la mayor diligencia, no sea que hagamos fallar el propósito de Dios. Cooperemos fer­vientemente con El por medio de la gracia con que constante­mente nos auxilia. Purifiquemos nuestros corazones de toda mancha de la carne y del espíritu, y crezcamos diariamente en la gracia de nuestro Señor Jesucristo hasta que nos re­ciba en su reino eterno.

PREGUNTAS SOBRE EL SERMON XLVII

1. ¿De qué se trató en el discurso anterior 2. (I. 1). ¿Qué se propone en primer lugar 3. (I. 2). ¿Qué se dice de la paz de es­tas personas 4. (I. 3). ¿Qué se dice de su esperanza viva 5. (I. 4). ¿Y de su gozo 6. (I. 5). ¿De qué otra cosa gozaron 7. (I. 6). ¿Qué más se dice de ellos 8. (II. 1). ¿Qué cosa podemos aprender de estos hechos 9. (II. 2). ¿Por qué se usó de la palabra "abatimien­to" al traducir esa palabra 10. (II. 3). ¿Qué se dice de los efectos de este abatimiento 11. (II. 4). ¿Cómo podemos llamar a esto 12. (111. 1). ¿Cuál es el tercer punto que se menciona 13. (III. 2). ¿Qué se dice de las enfermedades largas 14. (III. 3). ¿Qué resultado tiene la calamidad repentina 15. (III. 4). ¿Qué se dice de la muer­te de parientes cercanos 16. (III. 5). ¿Qué otra cosa puede ser to­davía un dolor más profundo 17. (III. 6). ¿Qué se dice de la parte que Satanás tiene en estos asuntos 18. (III. 7). ¿Qué cosa se ha su­puesto frecuentemente ¿Qué se dice de esta suposición 19. (III. 8). ¿Qué causa mencionan los autores místicos 20. (III. 9). ¿Qué se hace observar sobre este particular 21. (IV. 1). ¿Qué cosa se con­sidera en cuarto lugar 22. (IV. 2). ¿Qué aprendemos por consi­guiente 23. (IV. 3). ¿De qué sirven las tentaciones 24. (IV. 4). ¿Qué cosa aumentan estas aflicciones 25. (IV. 5). ¿Qué otro efec­to tienen 26. (IV. 6). ¿Cómo concluyen 27. (IV. 7). ¿Qué otra ventaja desean otros 28. (V. 1). ¿Cómo concluye el predicador 29. (V. 2). ¿Qué aprendernos en segundo lugar 30. (V. 3). ¿Qué deducimos, en tercer lugar, del modo con que habla el apóstol 31. (V. 4). ¿Qué, pues, debemos hacer ¿Debemos buscar o evitar el aba­timiento 32. (V. 4). ¿Cómo concluye el sermón