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Sermón XLIV - Sobre el Pecado Original

NOTAS INTRODUCTORIAS

Pocos asuntos en el sistema arminiano necesitan definirse más exactamente que la doctrina del pecado original. Debemos evitar, por una parte, el pelagianismo y el semi-pelagianismo, y por la otra, la predestinación agustiniana. El carácter de controversia que el señor Wesley dio a su tratado sobre el pecado original, tuvo por resultado que a la par que defiende la verdad plena­mente en contra de los dos primeros errores, hizo que en aparien­cia se inclinase hacia el otro. Hacemos observar aquí lo que el señor Wesley asienta de una manera positiva, y también lo que deja de asentar. Asienta:

1.          La universalidad absoluta del pecado.

2.          Que esta universalidad proviene del corazón pecaminoso, o sea la naturaleza o carácter pecaminoso.

3.          Que esta naturaleza pecaminosa no se adquiere, sino que se hereda-es innata.

4.          Que esta naturaleza pecaminosa se deriva desde Adán y viene por ley natural.

5.          Que se originó en la primera trasgresión. El señor Wesley presenta todos estos principios fundamentales en el lenguaje mis­mo de la Escritura.

6.          Asienta de la manera más clara, que el pecado (actual, del corazón, de nacimiento y original), expone al hombre a la ira de Dios. Pero no separa estos cuatro elementos de nuestro estado pecaminoso, y asienta con Calvino que la culpa se imputa por razón del pecado original. Aun en el tratado sobre el pecado ori­ginal, el señor Wesley parece evitar la expresión a pesar de que los autores que cita la usan con frecuencia. A la aserción del doctor Taylor de que "el castigo implica siempre la culpa," con­testa: "Siempre implica el pecado y el sufrimiento, y he aquí ambos: Adán pecó, su posteridad sufre en consecuencia de su pecado."

Lo mismo dice al discutir unas de las proposiciones del Ca­tecismo de Westminster: "De la culpa del primer pecado de Adán." "El primer pecado de Adán"-dice el doctor Taylor-"trajo con­secuencias que afectan a toda su posteridad, pero nosotros no nos hacemos merecedores del castigo en consecuencia de su pecado." A lo que contesta el señor Wesley: "Con la palabra castigo quiero significar el mal que sufrimos en consecuencia del pecado. ¿No estamos expuestos a ningún mal en consecuencia del pecado de Adán" Y al llegar a la última proposición de dicho catecismo- "Y justamente expuestos a toda clase de castigos en este mundo y en el venidero"-añade el señor Wesley: "No asiento que todos los hombres estén expuestos a recibir esos castigos sólo en con­secuencia del pecado de Adán, sino por sus propios pecados In­teriores y exteriores, los que, por su propia culpa, brotan de su corrompida naturaleza." Más adelante dice: "No creo que alma alguna haya perecido, ni que perezca, sólo por el pecado de nues­tro primer padre."

Los cambios que hizo el señor Wesley en el Artículo Noveno de la Iglesia Anglicana, están en armonía con esta limitación de la doctrina agustiniana. Compárese dicho artículo con el sépti­mo de la Disciplina metodista. La cláusula omitida: "y por tanto, cada persona que nace en este mundo, merece esto: la ira de Dios, y la condenación," no significa en verdad la posición más extre­ma de la imputación calvinista de los pecados de Adán, ni más que la imputación mediata de Placaeus. El señor Wesley parece defi­nir más claramente aún esta imputación mediata, al aunar la cul­pa a nuestra negligencia individual de la redención que se nos ofrece.

Las ofertas universales del sacrificio se dejan sentir cons­tantemente en la antropología y la soteriología del señor Wesley. Para él no puede existir la raza humana, sin la salvación consu­mada por Cristo. Mas bajo el régimen actual, según el cual nues­tra raza está tan relacionada a Cristo como a Adán, evidentemen­te sostiene la culpa del pecado original en armonía con la Escri­tura. No existe, sin embargo, esta culpabilidad antes del pecador culpable y no puede ser, por lo tanto, la base de ningún decreto de la predestinación a la ira. "Estamos expuestos al mal en con­secuencia del pecado de Adán," empero solamente bajo un régi­men que nos trae la gracia por medio de la justicia de Cristo, y por consiguiente, la condenación final es el resultado de nuestra culpa individual en no aceptar la gracia que se nos ofrece. El se­ñor Wesley enseña todas aquellas partes de la doctrina agusti­niana que pueden probarse con la Sagrada Escritura, puesto que están en armonía con todo su sistema de doctrinas.

Respecto del grado de la depravación humana, las enseñan­zas del señor Wesley están en armonía con las confesiones agus­tinianas. Es una incapacidad total de hacer el bien "sin la gracia de Dios por Cristo que nos prevenga para que tengamos buena voluntad, y obre con nosotros cuando tenemos esa buena volun­tad." -Burwash.

Al tratar de este asunto, el estudiante no debe dejar de consi­derar el hecho de que si bien las opiniones del señor Wesley están en armonía con las confesiones agustinianas en lo que concier­ne al grado de la depravación humana, existe una diferencia ra­dical entre los dos sistemas. Las confesiones agustiniana y calvi­nista limitan a los elegidos la gracia de Dios que previene y sos­tiene. El señor Wesley declara que es común a todos los hombres como partícipes del sacrificio de Cristo. Un sistema reconoce el sacrificio parcial-las almas redimidas son llamadas, reciben "la gracia efectiva," y se salvan infaliblemente. El otro sistema pro­clama la salvación universal y la gracia que previene a todos los hombres, siendo la aceptación o el rechazo voluntario de la sal­vación en Cristo la crisis que determina el futuro del alma. En otras palabras: todos los hombres son por naturaleza incapaces de ayudarse a sí mismos, pero la gracia suple lo que a la natu­raleza falta, y por tanto, la responsabilidad pesa sobre el pecador que rechaza al Redentor.

Tan clara y palpable es la armonía de este sistema con el te­nor de la Sagrada Escritura, que en vano se multiplican las dis­tinciones metafísicas y las sutilezas de la lógica pretendiendo probar que la teoría agustiniana no hace a Dios responsable de que el pecador rechace a Cristo. El único resultado que se obtie­ne es que se predique en el púlpito lo que se niega en el credo. El sistema arminiano enseña en su credo lo mismo que se predica en el culto de avivamiento religioso.

ANALISIS DEL SERMON XLIV

Escritores antiguos y modernos han trazado descripciones agradables de la naturaleza humana que los hombres aceptan fácilmente, pero que no están acordes con la Palabra de Dios, la que declara que por la desobediencia de un hombre, todos sus descendientes se hicieron pecadores; que en Adán todos murie­ron; que engendró un hijo a su imagen y semejanza, puesto que "¿quién podrá hacer una cosa limpia de lo que no está limpio" Así que por naturaleza estamos muertos en transgresiones y pe­cados, habiendo sido formados en la iniquidad y concebidos en el pecado. Así se explica la universalidad absoluta del pecado actual.

I.          Mostremos lo que fueron los hombres antes del diluvio. La relación se refiere "al hombre," es decir, a toda la raza. Toda imaginación contiene todo lo que es creado en su interior. Es enteramente malo, sin mezcla de lo bueno, y constantemente, sin interrupción.

II.         ¿Son los hombres los mismos en nuestros días Así lo afirman David, Isaías y los apóstoles. La experiencia lo confirma. Somos ateos, sin conocimiento, amor ni temor de Dios. Idólatras, orgullosos, voluntariosos, amantes del mundo, de la lujuria, de la carne, de la concupiscencia del ojo y de la soberbia de la vida.

III.        De aquí se deduce: (1) La diferencia entre el cristianis­mo y todas las demás religiones. Estas dependen de la bondad na­tural, el cristianismo sólo reconoce el verdadero estado del hom­bre. (2) Ninguna religión que niegue este hecho es el verdadero cristianismo. (3) El cristianismo es esencialmente la curación del alma.

SERMON XLIV

SOBRE EL PECADO ORIGINAL

Y vio Jehová que la malicia de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del co­razón de ellos era de continuo solamente el mal (Génesis 6: 5).

1.          ¡Qué diferencia tan grande entre este lenguaje y las descripciones aduladoras que los hombres en todas las épo­cas de la historia han acostumbrado hacer de la naturaleza humana! Abundan los escritos de muchos de los antiguos en felices narraciones de la dignidad humana. Algunos de ellos parecen creer que el hombre está dotado en su naturaleza de toda clase de virtudes y de felicidad, o al menos que éstas están a su alcance, que puede obtenerlas sin recurrir a nin­gún otro ser, como si se bastase a sí mismo, pudiese vivir por sí mismo, y sólo fuese un poquito inferior a Dios.

2.          Y no sólo los paganos-que apenas tenían por guía en sus investigaciones la luz tenue de la razón-hablaron tan plausiblemente de la naturaleza del hombre como si fuera toda inocencia y perfección, sino también muchos que se llaman cristianos, a quienes se han encomendado los Oráculos de Dios. Abundan estas descripciones especialmen­te en nuestro siglo, y tal vez más en nuestro país que en cual­quiera otra parte del mundo. Muchas personas de gran inte­ligencia y vasta erudición, han aguzado su entendimiento pa­ra mostrar lo que ellos llaman "el lado bueno de la natura­leza humana." Debemos confesar que si estas descripciones son exactas, el hombre es todavía "poco menos que los án­geles." O traduciendo el original más literalmente, "poco me­nos que Dios."

3.          Nada extraño es que la mayoría de los hombres acep­te fácilmente dichas descripciones. Porque ¿a quién no le gusta pensar bien de sí mismo Muy natural es que los es­critores de esta escuela por todas partes encuentren lectores; que sean el objeto de la admiración y el aplauso de la gente, y que los conversos que los siguen-no sólo de entre la clase aristócrata, sino aun de los hombres sabios del mundo-sean tan numerosos. De manera que el hablar en sentido adverso, el decir cualquiera cosa en contra de la naturaleza humana, que se considera generalmente, a pesar de unas cuantas de­bilidades, como muy inocente, sabia y virtuosa, es señal de poca educación.

4.          Empero, ¿qué haremos con la Biblia, la cual no está de acuerdo con tales opiniones Estas descripciones que tan­to agradan al hombre, son enteramente contrarias a la que hace la Escritura, en la que leemos que: "por la desobedien­cia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores;" "en Adán todos murieron"-murieron espiritualmente, per­dieron la vida y la imagen de Dios. Adán, caído y pecador, engendró a un hijo a su propia imagen. No era posible que lo engendrara de otra manera, porque ¿quién hará algo lim­pio de una cosa inmunda En la Biblia, pues, leemos que, por consiguiente, tanto nosotros como los demás hombres es­tamos por naturaleza "muertos en nuestros delitos y peca­dos;" "sin esperanza, sin Dios en el mundo," y somos, por consiguiente, "hijos de la ira." Que todo hombre debe decir: "He aquí en maldad he sido formado, y en pecado me conci­bió mi madre;" "no hay diferencia," "por cuanto todos pe­caron, y están destituidos de la gloria de Dios"-de esa ima­gen gloriosa de Dios en la que el hombre fue creado. De aquí que cuando Dios "miró desde los cielos sobre los hijos de los hombres," cada uno se había vuelto atrás; "todos...se han corrompido; no hay quien haga bien, no hay ni siquiera uno"-ni uno solo que busque a Dios. Así lo declara el Es­píritu Santo en las palabras del texto: "Vio Jehová"-cuan­do miró desde los cielos-"que la malicia de los hombres era mucha en la tierra," tanta, que "todo designio de los pensa­mientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal."

Valdréme de esta descripción que Dios hace del hombre para mostrar, primeramente, lo que los hombres eran antes del diluvio; para investigar, en segundo lugar, si en nuestros días son lo mismo o no lo son. Y en conclusión añadiré al­gunas deducciones.

I.          1. Paso, en primer lugar, haciendo la paráfrasis del texto, a discurrir sobre la condición de los hombres antedi­luvianos. Muy bien podemos aceptar la relación que se nos hace en el texto, puesto que Dios mismo vio desde los cielos, y El no puede engañarse. "Vio Jehová que la malicia de los hombres era mucha." No la mancha de fulano o de zutano; no sólo de la mayoría, sino de todos y cada uno de los hombres. La palabra significa toda la raza humana, todas las criaturas que tienen nuestra naturaleza.

No podemos calcular el número, ni decir cuántos miles de millones de hombres existían entonces. Conservaba la tierra en aquellos tiempos mucha de su belleza y fertilidad primitiva. No estaba dividida como ahora. La primavera y el verano deleitaban al hombre. Muy probablemente producía sustento para un número de habitantes mucho mayor del que podría producir ahora. El número de los hombres debe ha­berse multiplicado de una manera extraordinaria, pues du­rante siete u ocho siglos estuvieron engendrando hijos, y, sin embargo, entre esa multitud inconcebible, solamente "Noé halló gracia en los ojos de Jehová." Solo él, y quizás algunos miembros de su familia, eran la excepción de la maldad uni­versal que, atrayéndose el justo castigo de Dios, causó poco después la destrucción de todo el mundo. Todos los demás hombres que perecieron habían sido culpables.

2.          "Vio Jehová...todo designio de los pensamientos del corazón de ellos," de su alma, de su interior, de su espí­ritu, de ese principio de todos sus movimientos interiores y exteriores. "Vio.todo designio." No hay palabra que tenga un sentido más amplio. Significa los pensamientos, pro­pósitos, actos de la voluntad. Todo lo que existe o pasa en el alma. Las inclinaciones, afectos, apetitos, pasiones, el genio, la disposición, las ideas. Debe incluir, en consecuencia, todas las palabras y acciones que naturalmente manan de estas fuen­tes y que tienen que ser como ellas buenas o malas.

3.          Ahora bien, Dios vio que todo esto, absolutamente todo, era malo. Era contrario a la rectitud moral. Era contra­rio a la naturaleza de Dios, que obviamente incluye todo lo que es bueno. Era adverso a la voluntad divina, la norma eterna del bien. Era opuesto a la imagen pura y santa de Dios en la que fue el hombre creado primeramente, y en la que permanecía cuando Dios, paseando la mirada sobre todas las obras que había creado, vio que eran buenas. Era contrario a la justicia, la misericordia, la verdad, y las relaciones esen­ciales que deben existir entre el Creador y la criatura, entre sí y los demás hombres.

4.          Empero, ¿no estaba el bien mezclado con el mal ¿No había alguna luz en aquellas tinieblas Ninguna absolu­tamente. "Vio Jehová que...todo designio de los pensa­mientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal" A la verdad, no puede negarse que muchos, tal vez to­dos, deben haber tenido buenas ideas en sus corazones, pues­to que el Espíritu de Dios luchaba con el hombre, para ver  si acaso se arrepentía. Luchó muy especialmente durante esa época de misericordia, los ciento veinte años en que se cons­truyó el arca. Sin embargo, nada bueno existía en su natu­raleza. Esta era enteramente mala-consecuente consigo mis­ma, y sin la menor mezcla de ningún otro elemento.

5.          Pero puede ser que alguno pregunte: "¿No hubo al­gún período durante el cual cesó este mal ¿No hubo algún intervalo de luz y bien en el corazón del hombre" No esta­mos ahora considerando lo que la gracia de Dios puede lle­var a cabo de cuando en cuando, y fuera de esto no tenemos derecho de creer que haya cesado el mal en ninguna época. Porque Dios "vio que...todo designio de los pensamien­tos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal"- de año en año, de hora en hora, minuto a minuto, sin que jamás hubiera la menor tendencia hacia el bien.

II.         Tal es la relación auténtica de la raza humana, que dejó escrita para nuestra instrucción Aquel que escudriña el corazón y examina los riñones. Tales eran los hombres an­tes de que Dios mandase el diluvio sobre la tierra. Pasamos a investigar, en segundo lugar, si los hombres de nuestros tiempos son lo mismo que aquéllos o no.

1.          Tan cierto es esto, que la Escritura no nos deja lugar a dudas, puesto que muy al contrario, todos los pasajes arri­ba citados se refieren a los hombres que habitaron la tierra después del diluvio. Más de mil años después, Dios declaró por medio de David-hablando de los hombres-que "todos declinaron," fuera del camino de la verdad y de la santidad; que "no hay quien haga bien, no hay ni siquiera uno." En sus tiempos, los profetas todos dieron testimonio de esta verdad.

Hablando Isaías del pueblo escogido de Dios-que induda­blemente no era peor que el pagano-dice: "Toda cabeza está enferma, y todo corazón doliente. Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa ilesa, sino herida, hin­chazón y podrida llaga." Lo mismo dicen los apóstoles y lo confirma el tenor todo de los Oráculos de Dios, en los que aprendemos que "todo designio de los pensamientos del co­razón del hombre"-en su estado natural-"era de continuo solamente el mal."

2.          La experiencia diaria confirma esta relación del es­tado actual del hombre. Es muy cierto que el hombre natu­ral no lo discierne, lo que no es nada extraño. Así como un hombre ciego de nacimiento no puede apreciar lo que pier­de si no recibe la vista, tampoco pueden los hombres-en la ceguedad natural de su entendimiento-apreciar sus necesida­des espirituales, ni aun ésta tan importante. Empero tan pron­to como Dios abre los ojos de su entendimiento, ven la con­dición en que se encontraban antes. Quedan profundamente persuadidos de que todo hombre que vive, especialmente ellos, es por naturaleza "completa vanidad," es decir, torpeza, ignorancia, pecado y maldad.

3.          Al abrir Dios nuestros ojos vemos que antes éramos ateos en el mundo. No teníamos ninguna idea ni conocimien­to natural de Dios, porque, si bien es cierto que desde que en­tramos al uso de nuestra razón aprendemos a distinguir "las cosas invisibles de él, su eterna potencia y divinidad...por las cosas que son hechas," y a inferir de las cosas que se ven, que existe un Ser eterno, poderoso e invisible que, sin em­bargo, no conocíamos personalmente. De la misma manera que sabemos que hay un emperador de la China, a quien no conocemos, sabíamos que hay un Rey de toda la tierra, mas no lo conocíamos. A la verdad que no podíamos conocerle por medio de nuestras facultades naturales. Con ninguna de éstas podemos obtener el conocimiento de Dios. No pode­mos percibirle con nuestro entendimiento natural, como no podemos verle con nuestros ojos, porque "nadie conoció al Hijo, sino el Padre; ni al Padre conoció alguno sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quisiere revelar."

4.          Recordamos haber leído de un rey de la antigüedad quien, deseando saber el lenguaje natural de los hombres a fin de obtener ciertos resultados, hizo la prueba siguiente: mandó que dos niños recién nacidos fuesen llevados a una casa preparada de antemano, en la que los criaron sin darles absolutamente ninguna instrucción ni permitir que escucha­sen nunca la voz humana. ¿Cuál fue el resultado Cuando llegó el día de sacarlos de su encierro se descubrió, por su­puesto, que no sabían hablar, y sólo articulaban sonidos como si fueran animales irracionales. De la misma manera, si se criara a dos niños sin darles absolutamente ninguna instruc­ción religiosa, no cabe duda de que el resultado sería semejante, a no ser que Dios interpusiera su gracia. No tendrían nin­guna religión; no tendrían más ideas de Dios que las bestias del campo, que el pollino de una asna. Tal es la religión natu­ral separada de la tradicional y sin la influencia del Espíritu de Dios.

5.          No conociendo a Dios no podemos amarle, puesto que sin conocer a una persona no es posible amarla. La mayoría de los hombres dice que ama a Dios-al menos muy pocos confiesan que no tienen ese amor, pero el hecho es tan pa­tente que no puede negarse. Nadie ama a Dios por natura­leza, como no se ama la piedra, ni la tierra sobre que anda uno. Nos deleitamos naturalmente en aquello que amamos, mas ningún hombre se deleita naturalmente en Dios. No es fácil concebir en nuestra condición natural cómo podría al­guien deleitarse en El. No nos complacemos en El en lo ab­soluto; no nos gusta amarle. ¡Amar a Dios! ¡Cuán lejos está de nuestros pensamientos! No podemos, en nuestra condición natural, abrigar ese amor.

6.          Por naturaleza no tenemos el amor ni el temor de Dios. Concedemos que la mayor parte de los hombres, tarde o temprano, llega a tener cierta especie de temor irracional, sin sentido, que, propiamente hablando, se llama supersti­ción-si bien los epicúreos en su torpeza le dieron el nombre de religión. Pero ni aun este miedo es natural, sino adqui­rido, especialmente en la conversación o los ejemplos. Natu­ralmente, Dios no se halla en todos nuestros pensamientos. Dejamos que se ocupe de sus asuntos, que siga sentado tran­quilamente en el cielo y nos figuramos que nos deja ocupar­nos de nuestros negocios en la tierra, de manera que no tene­mos el amor de Dios en nuestras mentes, como no tenemos su amor en nuestros corazones.

7.          Así es que todos los hombres son ateos en el mundo. Este ateísmo, sin embargo, no nos protege en contra de la idolatría. Todo hombre que viene al mundo es idólatra por naturaleza. No somos idólatras en el sentido vulgar de la pa­labra: no nos inclinamos, como hacen los paganos, ante imá­genes fundidas o grabadas; no adoramos el tronco de un árbol, la obra de nuestras manos, ni oramos a los ángeles y a los santos del cielo, como no adoramos a los santos de la tierra. Pero hemos elevado ídolos en nuestros corazones; nos incli­namos ante ellos. Nos adoramos a nosotros mismos al pagar­nos ese honor que sólo se debe a Dios. Toda soberbia es ido­latría; es apropiarnos lo que pertenece a Dios, y si bien el orgullo no fue la condición natural del hombre que Dios creó, ¿dónde está el hombre que no nace lleno de soberbia Con ella robamos a Dios de sus inalienables derechos y con nuestra idolatría le usurpamos su gloria.

8.          Empero la soberbia no es la única idolatría de que naturalmente adolecemos, sino que Satanás ha sellado nues­tros corazones con el pecado de la voluntariedad. "Me sentaré;"-dijo, antes de caer del cielo-"en los extremos del norte;" haré mi voluntad y lo que se me dé la gana, sin consultar la voluntad del Creador. Lo mismo hacen todos los hombres y esto de mil maneras. Y lo confiesan sin avergonzarse en lo mínimo, sin miedo ni sonrojo. Preguntad a cualquier hombre: "¿Por qué haces esto" y os contestará: "Porque se me an­toja." ¿No es esto hacer su propia voluntad, tanto como decir: el diablo y yo vamos de acuerdo; Satanás y yo seguimos la misma norma de conducta Entre tanto, la voluntad de Dios no está en sus pensamientos, no se acuerdan de ella en lo absoluto, a pesar de que saben que es la regla suprema de todo ser inteligente-bien en el cielo, ya en la tierra-que naturalmente resulta de las relaciones inalterables que exis­ten entre el Creador y todas sus criaturas.

9.          Hasta aquí llevamos en nosotros la imagen del diablo, pero bien pronto le dejamos atrás. Nos hacemos culpables de una idolatría de que él está libre: es decir, el amor del mun­do, que es tan natural en el hombre como hacer su propia vo­luntad. ¿Qué cosa más natural que buscar la felicidad en la criatura y no en el Creador, la satisfacción en las obras de sus manos, que sólo en Dios puede encontrarse ¿Qué cosa más natural que "la concupiscencia de la carne"-a saber: toda clase de placer sensual Los hombres, a la verdad, dicen que desprecian estos placeres materiales, especialmente los hombres de saber y educados. En apariencia se sobreponen a esos apetitos que los nivelan con los brutos, pero esto no es sino una mera afectación, puesto que todos ellos tienen la conciencia de que en este respecto son por naturaleza igua­les a las bestias. Los dominan los apetitos sensuales, aun los más bajos; los arrastran de aquí para allá a pesar de la razón de que hacen alarde. El hombre que tiene buena educación y otras cualidades, en nada supera al chivo, al contrario, muy probablemente el chivo sea mejor que él.

Concedemos que existe gran diferencia entre los hombres, que resulta no sólo de la gracia que previene a unos, sino del temperamento y de la educación. Pero a pesar de esto, ¿quién es aquel que, conociéndose a sí mismo, se atreva a tirar la primera piedra ¿Quién podrá resistir la prueba que el Se­ñor sugiere al comentar sobre el séptimo mandamiento: "Cual­quiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón" No sé qué cosa me sorprende más, si la ignorancia o la insolencia de aquellos que hablan en términos tan despreciativos de los que sucumben a los de­seos que todo hombre siente en su corazón-el anhelo de los placeres sensuales, ya sean inocentes o no, tan naturales en los hijos de Adán.

10.        Lo mismo puede decirse del deseo de la mente, de los goces de la inteligencia-los que nacen de la contempla­ción de objetos llenos de grandeza, hermosura, o raros. Puede ser que si investigamos el asunto con cuidado, descubramos que las cosas grandes y hermosas sólo agradan por su nove­dad, y que cuando ésta pasa, el placer, al menos en su inten­sidad, se acaba; que al mismo tiempo que se acostumbra uno a verlas, se hacen comunes y poco interesantes. Sin embargo, por muy frecuente que sea esta experiencia, siempre existe en nuestro ser el mismo deseo; la sed innata continúa en el alma, la que mientras más tratamos de satisfacer, más aumen­ta. Aunque dejemos un objeto que haya hecho fallar nues­tras esperanzas, luego buscamos otros y otros.

11.        Otra manifestación de esa enfermedad fatal es el amor al mundo, tan profundamente arraigado en el alma- "la soberbia de la vida," el deseo de ser alabado, de recibir la honra que viene de los hombres.

Los más acendrados admiradores de la naturaleza hu­mana conceden que esto es natural, tan natural como la vista, el oído o cualquier otro sentido. ¿Acaso se avergüenzan de ello Ni los hombres de letras, de educación y cultura. Al contrario, se vanaglorian de esta debilidad; aplauden a otros para recibir a su vez aplausos. Aun cristianos eminentes, así llamados, no vacilan en adoptar el mote de aquel antiguo y soberbio pagano: "Enimi dissoluti est te nequarn negligere quid de se homines sentiant:" "Despreciar la opinión de los hombres es señal de una mente ruin y malvada." De manera que cultivar un genio tranquilo y apacible, ya sea que se nos honre o no, ora se hable bien de nosotros ora mal, es para ellos prueba de que uno no merece vivir, y casi exclaman: "Quita, quita a ese hombre."

Cualquiera se figuraría que los tales hombres jamás han oído hablar de Jesús ni de sus apóstoles; que nunca han es­cuchado aquellas palabras: "¿Cómo podéis vosotros creer, pues tomáis la gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que de sólo Dios viene" Si esto es cierto-como lo es-si es imposible creer-y sin creer no se puede agradar a Dios-mientras buscamos la honra los unos de los otros y no la honra que de sólo Dios viene, ¡en qué estado se en­cuentra el género humano! Cómo se encuentran tanto los cristianos como los paganos, puesto que todos ellos buscan la honra los unos de los otros; puesto que para todos es tan natu­ral esto, siendo ellos mismos los jueces, como es ver el rayo de luz que hiere la vista, o escuchar el sonido que hace vibrar el tímpano del oído; puesto que consideran como una virtud el buscar la honra que viene de los hombres, y como una de­pravación el contentarse con la que viene sólo de Dios.

III.        1. Paso a mencionar unas cuantas deducciones de lo que dejamos dicho. En primer lugar, encontramos una gran diferencia fundamental entre el cristianismo, considerado co­mo un sistema de doctrinas, y el más elevado paganismo. Muchos de los antiguos paganos describieron los vicios de ciertos individuos. Muchos hablaron en contra de su avari­cia y crueldad, su lujuria y despilfarro. Algunos de ellos tuvieron el valor de confesar que "ningún hombre nace libre de un vicio u otro." Sin embargo, como quiera que ninguno de estos escritores tenía la menor idea de la caída del hom­bre, no tenían la conciencia de su corrupción total. No sa­bían que los hombres, lejos de tener en sí un bien, están lle­nos de toda clase de mal. Ignoraban por completo que toda la raza humana es enteramente depravada; que todo hombre que viene al mundo tiene corrompidas todas las facultades del alma, no tanto por razón de los vicios particulares que dominan a tal o cual persona, sino por el ateísmo y la idola­tría, la soberbia y la voluntariedad, y el amor propio que rei­na en todo el mundo.

Esta es pues, la primera gran diferencia entre el paga­nismo y el cristianismo. Aquel reconoce que hay muchos hombres viciosos que nacen con la tendencia al vicio, pero supone que en algunos la bondad natural supera al mal. El cristianismo declara que todos los hombres son "concebidos en pecado" y "formados en iniquidad;" que en consecuencia de esto, la mente de todo hombre es carnal y está en enemis­tad con Dios, al cual no se sujeta ni puede sujetarse a su ley. Y que de tal manera leuda toda el alma, que no hay en el, es decir, en su carne, en su estado natural, nada bueno, sino que al contrario, "todo designio de los pensamientos de ellos es de continuo solamente el mal."

2.          De lo anteriormente dicho, podemos aprender, en segundo lugar, que todo aquel que niega la existencia del pecado-désele el nombre de original o cualquier otro-es un pagano en el punto fundamental en que se diferencia el paganismo del cristianismo. Los que así opinan, conceden que los hombres tienen muchos vicios; que algunos de estos vicios son innatos, y que, por consiguiente, no nacemos tan sabios ni tan virtuosos como deberíamos. Muy pocos son los que afirman que nacemos con tanta propensión hacia el bien como hacia el mal, y que todo hombre es por naturaleza tan virtuoso y sabio como lo era Adán al ser creado. Empero  aquí está el shibboleth: ¿está el hombre por naturaleza lleno  de toda clase de mal ¿no tiene absolutamente nada de bueno ¿está caído por completo ¿está su alma enteramente co­rrompida En las palabras del texto, ¿es todo designio de los pensamientos del corazón del hombre "de continuo sola­mente el mal" Conceded esto y entonces podréis llamaros cristianos. Si lo negáis, aun sois paganos.

3.          Aprendemos, en tercer lugar, la verdadera natura­leza de la religión cristiana, que es el método divino de curar un alma que padece esta enfermedad. El gran Médico de las  almas aplica la medicina que se necesita para curar esta en­fermedad, para restaurar la naturaleza humana, enteramente corrompida en todas sus facultades. Dios cura nuestro ateís­mo por medio del conocimiento de sí mismo y de Jesucristo, a quien envió, dándonos fe, la evidencia y persuasión divinas de Dios y de las cosas de Dios, especialmente de esta verdad: Cristo me amó y se entregó a si mismo por mí. La enferme­dad mortal de la soberbia se cura con el arrepentimiento y la verdadera humildad de corazón. La voluntariedad se cura con la resignación y la sumisión humilde y agradecida a la voluntad de Dios. El amor a Dios es el mejor remedio del amor al mundo en todas sus manifestaciones. Esta es la re­ligión, propiamente hablando, "la fe" que de esta manera "obra por el amor," produce la humildad genuina, el morir enteramente para el mundo, teniendo a la vez una sumisión amante y una conformidad agradecida con toda la voluntad y la Palabra de Dios.

4.          De nada de esto habría necesidad si el hombre no hu­biese caído. No se necesitaría esta obra en el corazón, este cambio del tenor de nuestra mente. Lo superfluo de la bondad sería una expresión más propia que lo superfluo de la mal­dad, puesto que una religión exterior sin santidad de nin­guna clase, bastaría para todos los fines e intentos racionales. Y basta, de hecho, según el criterio de los que niegan la co­rrupción de nuestra naturaleza, quienes estiman la religión poco más o menos como el famoso Hobbes estimaba la razón. Según éste "la razón es un conjunto de palabras bien orde­nadas." Según aquéllos, la religión es un conjunto de pala­bras y acciones bien ordenadas. Y se expresan de una mane­ra consecuente con su modo de pensar, puesto que si lo de adentro estuviera limpio, en lugar de estar atestado de ini­quidad, ¿qué cosa faltaría sino limpiar "lo de afuera del vaso" Si estos individuos tienen la razón, lo que se necesita es la forma exterior.

5.          Empero vosotros sabéis lo que dicen los Oráculos de Dios. Sabéis cuán diferente es la opinión de Aquel que ve el corazón del hombre respecto de nuestra naturaleza y de la gracia, de nuestra caída y nuestra redención. Sabéis que el gran fin de la religión es renovar el corazón a la imagen de Dios, remediar la pérdida completa de la justicia y verdadera santidad que sostuvimos en la caída de nuestros primeros padres. Sabéis que cualquiera religión que no cumple con este fin-la renovación de nuestro corazón a la imagen de Dios, a la semejanza del Creador-no es otra cosa sino una farsa, una burla que se le hace a Dios, la destrucción de nues­tras almas.

¡Cuidaos de todos esos maestros que quieren engañaros haciéndoos creer que este es el cristianismo! No los creáis aunque se os presenten con toda la apariencia de la justicia, con toda la suavidad de lenguaje, toda decencia, y aun con estilo y expresiones elegantes, haciendo votos por vuestro bien y reverenciando la Sagrada Escritura. Guardad la fe antigua y sencilla que fue "una vez dada a los santos," y re­velada por el Espíritu de Dios a nuestros corazones. Ved vues­tra enfermedad. Ved cuál es vuestro remedio. Nacisteis en pecado, por consiguiente, debéis "nacer de nuevo," nacer de Dios. Estáis por naturaleza enteramente corrompidos, por gracia podéis ser completamente renovados. En Adán todos estáis muertos; en el segundo Adán, en Cristo, sois hechos vivos. En "vosotros que estabais muertos en vuestros delitos y pecados," Dios ha injertado el principio de la vida, la fe en Aquel que os amó y se entregó a sí mismo por vosotros. Aho­ra bien, pasad "de fe en fe" hasta que quedéis enteramente curados de vuestra enfermedad, hasta que se halle en vos­otros todo este sentir que hubo también en Cristo Jesús.

PREGUNTAS SOBRE EL SERMON XLIV

1. (¶ 1). ¿Qué se dice de las descripciones plausibles de la natura­leza humana que se han hecho en todas las épocas 2. (¶ 2). ¿Qué se dice de otros, además de los paganos 3. (¶ 3). ¿Qué se dice de la disposición de recibir estas opiniones 4. (¶ 4). ¿Qué se dice de la Sagrada Escritura ¿Qué de la opinión que Dios tiene del hombre 5. (I. 1). ¿Qué cosa se propone mostrar el predicador en primer lugar 6. (I. 2). ¿Qué se dice del escudriñamiento que Dios hace del interior del hombre 7. (I. 3), ¿Se encontraba este hombre espiritual en un estado de justicia 8. (I. 4). ¿Había en él alguna cosa buena 9. (I. 5). ¿Qué cosa se investiga aún 10. (II. 1). ¿Qué cosa se ase­gura ¿A quién se refiere la relación del Génesis Respuesta: A los hombres que vivieron antes del diluvio. Sabemos por Moisés que la úl­tima y más grave falta que cometieron fue la destrucción de la familia, y por consiguiente, del estado y de la sociedad. Dios no se encontraba en sus pensamientos. 11. (II. 2). ¿Cómo se confirma esta descripción del hombre 12. (II. 3). ¿Qué cosa vemos cuando Dios nos abre los ojos 13. (II. 4). ¿Qué experimento hizo un rey de la antigüedad 14 (II. 5). ¿Qué consecuencia trae el no conocer a Dios 15. (II. 6). ¿Tenemos por naturaleza temor o amor de Dios 16. (II. 7). ¿Cómo llama el predicador a todos los hombres ¿En qué sentido son ateos 17. (II. 8). ¿Qué otra clase de idolatría se menciona 18. (II. 9). ¿Qué imagen llevamos en nosotros mismos 19. (II. 10). ¿Cuál es el deseo de la vista 20. (II. 11). Mencione usted el tercer síntoma de esta enfermedad. 21. (III. 1). ¿Qué pasa a hacer ¿Cuál es lo primero 22. (III. 2). ¿Qué aprendemos en segundo lugar 23. (III. 3). ¿Y en tercero ¿Qué cosa es la religión cristiana ¿Qué cosa hace el gran Médico 24. (III. 4). ¿Seria necesaria esta obra si el hombre no fuese una criatura caída 25. (III. 4). ¿Qué se dice de Hobbes Repita usted la comparación que el predicador hace entre estas dos opiniones. ¿Qué opinaba Hobbes de la razón ¿Qué opinan estos individuos de la religión 26. (III. 5). ¿Qué se dice de la ver­dadera enseñanza del asunto ¿Qué nos enseñan los Oráculos divinos 27. ¿Cómo concluye el sermón