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Sermón LI - El Buen Mayordomo

NOTAS INTRODUCTORIAS

En este sermón sobre "El Buen Mayordomo," el señor Wesley coleccionó todas las máximas que había enseñado en el discurso sobre "El Uso del Dinero." Al estudiar cuidadosamente este ser­món, verá el lector que la filosofía de la vida que aquí se inculca-por muy raros que sean los casos en que se pone en práctica- no es nada más ni nada menos que el sistema que se enseña en la Biblia. Tan en consonancia está con nuestra idea de la idonei­dad de las cosas, que indudablemente no habrá quien pretenda argüir en contra de cualquiera proposición contenida en este dis­curso. El hombre no es dueño del mundo, si bien el Creador le dio el dominio y potestad sobre él. Si el pecado no hubiera entrado en el mundo, éste sería una maravilla de perfecciones, pero aun en un estado de inocencia, el hombre sólo habría sido virrey, con autoridad temporal sobre los reinos animal, vegetal y mineral, en los que se declararía a los seres inteligentes la gloria y majestad del verdadero Señor y Rey.

Empero el hombre en su condición caída se inclina a consi­derarse como el verdadero dueño y soberano de todo lo que lle­ga a poseer por medio de su diligencia, pericia, o debido a su na­cimiento de padres ricos. La razón le enseña, sin embargo, que aunque posea millones de oro y plata, tiene que morir y dejar su herencia a otros. No puede llevarse sus casas ni sus terrenos, y como quiera que viene desnudo al mundo, todo lo deja.

Todavía hay más: constantemente vemos la extravagancia de los que profesan ser hijos de Dios; que dicen ser peregrinos y extranjeros aquí, que van en busca de una ciudad invisible, y quie­nes, sin embargo, están constantemente comprando más terrenos y más casas, y acumulando más y más plata y oro. ¿Dónde encon­traremos al buen mayordomo El hombre de la parábola, al ver que le iban a quitar su empleo, se ocupó luego de distribuir los efectos entre los que debían a su amo, haciéndolos así sus propios deudores, a fin de encontrar amparo y amigos en el día de la ad­versidad. ¡Qué elocuente es la parábola del Señor! El mayordomo injusto desperdició los efectos de su amo, pero su astucia y falta de honradez le aseguraron una deuda de gratitud que los deudo­res de su señor le habían de pagar después. Por otra parte, al compartir lo que Dios nos da con aquellos que dependen de nos­otros, al socorrer a los necesitados, agradamos al Señor de todas las cosas y nuestros hechos de misericordia suben para ser nues­tros testigos cuando necesitemos entrar "en las moradas eternas."

ANALISIS DEL SERMON LI

Esta representación de la relación entre Dios y el hombre es muy feliz.

I.          ¿En qué sentido somos los mayordomos del Señor El ma­yordomo no es el dueño, sino sólo el depositario de bienes que se deben usar según las direcciones del amo. Dios nos ha hecho ma­yordomos.

II.         La brevedad e incertidumbre de nuestra mayordomía. La muerte nos despoja de los bienes terrenales, de nuestro cuerpo con todas sus facultades, de muchos talentos, y si bien nuestras almas siguen viviendo, cesa nuestra mayordomía.

III.        Hay que rendir cuentas. Una vez por todas, en el día del juicio. Especialmente de todo aquello que se nos dio en de­pósito. Seguirá la sentencia eterna.

IV.        De aquí aprendemos: lo preciso del tiempo; que ningún trabajo en la vida es indiferente; que no puede haber obras de supererogación; que debemos caminar sabiamente y en temor.

SERMON LI

EL BUEN MAYORDOMO

Da cuenta de tu mayordomía, porque ya no podrás más ser mayordomo (Lucas 26: 2).

1.          Los Oráculos de Dios nos presentan bajo diferentes maneras la relación del hombre para con la Divinidad, de la criatura para con el Creador. Si se considera al hombre como pecador, cual una criatura caída, es, según la Escritura, deu­dor a su Creador. Se le menciona también como un siervo, el cual distintivo es característico de la criatura, tanto que se aplica al Hijo de Dios en su estado de humillación: "toman­do forma de siervo, hecho semejante a los hombres."

2.          Ninguna característica asienta mejor al hombre en su estado actual, que el de mayordomo. Con frecuencia le da nuestro Señor este nombre, que lo define con especial exac­titud. Cuando habla de él como pecador, le llama deudor. El calificativo que le da otras veces de siervo, es general y vago, pero el de mayordomo significa un siervo especial, lo que el hombre es bajo todos respectos. Este adjetivo describe ple­namente la situación del hombre en este mundo; específica qué clase de siervo es para con Dios, y qué clase de servicios espera de él su divino Maestro.

Bueno será, por consiguiente, que consideremos bien es­te punto a fin de que nos aprovechemos de él por completo. Investiguemos, pues, primeramente, en qué sentido somos al presente mayordomos de Dios. Consideremos, en segundo lugar, que cuando nos llame a su presencia ya no podremos más ser mayordomos. Y por último, que habremos de dar cuenta de nuestra mayordomía.

I.          1. En primer lugar, investiguemos en qué sentido somos mayordomos de Dios. Le debemos todo lo que tenemos, pero si bien el deudor está en la obligación de devolver lo que ha recibido, sin embargo, puede usarlo como mejor le plazca hasta el día del pago. No así el mayordomo. El no tie­ne derecho a usar como quiera lo que se le ha entregado en depósito, sino según las direcciones de su amo. No tiene de­recho de disponer de nada de lo que maneja, sin la voluntad de su señor; porque no es el dueño de ninguna de estas cosas, sino que otro las ha depositado con él, y las ha depositado con esta condición: que ha de usar todo según las órdenes de su amo.

Ahora bien, este es el caso en que se encuentra el hom­bre en su relación para con Dios. No nos cabe el derecho de usar lo que ha depositado en nuestras manos como mejor nos parezca, sino conforme a la voluntad de Aquel que es el úni­co dueño del cielo y de la tierra, el Señor de toda criatura. No tenemos derecho de disponer de nada de lo que tenemos, sino como El manda, puesto que ninguna de estas cosas nos pertenece; todas ellas son de otro; ninguna de ellas es nues­tra, propiamente hablando, en esta tierra de peregrinación. No hemos de recibir nuestras cosas, sino hasta que lleguemos a nuestra verdadera patria. Sólo las cosas eternas son nues­tras. Las cosas temporales las tenemos en depósito, son del Dueño y Señor de todo. Nos las confía con la condición pre­cisa de que las usemos sólo como cosas del Señor y según las direcciones especiales que nos ha dado en su Palabra.

2.          Bajo esta condición nos ha confiado nuestras almas, nuestros cuerpos y todos los talentos que nos ha dado. Em­pero para fijar en nuestros corazones esta importante ver­dad, será necesario entrar en materia.

En primer lugar, Dios nos ha confiado el alma, ese es­píritu inmortal hecho a la imagen de Dios; con todos los po­deres y las facultades: el entendimiento, la imaginación, la memoria, el albedrío y todos los afectos intrínsecos de esa alma o relacionados con ella-el amor y el odio, la dicha y el sufrimiento respecto de lo bueno y lo malo en lo presente; deseo y aversión; esperanza y temor respecto de lo porvenir. Todo esto lo incluye Pablo en pocas palabras: "La paz de Dios guarde vuestros corazones y mentes." Quizá la palabra νοήματα pudiera traducirse como pensamientos, con tal de que se tome en su sentido más extenso: todas las percepciones de la mente, bien activas, bien pasivas.

3.          Es evidente que no somos más que mayordomos de todas estas cosas. El Señor nos ha confiado estas facultades no para que las empleemos conforme a nuestro albedrío, sino según las órdenes expresas que nos ha dado, si bien es muy cierto que hacer su voluntad es la manera más segura de afirmar nuestra dicha, puesto que sólo así podemos ser feli­ces en este siglo y en la eternidad. Debemos, pues, usar nues­tro entendimiento, nuestra imaginación, nuestra memoria, en­teramente para la gloria de Aquel que los dio. Debemos someter nuestra voluntad enteramente a la suya, y dejar que El guíe y dirija nuestros afectos. Debemos amar y odiar, rego­cijarnos y congojamos, desear o evitar, esperar o temer, se­gún la regla que nos da Aquel de quien somos criaturas y a quien debemos servir en todo y por todo. En este sentido, ni nuestros pensamientos nos pertenecen. No podemos dis­poner de ellos, sino que habremos de dar cuenta a nuestro Señor de todos y cada uno de los movimientos de nuestra mente.

4.          En segundo lugar, Dios nos ha confiado nuestros cuer­pos, esas máquinas "tan formidables y maravillosas." con to­dos sus miembros y facultades. Nos ha confiado los sentidos de la vista, el oído y todos los demás; mas ninguno de estos es nuestro, no debemos emplearlos según nuestro albedrío. No se nos han prestado dejándonos en libertad de usarlos al­guna vez como mejor nos plazca. Se nos han confiado bajo la condición precisa de usarlos solamente como El nos man­da y de ningún otro modo.

5.          Bajo idénticas condiciones nos dio esa facultad exce­lente del lenguaje. "Jehová me dio lengua"-dice el antiguo escritor- "para saber hablar en sazón." Con este fin se dio lengua a todos los hijos de los hombres, para que la empleen a la gloria de Dios. Nada es, pues, tan absurdo ni mues­tra mayor ingratitud como decir: "haré lo que quiera con mi lengua." No tenemos ese derecho, puesto que no nos hemos creado a nosotros mismos, ni somos independientes del Altí­simo. El es el que nos hizo, "y no nosotros a nosotros mismos." Por consiguiente, en este respecto y bajo todos aspectos es nuestro Señor, y tendremos que darle cuenta de todas y ca­da una de nuestras palabras.

6.          Somos igualmente responsables del uso que hacemos de nuestras manos y nuestros pies, y de todos los miembros de nuestro cuerpo. Estos son talentos que el Señor nos ha con­fiado hasta el día señalado por el Padre. Hasta entonces po­dremos usarlos, pero como mayordomos y no como propieta­rios, a fin de que no los presentemos "al pecado por instru­mentos de iniquidad," sino a Dios "por instrumentos de justicia."

7.          Dios nos ha confiado, en tercer lugar, ciertas cosas temporales: alimentos que tomar, vestidos que ponernos; un lugar donde reposar la cabeza; no sólo las cosas necesarias a la vida, sino también las comodidades. Sobre todo, nos ha he­cho depositarios de ese precioso talento que compra todo lo demás, el dinero. A la verdad que este es muy valioso si lo usamos como mayordomos fieles y prudentes, si lo emplea­mos exclusivamente para lo que nos ha mandado Dios.

8.          En cuarto lugar, Dios nos ha hecho depositarios de talentos que no están incluidos en las bendiciones ya mencio­nadas. Tales son la fortaleza del cuerpo, la salud, el buen parecer, las maneras afables, el saber y los conocimientos de varias clases, y todas las ventajas de una buena educación. Tal es la influencia que tenemos en los demás, bien se deba al amor que nos profesan, a la estima en que nos tienen o al poder que ejercemos-poder de hacerles bien o de causarles daño; de ayudarlos o estorbarlos en las circunstancias de la vida. Añádase a todo esto el talento inestimable del tiempo que Dios nos fía a cada momento, y, por último, ese don del cual depende todo lo demás y sin el cual lo que recibimos serían maldiciones en lugar de bendiciones; a saber: la gracia de Dios, el poder del Espíritu Santo que obra en nosotros lo que es aceptable en su presencia.

II.         1. Bajo todos estos conceptos los hijos de los hom­bres son mayordomos del Señor, el Dueño del cielo y de la tierra. El les ha confiado una parte muy considerable de las muchas cosas que son exclusivamente suyas, pero no para siempre ni por mucho tiempo. Se nos confía este depósito só­lo por un corto tiempo, durante el período incierto de nues­tra peregrinación en la tierra; sólo mientras permanecemos en el mundo, mientras tenemos aliento. Se apresura la hora, hela aquí, cuando ya no podremos más ser mayordomos. En el momento en que el cuerpo se torna al polvo, el polvo de que es hecho, y el espíritu a Dios que lo dio, ya no tenemos el carácter de mayordomos, se nos acaba el empleo. Se acaba una parte de las cosas que se nos dieron en depósito; al me­nos se acaban con relación a nosotros; ya no se nos confían, y la parte que queda ya no puede usarse como antes ni ser mejorada.

2.          Algunas de las cosas que se nos confían se acaban- al menos en su relación con nosotros. ¿De qué nos sirven des­pués de esta vida el alimento, el vestido, las casas y las posesiones terrenas El orín y la polilla lo destruyen todo. El gu­sano habita en todas las moradas de carne. Ya no conocen a los hombres en su propia tierra, todos sus bienes están en otras manos, y su porción ya no es bajo el sol.

3.          Lo mismo puede decirse respecto del cuerpo. En el momento en que el espíritu vuelve a Dios, dejamos de ser mayordomos de esta máquina que es sembrada entonces en corrupción y deshonra. Todos los miembros y partes de que se componía se están convirtiendo en polvo. Las manos ya no pueden moverse; los pies se han olvidado de sus funciones; la carne, los huesos y los tendones se están convirtiendo a gran prisa en polvo.

4.          Acábanse los talentos de una naturaleza mixta: las fuerzas, la salud, la belleza, la elocuencia y el buen parecer; nuestra facultad de agradar, persuadir o convencer a otros. Acábanse igualmente todos los honores que hemos recibido, todo el poder que tuvimos, toda la influencia que ejercimos en otros debido al amor o a la estima en que nos tenían. Pe­recen el amor, los deseos y el odio; ninguno de estos senti­mientos existe ya. Saben los hombres que los muertos no pue­den hacerles bien ni mal, de manera que "mejor es perro vi­vo que león muerto."

5.          Tal vez quede la duda de si cuando el cuerpo se con­vierta en polvo se acabarán o no ciertas facultades que se nos han confiado, o si sólo se acabará la posibilidad de mejo­rarlas. A la verdad que no cabe la menor duda de que el len­guaje que ahora usamos, por medio de estos órganos del cuer­po, concluirá por completo cuando se acaben esos órganos. Ciertamente que la lengua ya no hará vibrar el aire, ni el aire conducirá las ondas sonoras al nervio sensorio. Aun el sonus exilis, la voz baja y aguda que el poeta supone que per­tenece a otro espíritu, no existe en realidad de verdad; no es sino un vuelo de la imaginación. En verdad que no puede du­darse el que los espíritus tengan algún medio de comunicarse sus pensamientos. Pero, ¿qué hombre podrá explicar esto No es posible que usen de lo que nosotros llamamos lengua o idioma, de manera que no podremos más ser mayordomos de este talento cuando estemos entre los muertos.

6.          Dudamos igualmente de que existan los sentidos, des­pués de haber sido destruidos sus respectivos órganos. Pro­bablemente cesarán los del tacto, el olfato y el gusto, puesto que se refieren más inmediatamente al cuerpo, y su fin especial, ya que no único, es la preservación del cuerpo. Em­pero, ¿no quedará algo del sentido de la vista, si bien el ojo esté cerrado por la muerte ¿No habrá en el alma algo equi­valente al sentido actual del oído ¿No es probable que exis­tan estos sentidos en un grado superior, de una manera más eminente que ahora, en el alma, libre ya del cuerpo, del polvo, cuando ya no sea una chispa de fuego en un fango lodoso; cuando ya no vea por las ventanas de los ojos y de los oídos; sino que más bien sea todo vista, todo oído, todo sentido, en una manera que no podemos concebir ¿No tenemos pruebas claras de que es posible oír sin el oído, y ver sin los ojos, y esto constantemente ¿Acaso no ve el alma sin usar de los ojos, y de la manera más clara, cuando sueña ¿No goza de la facultad de oír sin ayuda del oído Sea de esto lo que fuere, lo cierto del caso es que no se nos confiarán nuestros senti­dos, nuestra habla, cuando repose el cuerpo en el silencio de la tumba, como se nos confían ahora.

7.          Hasta qué punto podremos conservar el saber y los conocimientos que adquirimos por medio de la educación, no nos es dable decir. Con razón dice Salomón: "En el sepulcro, a donde tú vas, no hay obra, ni industria, ni ciencia, ni sabi­duría." Pero es evidente que no pueden tomarse estas pala­bras en un sentido absoluto. Porque tan lejos está de ser cier­to el que no tengamos conocimientos después de dejar el cuerpo, que más bien dudamos de lo contrario, de si existe verdaderamente conocimiento alguno antes de la muerte. Es más bien una tremenda verdad que un pensamiento poético, la expresión aquella de que:

"Todas estas sombras que realidades creemos,

Son sueños vanos que nos forjamos,"

exceptuándose solamente aquellas cosas que Dios ha querido revelar al hombre. Por mi parte, diré que hace cincuenta años busco la verdad con diligencia, y que hoy día de nada estoy seguro, fuera de lo que aprendo en la Biblia. Más aún, afir­mo positivamente que no sé ninguna otra cosa por la que arriesgaría mi salvación.

Aprendamos esto, sin embargo, de Salomón: que no hay en el sepulcro ciencia, sabiduría, ni obra que puedan servir de algo a un espíritu infeliz. No hay industria allí por medio de la cual pueda uno valerse de aquellos talentos que una vez se le confiaron, porque ya no habrá tiempo-la época de nues­tra prueba para la felicidad o la miseria eterna ya habrá pasado. Nuestro día, el día del hombre, ya se acabó; pasó el día de la salvación-nada queda ahora sino "el día del Señor" que trae consigo como una tempestad la infinita e invariable eternidad.

8.          A pesar de todo esto, nuestras almas, que son inco­rruptibles e inmortales, de una naturaleza "poco menor que los ángeles" (aun en caso de que se refiera esta frase a nues­tra naturaleza original, lo que muy bien puede dudarse) per­manecerán con todas sus facultades cuando nuestros cuerpos se estén convirtiendo en polvo. Tan lejos estarán nuestra in­teligencia y nuestra memoria de ser destruidas, o siquiera debilitadas, por la disolución del cuerpo, que, al contrario, te­nemos buenas razones para creer que serán fortalecidas de una manera inconcebible. ¿No es muy natural creer que que­darán enteramente libres de esos defectos que resultan na­turalmente de la unión del alma y del cuerpo corruptible Es muy probable que desde el momento en que se disuelve esta unión, nada se escape a la memoria; que nos presente con la mayor fidelidad todo aquello que alguna vez se le encargó.

Es muy cierto que la Escritura llama al mundo invisible "la tierra del olvido," o como se expresa más enfáticamente en la versión antigua, "la tierra donde se olvida todo." Se ol­vida todo, mas, ¿quién lo olvida Ciertamente que no los ha­bitantes de ese mundo, sino los habitantes de esta tierra. El mundo invisible es para ellos "la tierra del olvido." Con mu­cha frecuencia se olvidan los hombres de las cosas del mundo invisible, pero no así los espíritus libres del cuerpo. Apenas podemos concebir que se olviden de nada desde el momento en que dejan el tabernáculo terreno.

9.          Igualmente quedará el entendimiento libre de los defectos inseparables de que adolece ahora. Hace muchos si­glos que se aceptó esa máxima que a la letra dice: Humanum est errare et nescire-el error y la ignorancia son cosas na­turales en el hombre. Empero el todo de una máxima sólo es cierto de los hombres que viven, y lo es mientras el cuerpo corruptible aprisione el alma. La ignorancia, por supuesto, es natural en todo ser finito, puesto que sólo Dios sabe todas las cosas. No así el error-al dejar el cuerpo dejamos el error para siempre.

10.        ¿Qué diremos de cierto individuo ingenioso quien últimamente ha hecho el descubrimiento de que los espíritus no tienen sentidos, ni siquiera el de la vista o el del oído; ni aun la memoria o entendimiento, pensamiento ni percep­ción; ni siquiera la conciencia de su propio ser; que en reali­dad están en un sueño desde la muerte hasta la resurrección Consanguineus lethi sopor. A la verdad que podemos llamar a ese sueño "la imagen de la muerte," si no es la misma cosa. ¿Qué otra cosa podremos decir sino que los hombres inge­nuos tienen sueños, y que algunas veces creen que estos son la realidad de la vida

11.        Mas volvamos a nuestro asunto. Así como el alma conservará la memoria y el entendimiento, a pesar de la di­solución del cuerpo, indudablemente el albedrío, incluyendo todos los afectos, permanecerá en su completo vigor. Si nues­tro amor y nuestro aborrecimiento, nuestra esperanza y nues­tros deseos perecen, sólo es respecto de aquellos que dejamos en este mundo. Poco se les da haber sido el objeto de nuestro amor o aborrecimiento, nuestra simpatía o desprecio. Pero en los espíritus no tenemos razón de creer que se acaben estos afectos; antes es muy probable que obren con mayor fuerza que cuando el alma estaba encarcelada en el cuerpo de san­gre y huesos.

12.        Empero si bien todos estos dones permanecen: nues­tros conocimientos y sentidos, nuestra memoria e inteligen­cia, lo mismo que nuestro albedrío, nuestro amor, aborreci­miento y todos los afectos, aun después de haberse separado; sin embargo, en este respecto son como si no fueran, ya no somos mayordomos de esos bienes. Permanecen esos deseos, mas se acaba nuestra mayordomía; ya no podemos obrar en esa capacidad. Aun esa gracia que antes se nos concedía con el fin de que fuésemos mayordomos fieles y prudentes, ya no se nos da. Se acabaron los días de nuestra mayordomía.

III.        1. No siendo ya mayordomos, réstanos dar ahora cuenta de nuestra mayordomía. Algunos se figuran que esto tiene lugar inmediatamente después de la muerte, en el mo­mento de entrar en el mundo de los espíritus. La iglesia de Roma lo asegura abiertamente y lo enseña como un artículo de fe. Concedemos que en el instante en que un alma deja el cuerpo y se presenta desnuda en la presencia del Señor, no puede menos que saber lo que le espera en la eternidad. Verá claramente si le ha de tocar el gozo eterno o el sufri­miento sin fin, puesto que será imposible equivocarnos en el juicio que pasemos sobre nosotros mismos. No nos dice la Escritura nada que nos induzca a creer que Dios nos ha de juzgar en el momento después de nuestra muerte. No hay un solo pasaje en los Oráculos de Dios que afirme semejante cosa.

El texto que con este fin se cita con frecuencia, parece en­señar cabalmente lo contrario, a saber: "Está establecido a los hombres que mueran una vez, y después el juicio" (He­breos 9:27). Las palabras "una vez" deben aplicarse igual­mente a la muerte y al juicio, de manera que la deducción ló­gica que debe sacarse de este texto no es que haya dos jui­cios, uno particular y otro general, sino que hemos de ser juzgados lo mismo que hemos de morir, solamente una vez. No una vez inmediatamente después de morir y después de la resurrección de los hombres, sino solamente entonces "cuan­do el Hijo del hombre venga en toda su gloria, y todos sus ángeles con El." Por consiguiente, la doctrina de que hay un juicio personal después de la muerte, y otro general al fin del mundo, no puede aceptarse por los que consideran la Palabra de Dios como la guía única y completa de su fe.

2.          Habremos de dar cuenta cuando estemos ante el "gran trono blanco" y ante El, que está sentado en el trono delan­te del cual huirá la tierra y no será hallado el lugar de ellos. Entonces "los muertos, grandes y pequeños," estarán delan­te de Dios y los libros serán abiertos-el libro de la Escritura ante aquellos a quienes se les confió; el libro de la conciencia ante todo el género humano. "El libro de la vida" igualmente, valiéndose de otra expresión bíblica, que se ha estado escri­biendo desde la fundación del mundo, quedará abierto a la vista de todos los hijos de los hombres. Ante todos estos, an­te toda la raza humana, ante el diablo y sus ángeles, ante una compañía innumerable de los santos ángeles, y ante Dios el Juez de todos, tendrás que aparecer, sin cubierta ni vestido, sin la menor posibilidad de disfraz, a dar cuenta es­pecial de cómo has administrado los bienes del Señor.

3.          Preguntará entonces el Juez universal: ¿Cómo em­pleaste tu alma Te confié un espíritu inmortal, te di varias facultades y habilidades, entendimiento, imaginación, memo­ria, albedrío, afectos. Te di también direcciones cabales y cla­ras de cómo habías de usar esos dones. ¿Usaste tu entendi­miento hasta donde fue posible, según estas direcciones, es decir: para conocerte a ti mismo y a mí, mi naturaleza, mis atributos, mis obras, bien de la creación, de la providencia o de la gracia ¿Usaste tu inteligencia en estudiar mi Pala­bra, aprovechando todos los medios de aumentar tu conoci­miento de ella, meditando en ella de día y de noche ¿Usaste tu memoria según mi voluntad, atesorando cualquier conoci­miento que hayas adquirido y que pudiera redundar en mi gloria, tu salvación o el bien de los demás ¿Atesoraste no sólo cosas de valor, sino todo el saber que pudiste sacar de mi Palabra, y la experiencia que llegaste a obtener de mi sa­biduría, verdad, poder y misericordia ¿Empleaste tu ima­ginación no en vanas imágenes, en pensamientos vanos y no­civos, sino en todo aquello que haría bien a tu alma, y que fortificaría tu deseo de ser sabio y santo ¿Observaste mis direcciones respecto de tu voluntad ¿Me la consagraste por completo ¿La sometiste enteramente a la mía, de manera que lejos de haber contradicción entre ellas, andaban siempre acordes ¿Dirigiste y arreglaste tus afectos según he manda­do en mi Palabra ¿Me diste tu corazón ¿No amaste el mun­do ni las cosas del mundo ¿Fui yo el objeto de tu amor ¿Se cifraron todos tus deseos en mí, y en el recuerdo de mi nom­bre ¿Fui acaso el deleite de tu alma, el regocijo de tu cora­zón, el primero entre decenas de millares ¿Te hacía sufrir sólo aquello que afligía mi Espíritu ¿Temiste y odiaste úni­camente el pecado ¿Volviéronse todos tus afectos a la fuente de donde brotaron ¿Empleaste tus pensamientos según mi voluntad, no en vagar por toda la tierra, en torpezas y peca­dos, sino en todo lo puro, en todo lo justo, en todas aquellas co­sas que conducían a mi gloria y a la "paz y buena voluntad entre los hombres"

4.          Seguirá preguntando el Señor: ¿Qué uso hiciste del cuerpo que te confié Te di lengua para hablar en sazón, ¿lo hiciste ¿La usaste en murmurar y hablar mal, en conversa­ciones ociosas y faltas de caridad, y no en hablar bien, en co­sas necesarias y útiles a ti mismo y a los demás, tales como las que conducen siempre, bien directa o indirectamente, a "mi­nistrar gracia a los oyentes" Además de otros sentidos, te di esos medios de sabiduría: la vista y el oído. ¿Los empleas­te para esos fines, para atesorar más y más instrucción, jus­ticia y verdadera santidad Te di pies y manos y otros miem­bros para que hicieras las obras que se te habían preparado, ¿los empleaste no en hacer la voluntad "de la carne y de la sangre, de tu naturaleza pecaminosa; la voluntad de tu mente; las cosas que te dictaban la razón o la imaginación, sino la voluntad de Aquel que te envió al mundo a obrar sólo tu salvación ¿Presentaste todos tus miembros sola­mente a mí, por medio del Hijo de mi amor, como "instru­mentos de justicia" o los usaste como instrumentos del pecado

5.          Continuará preguntando el Señor de todas las cosas: ¿En qué empleaste todos los bienes que puse en tus manos ¿Tomaste tus alimentos no como poniendo en ellos todo tu placer, sino para conservar el cuerpo en buena salud, con fuerzas y vigor, como un instrumento digno de tu alma ¿Usaste tu ropa de una manera digna y decente para prote­gerte en contra de la intemperie, o para fomentar tu vanidad y tentar a otros ¿Arreglaste tu casa y la usaste lo mismo que todas tus cosas, con sencillez, para rendirme gloria, bus­cando en todo mi honra y no la tuya, complacerme y no agra­darte a ti mismo Todavía más: ¿qué uso hiciste del dinero ¿Lo gastaste en gratificar los deseos de la carne, de la vista, o la vanidad de la vida, desperdiciándolo en gastos inútiles, como quien lo arroja en el mar ¿o lo acumulaste para de­jarlo en herencia, enterrándolo Acaso, después de proveer a tus necesidades, y a las de tu familia, ¿me diste lo demás, so­corriendo a los pobres a quienes comisioné para que lo reci­bieran, considerándote como uno de esos mismos pobres cu­yas necesidades habían de cubrirse con parte de los recur­sos que yo había puesto en tus manos; concediéndote el dere­cho de satisfacer tus necesidades primero y luego el privi­legio bendito de dar más bien que de recibir ¿Fuiste acaso un benefactor del género humano y diste de comer al ham­briento, vestiste al desnudo, visitaste al enfermo, favoreciste al extranjero, ayudaste al afligido según las necesidades de cada uno ¿Fuiste acaso manos para el manco y vista para el ciego, padre de los huérfanos y amigo de las viudas ¿Hiciste cuanto estaba a tu alcance por desempeñar todas las obras de misericordia, como medios de salvar a las almas de la muerte

6.          Seguirá preguntando el Señor: ¿Fuiste un mayordo­mo fiel y prudente en la administración de los talentos que te di ¿Empleaste tu salud y tus fuerzas no en torpezas y en el pecado, en los placeres que perecen al usarlos, en pro­veer para la carne y satisfacer sus deseos, sino en obtener la mejor parte que nadie puede quitarte ¿Usaste todo aquello que era agradable a tu persona, o en tus modales, todas las ventajas que te dio la educación, la sabiduría que adquiriste, poca o mucha, tu conocimiento de las cosas y de los hombres, todo lo que se te encomendó, para promover la virtud en el mundo, el establecimiento de mi reino ¿Empleaste todo el poder que tuviste, toda la influencia de que gozaste, el amor y la estimación que te profesaron los hombres en aumentar su sabiduría y santidad ¿Usaste ese don inestimable que es el tiempo con juicio y circunspección, como quien pesa bien el valor de cada momento, y sabe que los instantes se cuentan en la eternidad Sobre todo, ¿fuiste un buen administrador de mi gracia, y te previno, acompañó y siguió ésta ¿Observaste de­bidamente y mejoraste con cuidado, todas las influencias del Espíritu Santo, todo buen deseo, toda oportunidad de reci­bir su luz, todas sus amonestaciones, bien severas ya ligeras ¿Aprovechaste "el espíritu de mansedumbre y temor," antes de recibir "el espíritu de adopción," cuando fuiste hecho par­tícipe de su Espíritu, y clamando en tu corazón Abba, Padre, permaneciste firme en la libertad gloriosa con que te hizo libre ¿Presentaste desde entonces tu cuerpo y tu alma, to­dos tus pensamientos, tus palabras y acciones en una llama de amor, como un sacrificio santo, glorificándome con tu cuer­po y tu espíritu Entonces, "Bien, buen siervo y fiel.Entra en el gozo de tu Señor."

¿Qué le quedará al siervo fiel o infiel Sólo la ejecución de la sentencia que el justo Juez haya pasado, determinan­do el estado en que habrá de vivir por toda la eternidad. Sólo falta que sea premiado por los siglos de los siglos, se­gún sus obras.

IV.        1. De estas consideraciones tan claras, podemos aprender, primeramente, lo importante que es este día corto e incierto de la vida. ¡Cuán inestimables, cuán preciosas, son todas y cada una de sus partes! Más de lo que podemos ex­presar o siquiera concebir. ¡Cómo debería el hombre pro­curar aprovechar los días, llevando a cabo los fines más no­bles, y no desperdiciar el tiempo mientras le dura el alien­to de la vida!

2.          Aprendemos, en segundo lugar, que ninguna de nues­tras acciones, ningún uso que hagamos de nuestro tiempo, ni palabra alguna que digamos, es de naturaleza indiferente. Todo es bueno o malo, puesto que el tiempo, lo mismo que todo lo que tenemos, es de Dios, no nos pertenece. Todas es­tas cosas son, como el Señor mismo dice, la propiedad de otro-de Dios nuestro Creador. Ahora bien, estas cosas las em­pleamos o no las empleamos según su voluntad. Si las usamos como El manda, todo está bien: si no, todo está mal. Además, es su voluntad que constantemente crezcamos en gracia y en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Por consiguien­te, todo pensamiento, toda palabra, toda acción que nos hace crecer en gracia es buena, y todo aquello que estorba ese crecimiento, es verdadera y propiamente malo.

3.          Aprendemos, en tercer lugar, que no hay obras de supererogación; que no podemos hacer más que nuestro de­ber, puesto que nada de lo que tenemos es nuestro, sino de Dios. Todo lo que podemos hacer se lo debemos. No sólo he­mos recibido de El ésto o aquéllo, sino todas las cosas. Por consiguiente, todas las cosas son suyas. El que nos ha dado todas las cosas, debe tener derecho a todo, de manera que si no le rendimos todo, no somos mayordomos fieles. Y to­mando en consideración que "cada uno recibirá su recompen­sa conforme a su labor," no podemos ser mayordomos sabios si no trabajamos hasta donde nos alcancen las fuerzas; sin dejar por hacer ninguna cosa, sino haciendo todo lo mejor que podamos.

4.          Hermanos, "¿Quién es sabio y avisado entre vosotros" Que muestre la sabiduría que ha recibido de lo alto, andan­do conforme a su carácter. Si por tal se tiene como mayordo­mo de los muchos dones del Señor, mire que todos sus pen­samientos, palabras y obras sean consecuentes con el puesto que Dios le ha dado. No es cualquiera cosa devolver a Dios todo lo que habéis recibido de Dios. Necesitáis de toda vues­tra sabiduría, toda vuestra resolución, toda vuestra paciencia y constancia, mucha más de la que naturalmente tenéis, pero no más de la que podéis obtener por medio de la gracia. Os basta su gracia, y ya sabéis que "para el que cree todas las cosas son posibles." Aceptad, pues, al Señor Jesús por medio de la fe. Tomad "toda la armadura de Dios," y así podréis glorificarle en todas vuestras palabras y obras, y reducir to­dos vuestros pensamientos en cautiverio a la obediencia de Cristo.

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Edimboro, 14 de mayo de 1768.

PREGUNTAS SOBRE EL SERMON LI

1. (¶ 1). ¿Qué relación existe entre Dios y el hombre, y de qué manera se nos hace manifiesta 2. (¶ 2). ¿Cómo podemos caracte­rizar el estado actual del hombre 3. (I. 1). ¿Qué cosa investigamos primeramente 4. (I. 2). ¿Qué cosas nos ha dado Dios en depósito, y bajo qué condición 5. (I 3). ¿Qué cosa es cierta 6. (I. 4). ¿Qué cosa nos ha dado Dios en depósito en segundo lugar 7. (I. 5). ¿Qué otra cosa se nos da bajo idénticas condiciones 8. (I. 6). ¿De qué somos responsables igualmente 9. (I. 7). ¿Qué se nos ha dado en tercer lugar 10. (I. 8). ¿Y en cuarto lugar 11. (II. 1). ¿Qué tanto durarán estos depósitos 12. (II. 2). ¿Qué se dice del alimen­to, el vestido, etc. 13. (II. 3). ¿Y del cuerpo 14. (II. 4). ¿Y de los talentos de otra clase 15. (II. 5). ¿Acerca de qué cosa queda duda 16. (II. 6). ¿Qué se dice de los órganos de los sentidos 17. (II. 7). ¿Y de los conocimientos y de la sabiduría 18. (II. 8). ¿Qué se dice de nuestras almas después de la muerte 19. (II. 9). ¿Y de la inteligencia 20. (II. 10). ¿Qué dice el señor Wesley res­pecto de las conjeturas de cierto hombre ingenioso ¿Qué secta profesa la misma creencia Respuesta: Una muy pequeña que en este país se denomina 'Las Almas que Duermen," y que han revivido un antiguo dogma. 21. (II. 11). ¿Qué se dice del albedrío después de la muerte 22. (II. 12). ¿Y del fin de nuestra mayordomía 23. (III. 1). ¿Qué cosa permanece después de la muerte 24. (III. 2). ¿Cuándo rendi­remos cuenta 25. (III. 3). ¿Qué cosa preguntará el Juez Universal 23. (III. 4). ¿Y qué más 27. (III. 5). ¿Y luego 28. (III. 6). ¿Y después 29. (IV. 1). ¿Qué cosa aprendemos primeramente de todo esto 30. (IV. 2). ¿Y en segundo lugar 31. (IV. 3). ¿En tercer lugar 32. (IV. 4). ¿Cómo concluye este sermón 33. ¿Dónde y cuándo fue escrito