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El Dador Mismo como Don

El Santo Espíritu es tanto la Dádiva como el Dador. Tenemos que conocerle como Dádiva antes que podamos conocerle como el Dador de los dones.

I.   La Función del Espíritu en la Conversión

Todo lo que Dios hace por nosotros al salvarnos lo recibimos directamente por la mediación del Espíritu Santo. Daniel Steele lo describe como el “Ejecutivo de la Divini­dad.” De la misma manera como los decretos de un gobierno alcanzan y afectan al ciudadano particular por medio del funcionario ejecutivo, todo lo que nos viene de Dios en Cristo llega a nosotros por medio del Espíritu.1

1.  El Espíritu Santo convence de pecado

En el corazón humano existe una conciencia natural que protesta cuando la persona hace algo que considera repren­sible. Muchas de nuestras ideas acerca de lo bueno o lo malo se forman como resultado de las instrucciones de padres o maestros. Pero dentro de las intuiciones morales está siempre la “luz verdadera, que alumbra a todo hombre… (Juan 1:9), traída a nosotros en forma de gracia previniente por el espíritu de Cristo. El es la “conciencia cósmica”; esa fuente no reconocida de toda la moralidad humana: Cristo, presente anónimamente en la conciencia moral.

Si bien es posible que una conciencia culpable conduz­ca a alguien a buscar alivio en la religión, sólo el Espíritu Santo obra un verdadero despertamiento que nos hace ver la necesidad que tenemos de Cristo. El Espíritu nos convence de pecado, de rectitud y de juicio, tal como Jesús dijo que lo haría:

Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más; y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado (Juan 16:8-11).

Lo pecaminoso del pecado aparece a la luz de su pureza; lo atractivo de la rectitud aparece a la luz de su amor; a la luz de su santidad nos damos cuenta de que el juicio es inevi­table.

2.  El Espíritu Santo nos lleva a Cristo

“Y el Espíritu... dicen: Ven” (Apocalipsis 22:17). Sin esa invitación no podríamos ni querríamos venir. La influen­cia atrayente del Padre, sin la cual nadie puede venir al Sal­vador, es el imán del Espíritu Santo. “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere…" (Juan 6:44).

3.  La conversión significa “nacer del Espíritu”

Lo que los teólogos llaman “regeneración” significa “ser renacido” o “nacer de nuevo”. Jesús le dice a Nicode­mo, miembro muy religioso del Sanedrín: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nue­vo. El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Juan 3:5-8).

En términos un tanto diferentes, Pablo hace eco a esta verdad: “Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lava­miento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna” (Tito 3:5-7).

4.  El Espíritu nos da testimonio acerca de esta vida nueva

La confianza del cristiano no es el resultado de vanos deseos ni tampoco es tan sólo una conclusión lógica. “Por­que todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis reci­bido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que pade­cemos juntamente con él, para que juntamente con él sea­mos glorificados” (Romanos 8:14-17).

El testimonio del Espíritu no se percibe como una emo­ción, aunque puede resultar en una profunda paz y gran gozo. Es más bien un profundo y arraigado convencimien­to (que surge con mayor fuerza que cualquier intuición) de que Dios ha hecho lo que ha prometido. Es por esta confianza que podemos llamarle “Padre nuestro” a Dios, sa­biendo que su gracia nos ha justificado y nos ha hecho sus hijos.

Está claro, entonces, que no nos encontramos por pri­mera vez con el Santo Espíritu en una segunda crisis, o en su bautismo. Todo aquel que ya es cristiano en el sentido del Nuevo Testamento, ha sido conducido al Salvador y hecho una criatura nueva en Cristo, por medio de la operación ac­tiva del Santo Espíritu. Pablo pudo decir con certeza absolu­ta: “... si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8:9).

II.  El Espíritu como Dádiva de Cristo y del Padre

La Biblia nos enseña que el Espíritu Santo es el media­dor de toda gracia salvadora, pero también indica que hay un “don del Espíritu” o sea una dádiva, o bautismo con el Espíritu que se ofrece a aquellos que ya pertenecen a la comunidad de creyentes. Si no estudiamos cuidadosamente la terminología del Nuevo Testamento, podemos confundir­nos en cuanto a este punto.

Algunas personas no logran distinguir entre el acto de impartir el Espíritu en la regeneración, y la recepción del Espíritu como don de Cristo para su iglesia. Pero es menes­ter hacer tal distinción para comprender el orden de lo que ocurre en la salvación. Uno necesita “tener” al Espíritu antes de que el Espíritu realmente lo posea a uno. Uno necesita nacer del Espíritu antes de ser bautizado o lleno del Espíritu. El Espíritu llega a constituirse en el Señor santificador única­mente de quienes ya ha regenerado (2 Corintios 3:17-18).

La primera vez que Jesús prometió el Espíritu Santo, lo presentó como el don del Padre a sus hijos: “Pues si voso­tros, (usa la palabra griega, poneros, que significa no sólo moralmente malos sino también sujetos a trabajos, dolores y tristezas) sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan” (Lucas 11:13).

La promesa es más explícita en Juan 14:15-17: “Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le cono­céis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros.”

El don del Padre del Espíritu Santo es enviado a noso­tros por el Señor ascendido, y por lo tanto es una dádiva divina. En términos teológicos, El “procede del Padre y del Hijo” (véase Juan 15:26; 16:7).

Es cierto que estas promesas hacen referencia inmedia­ta al primer Pentecostés cristiano en Jerusalén, que es rela­tado en Los Hechos 2. Pero es bastante evidente que esas promesas son tanto para hoy como históricas. Cuando Jesús oró, dijo: “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos” (Juan 17:20), lo que incluye a todo cristiano desde la época apos­tólica hasta el presente.

La promesa que se da en Juan 14:15-17 es bastante ex­plícita. Fue hecha a los que aman a Cristo y guardan sus mandamientos. Aun cuando el Espíritu tiene la misión de convencer y regenerar al mundo, “los del mundo no lo pue­den recibir”. Sólo aquellos que “lo ven” y “lo conocen” se encuentran en condición de “recibirle”.

Además, Jesús les dijo a aquellos a quienes se les “daría” el Espíritu, que “El está con vosotros y se quedará siempre en vosotros”. Los vocablos con y en no tienen el mismo sentido espacial de “fuera de” y “dentro de”, pues el verso anterior dice que la presencia del Espíritu estará “con ustedes para siempre”, y en el verso 23 Jesús señala el cumplimiento de la promesa: “... el que me ama, mi pa­labra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (las cursivas son del autor).

La cuestión principal no es, por tanto, que Alguien que ha estado rondando afuera ahora entre. Tampoco se trata de tener, como se ha dicho a veces, “parte” del Espíritu antes al ser regenerados y su totalidad después, al recibir el bau­tismo. Puesto que es Persona, el Espíritu Santo es indivisi­ble y todo lo que hace por nosotros lo hace en nuestro interior.

El punto esencial es más que nada lo que hace por nosotros el Espíritu que mora: regenerándonos en su prime­ra obra de gracia y santificándonos completamente al lle­narnos como el don divino en la segunda obra (1 Tesaloni­censes 5:23-24). El Espíritu regenerador llega a ser nuestro Señor santificador. Los que han sido “nacidos del Espíritu” son “llenos de,” o “bautizados con” el Espíritu.

Jesús dice además que “el don que mi Padre prometió” es el bautismo con el Espíritu del que Juan había hablado. “Y estando juntos, les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oís­teis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días” (Hechos 1:4-5).

Cuando descendió el Espíritu prometido, en el primer Pentecostés, no llenó a los 3.000 que se convirtieron ese día. Les convenció de pecado por medio del testimonio de Pedro y de los demás. Bautizó o llenó tan sólo a aquellos que cumplían los requisitos que Jesús había establecido con ante­rioridad: los que le amaban y guardaban sus mandamientos, que no eran del mundo, con quienes moraba el Espíritu, y que le conocían en su poder regenerador.

Cuando la multitud preguntó ansiosa: “Varones her­manos, ¿qué haremos” Pedro les contestó: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados: y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:37-38).

Los que arguyen que el arrepentimiento y el perdón de pecados equivalen a recibir el don del Santo Espíritu, no ad­vierten la importancia que tiene en este punto el bautismo con agua. Aun cuando no es necesario que exista mucho tiempo entre las dos obras de gracia, y es probable que no haya sucedido así en el caso de los 3.000, el hecho de que cada uno debía reconocer públicamente, por medio del bau­tismo con agua su arrepentimiento y el perdón de sus peca­dos como condición previa para recibir el don del Espíritu Santo, demuestra la secuencia necesaria del orden en la sal­vación. El significado del verso 38 se expresa en esta tra­ducción: “Arrepiéntanse”, dijo Pedro, “y cada uno de uste­des bautícese en el nombre de Jesucristo para la remisión de sus pecados; entonces recibirán el don del Espíritu Santo.”

Aunque en algunos casos hay algunas pequeñas ambi­güedades, en cada caso que leemos en Hechos de personas que fueron llenas del Espíritu Santo, también se advierte una conversión previa o vida espiritual.

--   Los que fueron llenos con el Espíritu en Hechos 4:31 eran cristianos que oraban.

--   Los samaritanos creyeron y fueron bautizados (He­chos 8:12). Más tarde “recibieron el Espíritu Santo” (He­chos 8:14-17).

--    Saulo de Tarso ya era el “hermano Pablo” cuando Ananías lo visitó mientras esperaba en oración y obediencia (Hechos 9:11, 17). El propósito de su visita era la restaura­ción de la vista de Pablo y para que fuera “lleno del Espíritu Santo” (Hechos 9:17).

--    Cornelio, hombre “piadoso y temeroso de Dios,” y cuyas oraciones eran oídas en el cielo (Hechos 10:1-4), conocía el evangelio (Hechos 10:37) y no era un hombre in­converso típico. El Espíritu Santo vino sobre él y otros miembros de su familia mientras Pablo predicaba (Hechos 10:45), hecho que Pedro mismo compara con el Pentecostés (Hechos 11:15-16; 15:8-9).

--   Las doce personas de Éfeso eran “discípulos,” nom­bre que comúnmente se aplica en el libro de Los Hechos a los cristianos creyentes (19:1; véase 11:26). Pablo aceptó la fe de ellos sin dudarla y los bautizó en el nombre de Cristo, dando evidente testimonio de fe que ya existía (19:5). Des­pués de esto, “el Espíritu Santo vino sobre ellos” y así como el primer grupo de discípulos en Jerusalén 25 años antes, y los de la casa de Cornelio 15 años atrás, hablaron en otras lenguas —señal de que el evangelio había vuelto a trascender los límites de Palestina.

Es fácil confundirnos si usamos la misma palabra, don, para el Espíritu mismo y para los dones que El imparte a su pueblo. Los que leen el Nuevo Testamento en el original no tienen tal problema. Cuando se habla del Espíritu mismo como el Don, se usa la palabra dorean, término griego que significa precisamente lo que significa don o regalo. Por otro lado, como se verá en el capítulo siguiente, la palabra que se usa en griego para los muchos dones que el Dador le da al cristiano individual es carismata.

            Vemos pues que el Dador es en sí el don del Padre y del Hijo para su pueblo. En cualquier nivel de la experiencia cristiana, los dones espirituales son, precisamente dones, y por ende, dados, pero es a aquellos que le permiten morar plenamente como su Señor santificador a quienes el Espí­ritu de Dios les da sus dones con mayor generosidad.