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La Vida Controlada por el Espíritu

El orgullo es algo reprensible cuando se manifiesta en forma egoísta, pero tiene también su contraparte, la cual es para glorificar a Dios. Lo que llamamos respeto propio puede ser algo que Dios acepte y bendiga. Dios no se agrada, por ejemplo, en que andemos sucios y desaliñados, aun cuando este sea el estilo de nuestros tiempos, ni en nuestro abandono y dejadez, ni en que nos sintamos con­formes con ocupar el último lugar. Pero también es cierto que nuestra manera de vestir, nuestra ambición por pues­tos y nuestro afán por una vida material pueden ser, y frecuentemente son evidencias claras de nuestro orgullo personal.

Nosotros, los cuáqueros, tratamos cierta vez de limitar el orgullo de nuestros miembros legislando acerca del largo de las mangas de las mujeres, del tamaño del escote y del modelo y el corte de los vestidos. El color recomendado para todos era el gris. Los hombres no podían usar corbata, ni sacos con solapas porque estos eran adornos. Los cuellos tenían que ser cuadrados y ajustados con alfileres invisi­bles que no parecieran decorativos. Las reuniones de negocio que se hacían en las iglesias en esos días estaban llenas de reglas y de castigos para disciplinar a los ofen­sores.

Es cierto que las Sagradas Escrituras enseñan prin­cipios de modestia y sobriedad. Pero reducir esos princi­pios a reglas que se puedan aplicar en cada caso es un verdadero problema. Hay dos métodos falsos de encarar este asunto. Uno es olvidando por completo que la manera de vestir tiene algo que ver con el evangelio. El otro es esta­blecer reglas y mandamientos sobre la forma, el estilo y la longitud de los vestidos. Estos dos métodos, por igual, son caminos de muerte. Necesitamos, para nuestro prove­cho, encontrar un camino de vida.

¿Cuándo podemos decir, entonces, que hemos cruzado la línea, y pasado de un auto-respeto honorable y apro­bado por Dios a un orgullo que es carnal y egoísta ¿Cómo podemos saber cuáles vestidos armonizan con el respeto propio, y cuáles sirven sólo al orgullo y vanidad personal ¡Hay personas que están orgullosas de su falta de buen gusto y elegancia! Eso les parece muy distinguido. Juan Wesley predicó una vez un sermón sobre la longitud de los vestidos en que dijo que esperaba ver a los metodistas arreglados tan sencillamente como los cuáqueros. Pero agregó que no hay tal cosa como un “lino cuáquero.” Se refería a la costumbre que tenían algunos cuáqueros ricos de ir a París a comprar del lino más fino gris, para demos­trar que ellos eran más pudientes que otros. Bueno es notar que andar todo vestido de gris, y en una manera inelegante no elimina el orgullo.

Un joven evangelista indostánico, lleno de fuego por cierto, llegó un domingo a la iglesia y ordenó a todos los presentes que se quitaran los zapatos y los pusieran fuera del salón. Pedía esto, no sólo para estar de acuerdo con una costumbre de la India, sino para satisfacer cierto oscuro pasaje del Antiguo Testamento. Ningún creyente se movió. Uno de los misioneros presentes protestó diciendo que no estábamos en los tiempos del Antiguo Testamento. Pero el joven evangelista insistió diciendo que sólo el orgullo hace que la gente se ponga zapatos para ir a la iglesia. Toda la congregación estaba confusa y mirando en mi dirección. Entonces me decidí a hablar. Le dije al hermano que yo no estaba orgulloso de mis zapatos, y para demostrarlo, me los quitaría y los pondría detrás de la puerta—lo hice in­mediatamente. A continuación, de pie, y sin zapatos hablé acerca del orgullo, que puede ser tan evidente en un minis­tro que pretende ser un dictador de la congregación como en la manera de vestir y calzar.

Asentar esto es importante porque evidentemente hay campo para la ambición legítima, la cual puede ser usada para la gloria de Dios. Los ministros y siervos de Dios no están exentos de tener ambiciones. Particularmente de la ambición de ser los mejores en el servicio del Señor. Todo predicador desea predicar el mejor sermón. Pero una de las tretas más sutiles del diablo es hacer que un predicador cruce la línea fronteriza entre el deseo de predicar un ser­món para la gloria de Dios y el deseo de mostrar su habili­dad oratoria. ¿Puede el tal predicador pensar que su sermón es un don de Dios, o es el producto de su habilidad personal Cualquier persona que está llena del Espíritu se alienta cuando le dan palabras de aprecio y encomio. Pero, ¿Cuándo se convierte esto en amor por la alabanza ¿Im­porta algo la alabanza y adulación cuando uno está lleno del Espíritu ¡Decididamente no! La vida de santidad tiene que ser una vida de intensa disciplina, o pronto deja de ser vida de santidad. Y una de las ocasiones en que se requiere férrea disciplina es cuando uno saluda a los cre­yentes a la salida del culto después que ha predicado más o menos bien.

Uno de mis mejores amigos, misionero en la India, me contó lo siguiente. Cuando era estudiante en el semina­rio fue enviado a unas reuniones de avivamiento para actuar como evangelista. Junto con él fue enviado otro estudiante, para dirigir los cantos. Después de unas pocas reuniones, mi amigo notó que más gente venía a saludar al cantante que al predicador. Al día siguiente se dijo que tenía que hacer algo respecto a este problema, o iba a per­der la victoria. De modo que esa noche le cedió el púlpito al otro estudiante, y al humillarse de esta manera, obtuvo la victoria. Su decisión fue parte de esa disciplina de la naturaleza humana purificada, la cual es necesario conser­var para no retornar a la naturaleza carnal. El predicador necesita algo más que un libro de reglas que le muestre, al estar rodeado de una masa de tentaciones dirigidas a él en particular, cómo implementar sus legítimas aspiracio­nes de adelantar el reino de Dios, y cuáles de esas tentacio­nes lo impulsan a cruzar la línea y pasar al lado del orgullo personal. El necesita levantar sobre su conciencia, en temor y temblor, igual que una bandera de fuego, las pala­bras del Señor de antiguos tiempos: “Mi gloria no la daré a otro.”

Ejercer autoridad sobre los demás hermanos en una forma que demuestre que esa autoridad “viene de arriba,” es una de las más difíciles pruebas de espiritualidad. Al­guien ha dicho que la “supervisión” debe ser un 90 por ciento “visión” y un 10 por ciento “super.” Obviamente, ningún suave susurro del Espíritu Santo nos pone a salvo de que nuestro auto-respeto vuelva a ser infectado de or­gullo carnal. Como bien lo dice Oswald Chambers: “Uno de los más notables milagros de la gracia de Dios es hacer­nos capaces de tomar cualquier liderazgo espiritual, sin perder poder espiritual.”

Otro de los más problemáticos elementos de la perso­nalidad humana es el genio o carácter. Ninguna otra cosa de nuestro equipo psicológico es más necesaria, y ninguna otra se desvía más fácilmente hacia el egoísmo. Es un error muy común creer que el genio o carácter es erradicado por la santificación, o por lo menos debería serlo. Este error produce una confusión terrible, que a menudo lleva a la hipocresía. El genio o temperamento, no es más erradicado que el yo. Pero el genio tiene que ser purificado, y junto con el yo, escondido con Cristo en Dios. El genio también es parte de la creación de Dios. Sin él seríamos inútiles. Es una fase de la vida emotiva. Si no tuviéramos genio, nos quedaríamos parados plácidamente en medio del camino, mirando al automóvil que se acerca a toda velocidad, indi­ferentes a los sonidos de la bocina, incapaces de escapar de la muerte. Nuestro genio, o carácter, nos capacita para reaccionar frente a situaciones injustas, y nos mueve a tra­tar de corregirlas. Esto es cierto sobre todo en situaciones de carácter moral. Dios quiere que la vista del mal nos conmueva, y nos conmueva profundamente. Un cristiano carente de espina dorsal, indiferente a las injusticias y los males morales del mundo no es un hombre de Dios. A veces olvidamos que uno de los mandamientos de la Escritura es “airaos” (Ef. 4:26). Pero junto con el mandamiento viene la advertencia que el genio airado es una de las cosas más difíciles de guardar “escondidas con Cristo en Dios.” Esto se debe a que el genio o carácter, junto con toda nuestra vida emocional, es reflexivo en su modo de ser y está con­trolado por el sistema nervioso involuntario.

Nos dicen los psicólogos que el niño nace con reaccio­nes o respuestas innatas tales como miedo a un ruido fuer­te sobre la cabeza, ira si sus movimientos son restringidos, etc. Cuando el niño crece esas emociones elementales son condicionadas por otras emociones más complejas. Esta complejidad aumenta todavía más con la predisposición de la mente carnal. Ya que las reacciones emocionales son involuntarias, forman un excelente espejo del corazón.

Si el corazón es impuro se mostrará en estallidos de mal genio. Después de la experiencia de la santificación, el genio puede todavía actuar involuntariamente, pero en­tonces debe reflejar la nueva y santa condición del corazón. Pero además de estos nuevos reflejos que se supone serán buenos, los sentimientos involuntarios deben estar sujetos a una rígida disciplina.

“Airaos, y no pequéis.” Se agrega al “airaos” un buen aviso de orden práctico para disciplinar la ira justa, para que ella no venga a ser un instrumento del retorno de la mente carnal, enemiga de Dios: “No se ponga el sol sobre vuestro enojo.” Es lo mismo que decir: “antes que usted se vaya a la cama, tome su santa ira y cuélguela en el ropero, lo mismo que el saco. A la mañana siguiente escudríñela cuidadosamente, con mucha oración, para ver si es digna de ponérsela de nuevo.”

Reconozcamos claramente la distinción que hay entre impulsos emocionales, los cuales son controlados por el sis­tema nervioso automático, que brotan espontáneamente, y los estados emocionales a los que permitimos permanecer voluntariamente. Hay una gran diferencia entre distintos individuos en la rapidez y fuerza de sus impulsos volunta­rios. Por eso les llamamos a algunas personas “impul­sivas,” porque por naturaleza reaccionan más súbita y violentamente que otras en ciertas ocasiones dadas.

En cierto sentido esas fuertes y súbitas reacciones revelan la naturaleza interior. Es así como se denuncia el yo, o egoísmo. Pero de esto no es necesario concluir que todas las personas quietas y reposadas son personas caren­tes de egoísmo, sólo porque no tienen reacciones violentas. Lo más importante de todo es mirar el aspecto emocional, al cual voluntariamente aceptamos o condenamos. Por ejemplo, mirando por el lado bueno, el gozo del Señor como móvil de nuestra fortaleza es una actitud emocional man­tenida voluntariamente por una elección independiente de las circunstancias. Por el lado malo hay también senti­mientos de amargura, ira, rencor, despecho, que son tolerados, alimentados y perpetuados por largo tiempo.

No todas las malas situaciones que nos sacuden pro­fundamente son de carácter moral. Tomemos el asunto del orden, por ejemplo. El desorden en el hogar, en los negocios o en la obra del Señor molesta a una mente ordenada. Dios es un Dios de orden. El desea que el desorden nos moleste fuertemente, o de otra manera nunca haremos nada para corregirlo. Pero si ya hemos nacido con el sentido del orden, debemos tener paciencia con aquellos que no han nacido con esa bendición. Pero éstos deben procurar ser ordenados, para agradar a nuestro Señor que es un Dios de orden. El problema surge porque es fácil sentirnos moles­tos por el desorden, no porque Dios sea ordenado, sino por que nosotros, egoístamente, nos sentimos molestos y frus­trados. Por ejemplo, en un día de lluvia los chicos no pueden salir afuera y están jugando ruidosamente dentro de la casa. Nosotros deseamos leer, escribir o mirar televi­sión. ¿Con qué medida podemos determinar si nuestra molestia proviene de nuestro interés por la gloria del Dios de orden, o porque nuestra comodidad personal se ha tras­tornado

La respuesta a esta pregunta, y las demás que hemos planteado antes, es simplemente tener una profunda sen­sibilidad a la voz del Espíritu Santo, que nos haga ver el carácter impuro del genio que a nosotros nos gusta discul­par. Es bueno aclarar que hay un genio que es legítimo, y que Dios no se agrada del desorden, y que es fácil trasponer la línea fronteriza cuando este genio legítimo se convierte en instrumento del yo.

En el himno al Amor que escribió Pablo, él dice que el amor “no se irrita” (I Corintios 13:5). Cierta versión lo tra­duce así: “no se deja provocar fácilmente.” La palabra “provocar” se usa también para definir las características del amor, usable en dos sentidos, uno malo y otro bueno. La palabra aquí es paroxunetai, de la cual viene la palabra paroxismo. Literalmente significa “intensidad extrema.” Para ilustrar sus dos sentidos veamos dos eventos en la vida de Pablo. Mientras iba caminando por las calles de Atenas, contempló los innumerables ídolos de los griegos “y su espíritu se enardecía, viendo la ciudad entregada a la idolatría” (Hechos 17:16). En otras palabras, sufrió un paroxismo. La idolatría que lo rodeaba le hizo sentir inten­samente su repugnancia por las imágenes. Este sentido de paroxismo, por supuesto, estaba en armonía con el amor divino. Pero hubo otro momento, en la contienda con Ber­nabé, que las cosas llegaron a tal punto de paroxismo, que se separaron uno del otro. Probablemente este paroxismo era de la clase que más tarde el mismo Pablo declara no ser fruto del amor. Ambos eventos nos muestran el genio de Pablo llevado a extrema agitación, una vez en forma legí­tima, la otra en forma de dudosa indignación. Pero no podemos ser jueces en todos estos cruces de líneas que he tratado de exponer. No podemos juzgar a otro en cuanto a cuándo lo bueno se hace malo. Sólo podemos decir: “Si yo me viera en el mismo caso, sería culpable.” El único Juez es Jesucristo mismo. Gracias a Dios porque El es entera­mente fiel, y está listo para hablarnos, en cada estallido de genio, si estamos preparados para oírle.

Seguir con este tema sería fastidioso. Pero lo cierto es que cada parte de nuestra naturaleza humana puede ser vista de la misma manera. Nuestra misma razón, poderosa facultad de la mente, puede sernos muy útil al hacernos ver nuestros errores, o puede ser francamente perniciosa cuando nos dice que nuestros egoísmos son respetables. La imaginación es muy valiosa cuando formula planes para el adelanto del Reino de Dios, cuando produce invenciones útiles o resuelve problemas de la vida, pero puede ser reba­jada y prostituida cuando la ponemos al servicio de sueños frívolos que alimentan nuestra vanidad, ubicándonos en situaciones en las cuales podemos obtener aplausos, más allá de lo que merecemos, o haciendo que veamos inten­ciones y móviles en las acciones de los otros que en verdad no existen.

Comencé hablando del apetito y la urgencia de comer. Todas nuestras necesidades físicas pueden ser tratadas bajo la misma regla. A veces se dice, en ciertos círculos que recalcan la vida de santidad, que el sexo es malo, carnal y egoísta. Algunos piensan que también tendría que ser erra­dicado. Es muy necesario en nuestros tiempos un mensaje adecuado sobre la santidad del sexo, porque parece que muchos suponen que todas las satisfacciones de la vida sexual son de carácter carnal. Esta suposición nos recuerda al estoico que comía pescado. Tenemos que comprender de una vez que Dios creó el placer de comer y el placer del sexo de la misma manera que creó el apetito por ellos, y que la felicidad que se deriva de ambos puede ser santifica­da para la gloria de Dios. Claro que es enteramente obvio que el comer y el sexo pueden fácilmente convertirse en fines en sí mismos, y ser tergiversados hasta quedar bajo el dominio del egoísmo y el pecado. El sexo fuera del matri­monio es desde luego un caso de ello. Ninguna razón puede justificarlo. Es pecado.

Pero nuestras dificultades fronterizas descansan en un plano diferente. Es cuando la atracción sexual comienza a trabajar en una manera suave y gentil. La atracción sexual es una de las cosas santas y naturales impuestas por Dios en el hombre. El hecho biológico que el hombre y la mujer se atraigan mutuamente, igual que los polos positivo y negativo es algo enteramente santo. Sin esa atracción no habría amor, no habría noviazgo no habría matrimonio. No debemos suponer que la santificación, o el matrimonio eliminen la atracción sexual. La atracción sexual no pue­de, ni debe, ser erradicada. Pero cuando es purificada y escondida con Cristo en Dios, entonces puede ser dirigida y disciplinada. El santo apóstol Pablo podía decir “golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre” (I Corintios 9:27). El creyente soltero, que ha tenido la experiencia de la san­tificación, debe disciplinar su instinto sexual, para mante­nerlo libre de licencias y libertinajes en el noviazgo, y evitar también dar sus afectos a personas que no son cris­tianas.

Es también un error suponer que la atracción sexual opera solamente entre personas que han sido destinadas por Dios “el uno para el otro.” La atracción sexual es un hecho biológico que opera en todos, y por eso mismo las personas casadas que han hecho votos de fidelidad deben también disciplinar su instinto de igual manera que las personas solteras. En nuestra moderna y pagana civiliza­ción el sexo se ha convertido en un dios, y los modernos adoradores paganos de ese dios, ni desean dar, ni esperan recibir fidelidad conyugal. Cuando la novedad del casa­miento pasa, buscan nuevas atracciones. Así es la cosa. Los paganos se entregan libremente a ello. Los cristianos se autodisciplinan en el Señor.

Hay ciertos hechos simples en la atracción sexual que actúan constantemente. La sociedad india, por ejemplo, no admite que pase mucho tiempo entre la atracción ini­cial y la consumación sexual. Es que ellos no admiten la libre mezcla de los sexos, ni tampoco acostumbran el noviazgo. En sus formas más extremas esconden a las mujeres detrás de un velo o en un burkha. La idea que ellos tienen es que cuando un hombre no puede ver, tampoco puede desear. La civilización occidental considera las cosas de muy distinta manera. En la India no tienen idea del control interno de las emociones y sentimientos. Todo, piensan ellos, debe ser exteriorizado. Ningún hombre es de confianza, por lo tanto debe ser restringido. Pero la civili­zación occidental tiene una gran deuda con Cristo por sus ideas de control interior—que un hombre puede ser de con­fianza, aún en la oscuridad, y que el apetito sexual pueda ser sentido, y aún satisfecho, bajo una disciplina que lo dirige y controla. No necesitamos poner un velo sobre el rostro de una hermosa muchacha para evitar que tiente a los hombres. Creemos que un hombre cristiano puede ex­perimentar el placer de contemplar una bella muchacha sin sentir deseos ardientes de satisfacción sexual.

Después de admirar la belleza de un rostro es fácil admirar también la belleza y perfección de un cuerpo. Este mismo elemento de atracción sexual lo experimentan las mujeres, aunque en una forma diferente. La persona­lidad atractiva de un hombre puede ser tan seductora a la mujer como un bello rostro femenino serlo para un hombre. Las mujeres se hallan en mayor peligro en cuanto a esto, porque la personalidad es más sutil que la forma. Lo que siempre debemos conservar presente es que la atracción sexual, en sí misma, no es pecado. No es tampoco carnal, puesto que puede estar presente, sin lugar a dudas, en la persona llena del Espíritu. Pero aunque es algo de positiva belleza, que añade placer a la vida sin poner en peligro la fidelidad conyugal, o la santidad, la atracción sexual sigue siendo peligrosa por ser tan sutil, y demanda una rígida disciplina.

Ahora bien, esto no es, necesariamente, esa mirada de lujuria que el Señor Jesús condena. Apreciar y disfrutar de la belleza física de una mujer no es un pecado en sí. Pero es muy fácil deslizarse, y trasponer la línea, haciendo de un don legítimo, el placer de ver la belleza, un placer ilegíti­mo, la codicia carnal. Cuando uno se da cuenta que la vista lo está llevando peligrosamente cerca de la línea fronteriza, debe saber dar marcha atrás, poniendo en juego la discipli­na. Pero aquí, igual que en los otros casos que hemos visto, todo es asunto de saber escuchar la voz del Espíritu.

Esto que decimos no se aplica solamente a los hom­bres. Las mujeres también tienen sus apetitos y sus atrac­ciones hacia el sexo opuesto por razones que ellas a veces difícilmente pueden explicar. Algunas piensan que es un sentimiento carnal que surge de ellas mismas. Esto puede ser cierto en aquellas mujeres que no se han entregado completamente a Cristo. Pero aún en las personas llenas del Espíritu, sean hombres o mujeres, pueden haber esos momentos de gran atracción, de extremo interés en un hombre bien parecido o en una mujer hermosa. Esto puede significar nada más que la presencia en el yo humano de ese apetito creado por Dios y que es santo, y que no signi­fica deslealtad al esposo, o la esposa, o a Cristo. Es algo también que puede ser mantenido dentro del disfrute gene­ral de esa intercomunicación de sexos, permitida por nuestra civilización, y dentro de la iglesia espiritual de Cristo en todo tiempo y en todas partes.

Pero el trabajo del diablo en los corazones de hombres y mujeres es estimular ese elemento natural y legítimo para causar un apetito que va demandando más y más satisfacción. Si el corazón es verdaderamente puro, hay una disciplina voluntaria que se aplica casi automática­mente, para controlar ese placer justo dentro de los límites de la santidad. Pero aun el placer de una libre y sana inter­comunicación de sexos, puede ser usado por el diablo para hacernos deslizar de nuestra posición de estar escondidos con Cristo en Dios, a una posición de auto-satisfacción y placer egoísta.

Debemos entender claramente que la vida santificada es básicamente la vida mantenida bajo control del Espíritu Santo momento a momento. ¿Cómo podemos saber cuán­do hemos cruzado la línea del apetito normal a la glotone­ría, de la santa sensibilidad a la ira carnal, del celo por las cosas de Dios a la envidia personal, de hablar santamente a palabras iracundas, del respeto propio al orgullo perso­nal, del placer por la belleza a la mirada de lujuria, y del placer sexual santificado al placer que no lo es

Lo primero que tenemos que responder es que nadie puede decirle a nadie cuándo se ha cruzado la línea. Lo que mi amigo me cuente de otro amigo, quizá me parezca a mí cuestión de envidia más que de celo santo, pero realmente yo no puedo saber cuáles son sus verdaderos móviles o im­pulsos internos. Yo no puedo saber cuando él ha cruzado la línea. Todo lo que yo puedo notar es que la conducta de él es un toque de atención para mí, y que si yo algún día estoy bajo las mismas circunstancias no podría portarme de la misma manera sin sentir la amonestación del Espíritu Santo. Si esta amonestación se produce o no, es cuestión aparte, pero debería ser así. Obviamente, yo no puedo ser juez de mi hermano. Yo puedo, y debo, juzgarme severa­mente a mí mismo si algún día estoy en las mismas cir­cunstancias, pero no puedo saber cuál es la luz que posee mi hermano.

Una cantidad increíble de problemas y malos enten­dimientos resulta de esta persistente actitud de los cristia­nos de juzgarnos unos a otros. Les imputamos a los hermanos móviles injustamente y sin derecho. Es cosa cierta, por supuesto, que Dios nos ha dado la facultad de hacer juicios, y de pesar las acciones y actitudes, y saber aceptar lo bueno y rechazar lo malo, pues la facultad críti­ca es parte del equipo concedido por Dios. Usando recta­mente esta facultad estaríamos en capacidad de quitar el mal de la iglesia. Pero aquí también tenemos el caso de una facultad buena, dada por Dios, que puede convertirse en instrumento del yo. ¿Qué es lo que está allí, que está tan accesible a la mano de Satanás, con lo cual apelar a la vanidad de nuestras mentes, como el orgullo de nuestras opiniones y juicios

Todavía no se ha aclarado en la cabeza de muchos cristianos que el orgullo de opinión es tan dañino como cualquier otro orgullo y que debe ser tratado igual que cualquier otro pecado. Por supuesto, la respuesta que siempre tenemos a flor de labios es: “¡Pero es que yo tengo razón!” Así es como sentimos siempre acerca de nuestros propios juicios y razonamientos. Así debería ser, también, con eso que llamamos convicción, o certeza, es decir, poner un fuerte énfasis emotivo en lo que decimos. Pero supon­gamos que dos personas, igualmente santificadas, tienen distintas opiniones respecto de cualquier asunto. Cada una cree que la otra está equivocada. ¡Ambas están mal, si es que ninguna tiene la disposición de ceder! Por eso es que yo no debo juzgar a mi hermano si él viste ropas que yo no vestiría, o habla más explosivamente de lo que yo hablaría en la misma situación, o parece ser más sensible que yo a las críticas y provocaciones. Yo no puedo saber cuándo él ha cruzado la línea en todos estos casos, y Dios no lo juzga­rá a él por la línea mía.

Pero yo tengo una línea. ¡Y siempre sé cuando la he cruzado! ¡Dios ve eso! La vida en el Espíritu no actúa por un cierto estado de inercia, no se mueve por reglas o juicios establecidos por los propios hombres, por bueno y útil que pudiera ser todo esto algunas veces. ¡La vida santificada es precisamente eso, vida! Y sólo puede ser vivida en el Espí­ritu Santo. Es el Espíritu Santo quien, cuando posee el pleno control de nuestro corazón nos susurra cuando nos estamos acercando peligrosamente a la línea fronteriza. Sus avisos y advertencias son absolutamente fieles. El avisa siempre, y nosotros debiéramos siempre oírle. La parte triste es que a veces dejamos de oír. Un misionero amigo mío, que se había metido en una situación muy fea por su apresuramiento en hablar, cuando le pregunté por­qué había dicho tal cosa, me dijo: “¡Me apresuré a hablar por temor de que el Espíritu Santo me reprendiera por lo que iba a decir!” Esta fue una confesión muy honesta de su parte, y muy a menudo ha sido experiencia mía también.

Nuestra respuesta pues, a la pregunta de cuándo saber que hemos cruzado la línea es: la guía del Espíritu Santo. Muchas personas desearían recibir una santificación que trabajase por sí sola y automáticamente. La gente desea tener una experiencia de santificación espectacular, que les provea de una santidad empaquetada, envuelta, sella­da y lista para ser despachada a la gloria sin ninguna otra preocupación. Pero esta no es la vida santificada que Cristo ofrece. Cristo ofrece vida. Muchos han sido atraídos por la doctrina de la erradicación, esperando que todos sus problemas, y particularmente la necesidad de vigilancia y disciplina sean “erradicados” de su vida. Esto no sería una santidad escritural. Por otra parte, tratar de disciplinar la vida propia, sin eliminar primero el modo de vivir egoísta y centralizado en el yo, lo cual se hace mediante una entre­ga consciente y total a Cristo para esconder con El la vida en Dios es una tarea fútil y destinada al fracaso. Sola­mente una vida que se vive disciplinadamente bajo la guía y control del Espíritu Santo es una vida que está en el camino de la continua victoria.

La santificación es tanto una crisis como un proceso. No puede haber crisis sin un proceso que le sigue, y no puede haber proceso sin la crisis que le precede y le da ori­gen. Es fácil perder lo que uno ha recibido en la crisis es­piritual, y deslizarse otra vez del lugar escondido con Cristo en Dios a la vida egoísta centralizada en el yo huma­no carnal. No hay camino a la vida victoriosa excepto un camino de continuos cuidados, bajo la constante vigilancia del Espíritu Santo y una repetida e instantánea obediencia a su voz. Que esto sea fácil o difícil depende de nosotros. Si hacemos nuestra dependencia en el Espíritu lo supremo en nuestra vida será fácil; de otro modo no. Si amamos a Jesucristo como debemos amarle, con todo nuestro corazón y sin reservas, entonces no será difícil, sino una vida pla­centera y gloriosa, una vida de victoria y servicio para El. Pero para los que no quieren someterse a Cristo, será una vida pesada, difícil y fastidiosa.