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San Agustín

Algunos han puesto en tela de duda que Agustín sea incluido entre los campeones ‘de la perfección cristiana. Lo cierto es que su nombre aparece entre los amigos y los enemigos de esta verdad.

H. Orton Wiley incluye a Agustín entre los testigos de la doctrina. Como evidencia de ello cita la declaración de Agustín de que “nadie debe de atreverse a decir que Dios no puede destruir el pecado original en los miembros, y estar Él mismo presente en el alma de tal manera que, estando la vieja naturaleza abolida enteramente, la vida pueda vivirse aquí abajo como una contemplación eterna de Quien está arriba”.1 Y en el tercer centenario de Francisco de Sales, el papa Pío XI declaró en una encíclica sobre la santidad: “San Agustín define el asunto claramente cuando postula: ‘Dios no nos manda lo imposible, sino más bien, al dar el mandamiento Él nos amonesta a lograr lo que podemos lograr de acuerdo a nuestra fuerza, y a pedir ayuda para lograr cualquier cosa que esté más allá de nuestra fuerza.’”2

Por otro lado, Agustín también escribe lo siguiente, en su obra intitulada Retractaciones: “nadie en esta vida debe ser tan privilegiado... como para que no haya en sus miem­bros una ley que lucha contra la ley de su mente.”3 Él incluye hasta los apóstoles en este juicio. Sólo Jesús y su madre, afirma Agustín, eran sin pecado.4

¿A qué se debe esta ambivalencia En primer lugar, la tensión del conflicto de Agustín con Pelagio, quien rechazaba la idea del pecado original, llevó al primero a negar la posibilidad de ser impecable, o sin pecado, en esta vida. Bajo la presión de este debate Agustín desarrolló una posición extrema o de extremo, que contradecía sus postulados declarados en todo el resto de su producción.

Empero hay una razón todavía más profunda de su confusión. La doctrina cabalmente desarrollada sobre el pecado original, de Agustín, si bien tiene obviamente sus raíces en las Escrituras, también exhibe evidencia inequívoca de las influencias griegas que falsearon la enseñanza bíblica. El resultado es una doctrina en la que dos ideas enteramente diferentes del pecado se mezclan y se confunden.

Agustín razonaba que la caída introdujo la lujuria o concupiscencia, la que él describió más vívidamente como el deseo sexual. Si lo que Santiago llama “concupiscencia” (Stg. 1:14-15) es el pecado original, o la depravación, entonces, obviamente, la entera santificación es una ilusión.

Pero lo que nosotros declaramos es que tal comprensión del pecado original saca a la superficie una tendencia helenista de pensar en el cuerpo físico como algo pecaminoso per se, lo que es una idea que las Escrituras desconocen. De esas premisas uno tiene que aceptar que la tentación ya implica pecado. Cualquier doctrina de la salvación que ligue el pecado tan íntimamente a los deseos del cuerpo tendrá que darle la mano a Agustín, y dudar la posibilidad de alcanzar la santidad antes de la muerte.

Por lo tanto nosotros vemos la importancia de Agustín en un estudio de la perfección cristiana. Los temas suscitados por su teología todavía oscurecen la doctrina de la salvación. La doctrina agustiniana del pecado original le dejó la herencia a la iglesia de la llamada “teoría de las dos naturalezas”, que es la enseñanza de que por la gracia recibimos una nueva naturaleza que es santa y justa, y que es una adición a la naturaleza vieja, que permanece. Por ende el creyente que ha nacido de nuevo tiene dos naturalezas, una naturaleza nueva y libre de pecado, y una naturaleza vieja y corrupta. Estas dos naturalezas existen lado a lado, hasta la muerte del creyente. Por lo tanto la santificación es sólo un proceso gradual, que espera a la muerte para quedar terminado o completo.

Hasta que este problema sea o es resuelto, es imposible tener una doctrina bíblica de la perfección. Nadie que quiera pensar seriamente sobre el tema puede hacer a un lado las preguntas que Agustín nos hace mediante su concepto del pecado original

A   EL LUGAR DE AGUSTÍN EN LA IGLESIA

Sin embargo, sería un tratamiento completamente injusto de Agustín el limitar nuestra evaluación de su teología a estos aspectos negativos de su enseñanza acerca del pecado original. Cuando menos en dos aspectos, como santo y como teólogo, Agustín marcha en la línea de Pablo, Lutero, Calvino y Wesley. Una gran parte de su influencia se debe precisamente a su piedad mística.

El amor de Agustín hacia Dios palpita en todos sus escritos, pero es en su excepcional obra, las Confesiones, donde ese amor halla su expresión más cabal. Ninguna otra autobiografía espiritual de ese calibre fue escrita en la iglesia cristiana de la antigüedad, y todavía sigue siendo probablemen­te la obra clásica superior de la experiencia cristiana. En la primera página encontramos la clave de la doctrina positiva de este gigante teológico, de la perfección cristiana. Es esa conocida frase: “Tú nos hiciste para ti, y nuestras almas no descansan hasta que descansan en ti.” Aquí está su doctrina del sumo bien: el verdadero fin del hombre, su gozo más elevado y su autocumplimiento o logro supremo, yace en Dios. “Es bueno, entonces para mí, apegarme a Dios, puesto que si no permanezco en Él, tampoco permaneceré en mí mismo; pero Él, permaneciendo en Sí mismo, renueva todas las cosas. Y Tú eres el Señor mi Dios, pues no necesitas mi bondad” (7: 11). “Busqué una manera de adquirir suficiente fuerza para disfrutarte, pero no la encontré sino hasta que me acogí a ese ‘mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre’, de quien leemos que ‘es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos’, y cuyo llamado oí” (7:18). “Mi única esperanza yace sólo en tu sobreabundante misericordia. Da lo que Tú ordenes, y ordena lo que Tú quieras” (10:29). “Te amaré, oh Señor, y te daré las gracias, y confesaré tu nombre, porque Tú has alejado de mí todas esas acciones mías perversas y nefandas. Lo atribuyo a tu gracia, y a tu misericordia que Tú has derretido mi pecado como si fuera nieve” (2:7). Al reflexionar sobre esto, Williston Walker escribe: “Hay aquí una nota de devoción personal tan profunda como no se había oído en la iglesia desde los días de Pablo, y el concepto de la religión como una relación vital con el Dios vivo, que habría de ser de influencia permanente, aunque frecuentemente sólo fuese comprendido parcialmente.”5

B.           LA DOCTRINA AGUSTINIANA DE LA PERFECCIÓN

Un examen de la teología de Agustín revela que esencialmente es perfeccionista. Su idea principal es el Sumo Bien, el cual puede en alguna manera ser alcanzado y disfrutado en esta vida.

Y, ¿cuál es este Sumo Bien, la beatitud máxima que el hombre puede alcanzar Es Dios. Nuestras almas no reposan hasta que encuentran su reposo en Él. En Dios, y en Él solamente, se encuentra la verdadera realización del hombre.

La mente humana encuentra su meta en Dios, y en Él está completa. Al recordar cómo él había sido guiado a Cristo por el estudio de la filosofía y el amor de la verdad, Agustín escribe: “La amonestación interna que obra a tal grado sobre nosotros de que nos acordemos de Dios, de que le busquemos, de que tengamos sed de Él (con toda la animadversión terminada), procede de la mismísima fuente de la verdad.” En el mero centro del pensamiento de Agustín está la convicción de que el conocer a Dios en una comunión de la que uno está consciente es la corona y la meta de la vida. En una de sus cartas Agustín escribe de esas personas que tienen un amor meramente intelectual a Dios, sin tener a Dios morando en ellos, y de esas otras personas en quienes Dios mora, sin que ellas lo sepan. “Pero más bienaventuradas y dichosas son las personas en quienes Dios mora, y ellas lo saben. Este es el conocimiento más cabal, más verdadero, más feliz.”6

Pero Agustín conocía el problema ético que se cierne siempre sobre el hombre pecaminoso. Aunque fue creado para conocer a Dios, el hombre ha caído y se ha alejado de Dios, y ahora es el esclavo indefenso del pecado. Antes de que pueda amar a Dios y servirle, es menester que su voluntad esclavizada sea emancipada Esto es posible sólo por la gracia de Dios en Cristo. Entonces, y sólo entonces, puede el hombre disfrutar del conocimiento de Dios que es la salvación. De modo que para Agustín la libertad cristiana significa ser libre del pecado, para conocer a Dios y servirle.

El sumo bien, por lo tanto, es disfrutar del Dios que escribe su ley en las tablas de nuestro corazón, y por cuya presencia es derramado en nuestro corazón el amor de Dios, el cual es el cumplimiento de la ley. Esta es la libertad que el evangelio de Cristo nos promete.

Nada puede ser mejor que esta bendición, nada más feliz que esta felicidad: vivir para Dios, vivir en Dios, en quien está la fuente de la vida y en cuya luz veremos la luz. El mismo Señor se refirió a esta vida al decir: Esta es la vida eterna; que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado… Seremos semejantes a él... Esta semejanza principia aun ahora a ser obrada en nosotros, mientras el hombre interior es renovado de día en día, de acuerdo a la imagen de quien lo creó.7

Por otro lado, escribe Agustín, “la desgracia máxima del hombre es no estar con Aquel, sin quien no puede estar, puesto que, sin lugar a dudas, el hombre no es sin Aquel en quien es; y sin embargo, si no recuerda, y comprende, y ama a Dios, no está con Él.”8

Esta desgracia es el resultado del pecado, y esta barrera a “la participación en la Palabra” es eliminada por el amor de Dios que es derramado en el corazón por el Espíritu de Dios. El amor es, por lo tanto, un elemento esencial del sumo bien. Esencialmente, conocer a Dios, y amar a Dios están ligados en el pensamiento agustiniano del bien supremo. “Este amor inspirado por el Espíritu Santo, guía hacia el Hijo, o sea a la sabiduría de Dios, por medio de quien el Padre mismo es conocido... Es un amor que pide, un amor que busca, un amor que llama, un amor que revela, y también, un amor que brinda continuidad en aquello que ha sido revelado.”9

Lo que es más, este amor que es el sumo bien, es enteramente social. Agustín escribe:

Tú te amas en una manera que guía a la salvación cuando amas a Dios más que a ti mismo. Lo que entonces deseas o buscas para ti lo deseas o buscas para tu prójimo, o sea que él ame a Dios con un afecto perfecto. Pues tú no lo amas como te amas a ti mismo a menos que trates de atraerlo a ese bien que tú mismo estás buscando... De este mandamiento emanan los deberes de la sociedad humana.10

En las páginas finales de su obra maestra, La ciudad de Dios, Agustín recalca ese amor social de Dios. Escribe: “¿Cómo podría la ciudad de Dios principiar o ser desarrollada, o alcanzar su debido destino, si la vida de los santos no fuese una vida social”11

Aun en la vida futura hay grados y diversidades, pero no hay envidia, ni agitación, porque “Dios será el fin de nuestros deseos, y Quien será visto por toda la eternidad, amado sin saciedad, alabado sin cansancio. La comunicación de este afecto, este empleo, será definitivamente, como la misma vida eterna, algo que todos tendrán en común.”12

¿Es posible esta perfección para el hombre mortal En su primer tratado sobre el Sermón del Monte, Agustín definió a los pacificadores que son llamados los hijos de Dios, como aquellos que disfrutan de esa paz en su interior, y en cuyas almas todo es armonía. Las pasiones están sujetas a la razón. Aquello que es lo más elevado en el hombre —su mente y su razón— domina sin resistencia sobre su cuerpo con sus deseos. La razón misma está sujeta a la Verdad, el unigénito Hijo de Dios. Esta es la paz de la que disfrutan en la tierra los hombres de buena voluntad. “Estas promesas pueden cumplirse en esta vida, tal como creemos que se cumplieron en el caso de los apóstoles.”13

Pero tal como ya vimos antes, después de su debate con Pelagio, Agustín se retractó de esta posición. En esa vena escribe:

Nosotros no creemos que los apóstoles, mientras que vivieron aquí en la tierra estuvieron exentos de la lucha de la carne contra el Espíritu. Pero sí creemos que esas promesas pueden ser cumplidas aquí tanto como fueron cumplidas, de acuerdo a lo que creemos, en los apóstoles, lo que equivale a decir en la medida de la perfección humana, en que ésta puede alcanzarse en esta vida... La medida es la de la perfección de la que esta vida es capaz, y no en la que esas promesas han de ser cumplidas en ese día de paz perfecta, cuando se dirá: ¿Ubi est mors contentio tua14

De modo que entonces hay una perfección relativa en esta vida. A través de Cristo y la infusión del amor de Dios por el Espíritu Santo podemos disfrutar del conocimiento de Dios, y experimentar una comunión transformadora con Él, la que irá obrando un cambio gradual en nosotros, merced al cual iremos siendo más semejantes de Aquel que es la imagen de Dios. Pero puesto que la concupiscencia pecaminosa permanece, no podemos gozar de ser libres completamente del pecado. Agustín escribe: “Nadie en esta vida puede ser tan privilegiado que no haya en sus miembros una ley luchando contra la ley de su mente.”

C.           UNA EVALUACIÓN

La debilidad fatal en la enseñanza agustiniana de la per­fección es su tendencia a identificar el pecado original con la lujuria sexual. Él dice: “Hay varias y diversas clases de lujuria, algunas de las cuales tienen su propio nombre, en tanto que otras no... Sin embargo, cuando no se especifica un objeto, la palabra generalmente sugiere a la mente la excitación lujuriosa de los órganos de reproducción.”15

Según la teoría agustiniana, Adán y Eva recibieron el mandato divino de poblar la tierra; en su estado original, antes de la caída, ellos no conocían la excitación del deseo sexual. Si hubiesen quedado en ese estado de inocencia, o sin pecado, “el hombre hubiera sembrado la semilla, y la mujer hubiera recibido, tal como hubiese sido necesario, pero los órganos de reproducción hubiesen sido activados por la voluntad y no excitados por la lujuria”.16

Si bien el orgullo (“el apetito de una exaltación exagerada”) fue “el principio del pecado”, la lujuria fue una consecuencia penal. De modo que esta lujuria es la marca infalible de nuestra condición caída y continúa siendo la maldición de la humanidad hasta la resurrección. Agustín interpreta la guerra entre los ‘miembros, tan vívidamente descrita en Romanos 7, como “la lucha entre la voluntad y la lujuria”17 y persiste en la vida del santo más piadoso hasta su muerte, cuando finalmente se despojará “del cuerpo del pecado y de la muerte”. Por lo tanto, la naturaleza pecaminosa o carnal no es algo que pueda ser destruido por un acto de la gracia divina, sino que es algo constituyente de nuestra humanidad misma, como miembros de una raza caída.

Esta tendencia a definir el pecado original como lujuria sexual emana del concepto pagano de que la creación material es mala per se. Refleja la filosofía dualista que había formado parte de los antecedentes pre-cristianos de Agustín. El concepto de que el mundo material es esencialmente malo fue muy prevalente en la antigüedad, y la identificación del pecado con el sexo era parte de esa manera de pensar. Esta idea no sólo contribuyó al ideal de la virginidad y del celibato como las verdaderas expresiones de la santidad, sino que también oscureció innecesariamente la doctrina del pecado original. Le ha sido casi imposible a la iglesia el deshacerse de la idea de que la carnalidad y la lujuria sexual son prácticamente sinónimos.

Pero tal identificación del cuerpo humano con la naturaleza pecaminosa no se encuentra en sitio alguno del Nuevo Testamento. Desde luego que nuestro cuerpo irredento es el esclavo y la herramienta del pecado. Pero precisamente el propósito de la muerte de Cristo en la cruz fue librar nuestro cuerpo del dominio del pecado (Ro. 6:6), a fin de que nos presentemos o consagremos a nosotros mismos a Dios, y “nuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia” (Ro. 6:12-13). Puesto que somos los que han saboreado las misericordias de Dios, ahora hemos de presentar nuestros “cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” (Ro. 12:1). En otro lugar Pablo escribe: “Cualquier otro pecado que el hombre cometa, está fuera del cuerpo; mas el que fornica, contra su propio cuerpo peca” (1 Co. 6:18). A continuación el Apóstol les recuerda a los corintios: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros... glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Co. 6:19, 20). Enteramente santificados, “todo (nuestro) ser, espíritu, alma y cuerpo (será) guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Ts. 5:23).

Desde luego que el cuerpo, con sus apetitos e impulsos, es una fuente de tentación. Por lo tanto Pablo escribe: “Golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo yo, para otros, yo mismo venga a ser eliminado” (1 Co. 9:27). Lo natural debe ser sacrificado a lo espiritual si es que hemos de ganar la corona de la vida. Por esa razón les escribe a los romanos: “Si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Ro. 8:13).

Por lo tanto, la conclusión a la que llegamos es que los deseos del cuerpo, incluyendo el impulso sexual, no son pecaminosos en sí mismos. El deseo es la esencia de la tentación, pero la tentación no es pecado (Stg. 1:15-16). Tampoco aceptamos que la guerra entre nuestros miembros, tan vívidamente descrita por Pablo en Romanos 7, sea un cuadro de la tentación, o una lucha entre la razón y la pasión. En vez de referirse meramente a la sensualidad, “la carne aquí denota a todo el hombre tal como es por naturaleza”.18 La vida en la carne, tal como la describe Pablo en este capítulo, es la experiencia frustrada de cualquier ser humano que trate de cumplir las demandas de la ley sin conocer y tener los recursos de la gracia divina que nos brindan mediante Cristo. Así que la carne es entonces todo el ser del hombre sujeto al pecado.

El interpretar el capítulo siete de Romanos como la etapa más alta de vida posible para el cristiano es perder completamente el argumento del Apóstol en Romanos 6 al 8. El propósito de Cristo al venir a este mundo fue precisamente traer a su fin la esclavitud del hombre al pecado en la carne, al introducir el reino del Espíritu, de vida y de santidad. Pablo escribe: “Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros” (Ro. 8:9). La etapa final de la existencia cristiana es la vida en la que el creyente es libre del pecado; Pablo testifica frecuentemente de esta vida en el capítulo 8 de Romanos. Por ejemplo:

… la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó el pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu (vv. 2-4).

Al negar la posibilidad de que el creyente encuentre tal libertad en Cristo, Agustín no capta ambas cosas, el evangelio cabal de Pablo, y las implicaciones de su propia doctrina de la libertad cristiana mediante la gracia.