Sería exagerado declarar que la iglesia ha creído y enseñado durante todos los siglos de su existencia la perfección cristiana tal como la Biblia la presenta, y tal como la doctrina wesleyana la ha entendido. En realidad, esta enseñanza frecuentemente ha sido condenada y denigrada. Sin embargo, alguna forma de doctrina perfeccionista ha sido postulada en cada edad, no sólo por los cristianos ortodoxos, sino también por aquellos que han tenido tendencias heréticas.
Ideas extrañas a la Biblia se han adentrado a la tradición cristiana, procedentes de diversos sistemas religiosos y filosóficos que operaban en el mundo en que la iglesia estaba testificando y trabajando, y cada una de esas ideas ha resultado en una alteración de la doctrina de la santidad. Las ideas que no emanan de la Biblia sobre Dios, el hombre, y el pecado, todas ellas han tomado parte en la deformación de la enseñanza. William Burton Pope observa que estos diversos principios que han contribuido a moldear la opinión podrían ser estudiados con mucho provecho, como fuentes que arrojan luz sobre la doctrina bíblica. “En efecto sus interpretaciones respectivas sobre el tema pueden considerarse como algunas de las pruebas más severas que pudieran aplicarse a los diversos sistemas.”1
A pesar de tales frutos de la imaginación, nociones a veces exóticas de los hombres, los elementos esenciales de la doctrina de la perfección cristiana han sido preservados, si bien con pequeñas diferencias, desde el principio. “El espíritu de la santidad consumada nunca ha carecido de un testigo.”2 Al paso de los siglos ha habido diferencias en cuanto al énfasis y en cuanto a la terminología, tal como cualquier estudiante de la historia eclesiástica sabe bien, pero la verdad de la santidad no se ha eclipsado en ninguna edad.
A. LOS PADRES APOSTÓLICOS
La teología de los padres apostólicos no se mueve en el mismo plano elevado en que acciona el Nuevo Testamento. “Aunque Pablo fue el más grande pensador de la iglesia primitiva, su pensamiento no fue generalmente comprendido, ni su interpretación del cristianismo ampliamente aceptada.”3 Un tipo general de cristianismo, muy diferente al de Pablo lentamente llegó a prevalecer, en el cual cierta comprensión del evangelio de Cristo era la nueva ley. El amor, como la actitud correcta del ser humano hacia Dios, fue substituido por el temor, y la fe frecuentemente se volvió sólo otra obra llevada a cabo por el cristiano. La Epístola de Bernabé expresa bien la corriente: “Es cosa buena aprender las ordenanzas del Señor, tantas como hayan sido escritas, y andar en ellas, pues el que haga estas cosas será glorificado en el reino de Dios; en tanto que quien escoja lo otro perecerá junto con sus obras. Por esta razón hay una resurrección, por esta razón (hay) una recompensa.”4 San Clemente escribe: “Si hacemos la voluntad de Cristo encontraremos descanso, pero si no la hacemos, nada nos librará del castigo eterno, si menospreciamos sus mandamientos.”5 En los escritos de los Padres podrían encontrarse un sinfín de citas como éstas.
Pero aunque el fracaso de la iglesia fue general en este respecto, es decir, por cuanto no vio el evangelio cristiano como un mensaje de libertad a través de Cristo, el Espíritu estaba obrando activamente en el seno de la comunidad cristiana. A pesar de sus interpretaciones erróneas, estas comunidades no carecieron de testigos del secreto de la santidad. La salvación, aun en sus alcances más elevados, no depende en la perfección de la comprensión, sino en la obediencia al Espíritu Santo. Esta es la razón por la cual no es difícil descubrir frases claras de testimonio y de enseñanza sobre el tema de la perfección cristiana diseminadas entre los escritos de los Padres.
Poco antes de sufrir la muerte de mártir, Ignacio exclamó: “Te doy gracias, Señor, que te has dignado honrarme con un amor perfecto hacia ti.”6 Clemente de Roma escribió: “Los que han sido perfeccionados en amor, por la gracia de Dios, han llegado al lugar de los piadosos en el compañerismo de aquellos que, en todas las edades han servido (para) la gloria de Dios en perfección.”7 Y Policarpo, refiriéndose a la fe, la esperanza y el amor, escribe: “Si algún hombre morara en éstos, ha cumplido la ley de la justicia, porque el que tiene amor está lejos del pecado.”8 Palabras como éstas contienen la semilla de la doctrina de la perfección cristiana: es la perfección del amor dentro de la justicia de la fe. Las Epístolas de Ignacio mencionan una y otra vez una fe perfecta, una intención perfecta, y una obra perfecta de santidad.9
B. IRENEO
Ireneo, obispo de Lyon en la parte final del segundo siglo, fue uno de los pocos pensadores verdaderamente creativos en la historia de la iglesia. Lo que es más, Ireneo fue “el más influyente de todos los primeros Padres, no sólo desde el punto de vista de la institución sino teológicamente”.10 Hombre de rara piedad personal, conocía profundamente el pensamiento del Nuevo Testamento, y demostró una verdadera afinidad a la teología de Pablo. Su doctrina de la redención tiene su centro en la obra de Cristo, y su enseñanza sobre la salvación recalca el derramamiento del Espíritu Santo como el medio de la perfección cristiana. Podemos correctamente clasificar a Ireneo como un teólogo de santidad.
Ireneo fue el primer escritor patrístico que nos ofrece una doctrina clara y comprehensiva de la expiación y de la redención. “¿Con qué propósito descendió Cristo del cielo” se pregunta Ireneo. Y contesta: “Para que pudiera destruir el pecado, vencer la muerte, y darle vida al hombre.”11 Lado a lado de esta declaración preñada de significado podemos poner esta otra:
El hombre había sido creado por Dios para que tuviera vida. Si ahora, habiendo perdido la vida, y habiendo sido dañado por la serpiente, no retornaba a la vida, sino que era completamente abandonado a la muerte, Dios habría salido derrotado, y la malicia de la serpiente habría vencido la voluntad de Dios. Pero puesto que Dios es tanto invencible como magnánimo, demostró su magnanimidad al corregir al hombre, y al probar a todos los hombres, como ya hemos dicho; pero mediante el Segundo Hombre, Dios encontró al (hombre) fuerte, y asaltó su baluarte, destruyó sus bienes, y aniquiló la muerte, brindándole vida al hombre que había estado sujeto a la muerte.12
En otra declaración fuerte, que al mismo tiempo es una exhortación, Ireneo dice: “Nuestro Señor... ató al fuerte y libró al débil, y le dio salvación a su creación al abolir el pecado.”13
La idea de Ireneo es bien clara. “La obra de Cristo es en primer lugar, y sobre todo, una victoria sobre los poderes que mantienen esclava a la humanidad: el pecado, la muerte y el diablo. De éstos puede decirse que en cierta manera son personificados, pero en cualquier caso son poderes objetivos, y la victoria de Cristo produce una nueva situación, al haber puesto fin a su dominio, y haber librado a los hombres de su yugo.”14
Ireneo considera que la encarnación es absolutamente esencial para la redención. Declara: “Él, nuestro Señor... es la Palabra de Dios el Padre hecha el Hijo del Hombre... Si Él, como hombre, no hubiese vencido al adversario del hombre, el enemigo no habría sido justamente vencido. Algo más, si no hubiese sido Dios quien otorgó la salvación, nosotros no la tendríamos como una posesión segura... La Palabra de Dios, hecha carne, pasó por cada etapa de la vida, restaurando a cada edad el compañerismo con Dios.” Basándose en lo que Pablo dice en Romanos 8:3-4, Ireneo escribe: “La ley, siendo espiritual, meramente exhibió al pecado tal como es; no lo destruyó, puesto que el pecado no reinaba sobre el espíritu sino sobre el hombre. Y puesto que aquel que había de destruir el pecado y redimir al hombre de la culpa tenía que entrar en la mismísima condición del hombre.”15
No hay ni un indicio en Ireneo, de división alguna entre la encarnación y la expiación, tal como aparecería después en la teoría de Anselmo y en otras teorías de satisfacción posteriores. Ireneo postula que es Dios mismo quien en Cristo lleva a cabo la obra de la redención y derrota al pecado, la muerte y el diablo. Dios mismo ha entrado en el mundo del pecado y de la muerte: “la misma mano de Dios que nos formó al principio, y que nos forma en el vientre de nuestra madre, en estos últimos días nos buscó cuando estábamos perdidos, ganando a su oveja perdida, poniéndola sobre su hombro y regresándola con gozo al rebaño de la vida.”16
En un pasaje largo pero conmovedor Ireneo explica cómo el Hijo encarnado ha santificado cada etapa de la vida:
Él vino para salvar a todos mediante su propia persona; es decir, a todos los que por Él nazcan de nuevo para Dios; infantes, niños, adolescentes, jóvenes y adultos. Por lo tanto Él pasó por cada etapa de la vida. Fue hecho infante para los infantes, santificando así la infancia; un niño entre los niños, santificando la niñez, y poniendo un ejemplo de afecto filial, de justicia y de obediencia; un hombre joven entre los hombres jóvenes, convirtiéndose en un ejemplo para ellos, y santificándolos para el Señor. Asimismo fue un hombre adulto entre los hombres adultos, para que pudiese ser un maestro perfecto para todos, no meramente respecto a la revelación de la verdad, sino también con respecto a esta etapa de la vida, santificando a los hombres de más edad, y volviéndose también un ejemplo para ellos. Y así Él llegó hasta la muerte, para que pudiese ser “el primogénito de entre los muertos”, teniendo preeminencia entre todos, el Autor de la Vida, quien va delante de todos y muestra el camino. 17
La victoria divina lograda en Cristo ocupa el mismísimo centro del pensamiento de Ireneo, y forma el elemento central de su doctrina de la recapitulación, que es la restauración y perfeccionamiento de la creación, la cual es la idea teológica más vasta de este formidable pensador. “La recapitulación de Ireneo”, escribe Aulén, “no termina con el triunfo de Cristo sobre los enemigos que han mantenido cautivo al hombre; continúa en la obra del Espíritu en la iglesia... Pero la plenitud de la recapitulación no se realizará en esta vida: la perspectiva de Ireneo es hondamente escatológica, y el don del Espíritu es para él las arras de la gloria futura.”18
Para Ireneo, entonces, si bien la muerte de Cristo ocupa un lugar central en la victoria divina, no es una muerte aislada; es “una muerte en conexión, por un lado con el trabajo de toda la vida de Cristo visto como un todo, y por otro lado, con la resurrección y la ascensión; (es) la muerte sobre la que ha brillado la luz de la resurrección y del Pentecostés”.19 La resurrección fue la primera manifestación de la victoria decisiva de Cristo, que fue ganada en la cruz; fue también el punto de principio de una nueva era del Espíritu, ya que, desde su sitio exaltado a la diestra del Padre, Cristo derrama el Espíritu, el cual reproduce dentro de nosotros la victoria de Cristo sobre el pecado, y nos trae a la “unidad y comunión con Dios y el hombre”.
Es precisamente sobre este fondo de la doctrina de la expiación que entendemos la enseñanza de Ireneo sobre la perfección. Los cristianos están viviendo en la nueva etapa de la salvación. “El factor esencial en esta nueva etapa... es el derramamiento del Espíritu. Solamente son ‘perfectos’ aquellos, dice él, en el sentido de estar completos, que han recibido el Espíritu de Dios. El pensamiento de Ireneo siempre está dominado por su honda convicción de una comunión presente del alma con Dios. Él sabe muy bien que este es el significado de haber ‘recibido el Espíritu’.”20
La idea de Ireneo, de la recapitulación, que él ha basado en Efesios 1:10 y en Colosenses 1:19, “es inherentemente una doctrina de perfección y... está en el corazón mismo de la teología de Ireneo. Esta es la meta de nuestro ser: estar en Cristo, y habiendo recibido el Espíritu, vivir en comunión con Dios”.21 Dejemos que el teólogo lo exprese con sus propias palabras:
Dios prometió por medio de sus profetas que “derramaría este Espíritu sobre sus siervos y sobre las siervas... en aquellos días” para que profetizaran. Y el Espíritu descendió de Dios sobre el Hijo de Dios, lo hizo Hijo del Hombre, y con él se acostumbró a morar entre la raza humana y a “descansar en” los hombres y a morar en las criaturas de Dios, obrando la voluntad de Dios en ellas, y renovándolas de su viejo estado a la novedad de Cristo.22
Por lo tanto Ireneo puede decir: “Dios es poderoso para hacer perfecto aquello que el espíritu anhelante desea”, y añade: “el Apóstol llama perfectos a aquellos que presentan cuerpo, alma y espíritu irreprensible delante de Dios; quienes no sólo tienen al Espíritu Santo morando en ellos, sino que también preservan sus almas y cuerpos sin mancha alguna, conservando inviolada su fidelidad a Dios, y cumpliendo sus deberes con sus vecinos.”23 Ireneo hace un resumen de su doctrina diciendo sencillamente que “el Hijo de Dios apareció en la tierra y se familiarizó con los hombres: para que nosotros pudiéramos tener la imagen y semejanza de Dios.”24