Wesley Center Online

La Enseñanza Católica-Romana

La idea agustiniana de la perfección, con muy pequeñas diferencias, dominó el pensamiento de la iglesia durante la Edad Media. Por lo tanto es innecesario hacer un repaso de los escritores místicos, que fueron muchos, de ese largo período. Hay dos nombres, sin embargo, que es menester mencionar: Dionisio Areopagita y Bernardo de Claraval.

Dionisio, como Agustín, creía que la perfección del hombre consiste en estar unido a Dios. Pero además, para este cristiano neoplatonista, Dios es el Abismo, y para ser perfeccionado, uno tiene que arrojarse a la “oscuridad de no saber” más allá de cualquier comprensión. La victoria de la filosofía sobre la revelación difícilmente podría ser más completa. “Empero, gracias al discipulado de Juan Escoto Erígena, y a través de los comentarios de Hugo de S. Víctor, de Tomás de Aquino y de Alberto Magno, sus escritos alcanzaron una influencia extraordinaria, y su autoridad es citada por los escritores medioevales como algo decisivo.”1

Bernardo de Claraval introduce en la vida devocional católica una nota más tibia y personal de piedad evangélica. En sus escritos, especialmente en su comentario sobre el Cantar de los Cantares, Jesucristo mismo ocupa otra vez el centro de la adoración cristiana.

Cuando menciono el nombre de Jesús, fijo delante de mi mente a un hombre manso y humilde de corazón, amable y tranquilo, casto y doliente, conspicuo en cuanto a lo que la bondad y la santidad tocan, y a ese mismo Hombre lo veo como el Dios omnipotente, quien me sanará por su ejemplo y quien me fortalecerá con su ayuda.2

Imitar a Cristo se vuelve para Bernardo la esencia de la devoción. En tanto que su sabiduría nos enseñe y su amor nos conmueva, sabemos que Él está cerca. Pero sobre todo hemos de imitar su humildad.

Sin embargo nos desilusiona descubrir que cuando Bernardo describe los niveles más altos a los que puede llegar un cristiano en esta vida, deserta al Señor encarnado. Escribe:

El amor del corazón es, en cierto sentido, carnal, por cuanto principalmente mueve al corazón del hombre hacia la carne de Cristo y hacia lo que Cristo dijo e hizo cuando estaba en la carne. La sagrada imagen del Dios-Hombre, ya sea durante su nacimiento o siendo amamantado o enseñando o muriendo o resucitando, está presente a quien ora, y sin duda alguna estimula al alma al amor a la virtud... Pero aunque tal devoción a la carne de Cristo es un don, un gran don del Espíritu Santo, sin embargo yo lo llamo carnal en comparación a ese amor que no considera el Verbo que es Carne, como el Verbo que es Sabiduría, Justicia, Verdad, Santidad.3

En otro de sus libros Bernardo declara que en esta vida no se puede alcanzar la clase más elevada de amor. Luego hace una clasificación de cuatro grados de amor. El primero es el amor natural que uno tiene a sí mismo. El segundo es el amor a Dios por los beneficios que ha derramado sobre nosotros. El tercero es el amor a Dios por su propia bondad, sin excluir la idea de su bondad para nosotros.

En este tercer grado uno se queda por largo tiempo. Yo no sé si hay hombre alguno que haya arribado perfectamente a la cuarta etapa, en la que uno sólo se ama a sí mismo por causa de Dios. Si hay algunos que la hayan experimentado, que hablen; en cuanto a mí, confieso que me parece imposible.4

Seguramente que algo anda mal con un ideal tan defectuoso que postula que el amor perfecto jamás puede ser alcanzado, ni siquiera por un solo momento, por la gracia de Dios. Sin embargo, la intensa nota de devoción a Jesús que palpita en el comentario de Bernardo al Cantar de los Cantares le ha dado a ese místico un lugar permanente en la literatura devocional del cristianismo.

A.            TOMÁS DE AQUINO

Tomás de Aquino (1225- 1274) ha sido llamado “el doctor angélico” de la iglesia. “En la iglesia romana su influencia nunca ha cesado. Por edicto del papa León XII, en 1879, su obra es la base de la instrucción teológica presente.”5

Entre todos los teólogos Aquino es el que está más dominado por el concepto de la perfección final del hombre. Una de sus convicciones básicas es el postulado de que la misma naturaleza y constitución del hombre contienen una promesa implícita de su fin verdadero, que es ver a Dios y disfrutarlo. Tal como fue creado originalmente, el hombre tenía, además de sus poderes naturales, un don superadicional que le permitiría buscar ese bien supremo, y practicar las virtudes de la fe, la esperanza, y el amor. Al pecar, Adán perdió el don de la gracia divina, y sufrió la corrupción de sus poderes naturales.

El hombre conserva el poder para practicar las virtudes naturales: prudencia, justicia, valor y control propio; pero éstas, si bien producen cierto grado de felicidad, no son suficientes para capacitar al hombre a alcanzar su fin verdadero, la visión de Dios. Sólo la gracia gratuita e inmerecida puede restaurar al hombre al favor de Dios y capacitarlo para practicar las virtudes cristianas. Ninguna acción del hombre puede ganarle esta gracia; pero una vez que ha sido redimido, el hombre tiene el poder por la gracia divina para cumplir no sólo los preceptos de Dios, sino también las amonestaciones del evangelio a la perfección. Por esta gracia él puede disfrutar del amor perfecto en esta vida y experimentar la visión beatífica de Dios en la vida venidera.

Tal es, en forma muy amplia y breve, el bosquejo de la doctrina de Aquino. La discusión siguiente de ella se basa en el magnífico análisis de la enseñanza tomista sobre la perfección, hecho por R. Newton Flew.6 El doctor Flew hace un resumen de la posición de Aquino bajo cuatro encabezados: (1) La vida de meditación es superior a la vida activa; (2) La perfección cristiana consiste en el amor, y puede ser alcanzada en esta vida; (3) Dios ha de ser amado por Sí mismo; y (4) La perfección final puede ser alcanzada sólo en la vida del más allá.

1.                Una vida de meditación es superior a la vida activa

Para captar el pensamiento tomista en este respecto nos ayudará meditar en la declaración de Jesús: “María ha escogido la buena parte” (Lc. 10:42). Sin esta proclensión es imposible que haya aprecio de ninguno de los dos, el catolicismo romano y Aquino. Los santos de todas las ramas del cristianismo se nutren en la oración, en su comunión interior con Dios, la cual es la fuente de su fuerza. Lo que es más, en tanto que ese mundo está pasando, la vida de comunión es inmune a la muerte. Estas premisas cristianas comunes son el fundamento de la posición de Aquino.

Empero sería injusto decir que este teólogo menosprecia la vida activa. Los méritos de la vida activa son grandes, dice santo Tomás, citando a Gregorio. Todas las virtudes morales son pertinentes a la vida activa. Por medio de tales acciones hacemos bien a nuestro prójimo y exhibimos algo del amor divino. Por lo tanto, sin este amor, no podemos tener la perfección. En cierta medida, la vida activa es esencial para alcanzar el amor perfecto.

En otro sentido la vida activa de amor y la vida de meditación de oración se complementan. Aquino observa que especialmente en la enseñanza y en la predicación, las obras fluyen de la plenitud de la contemplación, como un río fluye del lago que es su fuente. Hay, por ende, un doble movimiento en la vida perfecta tal como ha de ser vivida en la tierra. “La mente asciende a la contemplación y luego regresa a una vida activa para comunicar el fruto del conocimiento de Dios.”7

Sin embargo, la vida de contemplación es más elevada que la activa. Es al conocer y al amar a Dios cuando uno se eleva hacia Dios y hasta Dios, y al hacerlo experimenta su verdadera realización.

En uno de sus artículos más conmovedores en la Suma teológica, Aquino pregunta si hay deleite en la contemplación, y se contesta diciendo que hay tal deleite en dos maneras. Primero, hay deleite en el acto mismo de la contemplación pues, como criaturas racionales fuimos hechas para deleitarnos en el conocimiento de la verdad. En segundo lugar, hay deleite en la vida contemplativa, no sólo por causa de la contemplación misma, sino también por razón de la visión del amor divino que la contemplación hace posible. Cuando vemos a Aquel a quien amamos supremamente, nuestros corazones se incendian para amarle más. “Esta es la última perfección de la vida contemplativa, que la verdad divina no sólo sea vista sino también amada.”

2.                La perfección cristiana consiste en el amor

En la pregunta número 184 de la Suma, Aquino procede a decir que la perfección de la vida cristiana consiste principalmente en el amor. Mediante el amor activo al prójimo nosotros expresamos la perfección que es posible en esta vida; pero en su movimiento “hacia Dios”, es el amor lo que nos une a Dios, quien es nuestro fin principal. En su doctrina del estado de la perfección, Aquino señala que hay tres etapas de la vida espiritual, que culminan en el estado de perfección hacia el cual se dirigen las etapas inferiores. La perfección final del hombre es la contemplación eterna de Dios, lo cual es el fruto final del amor.

El amor es el vínculo de la perfección (Col. 3:14), puesto que enlaza a las otras virtudes en una unidad perfecta. Este amor no es natural; es el don de Dios. Caritas (la palabra de Aquino) significa amor a Dios y a los prójimos de uno, en Dios. Es primordial y específicamente el mismo amor de Dios, que Él comunica al hombre por la infusión del Espíritu Santo. El Espíritu que mora en la comunidad cristiana es el Espíritu con el cual el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre.

¿Es el amor perfecto posible en esta vida Para contestar la pregunta Aquino apela al precepto del Señor Jesús: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mt. 5:48). La ley divina, afirma Aquino, no ordena lo imposible.

Pero, ¿qué quiere decir la palabra perfección La con­testación de Aquino toma en consideración el significado doble de la palabra griega (teleios) que se usa en el Nuevo Testamento: (1) estar completo, o una totalidad de la que no falta nada, y (2) “adaptación al propósito”, o “la conformidad de algo para su fin”.

Respecto al primer significado, sólo Dios es absoluta­mente perfecto. Pero Aquino diserta de una perfección humana en la cual el alma ama a Dios como le es posible hacerlo. Nada puede faltarle al amor que siempre está allí. Puesto que las posibilidades del alma no pueden ser cabalmente desarrolladas en esta vida, esta clase de perfección no es para nosotros en tanto que estemos en el camino. Tendremos esto sólo en el cielo.

La tercera perfección se refiere a la eliminación de obstáculos (que impidan) el movimiento del amor hacia Dios... Tal perfección puede ser obtenida en esta vida, y eso en dos maneras. En primera, mediante la eliminación de los afectos del hombre de todo aquello que sea contrario al amor, tal como el pecado mortal; y no puede haber amor aparte de esta perfección, y por lo tanto es necesaria para la salvación. En segundo lugar, por el hecho de quitar los afectos del hombre, no sólo de todo lo que sea contrario al amor, sino también de todo aquello que estorbe que los afectos de la mente se inclinen completamente hacia Dios. El amor es posible aparte de esta perfección, por ejemplo en aquellos que son principiantes y en los que son expertos.

La tercera perfección es un asunto de “estar adaptados para el propósito”, o sea la conformidad del hombre a Dios como su verdadera meta o fin. El artículo citado arriba es de la Suma teológica de Aquino (pregunta número 184, contesta­ción número 2).

Sin embargo, en su obra De perfectione Aquino da una exposición más popular de su idea de la perfección. En esta obra hace la misma distinción entre la perfección que es necesaria para ser salvo (el amor que excluye al pecado mortal) y el amor perfecto (que dirige todos nuestros afectos, comprensiones, palabras y obras para Dios), el cual es posible para todos y que nos incumbe como cristianos.

3.                Dios ha de ser amado por Sí mismo

Hemos de hacer una distinción entre el amor perfecto y el amor imperfecto. El amor perfecto a otro es amor por el bien o la causa de ese otro, solamente. Por otro lado, uno puede amar al otro ser, parcialmente por el beneficio que tal cosa puede traerle a uno mismo. Esto es amor imperfecto. El verdadero amor de Dios (caritas) es amor perfecto, que se adhiere a Dios por Él mismo. La otra clase de amor tiene más del elemento de la esperanza en sí. Tal amor que emana de la esperanza echa de ver un elemento de interés en uno mismo, y es, por lo tanto, imperfecto.

Pero, ¿cómo puede el hombre amar a Dios con un amor desinteresado Cayetano contesta en una manera que Aquino habría aprobado.8 Es posible hacer una distinción en el significado del bien que podemos desear que Dios tenga; puede significar “el bien que está en Él”, o, “el bien que sencillamente se le refiere a Dios”. “El bien que está en Dios es su vida, su sabiduría, su justicia, su misericordia.” En el sentido más estricto esto es Dios mismo, y nosotros podemos, al amarlo, desear que Él tenga ese bien cuando nosotros nos deleitamos en el hecho de que Dios es lo que es. Amamos a Dios con un corazón puro cuando lo amamos como el Dios que se ha revelado ser lo que Él es, cuando lo amamos como es en Sí mismo.

El bien que le referimos a Dios es su reinado, o sea la obediencia que le debemos. Este bien que le deseamos cuando. nos sometemos completamente a su voluntad y propósito, cuando (usando la expresión de Lutero) dejamos que Dios sea Dios. Este es el amor del primer mandamiento (Mt. 22:37-38). Esto es amor perfecto, de acuerdo a Tomás de Aquino.

Es “la más excelente de las virtudes” porque, más que la fe o la esperanza, asciende hasta Dios. La fe pone sus ojos en Dios, y la esperanza anhela por Dios. Pero “el amor llega hasta el mismo Dios para poder morar en Él, y no para que podamos recibir algo de Él”. Puesto que el amor implica el hecho de morar en Dios, es más inmediato que la fe o la esperanza en el logro de su fin.

En su comentario del versículo “El que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él” (1 Jn 4:16), Aquino explica con claridad que en este mundo y en esta vida es posible tener un amor puro o desinteresado. Dios ha de ser disfrutado. Por lo tanto lo hemos de amar por Sí mismo. A Él lo hemos de amar inmediatamente, y a otras cosas amarlas a través de Él. Aunque ninguna criatura puede amar infinitamente a Dios, puesto que todas las criaturas son finitas, Dios puede ser amado completamente de acuerdo a nuestros poderes finitos, gracias al don del Espíritu Santo.

4.                La perfección completa está en la vida más allá

Ya hemos visto que el desarrollo cabal de los poderes del alma sólo es posible en el cielo. La autoridad final que Aquino le concede a las Escrituras se echa de ver en su tratamiento de la visión beatífica: “Le veremos tal como él es”, y “Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara”. Estas son las promesas de las que su teología depende.

A Dios no lo veremos con nuestros ojos físicos. La distinción entre la criatura y el Creador es preservada en el cielo. Pero Aquino introduce aquí la realidad del cuerpo celestial. La felicidad de los santos será mayor después de la resurrección “porque su felicidad radicará no sólo en el alma, sino también en el cuerpo”.

Aquino escribe:

Ahora bien, mientras más perfecto es algo en su ser, más perfectamente puede operar: por lo tanto, la operación del alma unida a un cuerpo tal será más perfecta que la operación del alma separada. Pero el cuerpo glorificado será un cuerpo como ha sido descrito, estando enteramente sujeto al espíritu. Por lo tanto, puesto que la felicidad consiste en una operación, la felicidad del alma después de su reunión con el cuerpo será más perfecta que antes.9

Crítica. Nuestra crítica de la doctrina tomista de la perfección incluye los tres siguientes puntos:

Primero. Como Agustín, Aquino echa de ver una evaluación platónica, y por ende, injusta, del cuerpo y sus deseos. Todo su esquema de la perfección incluye, o se basa en un menosprecio de este mundo con sus deseos y luchas, al que trata como si fuera un mal sueño, o una sombra pasajera. También como Agustín, Aquino considera que los deseos de la carne, cupiditas, son algo malo; y afirma específicamente, “perfection nulla cupiditas”, o sea, la perfección significa la eliminación de los deseos del cuerpo. “Pero no es en deseos del cuerpo en lo que consiste el mal de la naturaleza humana; ni tampoco la perfección yace en la negación de ellos.”10

Segundo. Tomás de Aquino enseña una perfección que lleva consigo la idea del mérito humano. En su obra De perfectione, intenta demostrar que “más merece de Dios ese hombre que actúa bajo un juramento, que aquel que no está bajo obligación tal”.11 Esta introducción del concepto de mérito de Dios, en virtud de un voto dista mucho de la descripción tomista del amor perfecto como un don del Espíritu. Aunque Aquino creía que todos los seres humanos podían alcanzar la perfección cristiana, aparte de votos y órdenes, también se aferró a que “el estado religioso” constituye un camino rápido a la perfección. Todo aquel que sea sabio tomará los votos religiosos.

En tercer y final lugar, la visión tomista del cielo parece ser casi exclusivamente individualista. Leamos lo que dice en la Suma:

Si hablamos de la felicidad de esta vida, un hombre feliz necesita amigos... para que pueda hacerles bien; para que pueda deleitarse en verlos hacer el bien; y además, para que ellos lo ayuden a que él haga el bien...

Pero si hablamos de la felicidad perfecta de la que gozaremos en nuestra patria celestial, el compañerismo de amigos no es esencial a la felicidad, puesto que el hombre tiene la entera plenitud de su perfección en Dios. Pero el compañerismo de amigos conduce al bienestar de la felicidad…

La perfección de la caridad es esencial a la felicidad, en lo que toca al amor de Dios, pero no en lo que toca al amor a nuestro prójimo. Por lo tanto, si tan sólo hubiera un alma disfrutando de Dios, sería feliz, aunque no tuviera ningún prójimo a quien amar.12

El doctor Flew comenta sobre ello: “Si lo hay, yo no conozco pasaje alguno en la Suma teológica que neutralice la afirmación anti-social de este artículo.”13 Sin embargo, este mismo erudito reconoce que hay otros pasajes que implican otra doctrina más cristiana que permite o hace provisión para la perpetuación de la amistad cristiana, y de una verdadera comunión de los santos. “Pero no parece que Santo Tomás se dio cuenta de las consecuencias de esta idea que es más cristiana. Tenemos un resultado muy curioso (por ello). El ideal que él bosqueja como algo que se puede realizar en esta vida, es, cuando menos en este respecto, superior a la beatitud más cabal de la vida venidera.”14

B.                FRANCISCO DE SALES

Aunque Aquino postuló una perfección que era posible para todos los cristianos, su ideal se prestaba a la vida de meditación del monasterio. Los que de veras consideraban seriamente el ideal tomista se retirarían del mundo a vivir una vida de contemplación serena.

Antes de la Reforma, Francisco de Asís había establecido una “tercera” orden, o manera de vivir, y había traído el ideal de la santidad al alcance de las personas casadas e involucradas en las actividades de la vida cotidiana. El objetivo implícito de los Hermanos Menores era la creencia de que la perfección es posible para todos los cristianos, “para despertar en almas cristianas por doquier un anhelo de santidad y perfección, para conservar el ejemplo de seguir directamente a Cristo ante los ojos del mundo, como un continuo espectáculo viviente, y para llegar a ser todas las cosas a todos los que están abandonados espiritualmente y destituidos físicamente, y hacerlo mediante la devoción lista al sacrificio”.15

Pero era necesario que viniese la Reforma para despertar en la conciencia cristiana la aceptación de que la vida cotidiana es sagrada. Lutero creía y enseñó que el cristiano que trabaja en el arado era un hombre tan religioso como el sacerdote al celebrar el sacramento en el altar. En la atmósfera de esta nueva comprensión el ideal de la perfección salió a la superficie en una forma enteramente nueva.

Francisco de Sales representa este nuevo concepto de la perfección. Él insistió en que su tarea era “instruir a los que viven en las aldeas, en sus casas, y en la corte, cuya circunstancia los obliga a vivir exteriormente una vida ordinaria”. También declaró: “Es un error, y más aún, una herejía, querer eliminar la vida devota de modo que ya no esté presente en el ejército, los talleres, la corte de príncipes y las casas de personas casadas.”16 Con su expresión “la vida devota”, se refería a la perfección.

Su Tratado sobre el amor de Dios postula su doctrina y principia con una discusión sicológica en la cual Francisco de Sales distingue entre las “dos partes” del alma. Escribe:

Es llamado inferior aquello que razona y hace conclusiones, de acuerdo a lo que aprende y experimenta por los sentidos; y es llamado superior lo que razona y hace conclusiones de acuerdo a un conocimiento intelectual que no se basa en las experiencias de los sentidos, sino en el discernimiento y en los juicios del espíritu. Esta parte superior es llamada el espíritu, o parte mental del alma, así como la inferior es comúnmente designada, el sentido, los sentimientos y la razón humana.17

Así como había tres cortes en el templo de Salomón, así también hay tres diferentes grados de razón en el templo del alma. En la primera “corte” razonamos de acuerdo a las experiencias sensoriales en la segunda de acuerdo a las ciencias humanas, en la tercera de acuerdo a la fe. Pero hay un cuarto lugar, el santuario, en el interior del alma, que corresponde al lugar santísimo. Aquí el alma no es guiada por la luz del razonamiento crítico sino que disfruta de una vista sencilla de la comprensión y de las emociones sencillas de la voluntad, y concuerda y se somete a la verdad y la voluntad de Dios. “En el santuario no había ventanas por las que entrara la luz: en este nivel o grado del alma no hay razonamiento que la ilumine.”18

En el santuario tanto la razón como la fe son transcendidas y el alma disfruta de la contemplación. “Las pequeñas abejas son llamadas ninfas hasta que producen miel, y entonces son llamadas abejas: asimismo la oración es nombrada meditación hasta que ha producido la miel de la devoción, y entonces se convierte en contemplación.”19

En estos misterios divinos, que contienen a todos los demás, hay alimento provisto para queridos amigos para que coman y beban bien, y para los amigos más queridos para que se embriaguen... Comer es meditar... beber es contemplar,... pero embriagarse es contemplar tan frecuente y fervientemente al grado de estar fuera de sí mismo para estar completamente en Dios. ¡Oh embriaguez santa que... no nos separa del sentido espiritual sino de los sentidos corporales! No nos embrutece o enorgullece, sino que nos hace angélicos, y en cierta manera nos deifica.20

Con estos conceptos, Francisco de Sales está abriendo las puertas a las delicias de la contemplación a la mayoría de los creyentes cristianos. Lo que antes era el privilegio exclusivo de los grandes místicos ahora es posible para los que están atareados en las “ocupaciones legítimas” de la vida cotidiana. De Sales está interesado en despertar en todos los hombres un conocimiento de la voz divina en sus almas.

En cuanto el hombre piensa o le da aun un poco de atención a la divinidad, siente cierta emoción de deleite en su corazón, lo cual da testimonio de que Dios es Dios del corazón humano... así que, cuando es sorprendido por la calamidad, inmediatamente se torna hacia lo Divino, confesando que cuando todo lo demás es malo, Ello solamente es bueno hacia él... Este placer, esta confianza que el corazón humano tiene naturalmente en Dios no puede proceder sino de esa correspondencia que existe entre la bondad divina y nuestras almas; una correspondencia absoluta pero secreta, de la que todos están al tanto, pero que pocos comprenden.21

Este es un ideal de espiritualidad que es al mismo tiempo místico y humanista. Francisco de Sales exhibe ambos, un mis­ticismo neoplatónico y un humanismo renacentista. Si bien él cita a Santa Teresa, la nota que falta es “esa firme devoción a la persona de Cristo, y a Él solamente, que le da a los espa­ñoles, a pesar de sus mismos deseos, algo así como un paren­tesco con el cristianismo evangélico”.22 Sin embargo, sus escritos refulgen con verdades cristianas. “Sin duda alguna somos de Él; ustedes tienen todo lo que necesitan.”23 “Os dejo el espíritu de libertad... la libertad de hijos amados. Es la liberación del corazón cristiano, que lo liberta de todas las cosas, para seguir la voluntad de Dios en cuanto la conozca.”24

En el tercer centenario de la muerte de Francisco de Sales, el papa Pío XI proclamó una encíclica en la que rindió homenaje al ensanchamiento de los horizontes de la perfección cristiana producido por de Sales.

Cristo hizo a la iglesia santa y la fuente de la santidad, y todos aquellos que la tomen como su guía y maestra deben, de acuerdo a la voluntad divina, aspirar a la santidad de vida: pues “la voluntad de Dios”, afirma San Pablo “es vuestra santificación”. ¿A qué tipo de santidad se hace referencia Nuestro Señor la explica diciendo: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.” Que nadie crea que la invitación va dirigida a un grupo pequeño y muy selecto, y que a todos los demás se les permite quedarse en un grado inferior de virtud. Es evidente que esta ley obliga absolutamente a todos sin excepción. Lo que es más, todos los que llegan a la cumbre de la perfección cristiana, y su nombre es legión, de toda edad y clase, de acuerdo al testimonio de la historia, han experimentado la misma debilidad de naturaleza y han conocido los mismos peligros. San Agustín expresa el asunto con claridad cuando escribe: “Dios no ordena lo imposible, sino que al dar el mandamiento, Él nos amonesta a lograr lo que podamos mediante nuestras fuerzas, y a pedir ayuda para lograr todo aquello que esté más allá de nuestra fuerza.”25

Como dice Pío XI, el número de los que han encontrado el don de la perfección cristiana es muy grande: son una legión. Los católicos piadosos que han escrito sobre el tema son tan numerosos que sería fácil escribir todo un libro sobre sus obras. Inmediatamente pensamos en los místicos franceses y españoles Juan de Castaniza, Tomás de Kempis, Miguel de Molinos, madame Guyón y Francois Fénelon. Este tratamiento del concepto romanista de la perfección concluye con un bosquejo breve de las enseñanzas de Fénelon sobre el tema.

C.                FRANCOIS FÉNELON

La influencia de la Reforma protestante sobre la idea católica de la perfección se muestra con mucha fuerza en el pensamiento de Fénelon. Como capellán de la corte de Luis XIV, Fénelon dirigió a un grupo pequeño de personas que deseaban con toda vehemencia vivir la vida de la espiritualidad profunda y verdadera, en medio de las circunstancias corruptas y disipadoras de la corte francesa. Su obra intitulada Instruction et Avis sur Divers Points de la Morale et de la Perfection Chrétienne es una obra devocional clásica, una de cuyas traducciones se intitula Perfección cristiana.

Los escritos de Fénelon están saturados de un calor evangélico. Si bien dice mucho acerca de mortificación, no aconseja ninguna introspección mórbida. De principio a fin, la perfección es la obra de la gracia de Dios. Y el estilo remoto que caracteriza a este santo no indica un aislamiento o separación del mundo, sino la separación interior de una voluntad egoísta. Lo que es más, lejos de ser una vida solitaria de contemplación intelectual, la vida perfecta no tiene cuidado alguno, y es como la de Cristo en un compañerismo amante con los demás. Pocos escritores han captado tan cabalmente el espíritu de Jesús como este piadoso francés. Lo podemos notar en las siguientes líneas:

¡Cuán sencilla y serena puede ser la piedad! ¡Qué discreta, disfrutable y segura en todos sus procedimientos! Uno vive casi como las demás personas, sin fingimiento alguno, sin ninguna exhibición de austeridad, en una forma fácil y sociable, pero continuamente está ligado por sus deberes, continuamente se mantiene en una irremisible postura de renunciar a todo aquello que, de momento en momento no entre en los planes de Dios; en pocas palabras, se mantiene con una visión pura de Dios, a la cual uno sacrifica los impulsos irregulares de la naturaleza humana.26

Pasajes como este abundan en el trabajo de Fénelon. Él dice que el cristiano perfecto es “libre, feliz, sencillo, un niño”. No se deja afectar por “mortificaciones exageradas”.27 Acepta las providencias de la vida con una resignación gozosa, y ve sus propias fragilidades humanas como oportunidades para su mejoría espiritual. La vida santa es una vida saludable y robusta de amor.

De modo que para Fénelon, la perfección cristiana significa amor perfecto. Dios no puede estar satisfecho con un corazón dividido, o con una vida que rinde meramente un servicio “de palabras”. Él se interesa en “lo que es real en nuestros afectos.” El místico francés escribe:

Nuestro Dios es un Dios celoso. Todo no es demasiado para Él. Él nos manda que le amemos, y lo explica de esta manera: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas.” Después de leer eso no podemos creer que Él quedará satisfecho con una religión de mera ceremonia. Si no le damos todo, no quiere nada.28

Esta demanda divina, de que nuestra vida tenga un solo propósito, afecta hasta los detalles más pequeños de nuestra vida. “‘Eso no es nada’, afirmamos. De acuerdo, no es nada, pero es una nada que es todo para ti; una nada que te importa tanto que por ella se la niegas a Dios; una nada que tú menosprecias verbalmente a fin de que tengas una excusa de no entregarla, pero, en el fondo, es una nada que tú le niegas a Dios, y que será tu ruina.”29 El amor de Dios debe traernos al punto en el que seamos enteramente suyos. “Es esta separación de su propia voluntad en lo que toda perfección cristiana consiste.”30 Lo que Dios quiere (de nosotros) es “una intención pura, una separación sincera de nosotros mismos”.31

En su aspecto positivo, la vida perfecta es la imitación de Jesús. “Vivir como Él vivió, pensar como Él pensó, conformarnos a nosotros mismos a su imagen, eso es el sello de nuestra santificación.”32 Pero Fénelon añade también una palabra de cautela en este particular. “No pretendamos que somos capaces de lograr este estado por nuestras propias fuerzas. Pero... digamos confiadamente: ‘Todo lo puedo en Cristo que me fortalece.’”33 Y luego concluye este capítulo con una oración: “Quiero seguir, oh Señor Jesús el camino que Tú has tomado. Quiero imitarte, y tan sólo puedo ha­cerlo por tu gracia. … ¡Oh, buen Jesús, quien has sufrido tantas vergüenzas y humillaciones por haberme amado, esculpe el amor y el respeto a ti profundamente en mi corazón, y hazme que yo quiera practicarlos!”34

El bloque que yace en el camino a la perfección cristiana es nuestro egocentrismo pecaminoso. “La falta en nosotros que es la fuente de todas las demás es el amor a nosotros mismos, a lo cual relacionamos todo, en vez de relacionarlo a Dios.”35 “Este ‘Yo’ del viejo hombre” es un “veneno sutil” que envenena toda la vida. No sólo conduce a los pecadores a buscar satisfacción en las cosas de la creación, sino que también engaña a los santos al hacerlos buscarse a sí mismos, en vez de buscar a Dios en sus afanes religiosos. Por lo tanto, “pronto caen otra vez en la profundidad de su propio ser, en donde una vez más se vuelven su todo y su propio dios. Todo para el yo o para lo que está relacionado al yo, y el resto del mundo es nada.”

No desean ser ambiciosos, ni avaros, ni injustos, ni traicioneros, pero no es amor lo que afirma y continúa todas las virtudes en oposición a esos vicios. Es, todo lo contrario, un temor raro que viene esporádicamente, y que les pone el alto a todos esos vicios que se ciernen sobre una persona dedicada a sí misma.

Esto es lo que... me hace desear una piedad de pura fe y de completa muerte, que se lleve al alma lejos de sí misma, sin que quede esperanza de regresar jamás... Es el amor mezclado al amor a nosotros mismos lo que nos infecta.36

De modo que el método que Dios usa para santificarnos es un ataque que sondea nuestro egocentrismo. Fénelon describe el proceso en el siguiente profundo pasaje:

Al principio Dios nos atacó desde afuera, Él nos arrebató, poco a poco, las criaturas que más amábamos, contra su ley. Pero esta obra desde afuera, si bien es esencial para poner el fundamento de todo el edificio, es sólo una pequeña parte de él. ¡Oh, pero el trabajo interior, aunque es invisible, es incomparablemente más grande, más difícil y más glorioso! Llega el momento en el que Dios, después de habernos despojado completamen­te, de habernos mortificado cabalmente desde afuera a través de las criaturas que fueron nuestro ídolo, ahora nos ataca desde adentro, al quitarnos o alejarnos de nosotros mismos. Ya no son cosas exteriores las que nos quita. Esta vez nos quita el ego que era el centro de nues­tro amor. Amábamos el resto sólo por este ego, y es este ego lo que Dios persigue sin misericordia ni tregua... Cortemos las ramas de un árbol y, en vez de lograr que se seque, aumentamos su vitalidad. Brotan nuevas ramas por doquier. Pero ataquemos el tronco, o destruyamos las raíces y pronto sus hojas se marchitan y se caen, y el árbol se seca y se muere. Así es como Dios se agrada en hacemos morir.37

En el momento de auto-revelación el yo ve su naturaleza auto-idólatra. “Se queda horrorizado por lo que ve. Continúa siendo fiel, pero ya no ve su fidelidad. Cada falta que tenía hasta entonces se levanta contra el yo, y frecuentemente nuevas faltas aparecen que él nunca había sospechado. Descubre que ya no tiene esos recursos de fervor y de valor que le sostenían antes. Cae exhausto. Está, como Jesucristo, triste hasta la muerte. Todo lo que le queda es el deseo de apegarse a nada, y dejar que Dios obre sin reserva alguna.”38

Así que, en el momento de la santificación interior, “dejamos que Dios obre sin reserva alguna”. Fénelon insiste en que los que niegan la posibilidad del amor perfecto en esta vida “no cuentan lo suficiente con el doctor interior, que es el Espíritu Santo, y quien efectúa todo en nuestro interior... Nosotros nos portamos como si estuviéramos solos en este santuario interior. Pero todo lo contrario, Dios está allí más íntimamente que lo que estamos nosotros”.39

Si alguien imagina que este amor perfecto es imposible y visionario, y cree que es una sutileza necia que puede volverse una fuente de ilusión, yo tengo nada más dos palabras con que contestarle: Nada es imposible para Dios. Él se llama a Sí mismo un Dios celoso. Tan sólo nos mantiene en la peregrinación de esta vida para guiarnos hacia la perfección. Tratar su amor como una sutileza peligrosa y visionaria es acusar de ilusos a los más grandes santos de todas las edades, que han testificado de este amor, y que han alcanzado, por haberlo tenido, el nivel más alto de la vida espiritual.40

De modo que en el corazón de la vida cristiana hay un acto de purificación divina que eleva al alma a un amor supremo a Dios. Esta crisis no sólo es precedida por el proceso divino de mortificación, sino que también es seguida por una comunión cuidadosa, o sea que caminamos delante de Dios. “El recurso principal de nuestra perfección está contenido en las palabras que Dios le dijera mucho ha al patriarca Abram: ‘Anda delante de mí y sé perfecto.’”41 La vida de la verdadera santidad es una vida de constante vigilancia “pero sin estar demasiado preocupados... Nunca velamos por nosotros mismos tan bien como cuando caminamos teniendo presente a Dios delante de nuestros ojos”. El ideal es “una vigilancia sencilla, afectuosa, serena y relajada”.42

Fénelon acepta completamente que la vida perfecta no es incompatible con distracciones y períodos de sequía espiritual. Pero así como el santo iluminado no es llevado a la desesperación por las imperfecciones que quedan en él, tampoco lo es por las depresiones emotivas que vienen de vez en cuando. Fénelon explica: “El amor puro es sólo unicidad de la voluntad... Es un amor que ama sin sentimiento, una fe pura que cree sin haber visto. De modo que el amor es casto porque es Dios en Sí mismo y para Sí mismo a quien se nos ordena amar, y a quien se nos capacita para amar.”43

Frecuentemente hasta sucede que transcurra un largo período de tiempo sin que nosotros pensemos que le amamos, (pero) nosotros le amamos igual en ese período que en esos otros en los que hacemos las declaraciones más tiernas. El verdadero amor reposa en la profundidad del corazón.44

En cuanto a distracciones involuntarias, no trastornan al amor en forma alguna, puesto que éste existe en la voluntad, y la voluntad nunca tiene distracciones cuando no quiere tenerlas. Cuando nos damos cuenta de ellas, dejamos que caigan, y nos volvemos otra vez a Dios. Por ende, mientras que los sentidos exteriores de la novia están dormitando, su corazón vela, su amor no deja de ser. Un padre tierno no piensa siempre específicamente en su hijo. Mil asuntos distraen su imaginación y su mente. Pero estas distracciones nunca interrumpen el amor paterno. Cuando su mente vuelve a pensar en su hijo, lo ama, y en lo profundo de su corazón siente que no ha dejado de amarlo por un solo momento, aunque haya dejado de pensar en él. Así debería ser el amor a nuestro Padre celestial, un amor sencillo, sin sospechas y sin ansiedades.45

En todas sus ministraciones Dios tiene sólo un propósito: retirarnos, o por decirlo así, destetarnos de nosotros mismos y atarnos a su amor. “A Dios le corresponde, cuando así le agrade, aumentar esta capacidad de conservar la experiencia de su presencia.”46

Verdaderamente debemos recordarnos a nosotros mismos otra vez de Jesucristo, a quien su Padre abandonó en la cruz. Dios retiró todo sentimiento y toda reflexión para esconderse a Sí mismo de Jesucristo. Ese fue el golpe final de la mano de Dios que azotó al Hombre de dolores. Eso fue la consumación de su sacrificio. Nosotros no necesitamos abandonarnos tanto en las manos de Dios como cuando parece que Él nos ha abandonado.

Así que tomemos la luz y el consuelo cuando nos los dé, pero sin apegarnos demasiado a ellos. Cuando Él nos arroje en la noche de la fe pura, marchemos hacia esa noche, y suframos amorosamente esta agonía... Lo aceptamos todo, hasta las pruebas con las cuales somos probados. De esta manera, estamos secretamente en paz por esta voluntad, que mantiene una reserva de fuerza en las profundidades del alma, para soportar la guerra. ¡Alabado sea Dios, quien ha hecho tales cosas a pesar de nuestra indignidad!47