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De Puntillas Por Amor, Caps. VI-IX

¿Qué Debo Hacer

Habiendo ya establecido que la experiencia del Pentecostés es el derecho innato de todos los hijos de Dios, y habiendo examinado de cerca los resultados del Pente­costés; llegamos a la pregunta de mayor importancia: ¿Có­mo recibimos la plenitud del Espíritu Santo

Hay quienes declaran que simplemente llegamos a esa experiencia por medio del crecimiento. Dicen: “Denme más tiempo. Déjenme crecer. Más tarde y poco a poco, llegaré a ser más como un santo.” Todo esto suena muy bien pero pasa por alto los hechos tanto de las Escrituras como de la experiencia general de los cristianos. Es una idea falsa y peligrosa. A. W. Tozer nos advierte que el tiempo, como el espacio, no tiene poder para santificar a la persona. Después de todo, el tiempo no es nada más que una invención humana. Es solamente nuestra manera de expresar la realidad. Es un cambio y no el paso del tiempo lo que nos conduce a la profundidad cristiana: un cambio hecho por el Espíritu Santo mismo. El hecho es que hay muchos que fueron mejores cristianos al poco tiempo de su conversión, de lo que son hoy día. ¿Por qué Porque no han buscado la plenitud del Espíritu y como resultado se han contentado con vivir la vida cristiana tibia y lenta. Han estado flotando sin rumbo ni crecimiento.

Claro que hay cierto sentido en que sí crecemos hacia la experiencia de la plenitud del Santo Espíritu. Es decir, que con frecuencia hay un proceso o una serie de crisis menores que nos llevan al evento final del bautismo de su Espíritu. Muchos de nosotros tenemos que madurar hasta cierto punto en nuestra vida cristiana para poder ver que tenemos necesidad de una operación de limpieza más pro­funda y sólo entonces podemos rendirnos por completo a Cristo. Quizás en vez de decir que tenemos que llegar a ese punto mediante el crecimiento, debiéramos decir: des­cender hasta ese punto de preparación. Porque la pura ver­dad es que no son muchos los que crecen constante o gra­dualmente. Somos demasiados rígidos y egoístas para crecer en gracia tan fácilmente así.

Dios tiene que bajarnos, una y otra vez, con crisis y más crisis. Tiene que permitir que caigamos, tratando con nuestras propias fuerzas sólo para fallar, varias veces, hasta que finalmente estamos tan totalmente desespera­dos que llegamos al fin de nuestros recursos. Descubrimos que no sólo somos pecadores, sino el pecado mismo, y que en nosotros no habita cosa buena alguna. Nos damos cuen­ta que el total de nuestros trabajos y esfuerzos son como trapos sucios, hediondos de aquella maldad que se llama glorificación propia.

Es entonces cuando en suma desesperación nos damos por vencidos y nos rendimos totalmente y nos arrojamos sobre la gracia de Dios. Si creemos que llegamos a ese punto por medio de un crecimiento gradual y con el tiem­po, estamos gravemente equivocados. Se trata en realidad de enfrentarse con una serie de crisis, y de una búsqueda que aumenta en su desesperación, hasta que finalmente recibimos la plenitud del Espíritu.

RINDASE POR COMPLETO

El primer paso en la vida llena del Espíritu es el ren­dirse completamente. Ya se ha dicho que la razón por la que muchos cristianos no son llenos del Espíritu es que el Espíritu Santo no ha logrado poseerlos completamente. No se han rendido del todo al Salvador ni le han coronado Rey de su vida.

¿Por qué es que la fe cristiana pone tanto énfasis en que el cristiano se entregue completamente Simplemen­te porque el no rendimos es la base de todos nuestros problemas espirituales. De igual modo que los dedos están arraigados en la mano, así nuestros pecados están arraiga­dos en la palma de un ser que no se ha rendido. ¿Por qué roba uno Para conseguir algo para sí mismo. ¿Por qué miente uno Para protegerse a sí mismo. ¿Por qué se enoja el hombre Porque ha tenido alguna afrenta. ¿Por qué es uno celoso Porque está en peligro de quedar más atrás que el otro. ¿Por qué tiene pensamientos viles Para entrete­nerse a sí mismo.

Miremos la palabra YERRO. Con el principio y el fin de la palabra componemos la palabra YO. El yo sin rendirse es la raíz de nuestros males y de los yerros que comete­mos.

El yo sin rendirse se manifiesta en muchas formas di­ferentes. Algunas veces se manifiesta porque busca lo suyo. En vez de buscar primeramente el Reino de Dios y su jus­ticia busca su propio placer, su posición sus planes, y su prestigio. Es como el hijo pródigo que le dijo a su padre: “Dame, dame”. Quería tomar sus posesiones y gastarlas en sus propios intereses. Y como los discípulos Jacobo y Juan que le pidieron a Jesús que les permitiera sentarse a su derecha y a su izquierda cuando estableciera su reino en la tierra. Buscaban tronos y cetros para su propia gloria mientras que Jesús iba rumbo a la cruz para entregarse a la muerte para la redención del mundo.

A veces el no rendirse se manifiesta en amor propio. El individuo, en vez de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo, está en realidad enamorado de sí mismo. Se cree mayor cosa de lo que debe, volviéndose orgulloso y criticón. Se cuenta de un profesor universitario que era tan vanidoso que los estudiantes decían que era “un hombre hecho por sí mismo que adoraba a su crea­dor.” El yo que no se ha rendido se manifiesta en “deman­dar los derechos.” Al individuo le gusta ser el centro del grupo. Le gusta dominar la conversación hablando de sí mismo, dónde ha estado y qué ha hecho. Con frecuencia emplea el pronombre personal yo.

Cuando el hermano del autor escribía su tesis para la licenciatura en la Universidad en Hartford, hace algunos años, alquiló una máquina de escribir de un agente. El hombre la trajo y mientras la instalaba en el apartamento de mi hermano, le contó algunos datos interesantes sobre las máquinas de escribir. “Viera usted,” le dijo, “que la letra en el teclado que más tenemos que reemplazar es la I mayúscula (en inglés así se escribe el pronombre Yo). Y la razón es, no tanto por la frecuencia de su uso, sino por la fuerza con que se le golpea al escribir YO.”

A veces el Yo sin rendir se manifiesta por compla­cencia excesiva para consigo mismo. Los móviles del individuo no son reglas ni valores sino deseos. Esto puede con­ducir a los excesos, la glotonería, vicios esclavizantes, o inmoralidad.

La auto-justificación es otra característica del Yo. ¡Qué difícil le es admitir una simple equivocación! Es muy lento en expresar su culpa. Siempre trata de justificar sus acciones y vindicar su posición.

Además hay la autosuficiencia. El individuo, en lugar de fiarse del todo en los recursos y la gracia de Dios, de­pende de su propia sabiduría, su habilidad, y sus propios esfuerzos. Lo vemos en el caso de Pedro, quien, la noche que prendieron y juzgaron a Cristo había dicho que aunque los otros discípulos abandonaran al Maestro y huyeran, él, solo, sería fiel hasta el fin, aún hasta la muerte. Pero cuando vino la hora de la prueba, falló miserablemente y negó a su Señor tres veces. Había confiado en sus propias fuerzas.

Una niñita estaba cantando solita en la sala de la casa un día, mientras que su madre trabajaba en la cocina. Era un himno conocido, pero la versión de la niña era nueva y revisada. La madre no pudo menos que sonreír al oírla.

Cuenta tus bendiciones

Nómbralas una por una

Y, ¡qué sorpresa para el Señor

Ver lo que tú has hecho!

Este YO también se manifiesta en la obstinación. Quizás esto es el punto de partida del asunto. En lugar de buscar la voluntad de Dios en cada decisión de la vida, con frecuencia escoge su propio camino. En su admirable libro The Great Divorce, C. S. Lewis sugiere que realmen­te, no hay más que dos grupos de personas en el mundo. El primer grupo consiste en los que le dicen a Dios: “No mi voluntad sino la tuya sea hecha”. Jesús fue el gran ejemplo de esta actitud cuando oró exactamente así en el huerto de Getsemaní poco tiempo antes de su crucifixión. En el segundo grupo están aquellos a quienes Dios por fin tiene que decirles: “No mi voluntad sino la vuestra sea hecha. Quisisteis tener todo a vuestro modo; pues bien, así sea— para siempre.” Y según el escritor Lewis, cuando Dios final y decisivamente le dice eso a un hombre, ¡eso es el in­fierno!

Generalmente el ser es lo último que llegamos a ren­dir. Es fácil dar a Cristo las cosas, es más difícil darse a sí mismo; presentarse en rendimiento. Generalmente es­tamos listos a dar cualquier cosa a Cristo—el dinero, las posesiones, aún el servicio—todo menos nosotros mismos. Me acuerdo de un laico en la India que confesó: “Todos estos años he dado fielmente mis ofrendas al Señor pero nunca me he rendido a mí mismo.” Un misionero joven que fue a la India para ser pastor de una iglesia anglo­parlante de una gran ciudad, dijo en un retiro: “He dejado mi hogar, la familia, un puesto con buen salario, para venir a la India a servir a Dios; pero hasta hoy no me había ren­dido por completo.” Simón Pedro hablando por los otros también le dijo al Maestro “He aquí, nosotros lo hemos de­jado todo, y te hemos seguido; ¿qué pues, tendremos” (Mateo 19:27). Nótese la última parte de lo que dijo. Pedro había entregado su hogar, su barco, su pesca, pero no había rendido a Pedro y como consecuencia se estaba enredando en el yo.

Debemos tener mucho cuidado y entender que rendirse no significa apagarse. Uno no puede nunca deshacerse totalmente del ser. Si se le echa por la puerta vuelve a en­trar por la ventana. El ser es la esencia eterna de la perso­nalidad humana. Es aquello que le hace a uno ser persona; lo que le da individualidad. Ser un “sin-ser” no es posible; es contradicción de términos. Es posible no ser egoísta, pero nunca se pierde el ser.

El rendirse totalmente es un cambio radical, de tener el enfoque en uno mismo a enfocar en Cristo; así la vida ya no gira alrededor de uno mismo sino que gira alrededor de Cristo. Es necesario cambiar ese Yo en un ¡Ya! “Ya, Señor me rindo.” Cuando ese Yo se encamina a la voluntad del Maestro, se llega a ser un verdadero heredero en Cristo.

Notamos no hace mucho que cuando el hijo pródigo se marchó de la casa de su padre, lo que decía era: “Dame, dame.” Observemos ahora que cuando volvió a su casa, de­cía: “¡Hazme! ¡Hazme!” El centro de la voluntad había cambiado del hijo al padre.

Al estudiar la gramática aprendemos a conjugar los verbos de esta manera: primera persona—yo; segunda per­sona—usted (o tú); tercera persona—él. Pero al rendirse uno completamente la gramática espiritual cambia. Pri­mera persona—El (Dios); segunda persona—tú, usted (o el prójimo); tercera persona—yo. Dios tiene que tener el primer lugar; es menester que tenga la preeminencia. Us­ted, prójimo mío tiene que tener el segundo lugar.

Hay dos modelos básicos de la vida. Uno gira alrede­dor de sí mismo y el otro gira alrededor de Dios, El es el centro. El Nuevo Testamento habla de estos dos modelos simbólicamente como “el hombre viejo y el hombre nue­vo”. Todos los acontecimientos y el contenido de la vida caen dentro de uno de estos dos modelos. No podemos ne­gar que, hasta cierto punto en los corazones sin rendir, existen ambos modelos al mismo tiempo, de modo que vistos en forma geométrica hay una elipse en lugar del círculo que debía de haber.

En su libro intitulado El Espíritu de Santidad[*] el Dr. Everett Cattell da la siguiente ilustración de esta co­mún condición espiritual: si se mueve un imán en forma de herradura debajo de un papel en donde se ha puesto li­maduras de hierro, y se mira por encima, no puede verse el imán. Pero sí se puede ver dónde están los dos polos porque las limaduras reaccionan arreglándose en dos círculos adyacentes sobre los polos. “En la vida del convertido” dice el Dr. Cattell, “todavía hay dos grandes polos—el Yo y Dios. Todos los elementos de la vida se agrupan alrede­dor de un polo u otro en una vida equívoca y ambivalente. Es posible que ciertos elementos en áreas dominadas por ambos polos reaccionen ambiguamente”.

Es menester ser limpiados de ese egoísmo centrado en el Yo. Esa dualidad tiene que dejar de existir. El Yo, un polo apartado de Dios tiene que entregar su hurañía, su aislamiento, su enemistad con Dios, su soberanía indepen­diente, por medio de un acto de rendimiento absoluto. Tiene que hacerse a un lado hasta ser escondido con Cristo en Dios. El ser entonces sigue viviendo pero vive en Dios. Los polos son ahora, por decirlo así, idénticos; y el mo­delo de la vida es uno, íntegro.

Esta paradoja espiritual fue expresada breve e intri­gantemente en las conocidas palabras: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). Este es un versículo asombroso. Pone énfasis al rendimiento y la crucifixión del Yo, pero al mis­mo tiempo habla mucho del Yo. Predominan los pronom­bres personales. Tenemos que seguir el razonamiento de Pablo con mucho cuidado.

Es evidente que habla de tres entidades (“yo”) dis­tintas, o mejor dicho, tres aspectos del Yo. “Con Cristo estoy juntamente crucificado...,“ dice al empezar. Esta es la parte del yo que necesita ser crucificada. Es aquel Yo orgulloso, perverso, y egoísta que busca gloriarse en todo. Luego sigue Pablo, “y vivo”. Esta es la parte del yo que vive más allá de su crucifixión. Es nuestro ser esencial, el Yo verdadero, imperecedero y eterno. Dios mismo lo ha creado y no lo destruirá; vivirá para siempre. “No (vivo) ya yo, mas Cristo vive en mí,” concluye Pablo. He aquí el secreto. Cuando se crucifica el yo carnal y egoísta, enton­ces puede haber un yo genuino, lleno y poseído de Cristo. Por lo tanto, Pablo un momento dice: “Estoy muerto,” y luego “Estoy vivo.” Entonces clarifica al añadir: “Cristo vive en mí.” La crucifixión del Yo es muerte que conduce a la vida.

Se cuenta la historia de un señor que leía la página de los fallecimientos en el periódico, cuando, ¡cuál no sería su sorpresa, encontró su propio nombre en la lista! Volvió a leerla. Las iniciales, el apellido, hasta la dirección de su casa estaban allí. ¡Anunciaban que él había muerto! Pri­mero le causó risa, pero luego sonó el teléfono muchas veces. Sus conocidos llamaban adoloridos para preguntar la causa de tan repentina muerte. Al fin muy irritado lla­mó al redactor. “Señor,” dijo, “han anunciado mi falleci­miento en el periódico de esta mañana y resulta que estoy verdaderamente vivo. Esto les está causando mucho confu­sión a mis amigos. ¡Demando que corrijan este error!”

El redactor, confuso, no supo qué decir hasta que, inspirado dijo: “No tenga usted pena, señor, corregiremos todo. ¡Mañana pondremos su nombre en la lista de recién nacidos!”

Es una parábola espiritual. Si morimos con respecto al viejo yo carnal, de repente nos encontramos vivos en Cristo de una manera nueva, porque después de la cruci­fixión viene la resurrección. Muere el yo viejo y es levan­tado un yo nuevo. Ponemos nuestro nombre en el anuncio de los fallecidos e inmediatamente nos hallamos en la lista de los recién nacidos.

En este punto se necesita una nota de precaución. La crucifixión del yo viejo de que hemos estado tratando no puede hacerla el individuo mismo. Es decir, el yo no puede crucificarse a sí mismo. Irrevocablemente se opone a su propia crucifixión. La única cosa que el individuo puede hacer es alistarse a ser crucificado por la ejecución del Espíritu Santo. Pablo dice: “Nadie puede llamar a Jesús ‘Señor’ sino por el Espíritu Santo” (I Corintios 12:3). Pero cuando nosotros estamos dispuestos, hallamos que El es capaz.

RECIBA LA PLENITUD DEL ESPIRITU

El rendimiento completo del ser no es un fin en sí mis­mo. Es meramente limpiar el canal para que el Espíritu pueda darse en su plenitud. Sin embargo es importante que no lo interpretemos como una forma de “regateo” ce­lestial, en el que damos nuestro todo, y El da su todo en un intercambio. Al rendirnos totalmente no hay modo de que lleguemos a merecer la plenitud del Espíritu. No hay nadie que “lo merezca” pero todos los cristianos podemos reci­birlo. Este es el don de Dios. Se nos da si lo pedimos. Jesús dijo: “Pues si vosotros, siendo malos sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celes­tial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan” (Lucas 11:13). Lo único que tenemos que hacer es pedir al Espíritu Santo que ya mora en nosotros, que tome el control de la vida, que nos santifique y nos llene.

Al buscar la plenitud del Espíritu Santo, nuestros ojos tienen que estar fijos en el Dador mismo y no en una de las dádivas. Pablo dice que el Espíritu Santo distribuye sus dádivas “a cada uno en particular como él requiere” (I Corintios 12:11). No todos reciben la misma dádiva; ni tampoco posee un individuo todas las dádivas. No es posi­ble dictarle al Espíritu Santo cuál dádiva debe darnos. Es­ta es su prerrogativa. Pero todos podemos recibir el don de la plenitud del Espíritu Santo mismo. ¡Eso se nos ofrece a todos!

Poco tiempo después de que mi señora y yo llegamos a la India como misioneros, los japoneses atacaron el puerto de Pearl Harbor y así precipitaron la entrada de los Esta­dos Unidos en la segunda guerra mundial. En pocos meses, las fuerzas japonesas habían avanzado hasta las fronteras de la India y el embajador americano nos dijo que debiéra­mos de evacuar. Mi esposa y nuestra hija que en esos días tenía seis meses de edad, regresaron a los Estados Unidos en un vapor militar, pero yo me quedé en la India. No nos volvimos a reunir sino hasta que pasaron dos años y siete meses.

Durante ese largo período de separación, mi esposa y yo padecimos muchas horas de soledad. Ella me escribía con frecuencia, pero en esos años de guerra el correo era lento y se practicaba estricta censura. A menudo faltaban trozos grandes de una carta. A veces ella me mandaba paquetes con algún obsequio como prueba de su amor. Una vez, estando yo en Calcuta en una serie de servicios espe­ciales, un ladrón entró en la casa del pastor y se robó unas cositas caseras, mi traje y una pluma fuente. Cuando mi señora supo mi pérdida, juntó lo que pudo de sus ahorros y me compró otro traje y otra pluma también. Estuve en­cantado por supuesto al recibir el regalo. Pero le escribí a ella: “Queridísima, te agradezco mucho todas las cartas que me aseguran de tu amor y tus oraciones. Te agradez­co todos los obsequios especialmente este último; pero, querida, estoy llegando al punto en que ya no me bastan las cartas y los paquetes. Tengo ansias de estar contigo y sólo contigo. Si pudiera verte la cara y tenerte en mis bra­zos, valdría más para mí que mil cartas y paquetes. Otra vez que me mandes un paquete, ¡ponte adentro y vente!”

Llegó un tiempo en mi vida espiritual cuando tuve que decirle casi lo mismo al Espíritu Santo. En mi corazón le dije, “Señor, te agradezco todos tus dones, el perdón, la paz, el consuelo, y la fortaleza. Pero Señor, yo quiero más, que solo dones. Te deseo sólo a ti. Quiero que Tú penetres y llenes todo mi ser.”

Es menester que deseemos al Señor más que cualquier cosa en todo el mundo. Debemos desearle a El y sólo a El.

Finalmente debemos recibir al Espíritu Santo en su plenitud por fe. Pedro, ante el concilio en Jerusalén dijo, “Y Dios que conoce los corazones, les dio testimonio, dán­doles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones (Hechos 15:8-9). (Letras cursivas del autor). Todos los dones de Dios se reciben por fe.

Muchos cristianos parecen rendirse totalmente a Dios, crucifican el yo, pero todo es tan triste, tan deprimente.

Les falta tomar el paso positivo de la fe.

El rendimiento dice: “Con Cristo soy crucificado”

La fe dice: “Cristo vive en mí”

El rendimiento dice: “Estoy vaciado y limpiado”

La fe dice: “Lleno y listo para el uso del Maestro”

El rendimiento dice: “Doy todo lo mío”

La fe dice: “Recibo todo lo tuyo”

La fe es sencillamente creer lo que Dios ha dicho en su Palabra, poniendo todo su peso en el poder de sus prome­sas. Nos asegura que el don del Espíritu Santo es para todos, que El le da el Espíritu Santo a cualquiera que le pide, y que si le pedimos algo en su nombre nos lo da. En vista de esto, digo en mi corazón: “Señor, sé que lo que dices es la verdad. Ahora te pido que me llenes con el Es­píritu Santo; y creo que Tú me llenas en este momento. Gracias, Señor.”

Puesto que a esta experiencia uno entra por la fe, puede ocurrir en nuestras vidas en cualquier tiempo, en cualquier lugar, cuando lo pedimos y creemos.

Predicaba yo en cierta iglesia una serie de mensajes sobre el tema del Espíritu Santo. Una ama de casa, hija sincera de Dios sintió deseos de ser llena con el Espíritu Santo. Una mañana estando sola en la casa, trabajando en la cocina, en su mente meditaba y oraba. De repente le­vantó los ojos y dijo en voz alta: “Señor, el predicador dijo que podemos recibir el bautismo del Espíritu Santo por fe. Según veo, Señor esto está de acuerdo con tu Santa Pa­labra. Pues Señor, aquí y ahora mismo te pido me llenes con el Espíritu Santo, y creo ahora que lo estás haciendo”. En el servicio de esa noche, se puso de pie y testificó que tenía la seguridad de que el Espíritu Santo la había lle­nado. ¡Ocurrió mientras que ella lavaba los platos en la cocina!

Hace algunos años en un retiro de predicadores y lai­cos en el estado de Nueva York, estuve predicando esa misma serie de mensajes sobre el Espíritu Santo. Al ter­minar la primera sesión, se dio tiempo para preguntas y discusión. Los ministros se enfrascaron en los puntos teo­lógicos en pro y en contra del tema. En eso, uno de los lai­cos que se llamaba Sam interrumpió la discusión y dijo ansioso: “No puedo entender esa jerigonza teológica. Lo que sí sé es que necesito la plenitud del Espíritu Santo. Díganme cómo la puedo encontrar”. Brevemente le di el bosquejo de los pasos al rendimiento y la fe.

Al acabar la sesión de la noche, el líder del retiro ex­plicó que ahora empezaría un período de silencio que du­raría la noche y abarcaría la hora devocional de la mañana siguiente. También nos dijo que al salir tomáramos una de las tarjetas, en cada una de las cuales habría escrito el nombre de uno que estaba allí. Se nos pidió que oráramos por la persona cuyo nombre nos tocara. Inmediatamente oré en mi corazón, “Señor, dame a Sam que sea mi objeto de oración.” Cuando tomé la tarjeta, el nombre era el de Sam _____________. “Coincidencia” dirá usted. Pero eran más de cien tarjetas. Sentí que había sido la mano de Dios. Me fui a mi cuarto y oré encarecidamente por Sam, que fuera lleno con el Espíritu.

En la misma mañana nos reunimos para devociones colectivas y silenciosas. Al final del período de silencio, Sam de un salto se puso en pie y dijo, “Apenas pude espe­rar que se rompiera el silencio. Ya reviento con las buenas nuevas que quiero impartirles. Anoche Dios me llenó con el Espíritu Santo. Pedí y creí y el Señor me contestó la oración.” Contó que el bautismo y la plenitud del Espíritu habían venido mientras que él se bañaba en la ducha.

Muchos años han transcurrido desde que un hombre, alto, delgado y pelirrojo, nativo del estado de Kentucky, estudiante de ingeniería civil en la Universidad de Cin­cinnati, andaba por la avenida Clifton cerca del plantel universitario. Eran las últimas horas de una tarde de enero, fría y pesada. El verano pasado el joven había asis­tido a las conferencias en el campamento Sychar en Mount Vernon, del estado de Ohio, y se había convertido. Había sentido vocación a la obra misionera en la India. No hacía poco había recibido instrucción acerca del bautismo con el Espíritu Santo y estaba buscando anhelosamente la experiencia. Andando en la acera, perdido en sus pensa­mientos, dijo en voz alta: “Señor, yo he puesto mis ambi­ciones, mi carrera, mi matrimonio, mi todo en el altar. ¿Qué más debo hacer para recibir al Espíritu Santo en su plenitud Esto es lo que necesito y deseo más que cual­quier otra cosa.” Una voz interna dijo suavemente: “Sólo pídelo y cree”. Pues aquel joven (que llegó a ser mi padre) levantó los ojos al cielo y dijo desde lo profundo de su cora­zón: “Señor, sí creo; lléname ahora mismo.”

No hace mucho, mi padre me llevó a Cincinnati y me mostró el sitio en donde ocurrió. Estuvimos allí juntos en unos momentos de oración expresando gratitud.

En mi propia vida, cuando yo era estudiante en la Universidad de Asbury en Wilmore, estado de Kentucky, recuerdo cómo, por primera vez recibí la plenitud del Espí­ritu. Dos años atrás había aceptado a Cristo, y había em­pezado la vida cristiana con mucho celo. En eso llegué a una meseta, y no progresaba espiritualmente. El descubri­miento de ciertos deseos y actitudes en mi corazón clara­mente contrarios al espíritu de Cristo me causó profunda pena. Estaba dividido con guerra intestina. Las doctrinas del Espíritu Santo y la santificación no eran nuevas para mí. Había crecido en la tradición de Wesley. Solamente necesitaba tomar a pecho la verdad y hacer experiencia de la doctrina. Una mañana, sentado a solas en mi escri­torio para mis devociones privadas, oré para mis adentros: “Señor Tú has dicho, ‘Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.’ (Mateo 5:6). Pues bien, yo tengo hambre. Tengo sed. Quie­ro ser limpio y lleno con el Espíritu más que cualquier cosa. Señor, cumple ahora tu promesa. Creo.” En ese mo­mento me sentí como si hubiera acabado de bañarme. Me sentí limpio. Además tuve la certeza que el Espíritu Santo había poseído todo mi ser. Me duele decirlo pero no siem­pre he sido fiel al Maestro. Hubo un tiempo cuando le falté miserablemente a mi Señor y perdí la seguridad de su plenitud. Pero el Espíritu fue fiel en su ministerio y me trajo de nuevo al punto de rendirme y creer. Hoy día tengo la seguridad de su plenitud.

Estos, pues, son los pasos para llegar a la vida llena de la plenitud del Espíritu Santo. Rendirse totalmente a su voluntad. Dejar morir el yo del hombre viejo. Reci­bir al Espíritu en su plenitud por fe. Darnos cuenta que es la intención de Dios llenarle con su Espíritu. Entonces se cumplirá la promesa en su vida y el Pentecostés será tan verdadero para usted como lo fue para los discípulos en Jerusalén.

VII

El Amor Es la Señal

De todas las proclamaciones en todas las len­guas, la mayor es “Dios es amor.” No dice solamente que “Dios ama” sino que “Dios es amor.” El es la personifica­ción del amor. El amor es la fibra de su ser.

Todas las acciones de Dios emanan de ese hecho bási­co. Por ejemplo, el amor es la base de su acción creativa. ¿Por qué creó Dios Porque el amor requiere relacionarse. Requiere objetos sobre los que pueda prodigar su afecto. Así que Dios creó al hombre para tener una relación amo­rosa con él y para derramar sobre él su amor. Los padres crean por la misma razón. Desean tener hijos a quienes puedan llamar suyos y brindarles todo el afecto y quienes reciprocarán esas acciones con amor.

El amor es la base de la acción redentora de Dios. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios en­vió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él” (I Juan 4:9). “En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros” (I Juan 3:16). Fue una cosa peli­grosa que Dios creara. Era posible que su criatura hiciera mal y le quebrantara el corazón. Pero Dios quiso hacerlo. Sabía que El tendría que entrar en escena y decirle al hombre: “Ya pecaste. Ahora aquí está mi amor.” Por lo tanto, la cruz estaba inherente en la creación. A Jesús se le llamó “el Cordero que fue inmolado desde el princi­pio del mundo” (Apocalipsis 13:8), no sólo hace 2000 años. El momento en que el hombre desobedeció y se hizo pe­cador, una cruz se formó en el corazón de Dios. Era inevi­table. ¿Cómo podríamos saber que le importaba a Dios y que El padecía a causa de nuestro pecado La única ma­nera de saberlo era que El levantara una cruz en algún momento en la historia para que la pudieran ver todos los hombres. Por medio de la cruz exterior, de madera, en el Calvario podemos ver la cruz interior, invisible, en el corazón de Dios. De modo que porque Dios es amor, amó al mundo y dio a su Hijo, y el Hijo entregó su vida.

El amor es la base por la cual nos podemos acercar a Dios. Supongamos que yo fuera un pecador necesitado de ayuda y dirección, y viniera a pedirle a usted que me acon­sejara. Usted me diría: “Dios es omnipotente. Acuda a El; le ayudará.” Pero no me atrevo a acercarme a El basado en su omnipotencia. Soy débil y finito. Tal vez El me aplaste en sus manos poderosas. Entonces usted me diría, “Dios es omnisciente. Acuda a El; le ayudará.” Tampoco me atrevo a acercarme a Dios basado en su omnisciencia, porque eso significa que El me conoce—cada hecho, cada palabra, aun mis pensamientos más íntimos.

Entonces, tal vez usted me diría: “Dios es santo. Acérquese a El y El le ayudará.” Pero no me atrevo a acercarme basado en su santidad. El es la perfección ab­soluta mientras que yo soy un pecador miserable. Mien­tras más me le acercara, mayor sería mi vergüenza. Tal vez usted me diría: “Dios es justo. Acuda a El para el soco­rro que necesita.” Pero no me atrevo a acercarme a El ba­sado en su justicia. He pecado contra El y soy culpable en su presencia. La justicia demanda que yo sea condenado por mi pecado.

Finalmente usted me diría: “Dios es amor. Acuda a El y El tendrá compasión de usted.” Entonces sí, olvido mi vergüenza y mi falta completa de méritos y me precipi­to en sus brazos extendidos, implorando misericordia. Y porque Dios me ama, me dará la bienvenida, el perdón, y la limpieza y me recibirá. El amor es la única base sobre la que puedo acercarme a él.

Puesto que el amor es una de las características bá­sicas de Dios, es una de las características básicas de la vida plena del Espíritu Santo. Esta es la verdad reiterada por Pablo en su Primera Epístola a la iglesia en Corinto. Habiendo discutido los dones del Espíritu en el capítulo doce, concluye de esta manera: “mas yo os muestro un camino aun más excelente.” Luego, en el capítulo trece nos da su gran tributo al amor, el cual constituye una de las alegorías más sublimes en toda la literatura.

Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bie­nes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve (1 Corintios 13: 1-3).

La esencia de lo que Pablo dice es: Podemos declamar las más maravillosas palabras; podemos poseer los mayo­res dones; podemos hacer proezas de la mayor nobleza. Pero si no poseemos y practicamos el amor, no somos nada. Todo es en vano.

Esta es la razón por la cual cuando se le preguntó a Jesús cuál era el mayor mandamiento, declaró que era amar. Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo sin­ceramente.

El primer mandamiento de todos es: Oye Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas... y el segundo es... Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos (Marcos 12: 29-31).

Como Dios es amor y el hombre es hecho en la imagen de Dios, es natural que el hombre tenga la capacidad de amar. Anteriormente los psicólogos decían que había tres instintos en el hombre—el yo, el sexo, y el grupo; es decir, el instinto de la auto-preservación, el de propagarse y el de asociarse con otra gente. Pero en años recientes los psi­cólogos han estado diciendo que hay solamente un instinto básico en realidad, y es el de amar y ser amado. El hom­bre tiene que amar algo. Si no ama a Dios y al prójimo, a lo menos amará el arte, la música, la literatura, los depor­tes, su patria o alguna causa noble. Alguien ha condensado eso al decir: “El amor hace girar al mundo.”

El opuesto de ese adagio también es cierto. “La falta del amor arruina a todo el mundo.” La causa principal de muchos hogares despedazados y de la delincuencia juvenil de hoy día es la falta del amor. Muchos esposos han perdido su primer amor. Muchos hijos no han tenido amor verdadero (que incluye disciplina) en su hogar. Muchos de los jóvenes de muy temprana edad que se fugan y se casan, están buscando el amor que no recibieron de sus padres.

Recuerdo haber leído en un periódico hace unos años del secuestro de un bebé de tres semanas de edad en un pueblo del sur del estado de Illinois. Una mujer como de treinta y tantos años de edad visitó a los padres del niño y dijo que representaba al Hospital Memorial Massac. Dijo que al niño se le había escogido para ser el “bebé del mes” y que quería llevarlo al hospital para sacarle fotos. Cuando pasaron varias horas sin que la mujer regresara, la madre afligida llamó a la policía. Unos cuantos días después hallaron a la secuestradora con el bebé, en la ciu­dad de Chicago. Cuando las autoridades le preguntaron porqué había robado al recién nacido, ella respondió llo­rando: “Yo quería tener algo que amar.” Más tarde se supo que un mes antes se le habían muerto el esposo y el padre y ella había abortado a su propio hijo quedando absoluta­mente sola. Presa de la desesperación había robado al bebé para tener “algo que amar.”

La religión y la psicología ordenan: “Amarás.” Esto es básico en la vida cristiana. Pero alguien dirá: ¿Cómo puede el amor ser el resultado de una orden El amor no puede ser genuino a menos que sea espontáneo, del cora­zón. La respuesta es esta: cuando Dios manda que ame­mos, la naturaleza concuerda. Si violamos la ley del amor, violamos la ley de nuestro ser. Si no amamos a Dios y al prójimo, no podemos amarnos a nosotros mismos. Supon­gamos que estoy hablando a un grupo de gente y al medio día les digo: “Vayan a almorzar.” Sería un mandamiento, pero habría dentro de cada oyente algo que estaría de acuerdo con ese mandamiento. Asimismo cuando Cristo nos manda que amemos, nuestra naturaleza interior res­ponde al mandamiento, porque tenemos la capacidad de amar.

Luego Jesús añade: “Amarás al Señor tu Dios”. Dios ha de ser el objeto de nuestro amor—una Persona, no me­ramente u.n doctrina, ni sólo una idea, ni una causa. Tie­ne que haber una relación personal.

Dios es el Objeto perfecto de nuestro amor. Es absolu­tamente bueno y santo, y sin faltas ni defectos. Podemos depender totalmente en El y jamás nos fallará. A veces mi esposa me dice: “Querido, te amo a pesar de tus faltas.” Y yo puedo decirle lo mismo a ella. Puesto que somos hu­manos todos tenemos faltas. Tenemos que amarnos a pesar de las faltas y debilidades que tengamos. Pero no podemos venir ante Dios, ver su rostro y decirle: “Señor, te amo a pesar de tus faltas.” El no tiene falta alguna. Es la única persona en todo el universo que es absolutamente per­fecta y fidedigna.

Dios es también el Objeto eterno de nuestro amor. Es­ta es una relación amorosa que no tiene fin. En el mundo de relaciones humanas, viene la hora cuando tenemos que bajar al esposo, la esposa, el hijo, o el amigo al sepulcro, y la íntima relación amorosa se rompe. Pero cuando nos ena­moramos de Cristo, es el principio de un romance eterno. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro (Véase Romanos 8:38-39).

Un niño pequeño tenía un conejo predilecto, regalo de cumpleaños de su padre. ¡Cómo quería al conejo! Lo lle­vaba consigo a todos lados. Pero un día dos perros calle­jeros pasaron por el patio y al ver al conejito, lo hicieron pedazos. Esto le quebró el corazón al niño, tanto que lloró por varios días. Entonces su padre le trajo un hermoso pe­rrito, y el niño pronto olvidó lo del conejo. Acariciaba a su perro y jugaba con él hora tras hora. Donde él iba, corría el perrito detrás. Pero un día mientras que jugaban, el perro cruzó la calle en pos de una pelota y fue atropellado por un carro, muriendo al instante. El niño de nuevo se vio con el corazón quebrantado y lloró largamente la pérdida de su animalito. Se subió a las rodillas de su padre y con sus ojos llenos de lágrimas le dijo: “Papacito, se me murió el conejo y se me murió el perrito, ¿no puedes conseguirme algo que nunca se me muera”

Hay algo en el corazón del hombre que exclama del mismo modo: ¿No habrá algo o alguien en el universo al que pueda amar y que jamás se muera ¡Sí, hay Alguien! El Señor Jesucristo. Cuando nos enamoramos de El, es amar para siempre. Es un romance eterno.

Jesús sigue hablando y dice: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con toda tu fuerza”. Pone énfasis en la palabra “todo”. Nuestro amor para con Dios ha de ser completo. El desea toda nuestra devoción. ¿No es igual con nosotros La esposa quiere todo el amor del esposo; el esposo quiere todo el amor de la esposa. No estamos satisfechos hasta tenerlo todo. ¿Querrá Dios tener menos

Nuestro amor para Dios ha de ser un amor equilibrado que exprese cada aspecto de nuestra personalidad. Hemos de amarle con toda nuestra mente—con toda la sensatez de nuestra naturaleza intelectual. Hemos de amarle con todo el corazón—con toda la sinceridad de nuestra natu­raleza emotiva. Hemos de amarle con toda nuestra alma— con toda la intensidad de nuestra naturaleza volitiva. He­mos de amarle con toda nuestra fuerza—con toda la vitali­dad de nuestra naturaleza física. La totalidad del hombre ha de sujetarse al dominio de Dios. Esto hace posible uni­ficar la personalidad y fijar el propósito.

Muchos aman a Dios de una manera desequilibrada y por lo tanto, débil. Hay quienes lo amen con la fuerza de las emociones y la debilidad de la mente. Esto causa a los emocionalistas religiosos. Otros aman a Dios con la fuerza de las emociones y la debilidad de la voluntad Esto causa sentimentalistas religiosos Otros más aman a Dios con la fuerza de la mente y la debilidad de las emociones. Esto es lo que hace que haya intelectualistas religiosos. Otros más todavía lo aman con la fuerza de la voluntad y la debilidad de las emociones. Esto produce a los legalistas religiosos, esas personas de hierro—muy morales, pero que ni aman ni atraen el amor. El cristiano verdaderamente fuerte es el que ama con la fuerza del intelecto, con la fuer­za de las emociones, con la fuerza de la voluntad, y con la fuerza de toda la personalidad. Todo el ser participa en una pasión de amor y rendimiento a Cristo

Después de que da el primer mandamiento grande, “Ama a Dios con todo tu ser,” Jesús añade el segundo mandamiento: “Ama a tu prójimo como a ti mismo.” Los dos no pueden separarse. Son como los dos rieles del tren o las dos alas del pájaro. Hablar de amar a Dios sin amar al prójimo es una farsa. Sería comparable a darle un abrazo a alguien y al mismo tiempo darle un puntapié en la cani­lla. Hay que escribir el Amor cristiano con A mayúscula. El vértice agudo de la A nos recuerda nuestra relación con Dios, pero la base horizontal de la A representa nuestra relación con el prójimo. Si amamos a Dios, amaremos a la gente.

Mi padre pasó sus años de adolescencia en la ciudad de Tucson, en el estado de Arizona. Cuando estudiaba la secundaria pasó un verano trabajando en el dique cerca de la frontera mexicana. Fue allí donde, por primera vez él vio a unos hindúes del sur de Asia. Habían venido por invi­tación del gobierno de México para trabajar de peones en unos proyectos de obras públicas. Cuando mi padre vio a estos culíes con sus marcas de casta y sus costumbres tan extrañas, y oyó su música rara al amor de las fogatas de noche, dijo dentro de sí que esa gente era la basura de todo el mundo y que nunca había visto gente tan aborrecible. ¡Poco imaginaba entonces que Dios le llamaría unos cuan­tos años después para que le sirviera de misionero en la India! Pero antes que pudiera ocurrir esto, fue convertido en unos cultos campestres en el estado de Ohio y más tarde fue lleno del Espíritu Santo. Recibió tal bautismo de amor en su corazón que su actitud hacia los hindúes cambió por completo. La India llegó a ser su patria querida; la gente de la India llegó a ser su pueblo. Puede decirse en verdad que jamás hubo quien amara más a los habitantes de la India, ni fue nadie tan amado como mi padre.

Hace pocos años yo conduje un retiro devocional de solo un día en una iglesia presbiteriana en la ciudad de Baltimore. Una joven universitaria muy guapa llegó al re­tiro, pero al ver que había buen número de negros en el grupo, se resintió y casi se regresó a su casa. Sin embargo, se controló a si misma y se quedó. Escuchó atentamente los mensajes sobre el Espíritu Santo, y cuando se dio la invitación a que viniera la gente al altar para orar, ella respondió pronto. Al celebrarse la sesión final del retiro, la joven se puso de pie ante el grupo, confesó el resenti­miento que había sentido y pidió el perdón de todos los ne­gros presentes. Luego prosiguió en voz alegre: “Quiero decirles que le pedí a Dios que me llenara con el Espíritu Santo. El ha contestado mi oración. Ahora encuentro de repente que se me ha quitado la actitud de prejuicio racial y por primera vez tengo la capacidad de amar a todos mis hermanos negros y a todo el mundo”. Ella había cambiado de rechazamiento a aceptación en un período de seis horas. Había sido un verdadero milagro de la gracia de Dios.

Estoy escribiendo estas líneas en el interior del Congo, África, en donde estoy asistiendo a la conferencia anual de la Iglesia Metodista. Está aquí un joven misionero que se llama Paul Law. El y su esposa recientemente gradua­ron de la Universidad de Asbury (en Kentucky). Han veni­do a servir a la gente del Congo. Hace seis años el padre de Paul, Burleigh Law, piloto misionero metodista, fue asesi­nado a balazos por los rebeldes en la guerra civil. Está enterrado en la misión de Wembo Nyama. Hoy su hijo ha venido a la misma misión, predicando a Cristo a la gente de esa región. Humanamente se esperaría que Paul tuviera resentimiento hacia la gente del Congo por la muerte de su padre. Uno esperaría que él ni siquiera querría ver el Con­go. Pero aquí está en el escenario del martirio de su padre, amando y sirviendo en el nombre de Cristo. Solamente por el amor de Cristo puede uno servir así.

En su carta a la iglesia en Roma, Pablo dice que, “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5). Luego en su Carta a los Gálatas escribe: “Mas el fruto del Espíri­tu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley” (Gálatas 5:22-23). Vemos que el amor con todas sus mani­festaciones es la evidencia suprema de la morada del Espí­ritu. Cuando estamos enteramente rendidos a Cristo y lle­nos del Espíritu, su amor es aún más evidente en nuestra vida.

Las dádivas del Espíritu son importantes y deben usarse para la edificación de la iglesia y para la gloria de Dios. Pero el Espíritu Santo reparte sus dones según su propia voluntad. A uno le da el don de la profecía (o la proclamación), a otro el don de la sanidad, a otro el don del discernimiento, y a otro el don de lenguas, etcétera (Véase I Corintios 12:4-11, 27-31). Nadie posee todos los dones, ni tampoco tenemos todos el don en forma idénti­ca. Es por esto que no podemos decir que un don en par­ticular es la manifestación del bautismo con el Espíritu. Sin embargo, cada uno que está lleno del Espíritu posee todos los frutos del Espíritu. El Espíritu Santo no reparte a uno el amor, a otro la paciencia, a otro la paz, etc. Cada uno de nosotros necesita todas las gracias cristianas. Todos necesitamos amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bon­dad, fe, mansedumbre y templanza.

El fruto del Espíritu es la evidencia suprema de la presencia del Espíritu que mora en nosotros. Es muy signi­ficativo que la plenitud del Espíritu se diera por primera vez el Día del Pentecostés, que era la fiesta de las primi­cias de los judíos. El bautismo con el Espíritu Santo es una fiesta espiritual que produce el fruto del Espíritu en nuestras vidas. El amor es la característica principal del fruto, porque las otras gracias son tan sólo manifestaciones del amor. El gozo es la expresión emotiva del amor. La paz es el amor en reposo. La tolerancia y la benignidad son el amor en el comportamiento. La bondad y la mansedum­bre son la disposición del amor. La fe es la confianza quie­ta del amor, y la templanza es el amor controlador.

Hay pocas cosas que la iglesia de hoy necesite más que un nuevo bautismo del amor. Solamente cuando el amor divino de Dios se “derrama en nuestros corazones” (Roma­nos 5:5), podremos ver a cada ser humano como una per­sona por quien Cristo murió y un posible hijo de Dios. Sólo entonces podremos amarnos los unos a los otros con “amor fraternal no fingido” (I Pedro 1:22) y los hombres sabrán que en verdad somos hijos de Dios.

Cuando Cristo se apareció a sus discípulos la tercera vez después de la resurrección, preparó un fuego en la playa del mar de Tiberias y sirvió una cena de pan y pes­cado. Después de la cena habló personalmente con Pedro. Esto fue el examen final del pescador robusto que tenía tres años estudiando en el seminario ambulante del Maes­tro. El examen consistió en tres preguntas y las tres fueron casi idénticas. “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas” La historia nos relata que a Pedro le causó dolor que se le preguntara la misma cosa la tercera vez. Le hizo recordar la escena parecida de poco tiempo atrás, cuando, al calen­tarse junto a un fuego había negado tres veces a su Señor. Le había fallado miserablemente a su Señor porque su amor era vacilante y debilitado por causa de su temor a los hombres. Ahora su Señor demandaba un amor que fuera constante y completo. Pero vino el tiempo en la vida de Pedro, en el Día de Pentecostés cuando su amor para Cris­to fue reforzado con una fibra moral que le mandó listo a enfrentarse con un mundo hostil y listo a entregar su vida en el servicio del Maestro.

Nótese que cada vez que Pedro respondió a la pre­gunta del Señor, éste le dijo que apacentara sus ovejas. En otras palabras, nuestro amor para con Cristo tiene que expresarse por medio de servicio a nuestro prójimo. El amor no es una emoción pasiva que se sienta con las ma­nos dobladas en actitud de contemplación. El amor es acción agresiva, lista a remangarse la ropa y ensuciarse las manos en servicio y ministerio a los necesitados.

Para ilustrar su mandamiento a que amáramos a “nuestro prójimo” Jesús contó la historia del samaritano. Con ella recalcó el hecho de que el amor no se sienta en las gradas del estadio, fuera del juego como espectador, mo­viendo la cabeza con lástima. El amor está listo a descen­der de su posición de comodidad y privilegio para enfren­tarse con los sufrimientos y las penas de los necesitados. El caminante samaritano no sólo sintió compasión del hom­bre caído; se bajó de la bestia; se acercó al hombre; le ató las heridas, y le llevó a la posada, y aún pagó sus gastos. El amor se expresa en acción y en liberalidad. Hoy el Maestro nos examina y nos exhorta tal como lo hizo con Pedro. “¿Me amas más que éstos” “Apacienta mis ovejas.” Nos manda a cada uno: “Ama supremamente a Dios y a tu pró­jimo como a ti, sinceramente.” Pero esto sólo es posible cuando hemos tenido una experiencia personal del Pente­costés en nuestra vida y el amor maravilloso de Dios se ha derramado en nuestro corazón por el Espíritu Santo:

Necesitamos orar con el himnólogo:

Hazme amarte con angélico amor;

Santa pasión me llene y luego

El Paracleto purificador

En mi alma encienda el amante fuego.


VIII

Siga Caminando

Hay dos errores que tienen que ver con la san­tificación o la vida plena del Espíritu. Uno es la idea de que la plenitud del Espíritu es el resultado del crecimiento espiritual y por lo tanto, un proceso gradual. Ya hemos dicho que aunque haya una serie de eventos que conduzcan al bautismo con el Espíritu Santo, no podemos nunca lle­gar a la experiencia por medio de crecimiento ni pasar “sin darnos cuenta” a ese estado. Llega el momento en nuestra vida cristiana cuando nos damos cuenta que necesitamos una obra más profunda del Espíritu, nos rendimos del todo, y tenemos fe que Dios nos llena con el Espíritu Santo. Es una crisis tan definitiva como lo es el nuevo nacimiento, es decir la conversión.

Sin embargo, es igualmente erróneo pensar que la plenitud del Espíritu es sólo una crisis, que resulte en una condición fija y final de la existencia, que no deje lugar para el crecimiento. La vida de santidad es ambas cosas: crisis y progreso. Después de que somos santificados por el Espíritu Santo, todavía tenemos que crecer en gracia hasta llegar a la madurez espiritual y la plena estatura de Cristo. Al igual que Pablo, debemos constantemente se­guir hacia la perfección (Filipenses 3:12).

La vida cristiana no es fija ni estática. Es dinámica y progresiva. Lo que el Espíritu Santo llena, lo ensancha. El es el viento divino, la “inspiración de Dios” que nos llena y nos ensancha. Mantenemos la plenitud si nunca nos contentamos con un nivel estático de santidad, sino que pedimos continuamente que El nos conserve “llenos”. En el capítulo diecinueve de Los Hechos leemos cómo Pa­blo desafió a los discípulos efesios a que recibieran el bau­tismo con el Espíritu Santo, y cómo ellos participaron de una tremenda experiencia de crisis (Véase Hechos 19:1-7). Pero algún tiempo después, en su Epístola a los Efesios, Pablo exhorta a esos mismos cristianos a que sean siempre llenos del Espíritu (Efesios 5:18). En el idioma griego en que Pablo escribe, el tiempo que él usa, el imperativo pre­sente, es tan fuerte, que puede traducirse literalmente así: “Estad siempre llenos con el Espíritu Santo”. La plenitud espiritual de la vida no es como una vasija que se llena hasta arriba y luego se deja a un lado. Hemos de ser cana­les para llevar las bendiciones espirituales a un mundo necesitado. Hemos de ser como una vasija puesta bajo el chorro del agua, de modo que el agua está siempre fluyen­do, siempre está rebosando la vasija y queda llena.

Esta vida de plenitud espiritual es primeramente una relación con el Espíritu Santo. Mientras mantengamos es­ta relación íntima, El seguirá purificándonos y llenándo­nos de poder de día en día y tendremos en nuestra vida la evidencia del fruto del Espíritu. El momento en que daña­mos esta relación, le impedimos al Espíritu perfeccionar su obra en nosotros, y nos hallamos en peligro espiritual.

¿Cómo ha de mantenerse esta vida de plenitud espiri­tual Exactamente en la misma manera en que se recibe la plenitud del Espíritu por primera vez—es decir, me­diante el rendimiento total del ser, y la fe. Ese acto inicial tiene que volverse la actitud perenne. La crisis debe vol­verse el andar cotidiano.

ACTITUD DE RENDIMIENTO

Al igual que la santificación, el rendimiento es ambas cosas, crisis y proceso. Llega el momento en que nos ren­dimos completamente por primera vez en la vida, pero después de este acto de rendimiento ha de seguir una acti­tud de rendimiento y obediencia de día en día. Es algo muy parecido a lo que acontece en el matrimonio. En el altar decimos un “sí” grandísimo que determina la direc­ción del resto de la vida. “¿Le amarás, le honrarás, le cui­darás en tiempo de enfermedad y de salud; y renunciando a todos los otros, te conservarás para él sólo mientras los dos viviereis” Pero como sabemos muy bien todos los que somos casados, hay una multitud de ocasiones en que tuvimos que decir nuevamente “sí,” en el curso de nuestra relación marital.

En cierto sentido, es necesario hacer de cuando en cuando un nuevo rendimiento. El hecho de que estemos rendidos a Dios en estos momentos no quiere decir que ja­más descubriremos nuevas áreas qué rendir más tarde. La luz que el Espíritu Santo arroja en nuestras vidas no es como un faro que encendido de repente, alumbra con todo su fulgor para revelar cada detalle de nuestra vida que no le sea de agrado. Eso sería demasiado fuerte y nos espan­taría. El Espíritu funciona más bien como un reóstato que va encendiendo la luz poco a poco. Al arrojar más y más claridad, expone más áreas de la vida que tienen que ajus­tarse a la voluntad de Dios. Puesto que ya hemos dicho el gran “sí” en el altar del rendimiento, ahora, inmediata­mente y de buena voluntad añadimos otro: “Sí, Señor, eso también te lo rindo.” Con gratitud decimos, “Señor, no me había dado cuenta de este defecto en mi vida. Agradezco que me lo hayas mostrado. Estoy listo a obedecerte”.

En la India había un cristiano en una aldea muy res­petado por su piedad y su vida ejemplar. Era pobre y anal­fabeto y vestía solamente un dhoti (tela que se ataba a la cintura) y llevaba un manto sobre el hombro. Era un hom­bre verdaderamente convertido y lleno con el Espíritu Santo. Un año, durante las conferencias anuales, testificó. Contó cómo recientemente había estado reposando bajo un árbol, meditando y orando cuando una voz interior le dijo: “Jettiyappa, algo tengo contra ti.”

“¿Qué es, Señor” preguntó él.

“Jettiyappa, tú fumas. Yo podría usarte mucho más eficazmente si estuvieras dispuesto a abandonar ese vicio.”

Inmediatamente Jettiyappa respondió: “Señor, no me había dado cuenta que no te complacía este hábito. Agra­dezco que me lo hayas revelado.” Al decir eso botó los cigarrillos hechos a mano que tenía y jamás en la vida vol­vió a fumar. De igual manera, el Espíritu Santo nos ha­blará y a veces nos guiará a nuevas profundidades de ren­dimiento. Si estamos sinceramente andando en la luz, seremos sensibles a sus impulsos y obedeceremos sin demora. El Dr. H. C. Morrison, quien por muchos años fue presidente de Asbury, decía que la consagración se hace en dos etapas: cuando consagramos lo conocido, y cuando consagramos lo desconocido. Es menester poner los dos “paquetes” en el altar. Consagramos todo lo que sabemos hasta ahora, y también todo lo que vendrá en el futuro. De modo que la consagración no es sólo llenar una hoja de papel con la lista de todas las cosas que rendimos a Dios y ponerle la firma, sino que también es entregarle a Dios una hoja en blanco y decirle a Dios: “Aquí tienes Señor, llénala Tú. Tal vez no lo hagas sino hasta cinco o cincuenta años de hoy, pero estoy listo a hacer tu voluntad, hoy y para siempre.”

Cuando hablamos de rendir nuestro ser, en realidad queremos decir entregar nuestra voluntad a Jesucristo. La ponemos en sus manos. Pero no estamos rindiendo nada en concreto sino hasta enfrentarnos con una situación con­creta. Psicológicamente hablando no es posible rendir aquello de lo que no nos hemos dado cuenta. En este mo­mento solamente podemos afirmar nuestra intención de decidir en favor de Dios cada vez que nos demos cuenta que tenemos que hacer una decisión específica. Le decimos a Dios: “Señor, yo renuncio al derecho de escoger basán­dome en mis propios planes y deseos. En cada caso trataré siempre de saber tu voluntad y hacerla.” Pero el contenido de esa voluntad y los resultados prácticos de esa disposi­ción a obedecer son cosas con las que estaremos tratando el resto de la vida. Al surgir cada crisis nueva, tendremos que afirmar el rendimiento inicial al decir: “Señor, en este asunto, escojo que se haga tu voluntad.”

Es aquí en este punto donde a veces tenemos proble­mas. Al enfrentarnos con cada situación específica, toda­vía puede haber conflicto entre nuestras emociones y nues­tra voluntad. Los sentimientos y las emociones pueden causarnos muchos problemas. Algunas veces la batalla es severa. Tal vez seamos tentados a pensar que la consagra­ción que hicimos en primer lugar no fue completa. Pero lo mejor que podemos hacer en tales circunstancias es con­frontar nuestras emociones con sinceridad y decirle a Dios lo que esas emociones son. Entonces, mediante la ayuda del Espíritu Santo nos rendimos a su santa voluntad con respecto a este asunto en particular. Ratificamos el primer pacto hecho con El y la victoria sigue siendo nuestra.

Quizá la mejor ilustración bíblica de esta verdad se halle en la vida misma de Jesús. Es imposible compren­der la tremenda lucha que ocurrió en su corazón y en su mente, mientras oraba en el huerto de Getsemaní la noche que fue arrestado. Leemos que tres veces se postró en el suelo y oró en agonía desesperada. “Y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:44). Recordemos que poco antes había dicho a los dis­cípulos: “No se turbe vuestro corazón,” y ahora San Mar­cos nos dice que “Comenzó a entristecerse y a angustiarse” (Marcos 14:33.). Y Jesús mismo les dijo a sus discípulos: “Mi alma está muy triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad” (v. 34).

¿Por qué tan ardua lucha ¿No se había entregado Jesús desde el principio de su vida y ministerio, totalmen­te a las manos del Padre ¿No afirmó y reafirmó, “mi vo­luntad es hacer la voluntad de mi Padre” ¿Puede dudarse de la realidad o la profundidad de su rendimiento ¡De ninguna manera! Pero sí hubo una tremenda lucha entre sus emociones del momento y su voluntad. Sintió la aver­sión a la muerte tan natural en un ser humano. También quería naturalmente huir del dolor atormentador y la ver­güenza de la cruz. Jesucristo confrontó también la realidad horripilante de que tendría que tomar sobre sí el pecado del mundo.

Es interesante notar que Jesús aceptó sus emociones y luchas sin vergüenza. Aún los escritores de los Evangelios no trataron de encubrirlas. Pero Jesús ganó la victoria cuando por fin oró: “No lo que yo quiero, sino lo que tú”. En ese momento confirmó nuevamente la actitud de obe­diencia y rendimiento que había mantenido desde el prin­cipio. Vemos que Jesús fue “tentado en todo según nues­tra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15).

¿Qué hijo de Dios, por maduro que sea no ha padecido luchas semejantes ¿Quién de nosotros no ha pasado por tal trance Todos tenemos que ser tan sinceros con respec­to a nuestras luchas intestinas como fue el Nuevo Testa­mento al tratar las luchas de Jesús. Los recién convertidos nunca deben recibir la falsa impresión que el rendimiento es algo que se hace una vez y para siempre y allí se acabó el asunto. Podemos hacer una entrega que dure toda la vida. Podemos decir: “Me rindo por completo” y decirlo de veras. Pero lograr que esta entrega se vuelva realidad, ponerla en práctica y hacerla real en situaciones concretas es un asunto continuo de toda la vida. Vez tras vez, en cada crisis nueva tenemos que decir: “No lo que yo quiero, sino lo que tú.” Pero este es el punto en donde crecemos.

Nos hacemos más fuertes en nuestro empeño y llegamos a ser más sensibles a sus direcciones, conforme logramos mayor madurez en nuestra vida espiritual.

En Arabia ciertos caballos son amaestrados especial­mente para el servicio del rey. La lección primordial es la obediencia. Por ejemplo, los caballos aprenden a venir a él, siempre que el entrenador les da cierta señal con el silbato. El entrenamiento dura varios meses y por fin se les da un examen interesante. Por varios días no se les da agua; los caballos están hasta desesperados por la sed, y andan agitados en el corral. De repente se abre el portal que conduce al agua y los caballos corren locamente para saciar su sed. Pero en el preciso momento en que llegan al agua, el entrenador da un silbato. Los caballos se de­tienen por instinto. Surge una tremenda lucha en ellos: el deseo enloquecedor de tomar el agua contra la voluntad entrenada a obedecer el son del silbato. Los caballos que abandonan el agua y se regresan al entrenador son los úni­cos que se consideran dignos de servir al rey. De igual ma­nera, aquellos hijos que han aprendido a discernir la direc­ción del Espíritu y a obedecer la voluntad de Dios en todo tiempo, son los únicos que están listos para servir al Rey de Reyes.

ACTITUD DE FE

Recibimos la plenitud del Espíritu por fe. Nos damos cuenta que es la voluntad de Dios llenarnos con el Espíritu, de modo que creemos lo que El ha dicho y sencillamente nos abandonamos a sus promesas, con una acción similar a cuando nos desplomamos sobre una silla—logrando un descanso completo. Extendemos la mano de fe y acepta­mos el don. Esto es un acto definido de la voluntad que resulta en una experiencia de crisis. Pero de allí en ade­lante tenemos que mantener esa actitud de fe de día en día. Así que la fe, al igual que la actitud de rendimiento, es ambos: es proceso y crisis. Es una actitud constante tanto como un acto voluntario. Es una disposición de la mente tanto como una decisión de la voluntad.

Nos veremos tentados a dudar de la validez de nuestra experiencia. Especialmente si permitimos que nuestras emociones influyan sobre nuestra fe. Nuestras sensaciones varían a menudo. Varían de acuerdo a las circunstancias diarias, nuestra actitud del momento, ¡y a veces hasta por la temperatura! Por lo tanto estas cosas son un fundamen­to muy débil para nuestra fe.

Supongamos que un día amanece nublado y lluvioso y que todo sale mal y para colmo tengo una jaqueca que me vuelve loco. Entonces exclamo: “¡Qué mal me siento hoy! ¡Me parece que ya no estoy casado!”

“¡Qué ridículo!” dirá usted y con razón. ¿Qué tiene que ver mi estado matrimonial con mi estado físico o men­tal ¡Nada! Pero, ¿es acaso más racional que un día, cuando todo va mal y hace mal tiempo, usted se diga: “Me parece que hoy en realidad he perdido la plenitud del Espíritu”

Si permitimos que nuestra fe se establezca basada en nuestras emociones, al bajar éstas, la fe puede caer tam­bién. Las promesas de Dios son el único fundamento seguro de nuestra fe.

También tendremos la tentación de pensar que nues­tra fe depende de manifestaciones y señales exteriores. A veces se nos hace creer que si no poseemos cierto don del Espíritu, no poseemos el Espíritu Santo. Pero como ya se ha dicho, hay varios dones del Espíritu y El es quien los distribuye de acuerdo con su propia y santa voluntad. No­sotros no podemos dictar al Espíritu Santo cómo ha de ma­nifestarse en nuestra vida. Esa es la prerrogativa de El. Cada cristiano ha de recibir con gratitud el don que se nos ofrece, y luego unidos, debiéramos usar todos esos dones para la edificación de la iglesia y la salvación de los pe­cadores.

Durante mi ministerio en el sur de India, fui pastor de una iglesia urbana, en donde se hablaba inglés. La iglesia tenía varios miembros ancianos que ya no podían salir. Yo acostumbraba visitarles, leerles alguna porción de las Es­crituras, y orar. Muchas veces llevaba mi acordeón y can­taba algún himno conocido. Pero hubo ocasiones cuando era inconveniente llevar el acordeón, y entonces no tocaba ni cantaba. Habría sido ridículo si hubieran dicho des­pués de tal visita: “Hoy no vino el pastor Seamands por­que no cantó ni trajo su acordeón.” Lo importante era mi presencia en el hogar y no que yo cantara o tocara el ins­trumento. De la misma manera, la manifestación del Es­píritu Santo no es tan importante como el hecho de su presencia en nuestra vida.

Algunas veces los cristianos dudan sólo porque sienten el tirón de la tentación en su vida. No saben distinguir entre la tentación y el pecado, y creen que porque son ten­tados, han pecado. Pero la tentación no es pecado. Si la tentación fuera pecado tendríamos que admitir que Jesús mismo ha cometido pecado porque fue tentado suma­mente. Pero la Biblia nos dice que fue “tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15). Jamás llegaremos a alguna etapa de esta vida en que sea­mos inmunes a la tentación. Mientras estemos en este mundo sufriremos tentaciones y pruebas. Hasta los santos más piadosos son tentados.

Lo importante es: ¿Cómo nos enfrentamos con la ten­tación ¿Qué hacemos, por ejemplo, cuando sentimos sur­gir celos y resentimientos ¿Les damos entrada en el cora­zón para que puedan desarrollarse O ¿pedimos inmedia­tamente limpieza, hallando así la victoria sobre esos senti­mientos ¿Qué hacemos cuando pensamientos lascivos entran en nuestra mente por el portal de los ojos que han visto algún rótulo sensual en el camino o algún anuncio lujurioso en la televisión ¿Les damos hospedaje en la mente y meditamos en ellos y los agrandamos O, ¿me­diante la ayuda del Espíritu Santo echamos fuera inme­diatamente tales pensamientos No somos responsables porque tales pensamientos entren en nuestra mente pero sí somos culpables si los recibimos y los hacemos nuestros. Martín Lutero decía, “No es posible evitar que los pájaros vuelen sobre nuestra cabeza, pero ciertamente podemos prevenir que construyan sus nidos en nuestro cabello”.

Tal vez haya una ocasión en que la tentación nos en­cuentre desprevenidos y nos venza. ¿Quiere eso decir que hemos perdido por completo la relación con Cristo o la presencia del Espíritu Santo ¿Debemos abandonar nues­tra fe y negar toda nuestra experiencia cristiana ¡No! El Espíritu Santo no es un policía divino que se pasa el tiem­po buscando una violación a la ley divina que hayamos cometido. No nos abandona por la menor desviación de su voluntad. Jesús dijo que el Espíritu Santo viene a morar para siempre (Juan 14:16). No se trata de una visita que viene por unos días sino de un Residente permanente.

La intención del Espíritu es quedarse. Cuando nos desviamos un poco del camino o le ofendemos de alguna manera, nos detiene al instante y nos pone bajo convic­ción por nuestro pecado. La respuesta inmediata debería de ser penitencia y obediencia. Si hemos injuriado a al­guien debemos buscar reconciliación y restablecer la rela­ción cuanto antes. Si inadvertidamente hemos caído en una trasgresión, debemos confesarlo inmediatamente y pedir perdón. Entonces hallaremos que “El es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda mal­dad” (1 Juan 1:9). Nuestra relación con Dios quedará in­tacta.

Sin embargo, si nuestro pecado es cosa calculada y premeditada, herimos al Espíritu haciéndole salir de nues­tra vida. Si no hacemos caso de los impulsos reiterados del Espíritu y permitimos que persista alguna barrera entre nosotros y el prójimo, o entre nosotros y Dios, con tiempo expulsaremos al Espíritu. Su presencia ya no estará con nosotros.

La vida santificada no es un estado de perfección sin pecado. Jamás llegamos al punto en que ya no sea posible pecar. En su magnífica Primera Epístola, el apóstol Juan, después de haber declarado inequívocamente que “la san­gre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado,” y después de exhortarnos claramente a que nos abstengamos del pecado, prosigue: “Y si alguno hubiere pecado, aboga­do tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (I Juan 1:7; 2:1). En otras palabras, la implicación de Juan es que aún siendo santificados es posible pecar. En tales casos, nos asegura que Jesús está siempre listo como nuestro abo­gado para alegar nuestra causa.

Sin embargo, nunca debemos usar esta provisión co­mo excusa para el pecado o para auto-justificar conducta dudosa. Es un arreglo de emergencia y no una licencia para una vida inmoral o promiscua. No guardamos una llanta de repuesto en el automóvil para poder tener una pincha­dura. La guardamos allí en caso de una emergencia, sea pinchadura, o estallido de una llanta en uso. Esperamos que nunca tengamos que usarla pero el tenerla nos imparte cierta seguridad. Asimismo, Dios ha provisto un escape para sus hijos que se extravían. Su provisión nos ofrece consuelo y seguridad. Pero su intención es que nos quede­mos siempre en la senda. La norma es la victoria y no la derrota.

Así, manteniendo una actitud de rendimiento y obe­diencia, con nuestra fe bien fundada en la Palabra de Dios, podemos caminar constantemente en el Espíritu y saber el gozo y el poder de su presencia. Cada día se vuelve más glorioso y más significativo cuando continuamos nuestra peregrinación terrestre con El.

IX

¿Es Esta la Respuesta

¿Está el Pentecostés limitado a los claustros tenebrosos y a las torres aisladas ¿O tiene algo que ver con el mercado, el plantel universitario, la casa, y en general con los temas importantes de la vida ¿Es verdadero ¿Es pertinente ¿Es revolucionario

No es necesario desarrollar teorías sobre la cuestión. Dios mismo ha contestado estas preguntas con las mani­festaciones de su presencia y su poder en numerosas oca­siones de avivamiento y renovación espiritual. El más reciente de tales derramamientos fue la visitación del Es­píritu Santo sobre la Universidad de Asbury, que con el tiempo se extendió a centenares de planteles universita­rios y a iglesias por todas partes de los Estados Unidos. Dios habló clara y decisivamente.

Por muchos años me acordaré de aquel día de aconte­cimientos el tres de febrero de 1970, cuando Dios se mani­festó con gran poder. Mi esposa y yo almorzábamos cuan­do de repente nuestra hija Sandy entró corriendo al cuarto. “¡Ustedes simplemente no van a creer lo que está pasando en la Universidad!” exclamó animadísima, al tiempo que tiraba su abrigo sobre una silla. “Quiero comer rapidito y regresar. ¡No quiero perder ni un minuto!”

“Pero ¿qué está pasando Vienes media hora tarde.”

Mi esposa y yo escuchamos atentos mientras que Sandy, alumna de segundo año de la universidad, nos con­tó la historia. Esa mañana el estudiantado había entrado como de costumbre al auditorio para el culto devocional de las diez. Esta vez, en lugar de lo acostumbrado, un him­no, una oración y un sermón breve, el período fue dedicado a testimonios voluntarios. Cualquiera podía ponerse de pie y contar lo que Dios estaba haciendo en su vida. Conforme algunos estudiantes contaban de nuevos encuentros perso­nales con Jesucristo, otros empezaron a reconocer necesi­dades espirituales en sus propias vidas. En pocos momen­tos, un sentido extraordinario de la presencia del Espíritu Santo prevalecía por todo el auditorio.

Muy pronto fue evidente que no era un servicio co­mún. Cuando faltaban sólo quince minutos para que se acabara la hora devocional, uno de los profesores subió a la plataforma y dijo que él sentía que había necesidades que debían tratarse en el altar. Inmediatamente acudieron va­rios estudiantes y a éstos siguieron muchos más. Se había electrificado el ambiente. Había una actitud de expecta­ción: ¡algo iba a suceder!

Conforme los estudiantes iban ganando la victoria es­piritual, muchos iban al micrófono en el púlpito para ala­bar a Dios por su perdón y su gracia. Algunos confesaron abiertamente su pecado e hipocresía; otros confesaron re­sentimientos y hostilidades; otros expresaron cantando el nuevo gozo que tenían. Por aquí y por allá, en todo el auditorio, se veían escenas tiernas de reconciliación con­forme el amor ferviente de Dios derretía enemistades.

Lo que había empezado como un servicio devocional rutinario, esa mañana de febrero, resultó siendo el más lar­go y quizás el más significativo de los servicios en todos los ochenta años de la historia de la escuela: terminó una semana más tarde. Mientras tanto, se cancelaron las cla­ses, y el auditorio fue el centro de las actividades. Al segun­do día, el avivamiento había cruzado la calle a la institu­ción hermana, el Seminario Teológico de Asbury. Los ciudadanos de Wilmore empezaban a asistir. Durante las horas del día había hasta 1,200 personas reunidas en el auditorio. Durante las horas de la noche nunca bajó el número a menos de cincuenta presentes. El domingo el número creció hasta mil quinientos. Durante todos estos días, nadie predicó, sólo hubo oraciones en el altar, himnos y testimonios.

Muy pronto la noticia del prolongado avivamiento se extendió por el estado de Kentucky y por toda la nación. Los periódicos principales del estado publicaron artículos con fotos en sus primeras páginas. La estación WLEX en Lexington dedicó tres minutos de película al avivamiento en su programa vespertino de noticias. El comentarista Bill Thompson al dar el informe, dijo que en todos sus treinta y cuatro años de noticiero, nada le había conmovi­do como la historia de Asbury. Más tarde los periódicos principales del país, como el “Indianapolis Star,” “Chi­cago Tribune,” y “St. Louis Post-Dispatch” también tuvieron editoriales y noticias del avivamiento.

Como resultado de tanta publicidad, centenares de pastores y oficiales de otros centros de enseñanza superior telefonearon a pedir que se les enviaran grupos de estu­diantes para compartir la historia con sus congregaciones y estudiantados. Por muchas semanas, todos los sábados salieron grandes desfiles de automóviles de la ciudad de Wilmore rumbo a todos los puntos cardinales. Muchos via­jaron en avión, a sitios distantes a los que habían sido invitados. Al fin de mayo habían salido unos mil quinien­tos equipos de estudiantes de la universidad para testifi­car, sin contar los que habían salido del Seminario. Habían testificado en casi ciento cuarenta planteles de otras ins­tituciones educativas y celebraron servicios en millares de iglesias. Dos parejas del seminario viajaron hasta Colom­bia, durante las vacaciones de primavera. Testificaron a los misioneros y a los pastores colombianos en veinticinco reuniones.

En algunos casos, los testimonios de los estudiantes encendieron extraordinarios avivamientos espontáneos que duraron varios días e influyeron a toda la vecindad. En la Iglesia de Dios de la ciudad de Anderson, del estado de Indiana, los servicios de avivamiento continuaron cada noche por cincuenta días. El templo se llenó cada noche de gente de todas partes de la ciudad. En la ciudad de South Pittsburg del estado de Tennessee principió el avivamiento entre los estudiantes de la escuela secundaria. Se calculó que unos quinientos de los 700 estudiantes aceptaron a Jesucristo o se reconciliaron con El.

Al reflexionar en los acontecimientos que siguieron al derramamiento inicial del Espíritu en Asbury, resalta cla­ramente un aspecto: lo completamente “gratuito” del avi­vamiento. Fue algo dado. Claro que hubo evidencia de fac­tores humanos que habían preparado el terreno; por ejem­plo cierto espíritu de oración y fe expectativa en los cora­zones de un núcleo de jóvenes cristianos. Pero ese aviva­miento no fue de ninguna manera el resultado de la mani­pulación humana. Fue un “suceso divino.” Dios actuó de una manera soberana y llena de gracia. Nos sorprendió a todos o casi a todos. Aun los visitantes de afuera y los pe­riodistas que habían venido a observar el fenómeno dijeron admirados: “¡Esta es la obra de Dios!”

¿Cuál era el propósito de Dios en todo esto ¿Estaba El tratando de decirnos algo a todos

Yo creo que es significativo el tiempo en que ocurrió— el momento oportuno—de este avivamiento. La década de 1960 fue explosiva. Fue un período de violencia, huel­gas, manifestaciones, disturbios, incendios y asesinatos. Fue una década sórdida, obsesionada con lo grotesco y lo indecoroso, cuando la “ética situacional”[†] y el “amor li­bre” regían. Fue una época de rencores raciales caracte­rizados por prejuicio blanco y poderío negro. El fin de la década nos dejó agotados, frustrados, y deprimidos. ¿Ha­bría alguna esperanza para el futuro

Entonces, repentinamente, al despuntar la década de 1970, Dios se interpuso en la situación. Visitó a su pueblo. Manifestó su poder. Derramó su amor. Es cierto que se manifestó sólo en regiones aisladas de la nación, pero ¿no estaría Dios tratando de comunicarle algo a todo el mun­do ¿No estará tratando de decirnos que hemos probado todas las sendas menos la correcta ¿Que El tiene el ca­mino para sacarnos de este revoltijo en que nos hemos metido Yo tengo el presentimiento de que eso es lo que El está haciendo.

Es conmovedor analizar las características de este mo­vimiento dado por Dios.

UN AVIVAMIENTO JUVENIL

Muchos de los jóvenes de la tierra están afligidos. Se han entregado a demostraciones públicas y a la violencia, al licor, a la marihuana, al sexo y al crimen. Para los jóve­nes ni la vida tiene significado ni el futuro esperanzas. En esta situación, repentinamente Dios se volvió realidad para un grupo universitario. Encontraron nuevo propósito en la vida, y les invadió un nuevo gozo. Ardientes de en­tusiasmo se dedicaron a una causa más grande que sus recursos.

Oí a un universitario decir ante una congregación enorme en el estado de Indiana: “Es una gran cosa encon­trar la euforia de creer en el Señor; estar calmado con el Espíritu Santo. ¡Es formidable, hombre! ¡Es formidable!”

Varios jóvenes que estaban esclavizados con el uso de drogas y píldoras encontraron liberación gloriosa por me­dio del Espíritu Santo.

Un estudiante de veinte años de edad, del estado de Florida, le contó lo siguiente a un periodista del “Louis­ville Courier-Journal”: “Me había aventurado de lleno en todo antes de venir para acá; los narcóticos, el sexo, el licor, el juego —¡todo! Estaba fumando una barbaridad de marihuana. Ahora ya no necesito buscar emociones con drogas y licor. Con los narcóticos uno se levanta en una euforia, ¡sólo para desplomarse al suelo! Con Cristo voy a mantenerme en un nivel y trataré que mis amigos hagan lo mismo.”

Un estudiante del último año de secundaria dijo ante todo el cuerpo estudiantil reunido en una asamblea: “He hallado por fin lo que busqué por tanto tiempo; y lo que buscaba no estaba en todas estas cosas, el sexo, el licor ni los narcóticos, sino en Cristo.”

¿No estaba Dios tratando por medio del avivamiento de enseñarnos que en el poder de su Espíritu El tiene la respuesta a los problemas de hoy día

UN AVIVAMIENTO DE ETICA

Durante la década pasada presenciamos un decai­miento espantoso en la moralidad de nuestra nación, un decaimiento en la integridad básica y en la decencia co­mún. Era muy de moda tener normas variables de acuerdo a la situación. Se oyó mucho acerca de la falta de veraci­dad y de la “ética situacional.” El divorcio se volvió más frecuente que nunca.

El avivamiento reciente produjo una renovación de la ética cristiana. Los estudiantes confesaron que habían entregado informes falsos sobre las asignaciones de lectura. Algunos esposos confesaron actos de infidelidad a su espo­sa. Varios empleados restituyeron cosas robadas. Oí a un joven decir al levantarse del altar: “Esta reconciliación me va a costar varios centenares de dólares pero tengo que arreglar las cosas.” El redactor de un periódico en una ciu­dad de Indiana le dijo a la congregación que ya no acepta­ría películas de carácter dudoso. El dueño de un comercio de licores abandonó el lucrativo negocio. Una pareja que tenía ya diecisiete años de mantener un cabaret con es­pectáculo de variedades, inclusive bailes lascivos, cerró el club y puso el siguiente aviso en la puerta: “Cerrado para siempre. Nos hemos decidido a seguir a Cristo. Nos veremos en la iglesia el domingo.”

Cierta congregación no olvidará nunca la confesión hecha por cierto hombre, como de cincuenta y pico de años; se puso de pie ante el micrófono y dijo: “Hace años que soy miembro activo de la iglesia. He sido director de muchos campamentos juveniles de verano, pero he sido un hipócrita”. Contó que en la reorganización de las escuelas de la ciudad, había sentido tales rencores hacia unos miembros de la junta de escuelas, que de pura mala vo­luntad había puesto zorrillos muertos en los buzones de sus casas y había derramado pintura roja frente a sus puer­tas. Cuando el Espíritu Santo lo puso bajo convicción por esa maldad, fue a cada casa y confesó que él había sido el culpable. En la primera casa una pareja de ancianos lloró con él, conmovidos. En la segunda, el esposo dijo enfure­cido: “Dije que le daría un balazo al ingrato que nos hizo eso. ¡Y todavía tengo unas ganas de hacerlo!” Más tarde se ablandó y expresó admiración por la valentía del hombre que confesaba.

La respuesta al dilema moral en que nos hallamos se halla en el poder transformador de Jesucristo.

UN AVIVAMINETO DE LA IGLESIA

La iglesia ha sido el blanco de mucha crítica en los años recientes. Se dice que está anticuada, ajena a lo mo­derno, en desacuerdo con lo del día, y que es una ciudadela aislada en su mentalidad, o un club social etcétera. Hay razón para gran parte de esa crítica. En muchas partes la iglesia está muerta e impotente.

Pero cuando centenares de jóvenes, de muchas univer­sidades y colegios superiores salieron a compartir esa fe con la gente, docenas de iglesias a través del país se aviva­ron de repente. Los estudiantes hablaban de un encuentro personal con Dios y de cómo El les había librado de sus contratiempos y les había dado nuevo vigor espiritual. Sus testimonios tenían el eco de la realidad.

Los pastores y las congregaciones captaron el desafío. Abandonaron el sermón y el orden del culto por el momen­to. Muchos miembros, cansados de tanta pretensión, se quitaron las máscaras y expusieron la falsedad e hipocresía de sus vidas. Quebrantados de espíritu, confesaron, oraron y testificaron. Altares que por muchos años no habían sido más que parte del mobiliario de la iglesia, se volvieron ahora sitios consagrados, en los que la gente se encontró con Dios y los hermanos se reconciliaron. La rigidez y la formalidad fueron substituidas por una nueva libertad en el Espíritu. La gente se olvidó del reloj y de los alimentos. Se quedaron por horas en el santuario, disfrutando del amor y de la presencia de Dios.

Una anciana en una iglesia grande en la ciudad de Atlanta se puso de pie y levantando las manos en alto oró: “Señor, gracias por habemos salvado del pecado de creer­nos demasiado ‘cultos’”. En la misma ciudad, el pastor, de otra iglesia grande exclamó en oración, “Oh Dios, Tú has hecho más en un instante que lo que nosotros hemos logra­do en cinco años”. Un señor de negocios, al ver la obra del Espíritu, y al sentir la nueva comunión cristiana, dijo felizmente: “Esta es la iglesia del Nuevo Testamento”.

¡Y vaya un movimiento ecuménico! El avivamiento atravesó todas las barreras denominacionales. Se extendió desde las iglesias conservadoras, hasta las iglesias evan­gélicas cuyo fervor se había apagado. La tarea de dar tes­timonio pasó por alto toda frontera de credo. Los rótulos denominacionales se volvieron secundarios. En la ciudad de Robinson, estado de Illinois, un pastor contó que había visto presbiterianos, episcopales y metodistas arrodillados juntos en el altar. Los hombres de negocios de varias deno­minaciones se reunieron para orar y compartir sus expe­riencias, en el ayuntamiento, a medio día, durante el avi­vamiento en Anderson, Indiana. A todos lados donde el avivamiento llegó, hubo maravillosa unidad en el Espíritu Santo.

¿No estará Dios enseñándonos hoy en día que la igle­sia es todavía el cuerpo de Cristo; y que puede ser gloriosa­mente renovada por el Espíritu Santo; y que puede volver a ser el instrumento de redención y reconciliación en el mundo ¿No estará tratando de enseñarnos que sin vitali­dad y pureza, la unidad orgánica de la iglesia no basta

UN AVIVAMIENTO DE MISIONES

En años recientes ha habido una disminución notable del alcance misionero de la iglesia. Muchos teólogos han dudado de nuestro derecho de evangelizar y convertir a los seguidores de otras religiones. Muchas congregaciones se preguntan si no habrá pasado ya el día de misiones ex­tranjeras. Menos jóvenes se están ofreciendo para servir en el exterior.

El avivamiento en Asbury fue una demostración ad­mirable de las palabras de Jesús, “pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). Al recibir un nuevo toque del Espíritu, se sintieron impulsados a com­partir el gozo con otros. Empezaron a telefonear a sus fami­lias, a sus amigos y a su pastor para decirles las buenas nuevas.

Se llamó al comentarista Paul Harvey, al senador Mark Hatfield, y a un ayudante del Presidente Nixon. Una joven telefoneó a Madalyn Murray O’Hair, quizá la atea más conocida de los Estados Unidos, y le contó del amor y del poder de Dios.

No pudo contenerse al Espíritu Santo dentro de los límites de la pequeña ciudad de Wilmore. Muy pronto los estudiantes y también los profesores se diseminaron por los estados circunvecinos llevando la antorcha del avivamien­to. Muchos cristianos que habían tenido vergüenza de ha­blar en público, obtuvieron nueva confianza y libertad en el Espíritu, testificando audazmente del poder redentor del Señor resucitado. Un estudiante fue por avión a una universidad evangélica en Azusa, California, otro fue a otra escuela en el estado de Washington. Un grupo fue a la Universidad de Oral Roberts en Tulsa, estado de Okla­homa. Otros más fueron a planteles, a las iglesias locales, a las que pertenecían algunos de los estudiantes, y a reu­niones en gran parte de los estados del este. Un grupo aun fue al Canadá.

En cada lugar donde estos grupos estudiantiles dieron su testimonio, los resultados fueron los mismos: confe­siones, oraciones, testimonios, canciones, y reconciliacio­nes. Luego, a su vez, de esas iglesias y escuelas salieron otros grupos a ciudades vecinas para compartir la nove­dad de su gozo y su victoria. Por ejemplo la iglesia de la calle Meridian en Anderson, Indiana, envió grupos a trein­ta y uno de los estados y al Canadá. Como resultado miles y miles se reconciliaron con Cristo.

Un estudiante de la Universidad Evangélica de Azusa, California, visitó el hogar de la familia Sirhan, en Los Ángeles, y por hora y media les habló del amor de Cristo a la madre y al hermano del asesino de Robert Kennedy.

Un estudiante del Seminario Teológico de Asbury fue a una cárcel en la ciudad de Atlanta y les predicó a los presos. De los 97 que se reunieron voluntariamente, 80 aceptaron a Cristo como su Salvador personal.

Cuando dos pastores estudiantes contaron del aviva­miento a una iglesia grande en Atlanta, hubo una gran conmoción en la congregación y muchos vinieron al altar a orar. Tres hombres fueron llamados al servicio misionero. Cuando uno de ellos fue a su casa y le contó a su esposa, ella se puso afligidísima. “Esta vez tendrás que ir solo. No soy hija de Dios y no tengo intención alguna de ser esposa de pastor.” Sin embargo, le acompañó al servicio de esa noche, y al darse la invitación, fue al altar y se rindió a Cristo. Luego fue al micrófono, confesó lo que había dicho esa mañana y dijo, “Ahora sí soy hija de Dios y estoy en el mismo equipo con mi esposo.”

Estuve presente en el servicio devocional en la Uni­versidad de Asbury la mañana del 7 de marzo. El aspecto misionero del avivamiento era muy evidente. El presidente de la escuela contó que había recibido una carta de Colom­bia, pidiendo que fueran unos estudiantes para celebrar cultos con la juventud colombiana. Concluyó diciendo: “No sé de dónde vendrá el dinero pero tendrá que venir de este lado y no de América del Sur.”

Un profesor del seminario dijo desde el balcón: “Quie­ro el privilegio de dar los primeros cien dólares.” Luego, un profesor de la universidad prometió otros doscientos cincuenta. Un estudiante subió a la plataforma y contó de una ofrenda de doscientos dólares que había recibido su grupo de evangelización recientemente. “Nuestro grupo quiere que la cantidad se use para este proyecto misione­ro”. Una guapa estudiante dijo: “Aquí tienen los diez dó­lares con que iba a comprarme una falda esta tarde.” Al­guien sugirió que se pusiera una cesta para ofrendas en la plataforma. Antes de terminar el culto se habían reunido más de mil dólares. La cantidad llegó a más de $2.000.00, lo que permitió que un grupo de estudiantes fuese a Colom­bia durante el verano a predicar el evangelio de Cristo.

El remedio que Dios tiene para el “enfriamiento mi­sionero” de las iglesias estadounidenses es un derrama­miento fresco del Espíritu Santo sobre el pueblo de Dios. Sólo El es el originador y el promotor de las misiones cristianas.

UN AVIVAMIENTO DE AMOR

¡Cuánta amargura, cuánto odio y cuánta violencia presenciamos en la década de 1960! ¡Cuántas luchas y recriminaciones entre negros y blancos; entre el estudian­tado y las autoridades escolares; entre trabajadores y pa­trones! Fue la década del puño cerrado y ha lengua afilada.

Los periódicos se refirieron al avivamiento en Asbury como una grande celebración de amor. Tenían razón. Dios le dio a su pueblo un nuevo bautismo de amor. Sacó a la luz los resentimientos, limpió los celos, derritió las hosti­lidades. Al reconciliarse la gente con Dios, se reconciliaba también con el prójimo. Con frecuencia se vio que alguien se pusiera de pie en el templo, que llamara por nombre a otra persona presente, le pidiera perdón, y se encontraran en los pasillos con un abrazo de perdón. A menudo, esposos asidos de las manos bajaban al altar, o se paraban en el púlpito abrazados para expresar el nuevo amor que ahora tenían para Dios y mutuamente. Una tarde vi una escena de inefable belleza en la capilla del seminario. Los asientos estaban vacíos pero el altar estaba lleno con jóvenes pare­jas de esposos y esposas, orando juntos, consagrándose nuevamente a Dios.

Esto no era una emoción sentimental ni una eferves­cencia momentánea. Era el amor de Dios derramado en nuestro corazón por medio del Espíritu Santo. En iglesia tras iglesia el ambiente estaba saturado de amor.

Cuando un estudiante africano que estudiaba en Asbury fue a una iglesia en Ohio para testificar del aviva­miento, varios miembros de la congregación le rodearon y le abrazaron en una expresión espontánea del amor que sentían en su corazón. Arrodillado al lado de un comer­ciante en una iglesia del estado de Indiana, le oí orar, di­ciendo entre lágrimas: “Te agradezco, Señor, que me has capacitado para amar a los negros y a la gente que antes me caía tan mal. Ahora sí puedo amar a todos.”

Cuando el avivamiento brotó en la ciudad de South Pittsburg, Tennessee, el templo de la iglesia en donde se llevaban a cabo los cultos, pronto fue insuficiente para el gentío que venía. Se sugirió cambiar los cultos a una iglesia más grande, situada en la misma manzana. Pero había un problema. Muchos estudiantes negros estaban asistiendo a los cultos especiales y la congregación de la otra iglesia no había abierto todavía sus puertas a los ne­gros. Pero el Espíritu Santo de Dios derrumbó las barre­ras. El ministro ofreció muy amablemente el uso de su igle­sia y anunció por la radio que había franca entrada para todos. Hasta se le anunció a tres líderes negros de la comu­nidad para asegurarles que se extendía una cordial bien­venida a todos.

Fue también este ambiente del amor lo que salvó la distancia de la brecha entre las generaciones. Se abrieron nuevas comunicaciones entre padres e hijos y entre adul­tos y adolescentes. El avivamiento empezó con la juventud y se extendió a los adultos. Las dos edades se escucharon y se comunicaron. Los adolescentes confiaron una vez más en los que tenían más de treinta años y los ancianos no­taron que podían aprender de los jóvenes. La edad dejó de ser una barrera. La gente olvidó quién era viejo y quién joven. Un momento testificaba un joven de veinte años en el micrófono; y otro, un canoso tenía la palabra; seguidos de un escolar pre-adolescente. En una grande reunión en la ciudad de Anderson, Indiana, en la que había dos mil personas, un hombre joven, con barba larga y pelo hasta los hombros, recibió a Cristo como su Salvador, y dio tes­timonio ante toda la congregación. Una abuela de ochenta años, con el pelo blanco en un moño, bajó al altar y le abrazó.

Dios está tratando de enseñarnos que la única respues­ta al rencor racial, la brecha entre las generaciones, y las divisiones nacionales es tener su amor operando en noso­tros. Nos está ofreciendo el don de su Espíritu, el único que puede ponernos de puntillas del puro amor.

 


[*] En preparación.

[†] Filosofía que postula que el contenido moral de las acciones depende de las cir­cunstancias.