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De Puntillas por Amor, Caps. I-V

De Puntillas por Amor

por John T. Seamands

Casa Nazarena de Publicaciones ● P.O. Box 527

Kansas City, Missouri, 64141, E.U.A.


Esta obra apareció en inglés con el título de On Tiptoe with Love. Fue traducida al castellano por Loida Birchard de Dunn bajo los auspicios de la División de Publicaciones Latinas.

IMPRESO EN E.U.A. - PRINTED IN U.S.A.

Prólogo

"Lo que el mundo necesita ahora es el amor, el dulce amor" es el verso clave de una canción popular que se ha oído en la radio y en la televisión recientemente. La can­ción dice la verdad. Lo que el mundo necesita es una dosis gigantesca de amor.

Una pregunta básica es: ¿qué clase de amor necesita el mundo

Mucho se ha dicho acerca del amor estos días. Nove­la tras novela se ha escrito; canción tras canción se ha compuesto; película tras película se ha producido, todas con el tema del amor. Y sin embargo la gente sabe menos acerca del amor verdadero que nunca. El amor ha perdido su carácter y su contenido. Aun la palabra "amor" necesi­ta ser redimida.

Otra pregunta importante es: ¿en dónde hallaremos este amor

Los hombres van por todas partes en busca del amor. Algunos lo buscan en las universidades, en los hogares, en las iglesias. Otros lo buscan en los cabarets, en las orgías, dentro y fuera del matrimonio. Sin embargo, del amor verdadero encontramos menos y menos que nunca. Hay amargura, odio, abuso, rencor y violencia en todos lados. El amor se ha vuelto concupiscencia.

La Biblia tiene mucho que decir acerca del amor. "Dios es amor"... "Cristo amó"... "El fruto del Espíritu es amor..." "Ama a Dios con todo tu corazón"... "Ama a tu prójimo como a ti mismo"... "Amad a vuestros ene­migos". El amor verdadero se semeja a Cristo. Es puro, no egoísta, y está listo a sacrificarse. El amor verdadero es dado por Dios. Es derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo quien nos es dado.

Si queremos saber el verdadero significado del amor, si queremos encontrar el amor genuino, eterno, tenemos que volvernos a Dios. Dios es la fuente del amor. Cristo es la manifestación del amor. El Espíritu nos capacita para que amemos.

Jesús les dijo a los discípulos: "Por esto sabrán los hombres que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros." De los cristianos primitivos se dijo: "Mirad cómo se aman."

No basta decirle al mundo: "Dios es amor." La gente necesita ver ese amor. Los discípulos de Cristo tenemos que mostrárselo. Y la única manera de llegar a manifestar el amor es primeramente recibiéndolo de Dios, al permitir que el Espíritu more en nosotros. Vivir llenos del Espíritu es el secreto de la vida verdaderamente amorosa, porque el amor es fruto del Espíritu. Por lo tanto no buscamos el amor solamente, buscamos al Espíritu Santo que es la fuente del amor. Donde está el Espíritu, allí está el amor.

JOHN T. SEAMANDS

Prólogo

I          Viviendo Bajo el Nivel Posible

II         ¿Dónde Estaba Antes

III        No Llenaba los Requisitos

IV       Aquí Empezamos

V         ¿Qué Ocurrió Allá Arriba

VI       ¿Qué Debo Hacer

VII      El Amor Es la Señal

VIII     Siga Caminando

IX       ¿Es Esta la Respuesta

I

Viviendo Bajo el Nivel Posible

No hace mucho una anciana falleció repentina­mente en una ciudad del estado de Florida. Su esposo ha­bía sido abogado en una ciudad del noroeste de Estados Unidos, y al fallecer él, ella se había trasladado a Florida. Se vestía pobrísimamente y vivía en una casa vieja y destartalada. Compadecidos de ella los vecinos la lleva­ban en sus automóviles de compras y a veces de paseo.

Cada ocho días venía una mujer para ayudarla con la limpieza de la casa. Un día cuando esa mujer entró para limpiar, halló a la anciana, ya fallecida, en la cama. Llamó de inmediato a la policía; cuando los agentes inspecciona­ron la casa, encontraron aproximadamente un millón de dólares en cajas y cartones metidos en los rincones de la casa. Al investigar más, averiguaron que tenía en una cuenta en el banco casi otro millón.

Por causa del aspecto inesperado de la muerte de la viuda, la policía ordenó una autopsia. ¡Imagínate la sor­presa general al saberse la causa de su muerte: insufi­ciente alimentación!

Se cuenta la historia de un joven irlandés quien hace muchos años decidió inmigrar al Nuevo Mundo para ga­narse la vida. Trabajó muchísimo en su país hasta tener apenas el dinero suficiente para comprarse el billete para cruzar el Atlántico en un vapor. Con el dinero que le res­taba se compró unos panes y un queso, que pensaba co­mer durante sus días de viaje en el vapor. Durante varios días, ya en alta mar, al llegar las horas de las comidas, el irlandés iba a su cuarto a comer pan con queso. Pero el aire salino ensuaveció el pan y endureció el queso, y el joven se aburrió de comida tan pobre.

Un mediodía, cuando él estaba en su cuarto resintién­dose, triste y hambriento, pasó por el pasillo un camarero que llevaba una bandeja formidable de comida. El joven llamó al camarero y le dijo: "Señor, dígame, ¿dónde puedo conseguir una comida como esa"

"¿Cómo se subió usted a este vapor ¿No tiene usted billete, le preguntó el camarero.

"Claro que tengo billete" replicó el joven pasajero.

El camarero miró asombrado al irlandés, "Señor, ¿no sabe usted que el billete le da derecho a todas las comidas a bordo Usted puede ir a los comedores, pedir cualquier cosa del menú, y comer cuanto usted quiera."

¡Y ese joven se había alimentado con pan y queso cuando se podría haber estado deleitando todos los días!

Muchos cristianos son como la anciana en Florida y el joven emigrado de Irlanda. Viven en un nivel bajísimo en comparación con sus derechos y recursos espirituales. Les falta el gozo, cuando Dios les ofrece "gozo inefable y lleno de gloria". Les falta la paz mientras que Dios quiere darles "paz que pasa más allá de la comprensión huma­na". Están vencidos y descorazonados cuando Dios quiere que sean "más que vencedores en Cristo" el Omnipotente. Están estériles e inefectivos mientras que el Padre celestial quiere llenarles "con el poder de lo alto" para que lleven mucho fruto.

En la parábola del hijo pródigo el hermano mayor se indignó mucho al oír a uno de los criados contar que su hermano había vuelto a casa desde las tierras muy lejanas y que su padre le estaba preparando una fiesta. Celoso y resentido, no quiso entrar en la casa. Su padre tuvo que rogarle que entrara a la fiesta. Nótese la fuerza del diá­logo:

"He aquí tantos años te sirvo, no habiendo traspasa­do jamás tu mandamiento, y nunca me has dado un cabri­to para gozarme con mis amigos; mas cuando vino este tu hijo, que ha consumido tu hacienda con rameras, has ma­tado para él el becerro gordo."

El padre le respondió con calma: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas". El hijo mayor podría haber tenido muchas fiestas. Pero no las tuvo, por­que no las pidió. Jamás había hecho uso de sus propias posesiones.

Nuestro Padre Celestial nos está diciendo hoy día: "Todo lo que tengo es tuyo. Todos mis recursos están a tu disposición." Si no vivimos la vida abundante, es simple­mente porque no nos hemos hecho dueños de toda nuestra herencia en Cristo. Jesús dijo que el Padre Celestial "dará el Espíritu Santo a los que lo pidieren de El" (Lucas 11: 13).

Jesús habló del don del Espíritu Santo como la pro­mesa del Padre. Dios había dado muchas promesas a sus hijos. Las hemos encontrado en la Biblia y las hemos puesto como lemas en las paredes de la casa. Las canta­mos en los himnos; las aprendemos de memoria; las ate­soramos en el corazón. Pero el Señor Jesús escogió esta promesa para llamarla "la promesa del Padre". De todas, ésta es la promesa clave. ¿Y por qué Porque todas las otras promesas que El dio trataban de dádivas-de la paz, del consuelo, de la dirección, y del sostén. Pero aquí estaba la promesa de la dádiva del Dador. El Dador se daba a Sí mismo, y no había otra dádiva mayor posible que pudiera dar.

Al dar al Espíritu Santo, el Padre nos daba precisa­mente eso; se nos daba a Sí mismo. Con qué razón se le llama "La Promesa". Esta reunía todas las promesas en una sola. ¡El Dador, las dádivas se hicieron una! Se ase­meja al novio que ha traído muchos regalos a su querida- confites, perfumes, flores. Pero ahora llega al día sagrado de la boda, cuando trae a regalar lo último-se da a sí mismo. Es "la dádiva". Sin ésta, las otras dádivas que­darían desnudas. La dádiva de sí mismo consuma todas las otras. Asimismo el Padre Celestial habiendo dado mu­chas dádivas a sus hijos, viene ahora al momento de la consumación-el momento de darse a Sí mismo al creyen­te receptivo. Si perdemos esto, perdemos la mayor dádiva de Dios.

El apóstol Pablo describe la dádiva del Espíritu Santo de esta manera: "la garantía de nuestra herencia hasta que nos hagamos poseedores de ella" (Efesios 1:14). La palabra griega que se traduce "garantía" es arrabón, que significa el primer pago o "enganche." El arrabón era una práctica común en el mundo de los negocios de los griegos. Era garantía de que se pagaría el resto del precio tratado, con tiempo. Si una persona vendía una vaca, recibía cier­ta cantidad de dracmas en arrabón, es decir, en promesa de que se pagaría debidamente el resto. Si se contrataba a un grupo de músicos para alguna fiesta, se les pagaba la cantidad del arrabón como garantía de que después de la función se les daría el resto del dinero y cumpliría com­pletamente el contrato.

Cuando yo, siendo joven, fui de misionero a la India, muy pronto aprendí el significado del primer pago o "en­ganche". Siempre que llamaba a un carpintero, o un alba­ñil, o a un peón, para ayudarme con alguna tarea de la casa, primero hacíamos el trato del total, inclusive el costo del material y el trabajo. Hecho este trato, el obrero siem­pre me pedía el enganche. Por ejemplo, si calculábamos gastos de cincuenta rupias, el hombre me pedía unas cin­co o diez rupias. Esto sellaba el trato y daba valor al con­trato. Al completarse la tarea, se le pagaba el resto al obrero.

Pues bien, lo que dice Pablo es que la experiencia del Espíritu Santo que tenemos en este mundo es solamente disfrutar anticipadamente los gozos y las riquísimas bien­aventuranzas del cielo; es la garantía de que algún día en­traremos de lleno en nuestra herencia en Cristo.

Supongamos que usted inesperadamente recibiera un aviso de un abogado que le dijera: "Señor, un tío suyo, rico, falleció recientemente en Sudáfrica, y le ha dejado todos sus bienes. Yo soy el albacea del testamento. Su tío tenía muchísimos bienes; entre ellos, vastas acciones en minas de diamantes, de oro y de uranio. Nos estaremos varios meses en completar los detalles legales, pero mientras tan­to, si usted necesita dinero, estoy autorizado para avanzarle el primer pago."

Inmediatamente usted diría dentro de sí: "¡Magnífi­co! Bien podríamos usar unos centavitos para ropa y la casa necesita componerse un poco." De modo que le dice al abogado: "¡Cómo no! Me gustaría recibir algunos fonditos. ¿Cuánto me podría adelantar"

A lo que él dice: "¿Qué tal si le doy un cheque por la cantidad de $500,000.00 ¿Ayudaría eso"

Usted se queda boquiabierto y le contesta: "Perdone, señor, ¿dijo usted cinco mil o quinientos mil dólares"

"Dije quinientos mil. Lamento que sea tan poco por ahora."

"¿Tan poco Pues ¿cuánto vale toda la herencia"

"Señor, es más de lo que se le podría decir. Entre más se cuenta, más resulta."

Cuando Pablo habla del don del Espíritu Santo como el arrabón-el primer pago de nuestra herencia, da énfa­sis a la profundísima verdad de que la mayor y más íntima experiencia del gozo y la paz cristianos, posibles en esta vida, son sólo una pálida anticipación del gozo al que en­traremos algún día. Es como si Dios nos dijera al aceptar­nos como sus hijos: "Hijo, hija, no puedo traerte a mi pre­sencia todavía porque aún tengo tareas que quiero que hagas para mí en el mundo. Pero haré lo mejor posible. Te daré mi presencia en la persona del Espíritu Santo y El habitará contigo de día y de noche; en enfermedades y en salud; en gozo y en tristeza. No puedo traerte al paraíso todavía, pero pondré un poquito de paraíso dentro de ti. Esto será una anticipación de lo venidero".

"Señor, es tan maravilloso tenerte viviendo dentro de nuestros corazones por medio del Espíritu Santo y saber que Tú estás con nosotros todo el tiempo. Es de maravilla tener la experiencia de tu gozo y tu paz en medio de las pruebas y las tristezas de la vida. Si esto es no más que una anticipación del cielo, ¿cómo será la herencia final

Dios ofrece la plenitud del Espíritu Santo y la vida abundante a todos sus hijos. ¿Hemos demandado nosotros nuestra herencia ¿Estamos viviendo a la altura de todos nuestros recursos

II

¿Dónde Estaba Antes

Las últimas palabras de nuestros seres amados al punto de partir a la otra vida son las que más atesora­mos y a las que más caso hacemos.

Hace muchos años que guardo entre las páginas de mi Biblia un papelito en que mi querida abuelita me escribió su nota de despedida antes de fallecer, en noviembre de 1943. Mi hermano y yo le teníamos muchísimo cariño a la abuela. Había enviudado a los cuarenta y siete años de edad, y más tarde, cuando tenía cincuenta años se tras­ladó a la India para que mi hermano y yo pudiéramos vivir en su hogar al asistir a la escuela en la ciudad mien­tras que mis padres trabajaban en la obra misionera en el interior. Años más tarde se trasladó a Wilmore, en el es­tado de Kentucky, de regreso en Estados Unidos para que mi hermano y yo tuviéramos un hogar mientras cursá­bamos los estudios en la academia de Asbury, y después en la Universidad. Mi abuela pagó los gastos de nuestros estudios de música además de compramos a cada uno, un piano, un trombón, y un acordeón. Por lo visto, era como tener una segunda madre.

Mucho tiempo después, mi abuelita padeció un ata­que serio del corazón y, dándose cuenta de que estaba cer­cana la muerte, me envió esta nota desde su casa en Ken­tucky a la India donde yo servía como misionero:

Mi queridísimo J.T.: Este es mi "adiós". Me voy para estar con Jesús. Tu hijita Silvia (que en estos días tenía un año) es tan primorosa. Predica la Palabra y no te apartes del antiguo libro. Sé bueno y nos encontraremos en el cielo. Con amor

Tu Abuelita.

Este fue el último mensaje de mi abuela y por lo tanto lo he guardado con cuidado durante todos estos años. En­carecidamente me he esforzado a predicar la Santa Pala­bra. Tengo la firme intención de encontrarme algún día con ella en el cielo.

Ahora bien, si de tal modo atesoramos y respetamos las últimas palabras de nuestros seres queridos terrena­les, ¡cuánto más debemos dar atención a las últimas pala­bras de nuestro Señor y divino Salvador!

¿Cuáles fueron las últimas palabras de Jesús a sus discípulos antes de que El ascendiera al Padre Les había dicho tantas cosas inmortales. "Amad a vuestros enemi­gos." "Sed siervos de todos." "Pierde tu vida para poder hallarla," etcétera, pero ¿qué es lo que El escogió como de mayor importancia ¿La última cosa de la que quiso hablar Nótense estos dos pasajes de la pluma del historiador de la cristiandad primitiva, San Lucas:

He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto. Y los sacó fuera hasta Betania, y alzando sus manos, los bendijo (Lucas 24:49-50).

Y estando juntos, les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra. Y habiendo dicho es­tas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos (Hechos 1:4, 5, 8-9).

Así que las últimas palabras de Jesús a sus discípulos trataron del Espíritu Santo. Jesús sabía que si no com­prendían esta verdad, dejarían de ver todo el asunto de la redención. Porque el Espíritu Santo es la redención que continúa dentro de nosotros. Aparte de El, la redención está fuera de nosotros-en la historia, en el Jesús histórico. Pero por medio del Espíritu Santo lo histórico se vuelve personal; por medio de El, el Dios encarnado se vuelve el Dios que habita en nosotros.

De modo que Jesús mandó a sus discípulos que no se apartaran de Jerusalén, sino que esperasen a ser investidos del poder de lo alto por medio de la plenitud del Espíritu Santo.

Durante su ministerio terrenal Jesús dijo tres palabras importantes. Al principio de su obra, dijo, "Venid". "Venid a mí todos los que estáis trabajados y carga­dos y yo os haré descansar" (Mateo 11:28). Después de su resurrección El les mandó a sus discípulos: "Id". "Id haced discípulos a todas las naciones" (Mateo 28:19). Pero antes de su ascensión les mandó: "quedaos," o esperad. "... que­daos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto" (Lucas 24:49). Es el esperar lo que le da valor a venir y a ir. En cada caso, junto con el mandamiento, Jesús les dio a sus discípulos una promesa. Al decir "Venid" les prometió "Yo os haré des­cansar". Cuando les mandó "Id," les prometió "He aquí Yo estoy con vosotros todos los días," y cuando les mandó que esperaran, les prometió, "Seréis bautizados con el Es­píritu Santo... y recibiréis potencia."

¿Qué hicieron los discípulos en cuanto al último man­damiento de Jesús En primer lugar, lo obedecieron. In­mediatamente regresaron a Jerusalén y fueron al Aposento Alto. No se extraviaron; no perdieron tiempo. El Maestro había dicho "quedaos" y "recibid" y ellos hicieron planes firmes de esperar hasta recibir el don del Espíritu Santo. Todos los otros planes y deberes fueron puestos a un lado por el momento. Había solamente un asunto en el progra­ma. El mandamiento de Jesucristo tenía preeminencia sobre todas las otras cosas.

Si nosotros los cristianos de hoy día hemos de ser ins­trumentos efectivos para la redención y la reconciliación en un mundo lleno de turbaciones y ansiedades, nos será menester tomar a pecho la orden de nuestro Señor de que esperemos el bautismo con el Espíritu Santo. Tendremos que obedecer esa exhortación. Pedro dijo claramente que Dios da el Espíritu Santo "a los que le obedecen" (Hechos 5:32). El mandamiento a esperar es tan válido como lo es el mandamiento a arrepentimos de nuestros pecados, o a creer en el Señor Jesucristo. No se trata de algo que poda­mos tomar, o dejar, a nuestro gusto. ¡Esto es un requisito! Lo es pues, sin ser llenos del Espíritu Santo no podemos ser llenos de utilidad.

¿Qué ocurriría si la iglesia de hoy día hiciera a un lado sus planes para la construcción de edificios, las comidas, las ventas, las reuniones de comités, y los esfuerzos finan­cieros y se dedicara a obedecer el mandamiento de Dios Tan sólo pensarlo nos conmueve. Sería la chispa que prin­cipiaría fuegos de un avivamiento sobresaliente en la histo­ria. ¿Qué hubiera pasado si los primeros discípulos no hu­bieran esperado a ser investidos con la potencia de lo alto ¿Habría iglesia hoy ¿Y qué pasará si nosotros no espera­mos "la potencia de lo alto"

La crónica en Hechos nos cuenta que los discípulos perseveraban unánimes en oración (Hechos 1:14). No sólo estaban reunidos en un sitio. También tenían unanimidad de mente y de corazón. Había completa unidad de propó­sito y de deseo. Y continuaron en oración y en súplica por varios días buscando una sola cosa-el bautismo con el Espíritu Santo. Tenían todas sus oraciones enfocadas en un blanco.

Los discípulos no sólo respondieron a la exhortación de Cristo con obediencia. Respondieron con fe. Se acorda­ron de las palabras de Jesús durante la primera parte de su trabajo aquí en la tierra cuando El dijo: "Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu San­to a los que se lo pidan" (Lucas 11:13). Jesús tam­bién había dicho, "Pedid y se os dará... porque todo aquel que pide recibe" (Lucas 11:9-10). En otro lugar, El les había prometido antes de su ascensión, que ellos reci­birían el bautismo del Espíritu Santo dentro de pocos días. De modo que los discípulos pidieron y en fe creyeron la palabra de Cristo que los que piden sí reciben. Descan­saron totalmente en la divina promesa. Y la historia bíbli­ca nos dice que en el día del Pentecostés "todos fueron llenos del Espíritu Santo". La promesa se cumplió.

No debemos equivocarnos y pensar que el Espíritu Santo entró al mundo por primera vez en el Día de Pente­costés; que había estado escondido detrás del telón duran­te tanto tiempo, y que salió repentinamente al escenario de la historia humana. No fue así. Siendo Dios, es co­eterno con el Padre y existe desde el principio del tiempo; sí, y aún desde antes del tiempo. Ha estado obrando en el mundo desde el amanecer del universo.

En el Antiguo Testamento se hace referencia al Es­píritu Santo más de 90 veces. En la mayoría de ellas se le llama el "Espíritu del Señor" o "el Espíritu de Dios". Mu­chas veces se le llama simplemente "el Espíritu". Tres veces se le llama el "Espíritu Santo". Algunas veces se le designa "el Espíritu de la sabiduría," o "del juicio," o "de la gracia."

La actividad divina del Espíritu Santo es notable a través de todo el Antiguo Testamento. La Palabra revela el hecho de que El fue un agente en la creación del univer­so. En Génesis 1:2 leemos: "Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas". Fue el Espíritu quien sacó orden del caos. En otro lugar leemos que "su Espíritu adornó los cielos" (Job 26:13).

El Santo Espíritu también participó en la creación del hombre. Eliú, uno de los personajes principales en el drama de Job dio fe de ello cuando dijo: "El Espíritu de Dios me hizo y la inspiración del Omnipotente me dio vida" (Job 33:4). El Espíritu también sostiene toda la vida sobre la tierra. Job dijo, "... todo el tiempo que mi alma esté en mí, y haya hálito de Dios en mis narices. (Job 27:3).

Uno de los aspectos mayores de la actividad del Espí­ritu fue su parte en la inspiración de los escritores que nos han dado la historia, las leyes, las promesas, los preceptos, y las profecías del Antiguo Testamento. Aunque los auto­res mismos procedieron de todos los niveles sociales se reconocieron como instrumentos del Divino Espíritu.

En el Antiguo Testamento leemos que el Espíritu San­to vino sobre ciertos hombres de una manera especial para equiparlos a rendir algún servicio específico a Dios. Se les dieron las cualidades necesarias para la tarea, fuese física, mental o espiritual, que Dios les había encargado. El Es­píritu Santo les dio profunda sabiduría a Moisés, a Josué y a David para que pudieran gobernar a su pueblo con más justicia. A veces vino sobre los jueces y líderes de Israel para darles valentía y fuerzas en casos de emergencias o crisis. El Espíritu preparó a Gedeón para batallar contra los madianitas (Jueces 6:34) y a Sansón le dio fuerzas para matar al león (Jueces 14:6). Luego, otra vez, en las épocas de la construcción del Tabernáculo y del Templo como sitios de residencia de la presencia de Dios y de la adora­ción del hombre, el Espíritu Santo les impartió mayor habilidad intelectual y mayores talentos artísticos a Beza­leel y a David quienes fueron los encargados de estas ta­reas (véase Éxodo 31:1-5 y I Crónicas 28:11-12).

En el Antiguo Testamento también hay ciertas caras promesas que tienen que ver con el ministerio mayor y más amplio que había de venir. En Ezequiel tenemos la pro­mesa de la obra del Espíritu en la regeneración o el nuevo nacimiento:

Y os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis mandamientos y guardéis mis precep­tos, y los pongáis por obra (Ezequiel 36:26-27).

Luego, por medio del profeta Joel, Dios dio la mara­villosa promesa de la plenitud del Espíritu Santo que se cumplió en el Día del Pentecostés:

Y después de esto derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Y también so­bre los siervos y sobre las siervas derramaré mi Espíritu en aque­llos días (Joel 2:28-29).

Los Evangelios son, en gran parte, una transición en­tre la dispensación del Antiguo Testamento y la época del Nuevo Testamento. Se hallan atrás del Pentecostés. Sin embargo nos ofrecen un rico tesoro en cuanto a la activi­dad del Espíritu Santo, especialmente en la vida y el mi­nisterio de nuestro Señor Jesucristo.

La concepción de la naturaleza humana de Cristo en el vientre de María fue obra del Espíritu Santo (Mateo 1: 20). En el principio de su ministerio terrenal, Cristo fue bautizado por el Espíritu Santo y ungido para servir (Juan 1:33). El fue "llevado por el Espíritu" al desierto para el conflicto con Satanás y volvió victorioso "en virtud del Espíritu" (Lucas 4:1, 14). Todas sus maravillas se hicie­ron en virtud del Espíritu (Lucas 4:18-19). Fue la agencia del Espíritu Santo lo que le levantó de los muertos (Roma­nos 8:11).

Durante su ministerio público Jesús se refirió al Espí­ritu Santo varias veces. A los fariseos les amonestó a no pecar contra el Espíritu Santo (Mateo 12:22-32). Este sería el pecado de aseverar que los milagros de Cristo fueron hechos por un demonio o espíritu inmundo en vez de por el poder del Espíritu Santo. A Nicodemo, miembro del Sanedrín, Jesús le habló de la necesidad de ser nacido del Espíritu para poder entrar al reino de los cielos (Juan 3:1-7). En la sinagoga en Capernaum, El declaró que el Espíritu Santo es la fuente de la vida espiritual (Juan 6: 63). A sus discípulos les dijo que el Padre Celestial le daría el Espíritu Santo a los que se lo pidieran (Lucas 11:13). En el último día de la fiesta de los tabernáculos en Jerusalén, Jesús anunció que cuando viniera el Espíritu Santo en su plenitud, haría correr ríos de agua viva de la vida del creyente (Juan 7:37-39).

Jesús tuvo mucho que decir sobre la persona y el mi­nisterio del Espíritu Santo cuando se encontró con sus dis­cípulos por última vez en el Aposento Alto. El les dijo:

Pero yo os digo la verdad: os conviene que yo me vaya; por­que si no me fuere, el Consolador no vendrá a vosotros; mas si me fuere, os le enviaré. Y cuando él venga, convenceré al mundo de pecado, de justicia y de juicio (Juan 16:7-8).

Jesús les dijo a sus discípulos que el Espíritu Santo les enseñaría todas las cosas y les traería a la memoria todas las cosas que El les había dicho (Juan 14:26). Les guiaría a toda verdad y les mostraría cosas que habían de venir (Juan 16:13). Moraría en ellos y habitaría con ellos para siempre (Juan 14:16-17). Además, daría testimonio de Cristo y siempre le glorificaría (Juan 15:26; 16:14).

Después de la resurrección, Jesús siguió hablando a sus discípulos acerca del Espíritu Santo. Cuando primero se le apareció, sopló y dijo: "Recibid el Espíritu Santo" (Juan 20:22). Más tarde les mandó que se quedaran en Jerusalén hasta ser investidos de la verdad del Espíritu Santo (Lucas 24:49). Les prometió que serían bautizados del Espíritu Santo dentro de pocos días y que recibirían poder para ser eficaces testigos de El por todo el mundo (Hechos 1:5, 8).

Cuando llegamos a los Hechos de los Apóstoles, nos hallamos ya de este lado del Pentecostés, en una nueva época. El Espíritu Santo está siempre al frente. Es el personaje principal en la iglesia primitiva. Si el Padre es la Persona principal en la revelación del Antiguo Testa­mento, y el Hijo es la principal en la época de los evan­gelios, ciertamente el Espíritu Santo es la principal desde el Pentecostés. El Libro de los Hechos es en realidad los Hechos del Espíritu Santo. El es quien lleva a cabo la obra del reino a través de sus instrumentos escogidos a quienes El llama y prepara para su servicio. Se le menciona 49 veces en el Libro de los Hechos desde el principio (1:2) hasta el fin (28:25).

En el Día del Pentecostés los discípulos fueron llenos del Espíritu Santo y desde entonces se les llamó hombres y mujeres llenos del Espíritu Santo. El Pentecostés intro­dujo la dispensación del Espíritu Santo y dio principio a una nueva y más íntima relación entre el Espíritu divino y el personaje humano. En la vieja dispensación, el Espí­ritu fue dado a un número selecto; en la dispensación nue­va está al alcance de todos. En la vieja dispensación, fue dado de una manera limitada; en la nueva se nos es dado sin medidas-en su plenitud. Anteriormente fue impartido esporádicamente, de vez en cuando, para ciertas tareas; ahora El viene a habitar para siempre y le da poder al creyente para la vida cotidiana. Antes el énfasis enfocaba en proezas físicas; ahora enfoca a la pureza interior y al poder espiritual. Anteriormente el Espíritu Santo venía sobre el individuo; ahora habita dentro de nosotros.

¿Por qué es que el Espíritu Santo no pudo ser dado en su plenitud antes del día de Pentecostés San Juan nos da la respuesta a esta pregunta en su Evangelio:

En el último día grande de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él: pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado (Juan 7:37-39).

He ahí la respuesta: "aún no había venido el Espíritu Santo; porque Jesús no estaba aún glorificado". Era me­nester fijar el modelo del poder antes de que pudiera darse el poder. Fue necesario que Jesús viviera, muriera y resuci­tara. Así se fijó el modelo. Es poder que se semeja a Cristo. Ahora sí Dios podía darlo con las dos manos.

En el Antiguo Testamento leemos que el Espíritu vino sobre Sansón y que éste salió a matar a mil filisteos (Jue­ces 15:14-17). En el Nuevo Testamento no leemos que el Espíritu Santo haya venido sobre los discípulos en el Apo­sento Alto, y que ellos salieran a matar a miles de los responsables de la crucifixión de Jesús.

Jesús nos da el modelo del Espíritu Santo, tanto en el poder como en la pureza. Jesús fue la santidad infinita y la sanidad infinita. Le inyectó el contenido correcto al concepto del Espíritu. Así como no es posible saber cómo es Dios aparte de Jesús, tampoco es posible comprender de lleno cómo es el Espíritu Santo sin Jesús. Ahora sabemos que el Espíritu Santo es igual a Jesús. El también es san­tidad infinita y sanidad infinita. Así que ya no le tenemos temor. El ser llenos del Espíritu Santo quiere decir que nos asemejamos a Jesucristo.

El pastor de una iglesia grande le dijo en cierta oca­sión al Dr. E. Stanley Jones: "Cada vez que usted men­ciona al Espíritu Santo, me causa escalofríos". Cuando se le preguntó el motivo de tal reacción, explicó: "Me es horripilante el emocionalismo desenfrenado."

El Dr. Jones le replicó: "Amigo mío, usted está limi­tando al Espíritu Santo al modelo de ciertas personas que se han ido a extremos. Cristo es nuestro modelo. El fue más lleno del Espíritu Santo que cualquier otro ser que jamás anduvo sobre la faz de la tierra. ¿Tiene usted miedo de semejarse a Jesucristo"

"¡Ah, eso ya es otra cosa!" exclamó el predicador. "En tal caso no hay por qué temer." Su actitud cambió de resistencia a receptividad en cosa de pocos minutos. En cuanto se le corrigió el concepto que tenía del modelo, tuvo la actitud correcta.

Fueron necesarios la vida, el ministerio, la muerte, y la resurrección de Jesús para que pudiéramos adquirir el concepto adecuado del Espíritu Santo.

Además, se requirió el ministerio completo de Cristo para permitir que el Espíritu Santo ministrase a las nece­sidades del hombre de una manera ilimitada. La tarea del Espíritu es ser testigo de la persona de Cristo. Y El no podía serlo sino hasta que dicha Persona divina (Jesucris­to) hubiese entrado en la corriente de la historia y vivido una vida victoriosa y perfecta entre los hombres. El mi­nisterio del Espíritu es hacer que la redención se vuelva personal para el individuo, y tal cosa no sería posible sin la muerte y la resurrección del Salvador. El objetivo su­premo del Espíritu Santo es glorificar a Cristo sobre la tierra, pero no le fue posible hacerlo sino hasta que Jesús hubo ascendido al Padre y fue glorificado en el cielo. Cuando el Espíritu Santo vino en todo su poder en el Día de Pentecostés, fue la señal y el sello de que Jesús ya es­taba glorificado y que ahora era el Señor exaltado.

El Pentecostés, por lo tanto, es significativo desde el punto de vista de la aceptación de la obra de Cristo com­pletada en la cruz. Ahora la salvación puede ser la expe­riencia de todo aquel que acepta la oferta que le extiende el Señor exaltado. Los mensajeros pueden proclamar libre­mente las buenas nuevas, es decir, el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo. Los creyentes tenemos en el cielo a nuestro Salvador y su obra aceptada; mientras que en la tierra tenemos aun dentro de nosotros mismos al Espíritu Santo que aplica la obra completa con todos sus beneficios, a los creyentes.

El Pentecostés fue el principio de toda una nueva época en la historia de la redención y del trato de Dios para con el hombre. Y cuando el Pentecostés se vuelve algo personal para nosotros, puede traer un nuevo amanecer a nuestras vidas espirituales.

III

No Llenaba los Requisitos

En el capítulo ocho de los Hechos leemos de un movimiento evangelístico que se llevó a cabo bajo la direc­ción del evangelista laico llamado Felipe en la ciudad de Samaria. Cuando Felipe llegó a la ciudad halló que los habitantes estaban casi mesmerizados por un mago que se llamaba Simón. Todo el pueblo estaba a sus pies. El decía tener ciertos poderes sobrenaturales, e hizo creer a la gente que eran don de Dios. Sin duda era un vivo charla­tán que sabía engañar a la gente ilegítimamente, con mo­tivos egoístas bajo guisa de religión.

Felipe era un hombre lleno del Espíritu Santo. Sin temor empezó a proclamar a Jesús y el Reino de Dios. Bajo el poder del Espíritu también hizo muchos milagros nota­bles. Los samaritanos le hicieron caso, escuchando sus mensajes y observando sus obras, y antes de mucho tiem­po, recibieron al Cristo a quien él predicaba. Se volvieron de lo ilegítimo a lo verdadero; de la magia del curandero al milagro de la salvación. Se les transformó la vida y se les curó el cuerpo. Fueron bautizados en el nombre de Cristo y la ciudad se llenó de gozo.

Todo esto le causó confusión a Simón el Mago. Perdió a sus oyentes y su dinero. El sintió que Felipe le había robado sus seguidores. Pero en verdad no fue Felipe sino el Cristo de Felipe quien había ganado los corazones de la gente. Razonando que ya que no había podido convencer­los le convenía cambiar de método, Simón decidió unirse a Felipe para recuperar el favor del pueblo. Recibió el bautismo e hizo papel de creyente.

Cuando llegaron noticias a los apóstoles en Jerusalén de que Samaria había aceptado a Cristo, enviaron a Pedro y a Juan y éstos se dedicaron especialmente al ministerio entre los recién convertidos. Pusieron énfasis en el bautis­mo con el Espíritu Santo y muy en breve los creyentes en Samaria recibieron su Pentecostés individual.

Simón el Mago vio todo esto con mucho interés. Había creído que el bautismo con agua sería suficiente para ini­ciarlo. Pero, no. Parecía que había aún más proezas en la imposición de las manos. Creyó que él también podría ad­quirir ese toque poderoso, de modo que lo buscó. Trajo dinero y se lo ofreció a los apóstoles diciendo: "Dadme también a mí esta potestad, que a cualquiera que pusiere las manos encima, reciba el Espíritu Santo". ¡Con bienes materiales trataba de comprar la potencia celestial!

Es posible que Simón Pedro sospechara de Simón Mago desde un principio pero ahora pudo ver la falsedad claramente. ¡Qué reprensión tan marchitante la que le dio Pedro! "¿Quieres esta virtud" le habrá rugido, "¿quieres cohecharme ¡Tu dinero perezca contigo! Tu corazón no está correcto delante de Dios y no tienes qué ver con este asunto del Espíritu Santo. Arrepiéntete y pide el perdón de Dios".

Simón el Mago es una advertencia para todos noso­tros. Es un ejemplo clarísimo de la falta de profundidad cristiana que se halla muchas veces en la iglesia. Había sido bautizado y se le había dado un lugar en la comunión de los fieles. Hasta había fungido como líder. Pero todavía tenía una absurda ignorancia de los asuntos más elemen­tales de la vida cristiana.

Como muchos en la iglesia de hoy día, Simón el Mago tenía una idea muy limitada de lo que es el Espíritu San­to. En primer lugar creyó que el Espíritu era un "algo," una cosa intangible. Una influencia quizás como el "espí­ritu de independencia," o el espíritu de lealtad escolar. O quizás un dinamismo, como la gasolina en el tanque o la electricidad en el dinamo. No pudo comprender que el Es­píritu Santo es una persona-una persona con quien po­demos tener una relación íntima.

Siendo persona, el Espíritu Santo posee todos los atri­butos de la personalidad. Tiene mente, voluntad y afectos. Piensa, determina y siente. Hace actos personales, habla, testifica, llama, escudriña y manda. Es posible resistirle, herirle y pecar contra El.

El Espíritu Santo es Persona divina, es miembro de la Divina Trinidad. Es Dios. Posee todos los atributos de la Deidad. Es omnipotente, omnisciente, omnipresente, so­berano y santo. Se le atribuyen hechos divinos, la creación, la preservación, la regeneración, la santificación y la resu­rrección de los muertos. Siendo Dios, el Espíritu Santo es el objeto de nuestra honra y adoración.

El Espíritu Santo es el ejecutivo de la Deidad. Es el Padre y el Hijo en el mundo de los hombres y en el corazón de los hombres. Funciona en la naturaleza y en la historia para llevar a cabo los decretos y las obras de la Deidad.

En segundo lugar, Simón Mago creyó que los hombres tenían la autoridad de otorgar al Espíritu Santo. Se quedó viendo cuando Pedro y Juan imponían las manos y la gente recibía al Espíritu Santo. Entonces pidió poder para im­poner las manos y así dispensar este poder divino. Pero no hay hombre por espiritual o importante que sea que tenga la autoridad de otorgar al Espíritu de Dios. Algunas veces el predicador o el evangelista pone las manos sobre el que busca al Espíritu Santo, pero esto no es más que simbolismo para fortalecer la fe del que pide. El mismo no puede transmitir el Espíritu Santo. El testimonio de Juan el Bautista dice claramente que sólo Cristo puede bautizar con el Espíritu Santo (Mateo 3:11; Marcos 1:8; Lucas 3:16; Juan 1:33).

El obispo Jaime Thoburn, uno de los iniciadores de la obra misionera de la Iglesia Metodista en la India, estaba una vez predicando acerca del bautismo con el Espíritu Santo en unas conferencias. Al llegar al final de su men­saje, se retiró del púlpito y dijo en voz baja a sus oyentes: "Tengo que reconocer que, aunque soy obispo metodista no puedo administrar este bautismo. Pero un Amigo mío y yo hemos quedado de acuerdo antes del servicio. El es el único que puede administrar este bautismo. Me ha asegu­rado que estaría presente para que si alguien dijera 'Yo quiero recibir ese bautismo,' El estaría aquí para adminis­trarlo, para recibir la sincera consagración y para honrar la fe sincera."

Tenía razón el obispo. Nadie, sólo Cristo, puede otor­gar al Santo Espíritu, y El está siempre disponible para hacerlo.

Simón el Mago creyó que el don del Espíritu Santo podría comprarse por algún precio. Hasta trajo dinero para ponerlo a los pies de los apóstoles. Es posible negociar hasta adquirir ganancias en las instituciones de la religión, pero no es posible hacer negocio del Espíritu Santo. El bautismo del Espíritu, como todas las bendiciones de Dios es un obsequio. No se puede ni comprar, ni adquirir, ni ganar por mérito. Siendo obsequio, solamente puede ser recibido. Dios da el Espíritu Santo a los que se lo piden. "Pedid y se os dará."

Algunas personas dicen "He estado buscando al Es­píritu Santo ya hace muchos años." El hecho es que no le han estado buscando sino resistiendo. No es necesario buscar, sino simplemente pedir y recibir.

Simón el Mago creía que el bautismo del Espíritu Santo era un fin en sí mismo. Pensaba del Pentecostés en término de lucirse y de ganar poder para hacer lo espec­tacular. Quería restablecer su prestigio perdido, y ganar de nuevo a sus seguidores. Quería impresionar a la gente. Estaba más preocupado con sus conquistas que con su carácter; más preocupado con lo que iba a hacer que con lo que iba a ser. Quería poseer al Espíritu para ver qué podía él hacer con el Espíritu y no para ver qué podía ha­cer el Santo Espíritu con él. Quería gloriarse, y no dar gloria al Salvador.

El Espíritu Santo no trata de gloriarse. No habla de Sí mismo, habla solamente de Jesucristo. Desea solamente glorificar a Cristo. El no permite que nosotros hablemos de nosotros mismo ni que tratemos de ser vistos. El desear al Espíritu Santo incluye el deseo de glorificar a Cristo en todo y estar listos a morir a nosotros mismos. Tenemos que estar listos para que El nos use.

Simón el Mago pensaba del Espíritu Santo sólo en tér­minos del poder. Pero el poder de Dios no se nos puede dar aparte de la pureza. Galahad, el caballero en el gran poema de Tennyson dice: "Mi poder es el poder de diez porque mi corazón es puro". El poder es resultado de la santidad del corazón y una disposición que se semeja a Cristo. Muchas personas buscan el poder pero no buscan la pureza. Pero Dios no da su poder a una persona egoísta que no se haya rendido del todo. Da su poder solamente al que está listo a ser limpiado. El Espíritu es antes de todo el Santo Espíritu: el que purifica. Por lo tanto es el que da poder.

El hecho es que Simón el Mago no sólo estaba muy equivocado en sus conceptos del Espíritu Santo, tampoco llenaba los requisitos para ser un candidato genuino para el bautismo con el Espíritu. Vemos claramente, por la re­gañada que le dio Pedro, que el mago no había sido regene­rado, y que no estaba en comunión con el Padre Celestial. No se había arrepentido de manera genuina ni había reci­bido el perdón de sus pecados. En realidad no se había convertido; y el bautismo con el Espíritu Santo se ofrece tan sólo a los que han nacido del Espíritu.

Pero, usted dirá: "¿No nos cuenta el relato bíblico que Simón también creyó" (Hechos 8:13). Así dice, pero es menester examinar la fe de Simón Mago. Es posible ser creyente hasta cierto punto y no ser salvo.

En su evangelio, Juan nos relata de muchos que cre­yeron en Cristo durante el ministerio público de nuestro Señor:

Estando en Jerusalén en la fiesta de la pascua, muchos cre­yeron en su nombre, viendo las señales que hacía. Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, y no tenía ne­cesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues El sabía lo que había en el hombre (Juan 2:23-25).

Aquí se ve claramente que hay quienes son creyentes verdaderos y quienes no lo son. Hay quienes han hallado ciertos atractivos en el evangelio y se han allegado a él superficialmente. Pero el Maestro conoce los recintos escondidos de su corazón y no está contento con ellos. La fe consiste en más que un asentimiento mental a la ver­dad. La fe genuina resulta en acción. Santiago escribe en su epístola: "La fe sin obras es muerta... también los demonios creen y tiemblan" (Santiago 2:20- 19).

El año pasado mi esposa y yo viajamos por las islas del sur del Pacífico. Muchos meses antes del principio del viaje hicimos los arreglos necesarios y recibimos informa­ción completa acerca del viaje. Sabíamos el número de cada vuelo, la hora exacta de salida y de llegada; qué clase de aparato, el costo del billete, el nombre de cada com­pañía aérea, etc. Creímos plenamente la información que se nos dio y creímos que los aviones nos llevarían sin per­cance a nuestro destino y que nos traerían de nuevo a casa. Podríamos haberlo creído de todo corazón y todavía que­darnos en casa hasta que nos brotaran las canas sin jamás cruzar el Pacífico. Pero nos fue menester poner nuestras creencias en acción. Pagamos los billetes y abordamos el avión con todo y equipaje. Hasta antes de subir al avión, sólo creíamos. En cuanto abordamos y nos abrochamos los cinturones de los asientos dimos muestras de fe. No lo diji­mos con palabras, pero en efecto decíamos: "Señor piloto, aquí nos tiene; vengan nubes o cielos claros; vengan vien­tos o un vuelo agradable. Nos encomendamos a sus ma­nos y a las manos de la tripulación cuyas habilidades son promesa de que en cinco horas estaremos en Honolulú."

Si queremos otra ilustración, es posible creer sincera­mente que si escribimos una carta y la echamos al buzón, se irá a la dirección destinada. Pero el creer no se hace fe sino hasta que soltamos la carta, cae al buzón y la en­comendamos al cuidado de las autoridades del correo.

Es algo absurdo hacer esta comparación pero nótese que es posible creer cada palabra en la Biblia y quedar eternamente perdidos. Tenemos que poner en acción lo que creemos. La fe es una acción voluntaria-el encomendar­nos a la persona de Cristo. Creemos que la Biblia es la palabra de Dios; que Jesucristo murió por salvar a los pe­cadores; que El puede perdonar el pecado- ¡claro que sí! Pero llega el momento cuando nuestra fe espera en El y decimos en el corazón: "Señor Jesús, creo que Tú moriste por mí. Creo que Tú me perdonas ahora mismo. En­comiendo la totalidad de mi vida a tu cuidado, ya sea en enfermedad, o en salud; sea en adversidades o en prosperi­dad; en tristeza o en gozo. Yo creo que Tú puedes con­ducirme a salvo en todo el transcurso de la vida hasta lle­gar a la otra playa." Esto es la fe.

Simón el Mago dio muestras de creencia mental, pero él no empleó la fe salvadora. Y por causa de su fe super­ficial, su conversión fue superficial. Fue bautizado y se allegó al grupo de creyentes, pero su corazón no estaba recto delante de Dios. Pedro lo mostró claramente. Simón se allegó a la iglesia pero no a Cristo. Tuvo comunión con Felipe pero no con el Salvador a quien él predicaba. Había rendido su magia pero no se había rendido a sí mismo: era egoísta. Tenía una ignorancia absoluta de los principios básicos de la vida cristiana. Como resultado, no hubo cam­bio verdadero en su vida. Era aún la vieja criatura de Si­món Mago.

Esta es la prueba de la conversión. ¿Ocurrió algo en su vida ¡No, no! No quiero decir un estallido de emocio­nes, un relámpago o visiones repentinas. ¿Hubo trans­formación en su vida ¿Cambió el manantial secreto de su carácter ¿Hizo usted contacto con el Cristo viviente

El gerente de una tienda vio a un niño que le daba golpes a la máquina vendedora de bombones. Le corrían tremendas lágrimas.

"¿Qué te pasa, niño" le preguntó.

Con voz quejosa éste le respondió: "Es que le he me­tido la moneda y no ocurrió nada."

Eso es lo que pasa. Mucha gente profesa creer, pero no ocurre nada.

La conversión no es sólo un cambio de rótulo, sino un cambio interior de vida. No es simplemente horizontal (es decir, un de aquí para allá) o cambio de agrupación. La conversión es básicamente vertical (el cambiar de un nivel de vida a otro), al salirse de uno mismo y al entrar en Cristo.

Hace algunos años un sacerdote católico que trabaja­ba en la India, tuvo de cocinero a un hombre musulmán. Un día inesperadamente se llegó el cocinero y le dijo: "Se­ñor, quiero hacerme cristiano. Por favor; bautíceme". Sin averiguar los motivos del hombre, lo bautizó y lo recibió en la iglesia. Al ponerle el agua el sacerdote le dijo: "Ya no eres Abdul (nombre musulmán); desde hoy en adelante serás Daood (David)."

Acabada la ceremonia el sacerdote le dijo: "Te ad­vierto que ya no debes comer carne de carnero los días viernes sino solamente pescado". Ese hombre era muy afi­cionado al carnero en curry (un condimento de la India). Pasaron unas semanas. Todo iba bien hasta un día viernes cuando vinieron unos amigos del cocinero a visitarle y él quiso festejarlos con carnero. Mientras se preparaba el almuerzo, el aroma delicioso del carnero llamó la atención del sacerdote. Llamó al cocinero y le reprendió.

"Daood, te dije claramente que no debías de preparar carnero los viernes, sino solamente pescado."

"Señor, esto no es carnero, es pescado."

"Hombre, no me engañas. Sé bien que preparas carne de carnero." Arguyeron buen rato, el uno insistiendo que era carnero, el otro que era pescado. Por fin Daood le dijo al sacerdote: "Yo soy tan hábil como usted; usted me echó agua y me dijo: 'Ya no eres Abdul sino Daood'. Pues yo le eché agua a la carne y dije: 'Ya no eres carnero sino pes­cado'".

Esto es un ejemplo de una conversión superficial que causa simplemente un cambio de etiqueta sin causar el cambio correspondiente en la vida del individuo. Pero en otra ciudad de la India un estudiante universitario hindú estudió el Nuevo Testamento cuidadosamente y llegando a la conclusión que Jesús en verdad es el Salvador del mun­do, puso toda su confianza en El. Fue bautizado y recibido como miembro de la iglesia. Al poco tiempo un amigo hindú le detuvo en la calle.

"Prabhudas, he oído que has cambiado de religión."

"Hombre, estás equivocado. Mi religión me ha cam­biado a mí."

Esa es una conversión. ¡Una transformación genuina de la vida!

¡Qué vasta diferencia la que vemos entre Simón el Mago y Simón Pedro, el apóstol! Simón Mago creyó pero no pasó nada; aún era el mismo. Simón Pedro también creyó pero fue cambiado. La primera vez que estuvo de­lante de Jesús, el Maestro le miró y dijo: "Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cephas, que quiere decir piedra" (Juan 1:42). Cuando en una ocasión Jesús les dijo a sus discípulos "gozaos de que vuestros nombres están es­critos en los cielos," el nombre de Pedro estaba en la lista. También se le incluyó en la oración final de Jesús, cuando dijo respecto a sus discípulos: "Padre... las palabras que me diste... las recibieron... y han creído que tú me enviaste... tuyos son... y he sido glorificado en ellos... no son del mundo como tampoco yo soy del mundo" (Juan 17:1-19).

Pedro era candidato para el bautismo con el Espíritu Santo el Día de Pentecostés porque era convertido. Por cierto que negó a su Señor la noche de la crucifixión pero inmediatamente se arrepintió de su pecado y volvió a su Señor. En cuanto a Simón Mago, no era candidato para la plenitud del Espíritu porque nunca se había convertido verdaderamente. No estaba relacionado con el Padre Ce­lestial. Le hacía falta el arrepentimiento y la fe verda­deros.

Antes que uno pueda ser bautizado con el Espíritu Santo, es menester ser nacido del Espíritu.

IV

Aquí Empezamos

Un hombre llamado Nicodemo llegó a Jesús una noche para una entrevista privada. Se han ofrecido muchas ideas de por qué vino de noche. Algunos han dicho que Jesús era un hombre tan ocupado, con tantas multi­tudes cercándole a todas horas del día, que el único tiempo que alguien podría verle en privado sería en las horas de la noche. Otros han comentado que, siendo miembro del Sanedrín, Nicodemo tendría tantas tareas durante el día que su horario le permitiría visitar a Jesús solamente des­pués de horas de despacho. Otros sospechan que Nicodemo temía a la opinión del público y por eso fue a ver a Jesús aprovechando la oscuridad. Cualquiera que haya sido la razón verdadera, la escena nocturna se volvió una ocasión para tratar un tema de apogeo. Nos enteramos de ello en Juan 3:1-15.

Nicodemo empezó su conversación dándole a Jesús un elevado elogio, "Rabbí" le dijo, "sabemos que has venido de Dios por maestro porque nadie puede hacer estas se­ñales que tú haces si no fuere Dios con El". Reconocía que Jesús no era un comentador religioso cualquiera, como los escribas. Era alguien especial que hablaba y se comporta­ba con autoridad.

Sin embargo, el Maestro no hizo caso del elogio y di­rigió sus palabras a las necesidades espirituales de su visi­tante. Vio más allá del impresionante exterior y se asomó a lo profundo de su corazón. Le dijo a Nicodemo: "De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios... Os es necesario nacer de nuevo."

LA NECESIDAD DEL NUEVO NACIMIENTO

Y aquí estamos cara a cara con la urgente necesidad del nuevo nacimiento. En primer lugar, fue Jesús mismo quien habló esas palabras. No fue algún hombre; un obis­po o profesor de religión; sino el Hijo de Dios que conocía el corazón del hombre, aun mejor que nadie. También es de notarse que usó los vocablos más fuertes posibles. No dijo: "Sería bueno que fuera renacido del Espíritu," ni "te recomiendo que seas renacido". Dijo: "Tendrás que rena­cer... El que no naciere de agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios."

"Tendrás; el que no... no puede" son palabras de mucha fuerza. Y casi cada vez, Jesús antepuso a sus pala­bras la frase "De cierto, de cierto, te digo". Según las cos­tumbres de aquella época, tal frase equivalía a decir: "Es­toy por decirte algo de suma importancia; fíjate bien". Lo que es más, Jesús recalcó la necesidad del nuevo naci­miento una y otra vez. Variando la forma un poco, repi­tió el mandato tres veces (vrs. 3, 5, 7). ¿Habrá duda de la importancia que El le daba al tema

En segundo lugar empezamos a comprender cuán ne­cesario es el nuevo nacimiento cuando nos damos cuenta a quién le dijo Jesús estas palabras. Nicodemo no era un hombre cualquiera-alguien que fuera pasando. Era un personaje de importancia en la sociedad judía. El escritor del Evangelio nos cuenta que era fariseo, miembro de uno de los grupos religiosos más estrictos de aquel tiempo. Los fariseos se enorgullecían de que practicaban la ley hasta su menor detalle. Ayunaban con regularidad. Oraban a me­nudo. Diezmaban sus ganancias. Seguían las tradiciones de los ancianos. Edificaron las tumbas de los profetas. Eran celosos en tratar de ganarse nuevos convertidos (véa­se Mateo 23).

Nicodemo era también príncipe de los judíos, y miem­bro del Sanedrín. Era uno de los funcionarios eclesiásticos que gobernaban la vida social y religiosa del pueblo. Todo esto quiere decir que tenía autoridad y prestigio. Tenía buena educación y sin duda estaba en buenas condiciones económicas. Se le respetaba en la comunidad. Sin embar­go, a tal hombre religioso y de alcurnia Jesús le dice: "Tendrás que renacer". Por esto le extrañó tanto a Nicode­mo al oírlo. No sorprendería que Jesús se lo hubiera dicho a un endemoniado. Si se lo hubiera dicho a la mujer sorprendida en adulterio o al ladrón en la cruz, sería de esperarse. Pero Nicodemo era un fariseo moral y justo. ¿No estaba Jesús excediendo los límites

De ninguna manera. Jesús nos declara a cada uno hoy día, cualesquiera que sean nuestros antecedentes religiosos, nuestra nacionalidad, o nuestros éxitos morales: "Te es menester nacer de nuevo; a menos que seas nacido de agua y del Espíritu, no podrás entrar en el reino de Dios".

Jesús le diría al habitante analfabeto de las selvas más remotas y al más ilustre profesor universitario: "Ten­drás que renacer." Se lo diría al hombre más pobre de los barrios bajos y al millonario de las grandes urbes: "Ten­drás que renacer". Se lo diría al asiático, al africano, al mongol y al europeo: "Tendrás que renacer". Le diría al budista, al musulmán, al hindú, y al que sólo es cristiano de nombre: "Tendrás que renacer". El dice lo mismo a to­dos en todas partes. El nuevo renacimiento es una nece­sidad humana universal.

Los predicadores rurales de la India tienen una ilus­tración predilecta: cuentan del comerciante riquísimo que cruzaba un río en una barquilla del barquero del pueblo. Al emprender el viaje, el comerciante empezó el relato del gran número de escuelas a las que había asistido y cuán­tos libros había leído. "¿Hasta qué grado cursó usted en la escuela" le preguntó el barquero.

"Señor," dijo el remero, "jamás en la vida he asistido a la escuela. No puedo ni leer ni escribir."

"¡Qué lástima; ha desperdiciado la cuarta parte de su vida!" Y continuó el relato de sus maravillas, gloriándose de sus extensos viajes y las magníficas cosas que había visto.

"Y usted, ¿cuánto ha viajado" le dice al barquero.

"Pues yo, señor, nunca he salido de esta región" dijo el pobre, avergonzado.

"¡Miserable... usted ha desperdiciado la mitad de su vida!" fue el comentario del comerciante. Luego em­pezó a relatarle cómo había juntado riquezas a caudales, sus terrenos cultivados, sus haciendas y sus cuentas ban­carias.

"Y usted, ¿cuánto ha ahorrado en toda la vida"

"Yo no tengo ningún dinero en el banco. Vivo de día en día," replicó el barquero.

"¡Pobre hombre!" exclamó el comerciante, "tres cuartas partes de su vida están totalmente perdidas."

De repente una ráfaga de viento volcó la barquilla arrojando a los dos hombres al agua. El barquero tiró hacia la orilla nadando con seguridad.

"¡Socorro!" ¡Socorro, que me ahogo!" gritaba el co­merciante.

"¿Cómo" gritó el barquero, "con todo su dinero, y sus viajes y su educación, ¿no aprendió usted nunca a na­dar Voy a decirle a usted algo sin rodeos: usted está al punto de perder toda la vida."

La única cosa que le urgía tener al comerciante en ese momento, saber nadar, no la tenía. Todas las otras cosas no le servían para nada. Asimismo, el único requi­sito para todos los hombres es el nuevo nacimiento. El que pierde esto pierde toda la vida. No hay substituto.

LA NATURALEZA DEL NUEVO NACIMIENTO

Cuando Jesús le dijo a Nicodemo, "Tendrás que re­nacer," éste equivocó totalmente el significado de estas palabras. Dejó que sus pensamientos fueran al escenario de una alcoba oscurecida y una partera. Pensó en el renaci­miento en términos puramente físicos. Le preguntó al Maestro, "Pero Señor, ¿cómo es posible que un hombre siendo viejo renazca ¿Puede entrar de nuevo al vientre de su madre y nacer otra vez"

Jesús le contestó: "Nicodemo, hablo del nuevo naci­miento del Espíritu. Lo que es nacido de la carne, carne es. Y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es". Jesucristo estaba poniendo énfasis en un principio básico biológico, que el vástago es como la planta madre. De la verdura resulta verdura; el animal engendra animal. Del hombre nace hombre; y así mismo del Espíritu proviene lo espi­ritual. El nacimiento físico produce tan sólo la vida física. Se requiere un nacimiento espiritual para iniciar la vida espiritual. El hombre, por lo tanto, requiere dos nacimien­tos. Tiene que ser concebido de sus padres para poder reci­bir la vida física y así entrar en el mundo. También tiene que ser concebido del Espíritu de Dios para recibir vida espiritual y entrar al Reino de Dios. Al ser nacido de pa­dres humanos, el hombre es hijo de ellos. Al ser nacido del Espíritu se vuelve hijo de Dios.

De modo que el nacimiento del que habla Jesús no es físico sino espiritual. En esencia lo que Jesús le dijo a Ni­codemo es: "Puedes ser concebido en el vientre de tu ma­dre cien veces, (aún mil veces) pero lo único que tendrás será vida física. Lo que te es menester es un nacimiento espiritual hecho por el mismo Espíritu de Dios."

El hombre es la única criatura capaz de existir en dos mundos distintos al mismo tiempo. Siendo un ser físico, creado en la imagen espiritual de Dios, puede vivir en el mundo físico y en el mundo espiritual. Es, al mismo tiem­po, hijo del hombre e hijo de Dios. Es posible, sin embar­go, que uno esté muy vivo físicamente y al mismo tiempo esté muerto espiritualmente. Puede ser su cuerpo am­bulante, caminando en la carne, pero muerto en el espí­ritu. En sus epístolas Pablo describe a menudo al hombre como "muerto en pecados y transgresiones" (Efesios 2:1; Colosenses 3:13). Nos declara con solemnidad que "la pa­ga del pecado es muerte" (Romanos 6:23).

¿Por qué razón mucha gente no tiene deseos de leer la Palabra de Dios Porque están muertos espiritualmente y no conocen al Autor del libro. ¿Por qué no aman la iglesia, y por qué parece que no sacan provecho alguno de los cul­tos de adoración Porque están muertos espiritualmente y no son sensibles a los movimientos del Espíritu. ¿Por qué es que ni evangelizan ni sirven a sus prójimos Porque están muertos e insensibles a las necesidades espirituales de los otros.

Oí una vez la historia de un ministro de raza negra, pastor de una congregación urbana que se ufanaba de su opulencia. El pastor predicaba fielmente y hacía su labor, pero la congregación era indiferente. Un día, completa­mente desanimado, declaró que la iglesia estaba muerta y que él predicaría el sermón fúnebre el domingo siguiente. "Sólo queda una cosa que hacer con un cadáver y es en­terrarlo."

El día señalado, movida por la curiosidad, llegó una multitud a los funerales. Los ujieres trajeron un ataúd y el pastor predicó el sermón. Al final anunció que ahora todos podían pasar a expresar su respeto final, y ver por última vez los restos de la finada iglesia. Al pasar la pri­mera persona y al estirarse a ver lo que allí adentro había, dio un salto para atrás y siguió andando con una mirada de sorpresa. Lo mismo pasó con cada uno que, por la curio­sidad, se asomó. En el fondo del féretro, ¡el pastor había puesto un espejo!

Es una triste verdad que hoy día muchas iglesias es­tán muertas espiritualmente, y se debe a que las personas que componen la congregación están muertas espiritual­mente. Nunca han nacido del Espíritu ni han sido vivifi­cadas espiritualmente. La tragedia es que muchas veces ni siquiera se dan cuenta de su estado muerto a menos que se miren en el espejo de la santa Palabra de Dios.

Cuando un hombre nace del Espíritu, repentinamente es vivificado. Su conciencia despierta por los impulsos del Espíritu Santo. Su mente está viva a las verdades espiri­tuales. La oración tiene ya un nuevo significado pues es un diálogo con un Amigo. La Palabra de Dios es una íntima carta de amor. Evangelizar y servir al prójimo son expre­siones espontáneas del amor.

Además, cuando uno es nacido del Espíritu, recibe una naturaleza nueva. Puesto que es hijo de Dios, partici­pa de la santidad de Dios. Esto resulta en un cambio radi­cal en el carácter y en la conducta. El apóstol Pablo lo describe de esta manera. "...Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas" (II Corintios 5:17). Se trata de más que remiendos y alteración exterior. Lo que ha sucedido es una transformación interior, moral. Eso es lo que testificó un joven al final de un retiro espiritual: "Vine con esperanzas de que el Señor me podría hacer unos remiendos; y en cambio me ha dado un motor nuevo."

Hace unos años un ministro metodista en una ciudad norteamericana predicó sobre el nuevo nacimiento. A los pocos días una joven muy guapa llegó a hablarle en su des­pacho. "¿Se acuerda usted del sermón que predicó sobre el nuevo nacimiento" Le preguntó. "Pues me ha tocado profundamente." Luego, ella le relató al ministro que por algún tiempo había sido la amante de un hombre de ne­gocios en esa ciudad. Siempre que hacía viaje de negocios a otro pueblo se la llevaba a ella en el avión y se quedaban juntos en el hotel. La esposa del señor lo había descubierto y se encontraba inconsolable.

Como resultado del sermón del ministro, la joven sin­tió convicción de sus pecados, regresó a casa, oró desespe­rada, y al fin se rindió completamente a Cristo. Al levan­tarse de las rodillas, inmediatamente llamó a la señora por teléfono y le rogó que la perdonara. Le aseguró de que en ese momento quedaba rota la relación que había tenido con el esposo. Al día siguiente fue a la oficina de ese hom­bre.

"Ya acabó todo" le dijo, "esta es la última vez que me verás."

"Linda, se te va a acabar el dinero," le dijo él. "No podrás comprarte la ropa lujosa a que te he acostumbra­do."

"No importa," respondió ella. "Voy a conseguir em­pleo y trabajaré para mantenerme."

"Te van a hacer falta los viajes y las fiestas."

"He encontrado un gozo nuevo en la vida."

"Mujer, ¿qué te pasa" dijo al fin el hombre, enojado. "¿Has encontrado otro amante"

Ella se quedó pasmada un momento y luego respon­dió con una sonrisa, "Eso es. Me he enamorado de Otro."

Su ex-amante se puso de pie y furioso rugió: "¡Dime su nombre y lo mato!" al tiempo que daba puñetazos en el escritorio.

"Creo que eso no lo puedes hacer," dijo ella, "porque fíjate que me he enamorado de Jesucristo." Al concluir su historia le dijo al pastor: "Algo me pasó aquel domingo por la mañana. Ya no soy la misma. Es como si hubiera na­cido de nuevo."

EL MISTERIO DEL NUEVO NACIMIENTO

Al ver la expresión de completa sorpresa en el rostro de su visitante, Jesús le dijo a Nicodemo: "No te maravi­lles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo. El vien­to sopla de donde quiere, y oyes su sonido, mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es na­cido del Espíritu" (Juan 3:7-8).

En otras palabras, hay cierto misterio en el nacimien­to del Espíritu. El nuevo nacimiento es difícil de explicar y de entender. Pero no es necesario tropezarnos con el mis­terio. No es necesario comprender todos los aspectos del nuevo nacimiento antes de aprovecharlo personalmente. Jesús nos dijo que es como el viento. No lo comprendemos, ni sabemos de dónde viene ni para dónde va; pero sí vemos su efecto en todas partes. Sentimos las brisas frescas en la cara. Vemos cuando el viento esparce las hojas en el patio. Lo vemos cuando doblega las ramas de los árboles. Así es con el Espíritu de Dios. Ni le vemos ni le compren­demos por completo. Pero sí sabemos que nos inspira nue­va vida. Nos sentimos gozosos cuando testifica a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Vemos el cambio que efectúa en nuestras vidas cotidianas.

Hay muchos misterios en la vida. La electricidad es una. ¿Cuánto comprende la persona ordinaria acerca de la electricidad Pero, ¿es necesario comprender la electrici­dad antes de poder gozar de sus muchos beneficios Lo único que necesita saber es tirar la palanca, e inmediata­mente podemos gozar de la luz o arrancar el motor.

Los alimentos que comemos son un misterio. ¿Com­prendemos de lleno cómo es que la carne y las verduras se vuelven sangre y hueso, células y tejidos Pero no por eso dejamos de sentarnos a la mesa tres veces al día. Lo que sí sabemos es que cuando comemos recibimos nueva vitali­dad y energía. No comprendo cómo es que una vaca parda, come hierbas verdes, y da leche blanca. ¡Pero eso no me previene de beber leche!

Hay quienes titubean y no quieren aceptar la verdad del nuevo nacimiento porque lo hallan difícil de entender y explicar. Pero no tienen que comprenderlo de lleno antes de tener la experiencia. El hecho es que una vez nacidos del Espíritu, cuando ya se les han abierto los ojos del enten­dimiento, comprenderán mucho más de las cosas espiri­tuales de lo que habían comprendido antes. Algunos me­ses de andar en el Espíritu les enseñará más que docenas de cursos sobre el tema.

El nuevo nacimiento es misterioso porque es un mi­lagro. Un milagro hecho por el mismo Espíritu de Dios. Cae, por lo tanto, en la categoría de lo sobrenatural.

Hay tres milagros estupendos en el mundo. El primero es el de la creación cuando Dios dijo: "Sea," y fue. Esta fue la introducción de la vida en la materia muerta. El segundo fue el milagro de la Encarnación, cuando Dios to­mó forma del hombre para que en Cristo pudiera reconci­liar el mundo a Sí. Esta fue la invasión de la vida de Dios en la historia humana. El tercero es el milagro de la nueva creación cuando la persona nace del Espíritu. Esta es la introducción de la vida de Dios en la vida del individuo. Algo nuevo ha principiado.

Se han escrito muchos preciosos himnos evangélicos para describir el milagro del nuevo nacimiento. Por ejem­plo este intitulado "Fue un Milagro," y que dice así:

Mi Padre omnipotente es y nadie negará.

Dios de milagros y virtud, el cielo afirmará.

Fue un milagro que al astro alumbró

y al mundo en su órbita lo instaló.

Mas cuando me salvó y me redimió

milagro fue de todos el mejor.

LOS MEDIOS DEL NUEVO NACIMIENTO

Después que Jesús había puesto énfasis en la necesi­dad del nuevo nacimiento y había tratado de explicar su naturaleza y los resultados, Nicodemo se volvió a Jesús y dijo: "¿Cómo puede hacerse esto" y Jesús le dijo: "Na­die subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre que está en el cielo. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna" (Juan 3:13-15).

De esta manera enseñó muy claramente que el re­nacimiento se hizo posible por su muerte vicaria en la cruz. No había otro medio. El dio su vida para que nosotros tu­viéramos vida. Murió para que nosotros viviéramos. El Hijo de Dios se hizo el Hijo del Hombre para que los hijos de los hombres pudieran ser hijos de Dios.

Se cuenta la historia de dos hermanos que vivían en el mismo pueblo. El mayor era el juez local, y era hombre bueno, justo y digno de respeto. El menor, sin embargo, era descarriado, y siempre estaba metido en líos. Rehusó el consejo de su hermano mayor, y lo que fue peor aún, a causa del puesto judicial que ocupaba el hermano, creyó qué jamás se le condenaría por los crímenes que cometiera.

Un día el hermano menor, estando borracho se peleó con un hombre, le dio un golpe y le mató. Fue capturado y traído al tribunal. Su propio hermano era el juez. El jura­do dio su fallo: ¡culpable! El juez le impuso la pena de muerte, en la horca. Al oír la sentencia, el joven corrió al frente, cayó a los pies del juez gritando: "Eres mi hermano, ¿no me tienes ningún amor ¿Me estás condenando a morir"

El juez respondió solemnemente: "Es cierto que soy tu hermano, pero ésta es una corte legal y yo estoy aquí como juez. Eres un homicida. Tendrás que morir por tu crimen."

El joven fue llevado a la cárcel donde se le mantuvo incomunicado. Al acercarse el tiempo de su muerte la tris­teza y el miedo llenaron su corazón. Apenas una o dos ho­ras antes de que fuese ahorcado, el hermano mayor, vesti­do en su toga jurídica, llegó a la cárcel y pidió permiso para hablar con el preso. Al entrar en la celda, dijo, "Allá en la corte de la ley, fui tu juez y me vi obligado a ver que prevaleciera la justicia. Pero aquí está el hermano que te ama y quiere libertarte. Hay sólo una manera de ha­cerlo. Quítate la ropa de reo, y ponte mi toga de juez y márchate libre. Yo me quedo en tu lugar." Se cambiaron la ropa y el menor salió en libertad. Vinieron los guardias, se llevaron al preso y le ahorcaron. De repente vino co­rriendo desde muy lejos, el hermano menor. Rodeó con sus brazos la forma inerte de su hermano llorando amarga­mente, y gritó: "¡Ay, hermano mío, has muerto en mi lugar!"

Los guardias horrorizados se dieron cuenta de lo que había sucedido. Pero ya era tarde. Se había tomado una vida; se había pagado la pena.

Esto es exactamente lo que Cristo ha hecho por noso­tros. Comparecimos ante el Juez del Universo, culpables y condenados. El fallo fue: "La paga del pecado es muerte". Pero porque Dios nos amó con amor sempiterno, el Juez se hizo nuestro Hermano Mayor para que pudiera hacerse nuestro redentor. "Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo" (II Corintios 5:19). Cristo cargó nues­tros pecados sobre Sí mismo y murió en nuestro lugar. To­mó la iniciativa e hizo por nosotros lo que nosotros jamás podríamos haber hecho.

La pregunta importante es ésta: ¿Qué vamos a hacer con lo que Dios ha hecho por nosotros El ya ha actuado. Pero, ¿cuál será ahora nuestra actitud ¿Responderemos con gratitud O ¿seremos ingratos ¿Responderemos con fe o con incredulidad

La fe es la entrada a la vida. Jesús dijo: "El que crea en mí... tendrá vida eterna". Juan escribió: "Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios" (Juan 1:12). Nos es menester recibir el don que nos ofrece en sus manos tras­pasadas de clavos. Tenemos que poner toda nuestra con­fianza en El y entregarnos totalmente a su cuidado.

Cuando respondemos con fe, la que también es un don de Dios, el Espíritu Santo se vuelve el agente de la rege­neración en nuestras vidas. El es el que nos vivifica, y nos lleva de muerte a vida eterna. El es el Partero Divino, y nos trae al nuevo mundo del Reino de Dios y nos inyecta la mismísima vida de Dios. Entonces somos nacidos del Espíritu y nos volvemos hijos de Dios.

Jesús le dice a cada ser humano: "Tendrás que rena­cer; el que no naciere de agua y del Espíritu no puede ver el Reino de Dios." Esto es el sine qua non (es decir, el re­quisito indispensable) para la vida espiritual. El camino del cristiano empieza con el nacimiento del Espíritu.

El nuevo nacimiento es el requisito para el bautismo con el Espíritu Santo. El don de la plenitud del Espíritu se ofrece, no a los pecadores, sino a los hijos de Dios. Fue a sus discípulos inmediatos, a aquellos que habían dejado todo para seguirle, hombres convertidos cuyos nombres estaban ya escritos en el Libro de la Vida, a quienes Jesús les prometió que serían bautizados con el Espíritu "antes de muchos días."

Pero en cuanto uno es nacido del Espíritu, es candida­to para el bautismo con el Espíritu. Esto es la intención y la voluntad de Dios. Es la provisión y la promesa de Cristo. Ningún hijo de Dios debiera de estar satisfecho hasta haber reclamado toda su herencia en Cristo y experimenta­do un Pentecostés personal en su propia vida. El dejar de hacer esto es perder la suprema voluntad de Dios y perder el más fino de sus dones.

V

¿Qué Ocurrió Allá Arriba

Ocurrieron muchas cosas en ese día memorable en un aposento alto en Jerusalén. Pero para nosotros hay grave peligro si hacemos caso tan sólo de las manifesta­ciones exteriores y físicas y no notamos la realidad de las transformaciones interiores que resultaron de esos eventos. Hubo un ruido que parecía viento que corría y llenaba toda la casa en que estaban reunidos los discípulos. Hubo lla­mas como de fuego que se asentaron sobre cada uno de ellos. Todos los discípulos hablaron en idiomas que no eran su propia lengua, lo que permitió que personas de todas las naciones que estaban en esos días en Jerusalén, enten­dieran lo que los cristianos dijeron.

Pero, ¿es esto lo que debemos esperar del Pentecos­tés hoy día ¿Viento, fuego, idiomas distintos O ¿hay algo más profundo

Es importante hacer una distinción entre los aspectos pasajeros y los permanentes del Pentecostés; entre lo pro­vjsional y lo eterno; entre lo superficial y lo fundamental; entre el marco histórico y el hecho personal.

Forma Provisional

Hecho Permanente

1. El día de Pentecostés- fiesta agrícola de los judíos en conmemoración de las primicias de la cosecha.

2. Ciento veinte discípulos en un aposento alto en Jerusalén.

3. Llamas repartidas como de fuego.

4. Manifestación extraordinaria de hablar en lenguas extranjeras.

5. Señales exteriores y milagros.

1. Cualquier día en que estemos listos a llenar los requisitos; una fiesta espiritual representando los frutos del Espíritu

2. Cualquier número de discípulos en cualquier parte, unidos, rendidos y pidiendo en oración el derramamiento del Espíritu.

3. El fuego refinador del Espíritu Santo que santifica al individuo y le da poder para servir a Dios.

4. Demostración de que en la iglesia del Cristo viviente no hay ni judío ni gentil, ni siervo ni libre y que el don del Espíritu Santo es para todos.

5. La fuerza interior y la bendición de la santidad. La mayor señal de todas y el gran milagro del poder adecuado para la vida de santidad y servicio fructífero.

Así que debemos distinguir entre el cuadro y su marco; entre el obsequio y su envoltura. Por un lado, el Día de Pentecostés, como un gran drama histórico en el plan de salvación de Dios, es un acontecimiento del pasado y no puede repetirse. Fue el principio de una época y el día del nacimiento de la iglesia. Y en cuanto a su significado his­tórico no podrá repetirse jamás como tampoco se repetirá el nacimiento, ni el Calvario, ni la resurrección del Señor, ni su ascensión. Por el otro lado la experiencia del Pen­tecostés se ha repetido vez tras vez durante toda la era cristiana; y puede volver a repetirse en cualquier tiempo y en cualquier lugar en que un discípulo o grupo de ellos se encuentre listo a llenar los requisitos de obediencia, rendi­miento y fe.

El Libro de los Hechos narra en varias ocasiones de otras personas que fueron llenas con el Espíritu. Miles de cristianos a través del mundo pueden testificar hoy día de una experiencia de Pentecostés personal. En sus epístolas Pablo exhorta claramente a todos los cristianos a que sean llenos del Espíritu Santo; y Pedro en el Día de Pentecos­tés explícitamente dijo que el don del Espíritu Santo es para todos. "Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuan­tos el Señor nuestro Dios llamare" (Hechos 2:29).

Al leer cuidadosamente los Hechos de los Apóstoles se nos revelan tres resultados fundamentales de la experien­cia del Pentecostés: 1) la plenitud del Espíritu; 2) la pu­reza del corazón; y 3) el poder para servicio.

LA PLENITUD DEL ESPIRITU

El historiador Lucas nos cuenta que en el Día de Pen­tecostés los 120 discípulos fueron llenos con el Espíritu Santo. Esto fue fundamental a todos los demás eventos subsecuentes.

Como ya se ha mencionado, esto no significa que esta fuera la primera vez en que el Espíritu obrara en las vidas de los seguidores de Cristo. El Espíritu no era desconocido para ellos. Jesús clarificó esto en su último discurso en el Aposento Alto, cuando se reunió con sus discípulos para la celebración de la Pascua. Dijo, hablando del Espíritu Santo: "Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros" (Juan 14:17). Al mismo tiempo dijo que los discípulos entrarían muy brevemente en una rela­ción más íntima con el Espíritu Santo. "Mora con vosotros y estará en vosotros... con vosotros para siempre... mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días" (Juan 14:17, 16; Hechos 1:5). En otras palabras iba a haber plenitud del Espíritu.

Una vez más debemos tener cuidado para comprender lo que esto significa. No podemos creer que el Espíritu Santo esté "en pedazos" y que nosotros lo recibamos y que venga por partes o en porciones de modo que, al ser nacidos del Espíritu le recibiéramos en parte y que al ser bautiza­dos con el Espíritu recibiéramos el resto. El Espíritu Santo es una persona, una personalidad perfecta. El no puede ser dividido. No puede ser dividido en estados de más o de menos. Quizás nosotros seamos esquizofrénicos o vacilan­tes pero para El eso no es posible. Cuando nos convertimos tenemos al Espíritu; todo el Espíritu que jamás vamos a tener. Por lo tanto, al ser bautizados, o llenos con el Espí­ritu Santo, no significa por cierto que recibimos más del Espíritu sino que el Espíritu recibe más de nosotros, por­que, en la conversión, aunque poseamos todo el Espíritu, El no nos posee totalmente a nosotros. Es menester que El tenga control absoluto de nuestras vidas de modo que no sólo habite en nosotros, sino que habite sin límites; es de­cir, en toda su plenitud.

En cierta ciudad los miembros de la asociación de pastores estaban haciendo planes para una campaña evan­gelística en toda la ciudad. Se habían sugerido varios nom­bres de evangelistas. Alguien sugirió que se invitara a Dwight L. Moody, predicador notable de ese tiempo, pero otro ministro se opuso fuertemente. "Hemos tenido ya al señor Moody," dijo. "¿Por qué quieren invitarle vez tras vez ¿Acaso tiene Moody monopolizado al Espíritu San­to"

"No," replicó el otro ministro, "pero el Espíritu San­to tiene monopolizado a Dwight L. Moody."

Ese es el secreto de la vida llena del Espíritu. El Espíritu Santo tiene que tenernos monopolizados.

Pero tal vez alguien pregunte: "¿No puede uno ser regenerado y llenado con el Espíritu Santo a la misma vez ¿No puede una persona darse en entera consagración a Je­sucristo la primera vez que se le acerca ¿No puede Dios hacer las dos operaciones, la regeneración y la santifica­ción a una misma vez"

La respuesta teórica es "sí". No hay limitaciones de parte de Dios. El cumplirá sus promesas el momento que nosotros llenemos los requisitos. Pero del punto de vista práctico los datos históricos en el Nuevo Testamento y la experiencia de miles de cristianos sinceros confirman el hecho de que, por regla general, uno no recibe el nacimien­to del Espíritu y el bautismo del Espíritu a la misma vez. La imitación es de nuestra parte. Hace algún tiempo leí el librito de Lawson, Deeper Experiences of Famous Chris­tians (Experiencias profundas de creyentes famosos). Ha­llé que la teología, sus términos y vocabularios de esos creyentes variaban bastante. Cada individuo expresa en esa obra su experiencia dentro del marco teológico de la terminología de su propia denominación. Pero era aparen­te que había mucho en común en todas las experiencias. Esta "experiencia más profunda" siempre ocurrió después de la experiencia de la conversión y fue el resultado de algún tiempo de cuidadoso examen interior y de desespera­ción espiritual. Se advierte en todos los testimonios un nuevo y más profundo rendimiento del ser del individuo a Dios, así como un mayor sentido de la presencia y del poder de Dios en la vida de la persona al emprender una existencia nueva en un nivel permanente más alto.

Por lo tanto, parece que hay acuerdo general que la plenitud del Espíritu Santo viene después de la crisis de la conversión. El individuo hace un rendimiento inicial a Cristo cuando lo recibe como Salvador. Pero al andar de día en día la vida cristiana, empieza a descubrir que hay rincones de su vida que no están totalmente entregados a la voluntad del Maestro. Ve que Cristo no es Señor de todas las partes de su ser. También descubre que dentro de él quedan aún actitudes, deseos, y reacciones que no son cristianas y que funcionan como una traba en su vida es­piritual. Al ver eso, hace una rendición completa de sí mismo, corona a Cristo como Rey de su vida y permite que el Espíritu Santo le santifique hasta lo más profundo de su ser. Hay innumerables cristianos que pueden dar testi­monio de esta experiencia.

Supongamos que usted prende la luz central de la sala de su casa. Inmediatamente la luz inunda el cuarto y dis­persa la oscuridad. Pero aún habrá rincones del cuarto en donde prevalece la oscuridad. El sofá, las sillas, el piano, y otros muebles causan sombras en el cuarto. Debajo del sofá estará bastante oscuro. Luego supongamos que usted saca todos los muebles del cuarto. ¿Qué pasa La luz in­mediatamente penetra en todas partes del cuarto, porque ya no hay impedimentos. La cantidad de luz no ha cam­biado, pero el área de penetración es mayor.

Del mismo modo, el Espíritu Santo puede tener resi­dencia en el creyente y todavía no tener cómo penetrar en todas las partes de su ser. Hay muchos impedimentos. Resentimientos, enojo desmedido, orgullo, dudas, y otras actitudes no cristianas están dejando sus sombras en su corazón. Lo que el individuo necesita no es más del Espí­ritu, sino permitir que el Espíritu Santo posea más de él, sí, que lo posea en su totalidad. Entonces será lleno del Espíritu Santo.

PUREZA DEL CORAZON

El segundo resultado básico del Pentecostés fue la pureza del corazón. Pedro lo dijo claramente al convocar el primer concilio cristiano en Jerusalén: "Y Dios que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espí­ritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus cora­zones" (Hechos 15:8-9); (Las cursivas son del autor).

Lo que Pedro les estaba diciendo esencialmente era esto: "Exactamente lo mismo que Dios nos hizo a nuestros corazones el Día de Pentecostés, lo ha hecho ahora en los corazones de los gentiles." Y ¿qué fue lo que Dios hizo "Les purificó el corazón." El vocablo "corazón" se usa sim­bólicamente para denotar el sitio de los afectos, las emo­ciones, los deseos, las actitudes y los móviles. El purificar el corazón, por lo tanto, se refiere a una purificación ra­dical, interior, del centro de nuestra personalidad.

Tal purificación fue muy notable en la vida de los discípulos de Cristo. Antes del Pentecostés ellos habían manifestado en varias ocasiones actitudes y reacciones que no semejaban a Cristo. Por ejemplo, mostraron orgullo. Disputaron entre ellos mismos quién sería el mayor en el Reino de los Cielos (Lucas 9:46). Manifestaron egoísmo. Le rogaron a Jesús que les concediera tronos a su derecha y a su izquierda cuando El estableciera su reino (Marcos 10:35-40).

También mostraron cuán mezquinos eran. Una vez al ver a un hombre que no era discípulo del Señor echando fuera a los demonios, quisieron reprenderle (Marcos 9:38). A veces los discípulos reaccionaron con cólera. Por ejem­plo, en una ocasión cuando viajaban por Samaria, al no lograr que les dieran posada querían hacer caer fuego sobre la gente (Lucas 9:54-56). Dieron muestras de tener temor carnal y cobardía. En la noche cuando Jesús fue arrestado y juzgado, huyeron y se escondieron. Pedro negó a su Señor tres veces (Mateo 26:56, 69-75).

En el Pentecostés el Espíritu Santo hizo una opera­ción espiritual radical en el corazón de los discípulos; el orgullo fue reemplazado por la humildad; el egoísmo, por un espíritu de servicio, la mezquindad por la compasión, el enojo por el amor, y el temor carnal fue reemplazado por el valor espiritual. Muchos de los discípulos de Cristo de hoy en día necesitan una operación divina semejante en su vida.

El deseo de ser lleno del Espíritu tiene que estar acom­pañado de la voluntad de ser purificado. El Espíritu de Dios es fundamentalmente el Espíritu Santo. Una de las reglas de la lógica dice que cuando se afirma algo automá­ticamente se niega lo opuesto. Cuando se dice de un objeto, "esto es blanco" se está diciendo, "esto no es negro". Cuando se dice "Esto es un rectángulo" a la vez se dice que no es un círculo. Cuando se declara, "Esto es de madera," quiere decir que no es de metal. Igualmente el Santo Es­píritu está absoluta e irrevocablemente opuesto a lo malo.

El afirmar que estoy listo a ser lleno con el Espíritu es declarar que estoy listo a vaciarme de todas mis actitu­des y mi espíritu impuros. Muchos oramos con los labios, "Señor, lléname," pero por dentro decimos: "Señor, cui­dado con descubrir mis resentimientos; y no me interrum­pas mi comodidad". Pero Dios no puede claudicar con el pecado. Nos señala todo aquello que se interponga entre nosotros y El, y entre nosotros y nuestros prójimos. Con el fuego del Espíritu Santo quiere purificarnos en lo más pro­fundo de nuestro ser.

Un evangelista, amigo del autor, recibió una invita­ción a conducir una serie de servicios especiales en una ciudad y fue hospedado en la casa de unos señores. Al lle­var al evangelista a la alcoba que se le había preparado, la señora le dijo con voz calurosa y amable: "Usted está aquí en su casa. Queremos que esté tan cómodo como sea posible. Cuelgue los trajes en el ropero y alce su ropa en los cajones. Este es su cuarto." El visitante le hizo caso a la señora. Sacó todo el contenido de su maleta y puso sus cosas sobre la cama. Pero cuando fue al ropero para alzar los trajes y las camisas, lo encontró lleno de trajes, vesti­dos, pantalones y abrigos sin ninguna percha a su disposi­ción. Al abrir el cajón superior del tocador estaba lleno de ropa vieja y trapos. Abrió el de en medio, estaba lleno tam­bién. Igualmente el de abajo estaba llenísimo de fotos vie­jas y recuerdos de la familia. Como no había ni un solo lugar dónde poner su ropa, la volvió a meter de nuevo en la maleta.

Cuando le decimos al Santo Espíritu, "Estás en tu templo," no podemos tener nada escondido en los rincones y en los cajones del corazón. Tenemos que estar listos a vaciarnos de todo aquello que no esté de acuerdo con su naturaleza y su voluntad. El tiene que ser más que hués­ped: tiene que ser Señor del corazón. Esto quiere decir que El hará una tarea completa de limpieza, y compondrá el mobiliario según su propio plan.

PODER PARA SERVICIO

El tercer resultado básico del Pentecostés es poder. Breves momentos antes de que ascendiera al Padre, Jesús les dijo a sus discípulos: "Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra" (Hechos 1:8). En otras ocasiones les había mandado que asentaran en Jerusalén hasta que fueran investidos con virtud de lo Alto (Lucas 24:49; He­chos 1:4).

Otra vez notamos aquí la diferencia en las vidas y el ministerio de los discípulos antes y después del Pentecos­tés. Antes del derramamiento del Espíritu Santo en su plenitud, los discípulos mostraron sus momentos de debili­dad. Algunas veces tuvieron vacilaciones, dudas, o un temor carnal de los hombres. Esto fue especialmente no­table en los días antes del Calvario. Abandonaron al Maestro y se escondieron. Pedro negó al Señor vergonzosa­mente. Pero después de la experiencia del Pentecostés, los discípulos mostraron mayor fe y un nuevo espíritu de con­fianza y valor. Poseyeron un poder que no procedía de ellos mismos para aguantar la persecución y la tentación, y para ser testigos sin temor de la resurrección del Señor.

¡Cómo necesita la iglesia de hoy día este poder sobre­natural! ¡Poder para extenderse más allá de los confines de sus paredes y para llevar el avance espiritual a los fuer­tes donde se esconde la sociedad! La iglesia necesita poder para salirse de la rutina y la formalidad y para hacer proe­zas en nombre del Maestro; poder para llamar a la gente al arrepentimiento y a la justicia verdadera; poder para transformar al individuo y cambiar la sociedad.

La iglesia de hoy tiene grandes edificios, pero poca valentía. Tiene números pero poco nervio. Tiene comodi­dad pero le falta ánimo. Tiene posición pero le falta es­píritu. Tiene prestigio pero le falta poder.

Recuerdo haber visto una vez un programa de tele­visión llamado "Cámara Cándida." (En este programa se trata de sorprender a alguien y filmar su reacción con cá­maras escondidas). En cierto episodio una señora dejó rodar libre su automóvil en una bajada hasta llegar a una estación de gasolina. Con una sonrisa anchísima la bromis­ta le dijo al dependiente: "Llene el tanque de gasolina".

¡Imagínese la mirada atónita del dependiente al le­vantar la cubierta del motor y encontrar que no había ni señas del motor! En muchas partes la iglesia me hace pen­sar de un automóvil sin motor. ¡Ha perdido la fuente de su poder!

En la ciudad de Pasadena, California, hay un famoso desfile anual de carrozas de flores. En uno de esos desfiles, una carroza magnífica bajaba por la avenida Colorado. Iba a la mitad del desfile y el número de sus flores y su arreglo era un espectáculo digno de admirar. De repente el vehículo que movía la carroza se sacudió débilmente y se paró. ¡Le faltaba gasolina! Tuvo que detenerse todo el desfile mientras que alguien fue a comprar gasolina. Todos los espectadores se rieron a carcajadas cuando se supo que la carroza representaba a una grande compañía petrolera. ¡Con todos los recursos riquísimos de esa tremenda com­pañía a su disposición, a su vehículo le faltaba gasolina!

La iglesia de hoy día no tiene que seguir en su condi­ción débil e inefectiva. Todos los tremendos recursos del Espíritu Santo están a su disposición. El cristiano no tiene que seguir anémico y débil. Puede esperar en rendimiento y en fe hasta "ser investido de poder desde lo alto." Así como el poder atómico representa poner en libertad fuerzas escondidas en el mundo físico, el Pentecostés representa poner en acción las fuerzas invisibles del reino de la perso­nalidad.

Insistimos en que debemos entender otra vez, clara­mente, que el poder no puede separarse de la pureza. El poder no es una entidad en sí mismo. Es básicamente el correr libre y sin estorbos de la energía del Espíritu Santo dentro de la vida que se ha rendido a Cristo y se ha puesto bajo la cirugía radical de su tierna mano poderosa. No podemos tener la experiencia de este poder sino hasta que estemos listos a ser purificados. La pureza y el poder van asidos de la mano.

Estas pues, son las características remanentes y fun­damentales del Pentecostés: 1) la plenitud del Espíritu Santo; 2) la pureza del corazón; 3) el poder para servir y ser testigo. Estos fueron los resultados que ocurrieron en las vidas de los apóstoles y en los cristianos primitivos del pri­mer siglo; y estos son los resultados que pueden ocurrir en la vida de cualquiera de los creyentes en Cristo en este si­glo.

El Pentecostés no fue tan sólo una fecha histórica; es algo posible en la actualidad. No es un evento pasajero ni alejado del centro y del curso de la vida de la igle­sia. Es una experiencia vital con valores duraderos y prin­cipios permanentes. El Pentecostés no es un día particular sino una dispensación prolongada. El bautismo con el Espíritu Santo no fue tan sólo para la iglesia apostólica sino que reposa sobre la iglesia de cada generación como obligación y oportunidad.

El Pentecostés es para todas las edades del planeta. Cuando un hijo de Dios está totalmente rendido, esperan­do con fe, cualquier cuarto puede volverse un Aposento Alto y cualquier día puede ser un día de Pentecostés.