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Creencias para la Vida, W. T. Purkiser

Contenido

I.

Creencias Acerca de la Fe…………………………………………………

Las creencias son importantes. El objeto de la fe religiosa. Cómo se revela Dios.

 

II.

Creencias Acerca del Dios Triuno…………………………………….

El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Nuestra Esperanza. El Espíritu Santo de Dios. La Trinidad.

 

III.

Creencias Acerca de la Redención……………………………………

“¿Qué es el Hombre, para que Tengas de él Memoria” La Maldición del Pecado: La Mordedura de la Serpiente. El Costo de la Redención.

 

IV.

Creencias Acerca de la Nueva Vida en Cristo……………………

Una Experiencia Personal. El Aspecto Humano de la Salvación. El Aspecto Divino de la Salvación. Victoria Sobre el Pecado.

 

V.

Creencias Sobre la Santificación………………………………………

¿Qué es la Santificación Variedad de la Enseñanza del Nuevo Testamento. El Aspecto Humano de la Santificación. El Aspecto Divino de la Santificación. Algunos Puntos Prácticos.

 

VI.

Creencias Acerca de la Iglesia del Futuro…………………………

La Iglesia y las Iglesias. La Iglesia y la Sanidad Divina. Escatología: el Futuro.

Prefacio

El propósito de este libro es el de presentar “la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3), en forma que despierte interés y que tenga significado pa­ra los cristianos del siglo veinte.

Los que estén acostumbrados a leer libros de texto notarán la ausencia de citas de otros autores y también de notas al pie de la página, excepto las que se dan del Manual de la iglesia. No es que el autor no tenga moti­vos para incluirlos. Los lectores asiduos notarán que el autor tiene motivos sobrados para expresar su recono­cimiento y gratitud por el material usado. Pero el pro­pósito de este libro no es probar, sino explicar. Por tanto, los detalles técnicos de la erudición han sido puestos a un lado, sin perder, por ello, la exactitud y el cuidado en las declaraciones.

Dos hombres estaban discutiendo acerca de la doc­trina Monroe, y uno acusó al otro de no ser un buen estadounidense. A lo cual su amigo le replicó enojado: “Yo creo en la doctrina Monroe. Estoy dispuesto a pe­lear y morir por la doctrina Monroe. Todo lo que dije fue que no sé qué es la doctrina Monroe.

El propósito de esta investigación sobre Creencias para la Vida, es explicar una vez más lo que significa la fe cristiana.

—W. T. PURKISER

I

Creencias Acerca de la Fe

La religión es uno de los grandes hechos de la vi­da humana. Aun los que no quieren saber nada de ella— según ellos mismos lo dicen—no pueden negar su im­portancia universal. La humanidad es incurablemente religiosa.

Por tanto se puede decir con toda justicia, que el hombre adorará algo. Es probable que sus dioses sean falsos. Se dice del “hombre que se ha hecho a sí mismo” que adora a su “creador” —él mismo—y esta es la ido­latría más grande de todas. Pero adora. Dedica su vida a aquello que él cree ser la cosa de más valor. Debe es­coger a quién debe servir. Martín Lutero lo expresó muy bien: “Cualquiera cosa de la cual tu corazón se aferre y dependa, eso es precisamente tu dios.”

Las Creencias son Importantes

Esto significa que, lo admitamos o no, el asunto de la fe nos incumbe. Es verdad que vivimos en una edad que se jacta de su “realismo” y que pone en tela de duda los credos y el creer. La adoración de la ciencia y su lealtad absoluta solamente a los hechos, parece haber desplazado a la fe y a la religión en el marco de la vida, por no decir que la ha sacado completamente de su marco más ade­cuado.

Lo que necesitamos hacer es detenernos a pensar clara y detenidamente sobre las Creencias para la Vida, y antes que todo, en la fe misma, en relación a la vida como debemos vivirla. Porque, como veremos más adelante, no sólo el justo vive por la fe, sino también el injus­to. Así como la pregunta fundamental no es: “¿Debemos adorar”, sino: “¿A quién (o a qué) debemos adorar”, de la misma manera la pregunta final no es: “¿Debemos creer” sino: “¿En qué (o a quién) debemos creer”

1.    La Naturaleza de la Fe

En primer lugar, hablemos de lo que significa creer. Creer, en general, es aceptar como verdadero lo que no se puede probar con absoluta certeza y sostenerlo con tal confianza, hasta el punto de vivir por ello. De esta manera, una creencia difiere de una opinión. Las opi­niones son cosas sobre las cuales la gente arguye las creencias son cosas por las cuales vive.

Hay una relación muy estrecha entre la fe y la vi­da. Todos los seres humanos viven por fe. Creemos que el sol saldrá mañana, y nadie se pone a argüir sobre este punto seriamente. Pero ¿quién se atrevería a tratar de probar en forma absoluta antes de que el acontecimiento suceda, de que el sol saldrá Creemos que el comer ali­mento nos dará fuerzas, pero muchos han comido y han muerto. Las ideas de las cuales podemos estar absoluta­mente seguros son pocas y distan mucho las unas de las otras. Se descubrirá que la mayoría de ellas son certezas en el campo de lo espiritual.

Poner dinero en el banco y aceptar un cheque son hechos de fe. Aun el dinero mismo está basado en la fe sobre el gobierno que lo emite. El amor, el casamiento, la confianza en la integridad, y la honradez de nuestros amigos, aun la conversación—todas estas cosas, y cen­tenares de otros detalles de la vida que tomamos por sentados, son ejemplos de fe. La mayoría de las veces la fe no se justifica. En algunos casos, desafortunada­mente, prueba estar equivocada.

2.    La Fe y el Hecho

Esto nos lleva a otro punto muy importante. El valor de una creencia no depende de la sinceridad del que cree. En ningún aspecto de la vida es cierto que “no importa lo que usted crea, basta que sea sincero.” La gente más peligrosa en el mundo hoy día es la que cree una men­tira y es sincera en su creencia.

Pablo, en segunda Tesalonicenses, capítulo dos, dice que hay quienes creen una mentira y son condenados en esa creencia. Muestra que ellos tuvieron suficiente oportunidad para aprender y creer la verdad, pero re­husaron hacerlo. Y dice que nuestra salvación depende en “la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad” (v. 13).

Medite un poco sobre esta última frase, y el asunto se hará claro en seguida. Las dos palabras importantes son verdad y fe (creencia). Estos dos términos van jun­tos, aunque a veces se separan. La verdad representa lo que es realmente el caso. La creencia representa nuestra convicción de lo que es realmente el caso.

Por tanto puede haber verdades que no son creí­das, así como puede haber creencias que no son verda­deras. Por tanto, nunca es suficiente con ser sincero en creer. Debemos estar correctos en lo que creemos. Por otro lado, es probable que la verdad se nos presente, pero que nosotros rehusemos creerla.

Recuerde que no estamos diciendo que la sinceridad no es importante. Lo que decimos es que no es suficien­te. Todos los que son salvos son sinceros. Pero de este hecho no se deduce que todos los que son sinceros sean salvos (o estén a salvo), pues el que las ovejas tengan cola, no nos permite llegar a la conclusión de que todos los animales con cola son ovejas. Algunas son cabras.

3.    Fe y Escogimiento

Ahora surge otro punto que también debe considerarse. Creer es algo que nosotros hacemos, y podemos escoger creer o rehusar creer, según sea el caso. Por su­puesto, hay algunas creencias que nos sentimos com­pelidos a aceptar, por lo menos si queremos que el mun­do tenga sentido para nosotros. Pero en la mayor parte de las esferas, el creer es un acto voluntario. Escogemos creer o escogemos dudar. Eso significa que hay un ele­mento de consagración en el asunto de creer.

Si esto no fuera así—es decir, que el creer fuera al­go que somos forzados a hacer, y algo sobre lo cual no tenemos un verdadero escogimiento—no seríamos libres, sino simples maquinarias obedeciendo a los impulsos más fuertes que nos vienen desde afuera. La vida perdería su significado, y tanto el mal como el bien, la verdad y el error, serían etiquetas que no tendrían sentido co­mún. Cualquiera persona con raciocinio grita a voz en cuello que esto no es así. La vida que vivimos es el re­sultado de las creencias que sostenemos. Y las creencias que sostenemos no se nos dan por la fuerza. Son la res­puesta de la mente y el alma, cuando éstas se enfrentan a la verdad.

4.    La Fe y la Razón

Es una desgracia que la gente haya caído en el há­bito de contrastar la fe con la “razón” como si fueran dos polos opuestos y no como dos cosas íntimamente re­lacionadas entre sí. En realidad, tanto la fe como la ra­zón son instrumentos por los cuales venimos al cono­cimiento de la verdad. Ambas son aijadas, no enemigas. Pero por más que el “racionalista” ataque la fe, y el hombre de fe descarte la razón, ambas son la imagen de Dios en el hombre y ambas son vitales para la existencia humana.

Es cierto que la fe nos ayuda a afirmar aquello que la razón no puede entender con claridad. Alguien ha comparado a la fe con los paracaidistas que se dejan caer detrás de la línea de fuego del enemigo y sostienen la posición hasta que las tropas de choque pueden avanzar y tomar posesión. La naturaleza de la fe es ir más allá de lo que la razón puede al momento penetrar.

Si tuviéramos que vivir dentro de los estrechos lí­mites de lo que podemos entender, todos nos moriríamos de hambre o pereceríamos de sed y frío. ¿Quién puede cabalmente entender el proceso misterioso de la vida, por el cual un grano de trigo, plantado en la tierra, se multiplica centenares de veces Pero, ¿rehusaría usted comer pan sólo porque no puede entender cabalmente la maravilla de la vida ¿Hay algún hombre con racio­cinio que pueda explicar claramente lo que la electrici­dad es en su verdadera naturaleza Pero la fe puede apretar el botón y regocijarse en la luz aun cuando la razón esté intrigada sobre los misterios de la energía eléctrica y magnética.

Creer, por tanto, es algo sencillo y profundo. Es co­mún a todas las personas y a la vez de un valor incal­culable por los valores que trae a la vida. Su valor no sólo reside en su sinceridad o en su fuerza, aunque sa­bemos que no tiene valor si no es sincera y fuerte. Su valor consiste en la verdad que afirma y en su poder pa­ra traer nuestras vidas en armonía con Dios y los gran­des principios inmutables y fundamentales de este uni­verso en el cual El nos ha colocado.

El Objeto de la Fe Religiosa

El fundamento de toda religión es creer en el Ser Supremo, a quien conocemos como Dios. Casi todos cre­en en alguna clase de Dios. El verdadero ateísmo es en verdad muy difícil de practicar. El enemigo más peli­groso de la religión no es el ateísmo teorético. Es lo que se llama “secularismo” o ateísmo práctico, que no niega la existencia de Dios en teoría, pero que vive co­mo si El no existiera.

1.    Conocimiento por Experiencia

Para el verdadero cristiano la respuesta a la pre­gunta: “¿Por qué cree usted en Dios” generalmente será de acuerdo a lo que él haya encontrado en su propia experiencia. “Un día me encontré con El, y mi vida fue cambiada. Creo en Dios por lo que El ha hecho en mí y por mí.”

Aunque hay otras muchas razones para creer en Dios, no hay otra mejor que ésta. Yo puedo pensar y argüir acerca de la existencia de alguien acerca de quien he leído, y acerca de quien he aprendido algunos hechos. Pero nunca pongo en tela de duda la existencia de una persona a quien he conocido personalmente. Esto es para explicar que hay dos clases de conocimiento: hay cono­cimiento por oídas; y hay conocimiento personal. El co­nocimiento personal siempre lleva consigo una convic­ción y una certeza mucho más allá de las que posee el conocimiento de oídas.

2.    Una Fe Razonable

Pero tenemos que considerar algunas otras razones para creer en Dios. La mayoría de ellas dependen en que este universo, tal como nosotros lo conocemos, debe tener alguna explicación. Está aquí como un hecho tan cierto que nadie puede negar. El problema consiste en explicar cómo es que está aquí.

a.    Causa y Efecto. El creer en Dios como el Creador, ofrece la única verdadera respuesta a la existencia del universo. Todas la explicaciones de la evolución sin Dios requieren mucha más fe que la simple pero pro­funda declaración de Génesis 1: 1; “En el principio crió Dios.” ¿Cómo puede alguien creer que todo este vasto universo con toda su estructura intrincada y mara­villosa apareció sólo por medio del andar a tientas, ciego y sin sentido de las leyes naturales

El doctor C. A. McConnell, en su interesante historieta Daughter of the Hill Country, cuenta de "Happy,” hijita de un médico agnóstico. Sentada sobre las rodillas de su padre sobre el césped de su casa, mirando las es­trellas brillantes una noche de verano, Happy preguntó:

—Papá, ¿quién hizo las estrellas

—Nadie las hizo, Happy, replicó el doctor. —Se hicieron solas—. Y a pesar de toda la insistencia de la niña, ésta fue la única respuesta que salió de sus la­bios.

Al regresar de visitar a sus pacientes a la mañana siguiente, el doctor Day encontró todos sus instrumentos de cirugía desparramados por el suelo de su oficina y los restos de los hermosos peces que la familia guardaba celosamente en su pecera, los cuales evidentemente ha­bían sufrido una operación de importancia, aunque con resultados fatales. Sus cabezas estaban separadas de sus cuerpos, sus colas cortadas, y sus intestinos regados por el piso.

Movido por una sospecha muy cierta, el doctor lla­mó a su hijita:

— ¿Quién hizo todo esto—le preguntó.

Con sus ojos muy grandes y demostrando su sincera inocencia, Happy miró a su padre, y le dio la respuesta que él le había dado la noche anterior:

—Nadie lo hizo, papá—se hizo solo.

Por supuesto, el razonamiento de Happy no era me­jor que el de su padre. Si las estrellas y el universo se hubieran hecho “solos,” entonces la travesura de su hi­jita también se pudiera haber hecho sola. Pero este no es un mundo donde las cosas se “hacen solas.” Alguien, hablando acerca de las pretensiones del naturalismo de que el universo es el producto de las leyes ciegas y sin sentido, dijo: “Creo en Dios, porque yo no creo en mila­gros.” Esta persona quería decir que era más fácil para él creer en la obra creadora de una Persona1idad Crea­tiva Suprema, que creer en el más grande de todos los “milagros,” de que un mundo como el nuestro haya apa­recido por accidente.

b.    Las Alternativas. ¿Hay en realidad otras expli­caciones a nuestra disposición aparte de estas dos El universo, o es la creación de un Dios infinito, o el re­sultado de fuerzas que no ven ni piensan, de las cuales el caos es el padre del orden y las cosas se suceden sin causa adecuada que las explique.

En realidad, ¿no resulta que tener fe en Dios como el Creador, demanda menos credulidad que la fe en la “evolución,” o la “ley,” o la “materia,” o cualquiera de los substitutos modernos que toman el lugar de Dios Cuando uno se enfrenta a la realidad, la “fe” más in­fantil y conmovedora es la “fe” del filósofo o el cientí­fico que cree que este universo tuvo su origen en algo sin inteligencia y sin un propósito consciente. Esto es, en realidad, un camino más corto hacia lo que no tiene sentido.

c.   Propósito y Significado. Además, la clase de uni­verso en el que vivimos, nos da algunas ideas en cuanto a su origen. Por dondequiera que miramos, encontramos evidencias de propósito y significado en el mundo. El solo hecho de que las cosas que no hacen sentido pare­cen molestarnos tanto nos muestra que la mayor parte de las cosas encuadran dentro de un marco racional. Simplemente no podernos escapar de la convicción de que las cosas que van juntas han sido creadas juntas, y que todo lo que tiene significado y hace sentido es el producto de la inteligencia y de una Mente Suprema.

Un gran científico, Sir James Jeans, dijo que él no podría admitir que una docena de monos, apretando las teclas de una docena de máquinas de escribir, even­tualmente escribirían todos los libros que se encuentran en el Museo Británico, más que lo que puede admitir que este universo nuestro sea el producto de la pura ca­sualidad y de una fuerza sin inteligencia.

d.    La Personalidad de Dios. Incluidas en la creencia en Dios como el Creador, hay otras creencias impor­tantes acerca de El. Una de ellas es que debe ser una Persona. Esto no quiere decir que El tenga cuerpo o forma física, sino que es una Mente infinita que concibe propósitos racionales y obra para que se cumplan.

Es verdad que no debemos pensar en un Dios limi­tado como nosotros, por el espacio y por el tiempo. Sin embargo, es también cierto que somos hechos de acuer­do a su imagen. Por tanto, la razón, el sentimiento y la capacidad de escogimiento que nosotros encontramos en una medida limitada dentro de nosotros mismos, son un reflejo de lo que Dios es, aunque sin las limitaciones hu­manas.

e.    El Significado de la Fe. Puesto que Dios es una persona infinita, y ha creado seres humanos a su propia imagen, debe deducirse que sus propósitos para las per­sonas que El ha hecho son buenos y perfectos. Dios nos ha colocado en un universo donde podemos crecer en bondad y en amor por medio de la verdad y la justicia. Pero la misma capacidad que nos permite hacer lo que es bueno y justo también nos capacita para pecar y hacer el mal. Toda nuestra experiencia nos muestra que Dios y su universo están del lado de lo bueno y de lo justo, y opuestos al pecado y al mal.

Esto nos conduce a creer que el Dios-Creador será también el Dios-Salvador, que no nos dejará ir a tientas por nuestro camino de la vida sin ponernos señales para guiamos, a fin de no encontrar sólo una gran oscuridad al fin de nuestra jornada. Que Dios es infinito significa que nunca debiéramos esperar saber todo lo que se pue­de llegar a conocer acerca de El. Pero que El es infinito también significa que puede encontrar la forma de re­velarse a nosotros.

No es suficiente con que sepamos que Dios existe. Necesitamos saber qué clase de Dios es El, y cuáles son sus propósitos y planes para nosotros. El mundo en el que vivimos no tiene sentido alguno sin la creencia en Dios. Ni tampoco nuestra vida tiene sentido, sin creer que Dios se ha hecho realmente conocer, mostrándonos lo que la vida significa y ofreciéndonos su ayuda para vivirla.

Cómo se Revela Dios

El cristianismo tiene una diferencia grande y fun­damental con las otras religiones del mundo. Todas las religiones contienen el principio de la búsqueda que el hombre hace de Dios, o de lo que se cree que es la Causa Primera en el universo. Pero la fe cristiana descansa sólidamente sobre la convicción de que Dios no ha es­perado que el hombre le encuentre, sino que El ha ve­nido a la raza humana mediante una revelación divi­na, y que tuvo su punto culminante en la llegada de su Hijo unigénito, cuya obra redentora veremos más ade­lante.

Esta revelación de Dios es una revelación perso­nal. Es comunicación en una forma vicaria, de Persona a personas. Es la revelación que Dios hace de sí mismo en sus propósitos redentores, una revelación hecha a personas creadas a su propia imagen. El no revela un sistema de verdades como tales, sino que se revela a sí mismo. Tal como Blaise Pascal dijo hace mucho tiempo, el Dios de la Biblia no es el Dios de los filósofos, sino el Dios de Abraham, Issac y Jacob, el Dios que se revela a sí mismo como Salvador y Compañero en el largo ca­mino que el hombre tiene que recorrer.

Cuando nos preguntamos: “¿Cómo pueden suce­der estas cosas” encontramos que Dios se hizo conocer al hombre en tres formas principales: mediante sus po­derosos actos en la historia; en forma suprema, en su propio Hijo; y por la inspiración de su Espíritu en las Escrituras. Consideraremos brevemente cada una de es­tas tres formas de revelación.

1.    La Revelación de Dios en la Historia

Especialmente en los siglos antes de Cristo “Sus caminos notificó a Moisés, y a los hijos de Israel sus obras” (Salmos 103:7). Fue principalmente mediante sus actos poderosos que el Señor Dios hizo conocer su voluntad. La revelación fue un registro de lo que Dios hizo: llamando a Abraham para que saliera sin saber dónde iba, mas ciertamente sabiendo con quién iba: liberando a su pueblo de la esclavitud de Egipto; hacien­do un pacto con ellos en el Sinaí y dándoles su ley; di­rigiéndoles en la conquista de la Tierra Prometida; le­vantando a David, su siervo, para prefigurar a uno más Grande que habría de venir; castigando la idolatría y el pecado de su pueblo en los cautiverios asirio y ba­bilónico; trayendo un remanente que había sido pur­gado y castigado en el exilio.

Por sus poderosos actos en la historia Dios enseñó las grandes lecciones incluidas particularmente en el Antiguo Testamento. El es un Dios que ama y escoge un pueblo para sí. No es un mero espectador, ni un “Pre­sidente Honorario del universo.” sino el Señor soberano de la historia humana. A medida que los grandes pro­fetas presenciaban los grandes eventos de la historia mediante los ojos de la fe, ellos veían en el levantamien­to y caída de las naciones el cumplimiento del propósito divino. Es bueno recordar que los judíos llamaban a los libros históricos del Antiguo Testamento “los Antiguos Profetas.” Dios habla en la historia.

Pero la historia de la salvación, en el Antiguo Testa­mento es una historia incompleta. Señala hacia el fu­turo, hacia el acto más poderoso de Dios, la venida de Cristo. La historia se convierte en profecía. Lo retros­pectivo se transforma en perspectiva. El hombre tiene su pequeño día, pero el día del Señor todavía ha de venir. El reino político perdido de Israel, debe ser reem­plazado por el reino de Dios, que espera la llegada de su Rey. Aquí llegamos al más grande de todos los medios de revelación.

2.    La Revelación de Dios en Cristo

“Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder” (Hebreos 1:1-3a).

La revelación suprema y final de Dios es “Dios mismo encarnado en Cristo Jesús nuestro Señor,” de quien Juan escribe: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad. A Dios nadie le vio jamás; el uni­génito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1: 1, 14, 18).

Por tanto, la Palabra Viviente de Dios es la per­fecta revelación del Padre. En realidad, es difícil com­prender cómo una Persona divina podría verdadera­mente hacerse conocer a los humanos aparte de una encarnación, es decir, tomar una naturaleza humana. Un Dios personal sólo se puede conocer por medio de una personalidad. Pablo sintetiza el más grande de todos los actos de Dios al decir que “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (II Corintios 5:19).

3.    La Revelación de Dios en Las Escrituras

Es probable que alguien diga, y con mucha razón: “Pero la revelación de Dios en la historia y en su Hijo tomó lugar muchos siglos atrás. ¿Cómo podemos conocer al Señor en nuestros tiempos” La respuesta se encuentra en la Palabra escrita, el registro inspirado de los poderosos actos de Dios y una interpretación inspirada de la vida redentora, muerte y resurrección del Señor Jesucristo.

a.   El Libro de las Edades. El Libro que nos imparte este conocimiento es la Biblia, las Santas Escrituras, la Palabra de Dios. Como el presidente Woodrow Wilson dijo en cierta ocasión, sabemos que la Biblia es la Pa­labra de Dios, porque encontramos que es el secreto pa­ra nuestra propia felicidad, nuestra propia responsabi­lidad y el significado de la vida. El Espíritu de Dios vie­ne a nosotros mediante las Escrituras, y nos confronta con su evangelio.

La Biblia es un Libro muy antiguo, que a la vez ha­bla a nuestra generación tan clara y acertadamente como habló en el siglo sexto antes de Cristo o en el primer siglo después de Cristo. Es siempre de actualidad porque su verdad no está sujeta al tiempo. La naturaleza hu­mana que describe con tanta franqueza y exactitud no ha cambiado a través de las edades, ni tampoco la obra de Dios en las vidas humanas.

Un examen más detenido nos revela que la Biblia es en realidad una sagrada Biblioteca de sesenta y seis libros, treinta y nueve de los cuales fueron escritos an­tes de Cristo, los cuales forman el Antiguo Testamento; y veintisiete en el Nuevo Testamento, escritos dentro de los primeros cincuenta o sesenta años después de la muerte de nuestro Señor. El Libro dice de sí mismo que “santos hombres de Dios hablaron siendo inspira­dos por el Espíritu Santo” (II Pedro 1:21).

b.    La Humanidad de la Biblia. Esto nos señala dos hechos maravillosos acerca de la Biblia. Primero, fueron santos hombres de Dios quienes hablaron y escribieron la Palabra de Dios. Porque como es natural, si Dios iba a hablar a los hombres, tenía que hacerlo por medio de hombres, en un idioma que nosotros pudiéramos enten­der, usando términos comunes dentro del marco de la experiencia humana.

Estos santos hombres de Dios vinieron de todos los niveles de la sociedad. Fueron pastores, sacerdotes, pro­fetas, reyes, campesinos, pescadores; algunos eran ricos, otros pobres; algunos muy educados, otros sin educa­ción. Las palabras que ellos usaron, fueron palabras que brotaron de su propia experiencia, y escribieron en estilos muy diferentes.

Por lo tanto, la humanidad de la Biblia es una de sus principales fuentes de poder. Nos habla en un len­guaje que no podemos dejar de entender. En sus páginas encontramos reflejada la clase de personas que somos. El rápido y el lento, el impulsivo y el cuidadoso, el in­telectual, el hombre de acción, la persona de profundos sentimientos—cualquiera que sea la particularidad de nuestro carácter o personalidad, podemos encontrarnos en las páginas del Libro.

c.   La Divinidad de la Biblia. Pero la humanidad de la Biblia es sólo la mitad de la verdad. La singularidad de las Escrituras no reside en su forma humana, sino en el Espíritu divino que inspiró a los escritores y que usa la verdad para traemos a Dios. Si bien es cierto que fueron santos hombres de Dios quienes escribieron, ellos escribieron y hablaron a medida que eran inspirados por el Espíritu de Dios.

Aquí encontramos una maravillosa semejanza entre la Palabra escrita de Dios en la Biblia y la Palabra vi­viente, o sea la Persona del Señor Jesucristo. Ya hemos visto que al principio del Evangelio de Juan, Cristo se describe como el Verbo. El fue en el principio con Dios, y El era Dios. Sin embargo se hizo carne y habitó en­tre nosotros, y nosotros vimos su gloria, gloria como la del unigénito del Padre.

La figura central de la fe cristiana es Dios en forma humana, el Dios-hombre, Cristo Jesús. En el próximo capítulo veremos que El era un ser humano perfecto y completo—perfectamente humano. Pero El fue también la plenitud de la Divinidad—perfectamente divino. Toda su vida terrenal fue una continua fusión y unión de humanidad y deidad. El hecho de ser hombre no le ha­cía menos Dios. El hecho de que era Dios no le impi­dió entrar en la plenitud de la experiencia humana, excepto el pecado.

En esta misma forma maravillosa encontramos en la Biblia la fusión de lo humano y lo divino. El hecho de que sus autores terrenales fueran hombres como no­sotros, no lo hace menos Palabra de Dios. El hecho de que sea divina en su inspiración, de que su prepara­ción fuera guiada y preservada del error por el Espí­ritu de Verdad, no le impide enfrentarse a nosotros en nuestro propio nivel para juzgar el pecado y la justicia entre nosotros.

d.  La Biblia como la Palabra de Dios. Pero hay otro punto que debemos notar. Así como Cristo fue el Dios-hombre en todo el sentido de la palabra, la Biblia ES la Palabra de Dios en su totalidad. Es decir, Cristo no fue parcialmente humano y parcialmente divino. El fue ver­dadero Dios y verdadero hombre, en cada partícula de su ser. De la misma manera la Biblia, en su totalidad, es la Palabra de Dios al hombre por medio de hombres.

Hay a quienes les gusta decir que la Biblia no es la Palabra de Dios, sino que contiene la Palabra de Dios. Pero esta posición roba al Libro de su autoridad sobre la vida y el pensamiento humano. Porque, ¿quién puede decir cuál parte es la Palabra de Dios y cuál no lo es Es decir, si pensamos sólo en términos de que la Biblia contiene la revelación de Dios, inmediatamente saca­mos a relucir nuestra propia razón, o instinto, o juicio para decidir qué parte es la Palabra de Dios y qué es solamente la cáscara humana en la cual se encuentra la semilla.

Y así encontramos algunos que quitan una parte y otros que le quitan otra. Algunos le quitan la historia de la creación, otros el relato de la caída. Otros quisie­ran deshacerse de los milagros de las Escrituras. Para cuando todos los críticos terminen cortando y podando lo que cada uno de ellos piensa que es solamente humano, no quedará mucho.

Probablemente parte del problema sea que tenemos la tendencia a pensar solamente en términos de nuestra propia generación y de nuestra propia forma de ver las cosas. Olvidamos que la revelación de Dios en la Biblia fue dada a la raza entera: para todos los hombres en todas partes y en todas las épocas. A veces impacien­temente pensamos que la Palabra de Dios se nos de­biera dar en nuestra propia forma de pensar del siglo veinte. Lo que no recordamos es que, todos los libros de la Biblia a la vez que fueron escritos para nosotros, fueron escritos también para personas que vivieron en los siglos pasados; y que Dios los amó y estaba inte­resado en ellos tanto como El nos ama y está interesado en nosotros. Mucho de lo que se encuentra en el Anti­guo Testamento tendría nuevo sentido si tan sólo man­tuviéramos esto en mente.

e.    Personas de un Libro. Hay una conclusión muy práctica que sigue a todo esto. Si la Biblia es la Palabra de Dios, entonces debemos conocerla mejor y amarla más que cualquier otro libro. Lo mismo que Juan Wes­ley, debemos hacernos la determinación de ser “per­sonas de un Libro”—no que no hemos de leer o estudiar ningún otro libro, sino que todo otro libro debe estar vitalmente relacionado a la verdad dada a nosotros en las Escrituras.

Uno de los antiguos escritores sagrados hace la pre­gunta: “¿Con qué limpiará el joven (o, por supuesto, cualquiera persona, su camino” Luego da la respuesta: “Con guardar tu palabra. Con todo mi corazón te he buscado no me dejes desviarme de tus mandamientos. En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Salmos 119:9-11).

Creemos en un solo Dios eternalmente exis­tente e infinito, el Soberano del universo. Que El solo es Dios, creador y administrador…[1]

Creemos en la inspiración plenaria de las Sagradas Escrituras por las cuales entendemos los sesenta y seis libros del Antiguo y Nuevo Tes­tamentos, dados por inspiración divina, revelan­do infaliblemente la voluntad de Dios respecto a nosotros en todo lo necesario para nuestra sal­vación: de manera que ninguna cosa que no con­tengan ellos ha de imponerse como Artículo de Fe.[2]

Para Discusión y Estudio

1.  ¿En qué sentido la fe requiere consideración imparcial

2.  ¿Por qué no es suficiente con sólo ser sincero en lo que uno cree

3.  ¿Cuál es la mejor base para la verdad acerca de la exis­tencia de Dios

4.  Mencione algunos de los puntos que hacen que la fe en Dios sea una fe razonable.

5.   ¿En qué formas se puede decir que Dios se revela al hom­bre ¿Cuál es el lugar y valor de cada una de ellas

6.  ¿Qué se quiere decir por la “humanidad de la Biblia” y la “divinidad de la Biblia”

7.  ¿Cuál es la principal objeción a la declaración de que la Biblia “contiene la Palabra de Dios”

II

CREENCIAS ACERCA DEL DIOS TRIUNO

En el capítulo anterior vimos que la fe religiosa tie­ne como objeto la Persona suprema que nosotros cono­cemos como Dios. También vimos que el Dios de un universo moral, tal como en el que vivimos, sin duda se revelaría a sus criaturas. Esto, afirma el cristiano, toma lugar mediante los actos de Dios en la historia, la venida de su Hijo al mundo; y en la Biblia, según el Espíritu de Verdad que la inspiró la hace vivir en nosotros.

¿Qué debemos creer entonces acerca de Dios Al­guien dijo que para él Dios era algo incierto. Pero la fe no es el resultado de nuestra búsqueda de Dios a tientas. En el sentido más verdadero, es nuestra respuesta a la revelación de Dios, cuando El se enfrenta a nosotros en Cristo mediante su Espíritu. He aquí, en síntesis, lo que los cristianos quieren decir cuando hablan de la Tri­nidad.

El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo

Nada más importante se ha dicho acerca de que El es “el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Efe­sios 1:3). Todos los rayos de verdad que han brillado a través de las páginas del Antiguo Testamento, se jun­tan y se enfocan en una luz muy brillante en el rostro de Cristo Jesús, El nos muestra lo que Dios es. Porque el Dios de la Biblia es semejante a Cristo.

1.    Un Dios de Amor Santo

Mucho se ha escrito y dicho acerca de Dios que nos ayuda a entenderle y a comprender su forma de obrar con los hombres. A través de todas las Escrituras, se de­clara que Dios es un Espíritu infinito; eterno en su ser, es decir, sin principio y sin fin; inmutable y perfecto; presente en todas partes, y todopoderoso; que todo lo sabe, es sabiduría y todo bondad; un Dios de justicia, verdad y gracia. El es el soberano Señor de la historia que se sienta a juzgar todos los pecados humanos, na­cionales e individuales. Pero por sobre todo esto, El es un Dios de amor santo. Esto es lo que vemos cuando pen­samos acerca de Cristo. “El que me ha visto a mí, ha vis­to al Padre,” dijo nuestro Salvador en su memorable declaración en Juan 14:9-10, “las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras.”

La síntesis de las enseñanzas tanto del Antiguo co­mo del Nuevo Testamento, es que el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, es un Dios de amor santo. En cierto sentido la santidad de Dios sobresale más en el Antiguo Testamento y el amor de Dios sobresale más en el Nuevo Testamento. Pero no debemos poner de­masiado énfasis sobre esto. El Antiguo Testamento de­clara el amor de Dios: “Con amor eterno te he amado” (Jeremías 31:3). El Nuevo Testamento nos dice cuán grande es ese amor: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito” (Juan 3:16). De la misma manera, el Nuevo Testamento declara la santidad de Dios: “Sino como aquel que os llamó es san­to, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (I Pedro 1: 15).

Dios no puede ser otra cosa que amor. Aun lo que la Escritura describe como la ira de Dios es una expre­sión de su amor. Lo contrario del amor no es ira, sino odio. La ira es el otro lado del amor, la constante opo­sición de Dios hacia aquello que destruye a quienes El ama.

Un padre escuchó en cierta ocasión a sus dos hijos en una seria conversación. El más grande estaba re­prendiendo al más pequeño: “Si eres malo papá no te amará más.” El padre llamó a sus dos niños. “Eso no es verdad,” dijo él. “Cuando ustedes son buenos, papá les ama con un amor que le hace feliz. Cuando ustedes son malos, papá les ama con un amor que les hace sen­tirse triste. El hecho de que el amor de Dios sea justo y santo y castigue lo malo, no hace que sea menos amor. En realidad un amor que no tuviera estas características no sería verdadero amor. Dejar que el pecado actuara libremente y que el mal quedara sin castigo, sería des­cuido e indiferencia y no un verdadero amor.

El Señor Jesucristo, Nuestra Esperanza

En la Biblia sobresale la figura del Señor Jesucristo. Lo que El es y lo que enseñó es el criterio por el cual ha de interpretarse toda creencia de la fe cristiana.

Pero la creencia acerca de Cristo significa mucho más que la aprobación general de lo que El hizo y enseñó. “¿Qué pensáis del Cristo” (Mateo 22:42), es una pre­gunta que penetra hasta el corazón mismo de la fe que cualquier persona tenga, y establece separación entre la fe y la incredulidad. Ser cristiano significa algo más que tener puntos de vista correctos acerca de Cristo, pero di­fícilmente puede significar menos que esto.

En realidad, lo que nosotros sabemos acerca de Cris­to intelectualmente depende del testimonio de las Es­crituras. Ese testimonio, tomado como un todo, es claro e inconfundible, y nos habla de dos grandes hechos acer­ca de la persona del Señor Jesucristo. Ya mencionamos que estos dos hechos en el capítulo anterior represen­tan dos grandes verdades acerca de la Biblia misma, pero debemos considerarlos de nuevo.

1.    Humanidad Perfecta

El primero de estos grandes hechos en el testimonio de la Biblia acerca de Cristo es el de su perfecta humani­dad. El no fue medio humano y medio divino. Fue total­mente humano, tanto que podía “compadecerse de nues­tras debilidades,” y “tentado en todo según nuestra se­mejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15).

Nunca debemos perder de vista este hecho. La única forma en que Dios podía verdaderamente revelarse era tomando la forma de la naturaleza humana, y en la per­sona de su Hijo, enseñándonos tanto lo que El es como lo que El quisiera que nosotros fuéramos. Un ser celes­tial puede anunciar los requisitos de la ley, pero la gra­cia y el amor de Dios podían verse sólo en una perso­nalidad viviente. Nosotros no podríamos ser reconcilia­dos a Dios, a menos que nuestra Reconciliación hubiera participado de nuestra naturaleza de modo que pudiera tomar nuestra mano y la mano del Padre para unirlas.

2.    La Deidad de Cristo

El otro gran hecho del cual la Biblia da testimonio es el de la Deidad de Cristo. No es suficiente hablar acerca de la “divinidad,” porque había muchas “divini­dades” en el tiempo de la Biblia, y muchos “dioses” eran adorados por los habitantes del mundo Mediterráneo. Si los cristianos primitivos se hubieran conformado con la “divinidad” de Cristo, no hubieran sufrido persecu­ción—porque donde hay muchos dioses hay lugar para uno más. Y aun en nuestros días hay personas que ha­blan de la “divinidad” del hombre o de la “chispa de la divinidad” en cada alma humana.

La afirmación del cristiano acerca de Jesús es que El es verdadero Dios, y es su deidad por la que santos y mártires dieron sus vidas. Gozosamente tomaron sus lugares en “la iglesia del Señor, la cual el ganó por su propia sangre” (Hechos 20:28). Ellos hablaron del “mis­terio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, jus­tificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en glo­ria” (I Tesalonicenses 3:16). Vivieron con la esperanza de “la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13); ellos hablaban de El como del Verbo quien estuvo desde el principio con Dios (Juan 1:1); y le adoraron como “Señor mío y Dios mío” (Juan 20:28).

La gran fe se fortaleció porque Cristo no nació por un proceso natural, sino por medio de una virgen, mediante la intervención del Espíritu Santo. Los que ponen en tela de duda el nacimiento virginal de Cristo deben conside­rar bien la alternativa de esta creencia, porque las Escri­turas dicen claramente que José no fue el padre de nues­tro Señor.

3.    Propósito de la Encarnación

¿Por qué, —quizá se pregunte, —tomó Dios forma hu­mana y en la persona de su Hijo invadió la historia hu­mana, dividiendo así el tiempo en antes de Cristo y des­pués de Cristo, en lo que alguien ha llamado la “lógica irrefutable del calendario” No se puede obtener una respuesta más clara que la clásica respuesta de Pablo, ya citada anteriormente: “Dios estaba en Cristo reconcilian­do consigo al mundo” (II Corintios 5:19).

En estas nueve palabras tenemos material para va­rios volúmenes de teología. La gran tragedia del pecado humano había separado al hombre de Dios. Los justos requisitos de la ley moral debían llenarse, una ley en la que el pecado es seguido por la muerte, tan cierta e inevitablemente como la noche sigue a la puesta del sol. Al hacerse El mismo nuestra Ofrenda por el pecado, al ser levantado otra vez de entre los muertos para nues­tra justificación, el Señor Jesucristo se convierte en Salvador de todos los que creen en El.

4.    La Fe en Cristo

Estas últimas palabras nos dan un punto que debemos considerar cuidadosamente. En ninguna parte pro­meten las Escrituras vida eterna a los que tienen con­ceptos acertados acerca de Cristo, no importa cuán im­portantes sean esos conceptos. La frase clave es siempre: “Cree en,” o “Cree en el Señor Jesucristo, y serás sal­vo” (Hechos 16:31).

Porque creer puede significar dos cosas. Puede sig­nificar solamente “considerar verdaderas, ciertas ideas acerca de algo.” O puede significar, como en realidad debiera serlo, “aferrarse a esas ideas hasta el punto de hacerlas parte de su vida.” La fe no es un mero asunto de intelecto. Es un acto de la voluntad. Significa confiar en, entregar a, escoger, como un principio dominante de la vida.

Por tanto, la fe en Cristo es fe salvadora cuando con­duce a rendir la vida a su voluntad y a una confianza plena en su poder para salvar. Pero el resultado de la fe tal como se encuentra en nuestras vidas, no es sola­mente lo que nosotros hacemos acerca de ello, sino lo que El hace en nosotros. Y El obra en nosotros mediante su Santo Espíritu.

El Espíritu Santo de Dios

Cuando Cristo se enfrentó a la cruz, reveló a sus dis­cípulos el desaliento y la tristeza que su partida les cau­saría. Pero juntamente con estas advertencias les dejó algunas de sus promesas más grandes. “Rogaré al Padre,” dijo El, “y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora en vosotros, y estará en vosotros” (Juan 14:16-17).

Pasamos ahora a considerar nuestras creencias acerca del Espíritu Santo. Sería difícil pensar en otra creencia que tenga más importancia en la vida cristiana práctica.

1.    “Otro Consolador”

Cristo dijo, hablando acerca del Espíritu, que sería otro Consolador. Este término a veces se traduce tam­bién en “Abogado” o, como dice en el original: “Uno llamado para que venga a ayudar.”

Aun el antiguo término castellano “Consolador” tiene una interesante profundidad de significado cuando se aplica al Espíritu Santo. No significa: “Uno que im­parte solaz o consuelo en momentos de tristeza,” como el término nos sugiere en nuestros días. Significa más bien “fortalecer” o “fortificar.” El Consolador, por tanto, viene con poder, para fortalecer a un cristiano.

En la sección siguiente veremos que la doctrina cristiana de la Trinidad significa el reconocimiento de tres Personas divinas en una naturaleza o Deidad. La tercera Persona de la Trinidad es el Espíritu Santo.

Aquí tenemos dos puntos claves. El primero es la personalidad del Espíritu Santo.

2.    La Personalidad del Espíritu

No es correcto referirse al Espíritu Santo en forma neutra. Tenemos que ser cuidadosos y usar siempre el pronombre “El” cuando hablamos del Espíritu Santo. El es tanto una Personalidad divina como lo son Cristo y Dios el Padre.

El nombre más común que encontramos en la Bi­blia para la Tercera Persona de la Trinidad es el de Es­píritu Santo, y es el que preferiblemente debiéramos usar. Sin embargo, se usan en la Biblia buen número de diferentes nombres y títulos para referirse al Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento se habla de su obra creadora en el segundo versículo de la Biblia cuando se nos dice que “el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” (Génesis 1:2).

En el Nuevo Testamento se le llama “el Espíritu Santo,” “el Consolador,” “el Espíritu de Cristo,” “el Es­píritu de verdad,” “el Espíritu de gracia,” “el Espíritu de adopción,” y también “el Espíritu de poder, de amor y de cordura.”

3.    La Deidad del Espíritu

El segundo punto clave que debemos considerar acerca del Espíritu Santo es su deidad. La Biblia nos enseña que una mentira en contra del Espíritu Santo es una mentira en contra de Dios (Hechos 5:3-4); El es eterno, como lo son Dios el Padre y Dios el Hijo (He­breos 9: 14); y la Iglesia usa formas de bautismos y ben­diciones que incluyen los nombres del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en forma paralela e igual (Mateo 28: 19; II Corintios 13: 14).

4.    El Espíritu y la Vida Cristiana

Pero ahora hemos de considerar el lugar que esta Persona divina tiene en la vida del cristiano. Puede re­sumirse este asunto diciendo que todo contacto con Dios el Padre y Cristo Jesús, el Hijo, por un lado, y el alma humana por el otro, es por el Espíritu Santo.

Cristo enseñó esto claramente en su última conver­sación con sus discípulos que se registra en el Evange­lio de Juan, en los capítulos 14 al 16. El Espíritu Santo ha de tomar el lugar del Maestro en la vida de los cre­yentes (14: 18); El ha de enseñar todas las cosas, y re­cordar todo lo que Cristo ha enseñado (14:26); El ha de inspirar testimonio acerca de Cristo (15: 26-27); y es mejor para los cristianos tener el Espíritu que tener la presencia del Señor Jesús con ellos en la carne (16:7).

a.    Su Obra. Por lo tanto vemos que no hay vida es­piritual bajo ningún concepto sin el Espíritu de Dios. Antes de convertirnos, somos despertados y convencidos del pecado por el Espíritu Santo (Juan 16: 8). El prin­cipio de una verdadera vida cristiana es el nacimiento del Espíritu, (Juan 3:5-6). Necesitamos nacer no so­lamente del Espíritu, sino también ser bautizados con el Espíritu (Mateo 3:11). Y a través de toda su vida cris­tiana el creyente continúa siendo guiado por el Espíritu (Romanos 8: 14).

b.    El Ejecutivo Divino. Esta es la razón por la que el doctor Daniel Steele llamó al Espíritu Santo “El Ejecutivo de la Deidad.” El ilustró la doctrina de la Trinidad señalando que en cualquier gobierno hay tres funciones o facultades. Incluido en el Congreso de nues­tro gobierno está la función legislativa o la de hacer las leyes. Luego está la función judicial, tal como se ve en los juzgados del país. Y finalmente está la función eje­cutiva, representada por el presidente y su gabinete.

De la misma manera, en la Trinidad está Dios el Padre, el Dador de la ley. Está Cristo Jesús, el Hijo, el Juez divino de toda la humanidad. Y está el Espíritu del Señor, el Ejecutivo.

Así como todas las relaciones del ciudadano indivi­dual con su gobierno, y las acciones del gobierno en re­lación con el individuo se efectúan por intermedio de la rama ejecutiva del gobierno, así el Espíritu Santo es el que obra dentro del ser humano la voluntad de Dios.

c.     El Pecado Imperdonable. Sin lugar a dudas esta es la razón por la cual el pecado imperdonable men­cionado en la Biblia es el pecado de la blasfemia en contra del Espíritu Santo (Mateo 12:31). Cometer este pecado es separar el alma de todo contacto posible con Dios y su gracia.

Es, pues, muy importante que mantengamos una ac­titud reverente hacia el Espíritu Santo. Por intermedio de El y su obra en nosotros recibimos lo que Cristo nues­tro Señor compró en la cruz para nosotros. Las creencias correctas acerca del Espíritu son una parte vital del sis­tema cristiano de Creencias Para la Vida.

La Trinidad

Hemos encontrado que es imposible hablar del Dios de la Biblia sin usar las expresiones Triuno o Trinidad. Ahora daremos atención a esta verdad difícil de en­tender. Aquí se encuentra la creencia del cristianismo histórico que resume nuestra fe acerca de Dios, acerca de Cristo y acerca del Espíritu Santo. La convicción es que Dios es Tres en Uno: que Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu Santo son tres Personas en una sola naturaleza. No hay tres dioses, sino que el Único Dios subsiste como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

1.    El Fundamento de la Verdad

Es por demás pretender que se entiende perfecta­mente todo lo que significa la doctrina de la Trinidad. Sin embargo, nos ayudará el recordar que esta gran fe no es una doctrina teorética y abstracta inventada para instigar el entendimiento—una clase de prueba de in­teligencia religiosa. Surge más bien de la vida práctica y la fe de la comunidad cristiana. Es el resultado de po­ner juntos tres grandes hechos. Primero, el hecho de la unidad de la Deidad; segundo, el hecho de la deidad del Señor Jesucristo; y tercero, el hecho de la personalidad y deidad del Espíritu Santo. Ninguno de estos hechos se puede dejar de lado, sin abandonar la fe del Nuevo Tes­tamento. La necesidad de ponerlos juntos y mantenerlos en un equilibrio correcto, es lo que origina la doctrina de la Trinidad.

2.    Los Límites a Observarse

Que Dios es uno en naturaleza y esencia y tres en persona es la verdad que queremos demostrar. La mayo­ría de las explicaciones tienden a sacrificar o la unidad o la trinidad. Ninguna de nuestras analogías, aunque nos ayude a comprender esta verdad, parece lo suficiente adecuada: ya sea gubernamental, sicológica, física o biológica. En esto, como en todos los asuntos de la fe, cuan­do las explicaciones parecen eludirnos, tenemos que aferrarnos más fuertemente a los hechos. Esto no nos excusa para dejar de usar nuestra cabeza y pensamiento lo más posible a fin de entender la fe cristiana, pero nos advierte el pretender ser infalibles en la interpretación.

Con esta advertencia y dentro de estos límites, en­tonces, podemos notar que cualquier gobierno consiste de tres funciones: el legislativo, el judicial, y el ejecutivo. En tal descripción no hay tres gobiernos, sino uno. Cada ser humano es en cierto sentido una trinidad, pues la razón, la voluntad y los afectos, hacen una unidad sico­lógica. Un cuerpo físico radiante, tal como el sol, existe en el espacio como un centro de gravitación radiando luz y calor. Finalmente, un organismo biológico posee un or­den elevado de unidad. Pero es una unidad en pluralidad, muchos órganos y células comparten una sola vida.

Creemos en un solo Dios eternalmente exis­tente e infinito: el Soberano del universo. Que El solo es Dios, creador y administrador, santo en naturaleza, atributos y propósito. Que El, co­mo Dios, es trino en ser esencial, revelado como Padre, Hijo, y Espíritu Santo.[3]

Creemos en Jesucristo, la Segunda Persona de la Divina Trinidad; que El eternalmente es uno con el Padre; que se encarnó por la obra del Espíritu Santo y que nació de la Virgen María, de manera que dos naturalezas enteras y per­fectas, es decir, la Deidad y la humanidad, fue­ron unidas en una Persona verdadero Dios y verdadero hombre, el Dios-hombre.

Creemos que Jesucristo murió por nuestros pecados y que verdaderamente se levantó de la muerte y tomó otra vez su cuerpo, junto con to­do lo perteneciente a la perfección de la natura­leza humana, con todo lo cual El ascendió al cielo desde donde intercede por nosotros.[4]

Creemos en el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Divina Trinidad, que está siem­pre presente y eficazmente activo en la Iglesia de Cristo y juntamente con ella, convenciendo al mundo de pecado, regenerando a los que se arrepienten y creen, santificando a los creyen­tes y guiando a toda verdad según Jesucristo.[5]

Para Discusión y Estudio

1. ¿Cuál es la relación entre la santidad y el amor de Dios

2. Discuta la importancia de mantener en equilibrio correcto la creencia en la humanidad y la deidad de Cristo Jesús.

3. ¿Cuál es la importancia del nacimiento virginal de Cris­to Jesús

4. ¿Por qué debemos ser cuidadosos de hablar siempre del Espíritu Santo en la tercera persona

5. ¿Cuál es el lugar del Espíritu Santo en la vida cristiana

6. ¿Qué tres hechos se ponen juntos en la doctrina de la Trinidad

7. ¿Qué peligros opuestos se deben evitar al pensar acer­ca del Dios Triuno

III

Creencias Acerca de la Redención

Varias veces en los capítulos anteriores hemos afir­mado que el propósito de Dios para la raza humana fue un propósito salvador. Otra palabra que expresa lo mis­mo es “redención.” El significado literal de redimir es volver a comprar o recobrar; obtener la libertad, por ejemplo de un cautiverio, mediante el pago de una re­compensa. Un estudio minucioso del término tal como se usa a través de toda la Biblia muestra que incluye tres elementos: la víctima que ha de ser redimida, el estado o condición del cual se necesita redención, y los medios o costo por el cual se provee la libertad. Es­tos tres elementos servirán como las divisiones para este capítulo.

“¿Qué es el Hombre Para que Tengas de él Memoria”

El propósito e interés de Dios a través de las edades han estado relacionados a la raza humana. A fin de enten­der la redención debemos saber algo de aquello que es su objeto. Después de Dios, el hombre es el tema más importante de la Biblia. Génesis nos presenta primero a Dios en su obra creadora. Inmediatamente, sin embargo, se refiere a la naturaleza humana y al lugar de la huma­nidad en la creación de Dios. Alguien ha notado la impor­tancia relativa del alma humana en relación a las cosas creadas. “Génesis dedica dos capítulos a la creación y ca­torce a Abraham.”

1.    El Origen del Hombre

En este relato de Génesis acerca del hombre se corrigen muchas ideas equivocadas acerca de la naturaleza humana. Descarta de una vez para siempre todas las filosofías naturalistas que ven en la humanidad nada más que el último producto de un proceso de evolución, con un sistema nervioso mejor organizado y más perfecto que el de los animales.

Resulta interesante notar que solamente en tres o­casiones se usa en el primer capítulo de Génesis el tér­mino “crear.” Todas las demás obras de Dios se descri­ben mediante el uso del término “hizo” o “sea.” Las tres “creaciones” son el universo material (v. 1), la vida biológica (v. 21), y el ser humano mismo (v. 27).

La Biblia reconoce que nuestros cuerpos físicos son del polvo de la tierra. El verdadero elemento importante en la naturaleza humana se encuentra en las palabras “espíritu” y “alma”—porque Dios alentó soplo de vi­da en la nariz de Adán (literalmente, “el espíritu de vida”); “y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7).

2.    La Imagen de Dios en el Hombre

Llevamos la imagen de Dios en el espíritu y en el alma. Esto es lo que nos hace superior a los animales; eso es lo que nos hace ciudadanos de dos mundos. Física y biológicamente vivimos en el mundo de la naturaleza, nuestras vidas corporales son sustentadas por el mismo proceso que sostiene la vida de los animales. Pero mental y espiritualmente, vivimos en un nivel más elevado. Te­nemos capacidades mucho más elevadas que las de cual­quier otro ser viviente.

Si bien es cierto que el pecado ha deformado la ima­gen moral de Dios en la naturaleza humana, el hombre todavía conserva mucho de la imagen moral de Dios en su capacidad de pensar con inteligencia y la habilidad de hacer verdaderos escogimientos. Si no fuera por esto, no solamente estaríamos perdidos, apartados de Dios para siempre, sino que no estaríamos capacitados para respon­der a su gracia cuando se nos presenta.

3.    Ciudadanos de Dos Mundos

El hecho de que nosotros, como humanos, tengamos ciudadanía en dos mundos diferentes, es lo que causa muchas de las tensiones que sentimos. La influencia de lo físico y lo natural es muy fuerte. Algunos viven sus vidas casi completamente en el nivel de la satis­facción de las necesidades y apetitos animales.

Por otro lado, es casi imposible para un ser humano sentirse enteramente satisfecho con vivir como una le­gumbre o un animal. Existe la atracción del mundo espiritual, y la presión de la ley moral, aunque a veces levemente sentida. En toda la creación, solamente el ser humano está sujeto al sentido de la “obligación.”

4.    La Naturaleza de la Libertad Humana

Una de las teorías más recientes en el estudio de la naturaleza humana, se conoce con el nombre de “deter­minismo.” Expresado en diferentes formas, quiere decir que la gente es el resultado de su herencia y medioam­biente, y sus acciones son el resultado de fuerzas e in­fluencias exteriores ejercidas sobre ellos. En su forma extremista este punto de vista conduce al fatalismo, y resulta en una sumisión pasiva a las circunstancias.

Nada podría estar más apartado de la verdad que este punto de vista, de acuerdo a las Escrituras. La Bi­blia no niega la fuerza de la tendencia pecaminosa o el hecho de la naturaleza terrenal del hombre. Pero a­firma enfáticamente el libre albedrío del ser humano. La gracia capacitadora de Dios se imparte a todos, dán­doles la posibilidad para levantarse por sobre la escla­vitud de la carne y las circunstancias.

5.    El Objetivo Correcto de la Vida Humana

Íntimamente relacionada con la falacia del determinismo está la idea de que los asuntos de bien y mal en la vida humana se deciden por el placer o la felici­dad que brindan ciertas formas de conducta. Algunos enseñan que cualquier cosa en la vida que prometa la mayor felicidad o placer es por consiguiente bueno y justo.

En contra de esto, está la enseñanza bíblica de que la vida no es un vaso cuyo contenido debe beberse, sino una medida que debe llenarse—que no estamos aquí en este mundo para ver cuánto podemos sacar para noso­tros mismos, sino para hacer una contribución y para dejar a la humanidad por lo menos un poco mejor por el solo hecho de que hemos vivido. El fin principal del hombre no es ser feliz, sino merecer la felicidad.

Es verdad que la materia prima de la humanidad puede usarse para edificar tabernas dedicadas a la sen­sualidad y la lujuria. Pero también se puede usar para erigir templos consagrados a Dios y la edificación de su Reino en los corazones de los hombres.

6.    Las Implicaciones de la Inmortalidad

En relación con esto nunca debemos olvidar la clara enseñanza tanto de la razón como de las Escritu­ras que el hombre es una criatura destinada a vivir para siempre. La verdadera personalidad, el alma, la cual es lo que realmente somos, no muere cuando el cuerpo pe­rece. Esto agrega una nueva y verdadera dimensión a la vida humana. Una cosa es hacer todos nuestros esco­gimientos como si los sesenta o setenta años, más o me­nos, que vivamos en esta tierra fueran todo lo que tene­mos para vivir, y algo completamente diferente hacer nuestros escogimientos con los horizontes eternos en mente.

Vivir de esta manera no significa ser impráctico y soñador. Significa vivir y actuar como los seres inmor­tales deben hacerlo. Nunca podemos medir nuestro éxito por lo que dejamos atrás. Lo podemos medir solamente por lo que nos espera en el futuro. Y es haciendo “te­soros en el cielo” que podemos servir a Dios más efecti­vamente en nuestra vida presente.

Fue el salmista quien dijo: “Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memo­ria, y el hijo del hombre, para que le visites” (Salmos 8:3-4). ¡Cuán grande y digna es su respuesta!: “Le has hecho poco menor que los ángeles, y le coronaste de glo­ria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: ovejas y bueyes, todo ello, y así mismo las bestias del campo” (Salmos 8:5-7).

La Maldición del Pecado: La Mordedura de la Serpiente

Al principio del capítulo vimos que la redención señala hacia las víctimas que han de redimirse, y al es­tado o condición de la cual se necesita la redención. Pasamos entonces a considerar la condición en la cual el hombre cayó.

1.    El Predicamento Humano

Todos los observadores de la vida humana están sorprendidos por la extraña enfermedad que aflige a la humanidad. En un mundo lleno de recursos naturales suficientes para vivir una vida pacífica y abundante, en lugar de serenidad y paz encontramos los horrores de la guerra, el odio, la lujuria, la violencia y el egoísmo.

Lo que se ha llegado a conocer como “el predica­mento humano” necesita una explicación. ¿Por qué el vasto potencial de la vida del hombre en este mundo se ve totalmente destruido Ciertamente debe haber al­guna explicación para la miseria universal producida por la “inhumanidad del hombre hacia el hombre.”

La respuesta de la Biblia, y una vez más decimos que no podemos encontrar otra mejor, es que la enfer­medad del hombre en su alma y espíritu es el resultado de la “mordedura de la serpiente.” Es el pecado. Los vi­cios son la violación de las leyes de la naturaleza. El crimen es la violación de las leyes del hombre y de la sociedad. El pecado es la violación de las leyes de Dios. Ninguna persona sensata podrá negar que “todos peca­ron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23).

2.    El Origen del Pecado

Contrario a lo que dicen muchos sociólogos hoy día, el pecado no tuvo su origen en los barrios bajos. En cuanto a la humanidad concierne, comenzó en un huer­to, el Huerto del Edén. Comenzó cuando los primeros padres de la raza decidieron desobedecer los manda­mientos de Dios, y por la sugestión de la serpiente si­guieron el camino de la voluntad propia. Desde el tercer capítulo de Génesis hasta el libro de Apocalipsis, el tes­timonio de la Biblia es el mismo. El espíritu humano está enfermo con el pecado, y todos los escogimientos y actos tienen el colorido de esta enfermedad profunda­mente arraigada.

3.    El Pecado, un Problema Doble

El pecado, de acuerdo a lo que nos enseña la Biblia, es de dos clases. Esto se ve claramente por las dos formas en que se usa la palabra. Se usa como un sustantivo en singular, “pecado,” y generalmente significa un estado o condición del alma, como cuando Pablo dice en Ro­manos 6:12: “No reine, pues, el pecado, en vuestro cuer­po mortal.” Y se usa en forma de verbo como cuando Cristo dijo: “Mira, has sido sanado; no peques más, pa­ra que no te venga alguna cosa peor” (Juan 5: 14). Aquí se refiere a un hecho, un acto, algo que depende de nuestra voluntad de hacer o no hacer.

a.    Pecado como un Estado. Todos nacemos en pe­cado como un estado o condición, con una naturaleza moral privada de la santidad de Dios y por lo tanto de­pravada. Algunos han tratado de investigar cómo es posible que esta condición pecaminosa pueda ser trans­mitida de una generación a la otra, puesto que aquellas características que adquirimos durante el curso de nues­tra vida no son transmisibles a nuestros descendientes.

La respuesta a este interrogante se puede ver, en parte, cuando reflexionamos que en el Edén, por medio de su primer pecado, Adán y Eva perdieron la santidad, en la que fueron creados, la cual les había sido dada en la presencia de Dios. Ellos se corrompieron al perder la justicia de Dios por causa de su pecado de desobediencia y rebelión. Ellos no podían transmitir lo que no po­seían; por lo tanto su raza fue depravada por haber sido destituidos de la justicia que sus padres no tenían.

Por supuesto, ninguna ilustración puede arrojar una completa luz sobre la experiencia humana en este punto. Pero sabemos que un hombre que despilfarra una fortuna, acarrea pobreza sobre sus hijos. El pecado como un esta­do o condición, es más que la ausencia de la justicia, tiene su origen en la pérdida de la santidad, de la misma ma­nera como la ceguera resulta en la pérdida de la vista, y la oscuridad en la ausencia de la luz.

b.    El Pecado como un Hecho o Acción. Luego te­nemos el problema de vidas pecaminosas. El pecado ha sido definido como el “poner en el centro de la vida nuestra propia voluntad en lugar de la voluntad de Dios.” La Biblia enseña que la esencia y el centro de una vida pecaminosa es incredulidad. Por ejemplo, Cristo dijo que el Espíritu Santo convencería al mundo de pecado “por cuanto no creen en mí” (Juan 16:9). Hermann Schultz dijo hace ya mucho tiempo: “La principal raíz del pe­cado es la incredulidad, la cual ve en el don del amor de Dios una limitación desagradable.”

¿No lo resume muy bien esto ¿Por qué la gente quebranta las leyes bondadosas y benéficas de Dios y escoge sus propias formas de vivir egocéntricas ¿No será que son impulsados por una incredulidad sospechosa que les hace dudar que la voluntad de Dios sea realmente buena, y que el camino del hombre sea mejor

4.    El Pecado Voluntario

Pongamos en claro un punto muy importante. Por el solo hecho de que el pecado es tan común y tan di­seminado, no caigamos en la trampa de creer que la hu­manidad es pecaminosa. Hay dos maneras en las que la gente trata el desagradable hecho del pecado. Una es ne­garlo—esta es la forma que usa la gente no religiosa. La otra es la manera que usan muchas personas religiosas— hacer tan amplio el concepto del pecado que incluya to­da clase de errores y fracasos, inconscientes e inevitables.

Catalogar todo de pecado, y pretender que ningún ser humano puede vivir sin pecar, como hacen muchos hoy día, es no darle importancia alguna al pecado. Hablar de pecar todos los días en palabra, pensamiento y hecho, es ignorar por completo el énfasis bíblico sobre la natu­raleza del pecado y la salvación del mismo.

Las Escrituras describen la horrible realidad del pe­cado, como aquella rebelión que tiene en poco la santa ley de Dios. El pecado siempre involucra escogimiento y voluntad. No es inconsciente e involuntario. Y aque­llos que escuchan el mensaje del evangelio, pero que re­húsan la liberación del pecado que les ofrece, se hacen culpables del cuerpo y de la sangre del Señor (1 Corin­tios 11:27) porque apoyan, con ese acto, el principio que crucificó al Señor Jesucristo.

5.    La Única Esperanza

Pero hay un hecho feliz acerca del pecado, y solo uno. Ese hecho es que Cristo Jesús vino para salvar a su pueblo de sus pecados (Mateo 1:21). Mediante el po­der dinámico de su cruz los pecados de la vida pueden ser perdonados y el pecado de la naturaleza limpiado (I Juan 1:9). No hay otro remedio para la enfermedad del alma. El veneno de la mordedura de la serpiente es fatal; pero, “como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en el cree, no se pier­da, mas tenga vida eterna” (Juan 3: 14-15).

El Costo de la Redención

La tercera verdad relacionada con la redención es el costo o medios de liberación del estado de esclavitud de aquellos que están cautivos. Algunos modernistas quisieran descartar esto como una parte importante de la redención cristiana; pero hacerlo, significaría que la redención perdería su verdadero poder y significado. Si hacemos la pregunta a la Iglesia del Nuevo Testamen­to: “¿Por qué medios o a qué precio fue comprada nues­tra redención”, hay solamente una respuesta: “La san­gre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:19).

Aquí entramos en el “lugar santísimo” de la fe cris­tiana. Debemos considerar la cruz desde nuestras rodi­llas. Cualquiera otra perspectiva la puede deformar. Que “Cristo murió por nuestros pecados” (I Corintios 15:3) podemos afirmarlo con el gran apóstol sin ninguna sombra de incertidumbre. Cómo la muerte de Cristo nos trae nueva vida es probable que no podamos enten­der o explicar cabalmente. El hecho de la propiciación es indisputable. Las teorías acerca de la propiciación, pueden ser menos seguras.

1.    La Cruz y el Amor de Dios

Una cosa debemos decir en primer lugar, y decirla tan claramente que nadie la malinterprete. La reden­ción en Cristo es, sobre todas las cosas, la revelación suprema del amor del Padre (Juan 3:16; Romanos 5:8). Hay una media verdad, que pronto se convierte en un error total, y es el concepto de que en una forma u otra, Cristo se puso entre la ira inmisericorde del Padre y el incapacitado pecador. Una niñita vino a su casa des­pués de haber asistido a la escuela dominical, y sorpren­dió a su madre con la siguiente declaración: “Mamá, yo amo a Cristo, pero odio a Dios.” “¿Qué quieres de­cir”, preguntó su madre horrorizada. “Bueno, mi maestra nos dijo hoy que Dios estaba enojado con noso­tros por causa de nuestros pecados y nos quería mandar al infierno; pero Cristo murió en nuestro lugar y no se lo permitió. Por eso amo a Cristo pero odio a Dios.”

En las palabras de la niñita se deja ver el fantasma de una antigua teología. Surge cuando prestamos poca atención a la Encarnación y permitimos que la cruz permanezca sola. La propiciación viene a ser el ofreci­miento de una vida humana perfecta a Dios, adquiriendo el mérito o pagando el castigo, los beneficios de lo cual puede aplicarse a los seres humanos mediante un sacer­dote o por los “decretos inmutables” del Padre mismo. Para corregir este concepto tenemos que volver a decir, como ya hemos dicho dos veces anteriormente: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (II Corintios 5:19). El Calvario está incluido en los planes del Padre (Hechos 2:23) como el medio por el cual Dios redime al hombre para sí.

2.    El Alcance de la Redención

Hay por lo menos tres grandes necesidades que la cruz de Cristo llena en la relación entre Dios y el hom­bre. Ver estas necesidades con claridad nos ayudará a entender el costo y el alcance de la salvación. La pri­mera es que el juicio de Dios sobre el pecado no es ar­bitrario, para ser determinado a su gusto, sino el resul­tado de lo que El es, y debe ser siempre, mientras sea Dios. La segunda es que el pecado siempre viene al ser humano enmascarado, incógnito, y debe descubrirse y mostrarse tal cual es. La tercera es que el poder y personificaciones del mal que han tenido al ser humano esclavizado deben ser derrotados si es que habrá una verdadera liberación, y si el poder del Espíritu divino ha de reinar. A cada una de estas necesidades daremos brevemente nuestra aten­ción.

a.    La Naturaleza Divina y el Juicio del Pecado. To­do entendimiento bíblico de la cruz debe comenzar con la gran descripción que Pablo da de la justificación por medio de Cristo Jesús: “A quien Dios puso como pro­piciación por medio de la fe en su sangre, para mani­festar la justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de mani­festar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús (Ro­manos 3:25-26).

El termino “propiciación” es una palabra difícil de definir claramente. Ha sido usada en ciertas formas que se han apartado completamente de la verdad bíblica de la propiciación. Por otro lado, significa que la cruz de Cristo llena un requisito profundo y fundamental de la naturaleza de Dios: “que él sea el justo” y al mismo tiempo “el que justifica al que es de la fe de Jesús.” La cruz recobró la santidad de Dios y al mismo tiempo destruyó el obstáculo en la remisión de los pecados.

Hay un simbolismo de todo esto en la forma misma de la cruz. Su extremo superior significa la justicia y la santidad de Dios, las cuales siempre se deben tener en cuenta en el juicio del pecado. Sus extremos horizon­tales significan el amor y la gracia de Dios. Dondequiera que el amor y la gracia se enfrentan al pecado el resul­tado es una cruz. La cruz muestra lo que el pecado cues­ta, y el costo supremo que se pagó por Dios mismo. Dios en Cristo, pagó las consecuencias del pecado humano en el Calvario, y como resultado, el Padre amoroso debe perdonar por los méritos de Cristo a los que se arrepien­ten y creen, y todavía mantener su santidad y justicia, sin las cuales El no podría ser Dios.

b.    El Pecado Desenmascarado. El Calvario no sola­mente recobra la santidad de Dios y revela su amor; también desenmascara el pecado humano. La fuerza más grande del pecado es el hecho, como ya hemos dicho, que viene incógnito. Se disfraza de mil maneras sutiles. Se enmascara detrás de excusas, circunstancias, y la in­fluencia de otros. La cruz quita la máscara, y deja al monstruo del pecado al descubierto, mostrando su per­sistente y terca rebelión en contra del amor de Dios lo cual es su verdadera naturaleza.

Usted nunca habrá visto al pecado tal como es hasta que lo haya visto a la luz de la cruz. La débil luz de las populares normas morales de nuestros días es “la noche en la que todos los gatos son pardos.” Pero el santo amor que brilla desde el Calvario hace aparecer todas las som­bras y colores y diferencias en calidad. En la escuela do­minical de una misión, un domingo de Resurrección, los misioneros dieron a cada niño un lirio blanco. Una de las misioneras notó a una niñita de un barrio bajo mirando su lirio mientras que las lágrimas marcaban dos líneas sobre su cara no muy limpia por cierto. “¿Qué te pasa querida ¿No te gusta tu lirio” preguntó la señora. “Ah, sí, es hermoso,” replicó la niña, “pero nunca antes me ha­bía dado yo cuenta de cuán sucia estoy.”

c.    El Cristo Victorioso. Nadie habrá entendido real­mente las enseñanzas del Nuevo Testamento sobre la cruz, hasta que haya escuchado la nota victoriosa de triunfo sobre el pecado, la muerte, el diablo, y todos los principados y potestades que la Iglesia Primitiva incluyó en su predicación. Aquí no se ve la derrota en ninguna forma, sino liberación. Cristo no es la Víctima del odio de hombres malos o de trágicas circunstancias. El es Vencedor sobre el pecado, la muerte y todos los princi­pados y potestades del mal que esclavizan a los hombres. ¿Quién puede pasar por alto el grito de victoria en las palabras de Pablo: “Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra noso­tros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz, y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Colosenses 2: 13-15)

He aquí la razón por la que los escritores del Nuevo Testamento ponen tanto énfasis constantemente sobre la resurrección de Cristo. “Que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Romanos 10: 9). En la resurrección de Cristo tenemos la gran señal y sello de la victoria de las edades. Como alguien lo describió, el día de la Liberación llegó al fin. La impenetrable fortaleza del pecado y del mal fue des­truida. El adversario pelea, pero pelea como un enemigo cuya derrota final ya está sellada y confirmada. Todas las fuerzas tiranas que mantenían a los hombres en la esclavitud fueron derrotadas por Dios en Cristo, quien las dominó para siempre por su propia acción en el sa­crificio del Calvario.

Veamos una cosa más en este punto. Esta no fue una victoria de una vez para siempre sobre los principados y potestades del mal del universo. Fue el punto de par­tida para la acción continuada de Cristo mediante el Espíritu que disemina los frutos de su victoria a los co­razones y vidas de los individuos. El Cristo victorioso es nuestro Eterno Contemporáneo. Nosotros no adoramos al Cristo del crucifijo, sino al Cristo y Señor viviente y presente. En su victoria nosotros también triunfamos: ahora, sobre el pecado, y luego, cuando el Día de la Vic­toria venga, sobre la muerte. “Y el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará tam­bién vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros” (Romanos 8: 11).

Creemos que el pecado original, o sea la de­pravación, es aquella corrupción de la naturaleza de toda la prole de Adán, razón por la cual to­do ser humano está muy apartado de la justicia original, o sea del estado de pureza de nuestros primeros padres al tiempo de su creación; que es adverso a Dios, sin vida espiritual, e inclinado al mal y esto de continuo; y que esta depravación continúa existiendo en la nueva vida del re gene­rado, hasta ser erradicada o desarraigada por el bautismo con el Espíritu Santo.[6]

Creemos que Jesucristo, por sus sufrimien­tos, al verter su preciosa sangre y por su muerte en la cruz, hizo una propiciación plena; que esta propiciación es la única base de la salvación, y que es suficiente para todo individuo de la raza de Adán. La propiciación es benignamente eficaz para la salvación de los irresponsables y para los niños en su inocencia, pero para los que llegan a la edad de responsabilidad, solamente es eficaz para su salvación cuando se arrepienten y creen.[7]

Creemos que la creación del hombre a la imagen de Dios, incluyó la capacidad de escoger entre el bien y el mal, y que por ello, fue hecho moralmente responsable; que por la caída de Adán llegó a ser depravado, de tal modo, que no puede, por sus propias fuerzas naturales y obras, tornarse y prepararse para la fe y la oración a Dios; pero la gracia de Dios en Jesucristo se concede gratuitamente a todos los hombres, capa­citando a todos los que quieran tornarse del pe­cado a la justicia, a creer en Jesucristo para per­dón y limpieza del pecado, y a seguir las bue­nas obras agradables y aceptas a su vista.

Creemos que el hombre, aunque posea la experiencia de la regeneración y de la entera santificación, puede apostatar y, a menos que se arrepienta de su pecado, se perderá eternalmen­te y sin esperanza.[8]

Para Discusión y Estudio

1.     ¿Cuál es la imagen de Dios en el hombre

2.     ¿Qué conclusiones podemos sacar de la creencia en la in­mortalidad

3.     ¿Qué dice la Biblia en relación al predicamento del hom­bre y su origen

4.     ¿En qué sentido es el pecado un problema doble

5.     ¿Cuál es el resultado práctico de llamar “pecado” a to­da imperfección humana

6.     ¿Cuál es la distinción entre el hecho y la teoría de la propiciación

7.     ¿Cuáles tres grandes necesidades en la reconciliación en­tre Dios y el hombre se suplen por la cruz de Cristo

8.     ¿Por qué pone el Nuevo Testamento tanto énfasis sobre la resurrección de Cristo

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[1] “Constitución de la Iglesia del Nazareno,” Segunda Parte, Artículos de Fe, Artículo I.

 

[2] Ibíd., Artículo IV.

 

[3] “Constitución de la Iglesia del Nazareno,” Segunda Parte, Artículos de Fe, Artículo I.

 

[4] Ibíd., Artículo II.

 

[5] Ibíd., Artículo III.

 

[6] “Constitución de la Iglesia del Nazareno, Segunda Parte, Ar­tículos de Fe, Artículo V, párrafo 5.1

 

[7] Ibíd., Artículo VI.

 

[8] Ibíd., Artículo VII

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