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Santificación vs. Consagración

La esposa de un senador concurría con regularidad a una serie de reuniones de santidad y, al parecer, llegó a tener mucho interés en lo que se decía. Un día me dijo:

—Hermano Brengle, me gustaría que usted la llamara más bien “consagración” en vez de “santificación”, en eso podríamos estar todos de acuerdo.

—Pero yo no quiero decir consagración, hermana —le respondí—. Lo que quiero decir es santificación, y la diferencia entre las dos es tan grande como la que hay entre la tierra y el cielo, entre la obra del hombre y la de Dios.

El error de esta señora es muy común. Ella quería privar a la religión de su elemento sobrenatural y descansar en sus propias obras.

Está muy de moda eso de ser “consagrado” y hablar mucho acerca de la “consagración”. Damas vestidas de seda, cubiertas de joyas, adornadas de plumas y flores, y caballeros con manos tiernas y suaves, ricamente vestidos y perfumados, hablan en voz baja y dicen con palabras melosas que están consagrados al Señor.

Yo no les desalentaría; pero sí quiero levantar mi voz muy alto y amonestarles diciéndoles que la consagración, tal como la entiende la gente comunmente, es sólo obra de hombres, y ella no basta para salvar al alma.

Elías levantó su altar sobre el monte Carmelo, sacrificó su buey y lo puso sobre el altar, y después derramó agua sobre todo ello. Eso era consagración.

Pero los sacerdotes de Baal habían hecho lo mismo, con la única excepción de que ellos no derramaron el agua. Ellos habían erigido su altar, sacrificaron sus bueyes, pasaron el día cumpliendo con los más estrictos deberes religiosos y, a juzgar por lo que podían ver los hombres, esos sacerdotes eran más fervorosos que Elías.

¿Qué hizo Elías más que los sacerdotes de Baal

Nada, salvo derramar algunos barriles de agua sobre su sacrificio, una gran aventura de fe. Si Elías se hubiese detenido allí, el mundo no habría sabido nada de él. Pero é1 creyó que Dios haría algo. El lo esperó, oró pidiéndolo, y Dios rasgó los cielos y derramó el fuego que consumió el sacrificio, las piedras del altar y hasta el agua que estaba en la zanja que rodeaba el altar. Eso era santificación... ¿Qué poder tenían las piedras, inertes y frías, el buey muerto o el agua, para glorificar a Dios y convertir a una nación apóstata Mas cuando el fuego comenzó a consumirlo todo, entonces la gente se postró de hinojos y exclamó:

“El Señor Jehová es Dios, Jehová es Dios”.

¿Qué pueden hacer las grandes ofrendas, todo lo que se diga, y la llamada consagración, para salvar al mundo y glorificar a Dios “Si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve” (1 Corintios 13:3). Es cuando Dios entra en el hombre cuando éste puede glorificarle, y trabajar con él para la salvación del mundo.

Lo que Dios quiere son hombres santificados. Naturalmente, éstos deben ser consagrados — es decir, se deben haber entregado a Dios — a fin de poder ser santificados. Mas una vez que se han rendido a él, cuando se han rendido sin ninguna reserva, cuando le han entregado la memoria, la mente, y la voluntad, la lengua, las manos, los pies, la reputación, no sólo entre los pecadores, sino también entre los santos; cuando han puesto en sus manos todas sus dudas y temores, sus gustos y disgustos, su disposición a contradecir a Dios y a tenerse lástima a sí mismos, a murmurar y quejarse cuando él pone a prueba su consagra­ción; cuando han hecho esto en realidad, de verdad, y han quitado las manos de encima del sacrificio, como lo hizo Elías una vez que hubo puesto el buey del holocausto sobre el altar, deben esperar en Dios y clamar a él con fe humilde pero persistente, hasta que les bautice con el Espíritu Santo y con fuego. El prometió hacerlo, y lo hará, pero el hombre debe esperarlo, buscarlo, orar por ello, y si demora en venir, no desesperar sino seguir esperando. Un soldado salió de una de nuestras reuniones y, postrándose de rodillas en su casa, exclamó: “¡Señor, no me levantaré de aquí mientras no me bautices con el Espíritu Santo!” Dios vio que ese hombre se había propuesto obtener la bendición, vio que deseaba a Dios más que a toda la creación, de manera que lo bautizó en ese mismo instante con el Espíritu Santo.

En cambio, un capitán y un teniente a quienes conozco hallaron que “la visión tardaba”, y por eso la esperaron, consagrando, durante tres semanas, cada momento que tenían disponible a clamar a Dios para que les llenase con su Espíritu. No se desalentaron, sino que se aferraron a él con fe inquebrantable; no cedieron, y obtuvieron el deseo de sus corazones. Algún tiempo después me encontré con ese teniente, y cuánto me asombré entonces ante las maravillas que había efectuado en él la gracia de Dios. El Espíritu de los profetas descansaba sobre él.

“Todo el cielo es campo libre para la fe”, —suele decir un amigo mío.

¡Oh, este largo esperar en Dios! Es mucho más fácil lanzarse atolondradamente a esto o aquello, y trabajar sin cesar hasta que la vida y el corazón se hallan exhaustos por una labor sin gozo y comparati­vamente sin fruto, que esperar ante Dios con fe paciente, invariable y que escudriña el corazón, hasta que él descienda y nos llene con la potencia todopoderosa del Espíritu Santo, que nos da resistencia, sabiduría y fortaleza sobrenaturales, nos capacita para hacer en un día lo que de otro modo no podríamos hacer ni en mil años, y sin embargo nos quita todo orgullo y nos lleva a dar toda la gloria a nuestro Señor.

El esperar en Dios hace que nos vaciemos de modo que podamos ser llenados de nuevo. Pocos esperan hasta estar vacíos y a ello se debe el que sean pocos también los que son llenos. Pocos quieren soportar el escrutinio del corazón, las humillaciones, la intranquilidad, los ataques de Satanás, cuando él pregunta: “¿Y dónde está tu Dios ahora “ ¡Oh cuántas dudas y susurros de incredulidad significa eso de esperar en Dios! A ello se debe el que sean tan pocos los que, en entendimiento, sean hombres y mujeres en Cristo Jesús y verdaderas columnas en el templo de Dios.

Jesús ordenó a los discípulos que se quedasen en la ciudad de Jerusalén hasta que recibiesen el poder de lo alto (Lucas 24:49). Esa debió ser una gran traba para el temperamento inquieto e impulsivo de Pedro; pero él esperó juntamente con sus hermanos. Clamaron a Dios y escudriñaron sus corazones; olvidaron sus temores y no se acordaron de los príncipes y gobernantes que habían muerto a su Señor. Se olvidaron de sus celos, de sus egoístas ambiciones, de sus infantiles diferencias de opinión, a tal punto que perdieron todo el alto concepto que tenían de sí mismos, toda “egolatría”, y toda confianza en su propio valer. Sus corazones se unieron como el de un solo hombre, y tuvieron un solo deseo y éste era un deseo intenso y fervoroso de estar poseídos de Dios. Súbitamente Dios descendió: descendió con poder, con fuego, para purgar y purificar y para santificarles por completo; para morar en sus corazones y hacerles valientes en presencia de sus enemigos; humildes en medio del éxito, pacientes cuando se hallasen en conflictos duros y en amargas persecuciones; firmes e invariables a pesar de las amenazas, los azotes y las prisiones; gozosos en la soledad, y cuando eran calumniados; sin temor y triunfantes cuando se hallaban cara a cara con la muerte. Dios les dio sabiduría para que supiesen ganar almas y les llenó con el espíritu del Maestro a tal punto que ellos —pobres hombres humildes cual eran— llegaron a trastornar el mundo, y eso sin atribuirse a sí mismos ninguno de los honores.

Vemos, pues, que la santificación es el resultado no sólo de dar sino también de recibir. Por consiguiente, tenemos la obligación solemne de recibir el Espíritu Santo y “ser llenos del Espíritu”, igualmente como la tenemos de entregarnos a Dios. Pero si no fuéramos llenados del Espíritu al momento, no debemos suponer por eso que la bendición de la santidad no es para nosotros y, con la pretendida humildad de la incredulidad, cesar de pedirle a Dios que nos dé la santidad. Por el contrario, deberíamos clamar tanto más y escudriñar las Escrituras en busca de la luz y la verdad; debemos humillarnos y ponernos del lado de Dios en contra de la incredulidad, en contra de nuestros propios corazones y en contra del Diablo, y no debemos ceder hasta no tomar posesión del Reino de los cielos. Hasta que Jesús nos diga: “¡Oh hombre, oh mujer! grande es tu fe; hágase a ti conforme a tu deseo”.

A Dios le agrada que le obliguemos; él quiere que le obliguemos por medio de la oración insistente y la fe de sus hijos. Me imagino que muchas veces Dios se siente herido, decepcionado y airado con nosotros, como el profeta que se disgustó con el rey que lanzó tres saetas cuando debió haber lanzado media docena o más, pues pedimos tan poco, y cedemos tan fácilmente y nos retiramos sin haber recibido la bendición que profesamos querer recibir. Nos quedamos satisfechos con un poquito de consuelo cuando lo que necesitamos en realidad es al propio Consolador.

La mujer sirofenicia que se acercó a Jesús para pedirle que sacase el espíritu inmundo que se había posesionado de su hija, es una creyente modelo, y debiera servir para avergonzar a la mayoría de los cristianos, tal fue su valentía y la persistencia de su fe. Ella no quiso retirarse sin antes haber recibido la bendición que anhelaba. Al principio Jesús no le contestó palabra. El Señor suele hacer cosa igual con nosotros, algunas veces, en estos días. Oramos y no recibimos contestación. Dios guarda silencio. Luego Jesús la rechazó diciendo que él no había sido enviado para auxiliar a mujeres de su clase, sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel. Eso habría bastado para convertir en escépticos blasfemos a los hombres del siglo diecinueve. Mas no sucedió así con esa mujer. Su fe desesperada se acrecienta y se sublimiza. Finalmente Jesús parece añadir insulto a la injuria, pues le dijo: “No es justo tomar el pan de los hijos y darlo a los perrillos”.

La fe de la mujer se impuso entonces y triunfó, pues dijo: “Es cierto, Señor, pero aun los perros comen de las migajas que caen de la mesa de su Señor”

Ella estaba dispuesta a tomar el lugar del perro y a recibir la parte que se daba a los perros. ¡Alabado sea Dios! ¡Oh, cuán grande fue el triunfo de su fe! Jesús, asombrado, dijo: “Oh mujer, grande es tu fe; sea hecho contigo como tú quieres”

Jesús tenía intención de bendecirla desde un principio, siempre que su fe quedase firme, y del mismo modo lo hará con nosotros.

Hay dos clases de personas que profesan consagrarse a Dios, pero que si averiguamos bien los detalles encontraremos que la consagración la hacen más bien a cierta clase de trabajo y no al propio Dios. Son más bien guardianes de la casa de Dios que la esposa de su Hijo: personas muy atareadas, que disponen de muy poco tiempo o gusto para pasarlo en comunión con Jesús. La primera clase puede clasificarse entre los buscadores de placer. Ven que las personas santificadas son dichosas, y creyendo que ello se debe a lo que han dado o hecho, comienzan a dar y a hacer, sin pensar jamás en el Tesoro infinito que han recibido las personas santificadas. El secreto de aquel que dijo: “Dios es mi excelso gozo y “El Señor es la porción de mi alma”, está escondido de ellos. Debido a eso, nunca hallan a Dios. Buscan la felicidad y no la santidad. Difícilmente admitirán que lo que necesitan es santidad —según ellos, siempre fueron buenos— y Dios sólo puede ser hallado por aquellos que sintiendo su propia maldad y las flaquezas de sus corazones, ansían disfrutar de la santidad. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mateo 5:6). Esta clase, por lo general, son personas que viven bien, comen bien, son muy sociables, se visten siempre a la moda; son una especie de epicúreos religiosos.

La otra clase podríamos denominarla cazadores de tristezas. Andan siempre en busca de algo difícil de hacer. Creen que deben estar siempre sufriendo algo. Como los sacerdotes de Baal, se dan de cuchilladas (no en sus cuerpos pero sí en sus mentes y almas); dan de sus bienes para alimentar a los pobres, entregan sus cuerpos para ser quemados y, sin embargo, no sacan de ello ningún provecho. (1 Cor. 13:3). Se desgastan trabajando como esclavos. No es gozo lo que persiguen sino penas y tristezas. Juzgan la aceptación que Dios hace de ellas no por el gozo que les da la presencia del Consolador en sus almas, el cual hace que el yugo sea fácil y ligera la carga, sino más bien por las penas y amarguras que pueden soportar. Tales personas no son felices, viven siempre bajo el temor de que no son salvados, a menos que tengan que hacer algún sacrificio que les produzca el más intenso tormento. Han muerto mil muertes y, sin embargo, viven todavía. Su religión no consiste en “justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”, sino más bien en perseverancia, resolución, tristeza y amarguras.

Sucede, sin embargo, que estas personas no hacen sacrificios más grandes que aquellas que son realmente santificadas, sólo que hacen más alarde de ello. Como no están muertas, les duele someterse a Dios y, no obstante ello, tienen la convicción de que deben hacerlo así. Sus penas no son mayores que las que sobrevienen a las personas santificadas, sólo que son de diferente clase, y brotan de diferentes raíces. Ellos sufren miserias y aflicciones a causa de los sacrificios que tienen que hacer mientras que el hombre santificado considera que todas estas cosas le dan gozo porque las sobrelleva por amor de Jesús: a pesar de eso, continuamente le acosan aflicciones, pues las aflicciones y penas del mundo pesan sobre su corazón, y si no fuera por la consolación y gozo que le imparte Jesús, algunas veces se desesperaría.

Con todo, esta gente es buena y hace bien. ¡Dios les bendiga! Lo que necesitan es la fe que santifica (Hechos 26:18), que por medio de la operación del Espíritu Santo les mate y libre para siempre de todas sus miserias, dando gozo y paz a sus cansados corazones, de modo que, en novedad de vida, puedan beber del río de los placeres de Dios y no volver a tener sed jamás; de ese modo podrán soportar alegremente cualquier sufrimiento que les sobrevenga, pues lo sufrirán por amor de Jesús.

Lo que necesitamos, pues, es la santificación; Dios quiere que la tengamos y el Espíritu Santo nos insta a cada uno a reclamarla. Es éste un camino de fe como de niños, que recibe todo lo que Dios tiene para darnos, y de amor perfecto, que con gozo lo devuelve todo a Dios; un camino que, por un lado preserva al alma de la pereza y comodidad de los de Laodicea, y por otro, de la fría e inflexible esclavitud farisaica; un camino de paz y satisfacción interior, así como de abundante vida espiritual, en el que el alma, siempre cuidándose de sus enemigos, no se alboroza indebidamente por el éxito, ni se abate por las desilusiones y chascos que sufra; no se mide a sí misma por otros, ni se compara con los demás, sino que, mirando hacia Jesús, atiende estrictamente sus propios asuntos, andando por la fe y confiando en que el Señor, en su orden y a su debido tiempo, cumplirá todas las preciosas y grandes promesas que le ha hecho, movido por su inmenso amor.