“No todo el que me dice: Señor. Señor, entrará en el reino de los cielos: sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mateo 7:21).
“Pues la voluntad de Dios es vuestra santificación..., porque no nos ha llamado Dios a inmundicia sino a santificación” (1 Tesal. 4:3,7). Sin santidad “nadie verá al Señor” (Hebreos 12:14). Por lo tanto, “Sed santos” (l Pedro 1:16).
Cualquiera que lea la Biblia sinceramente, no “adulterando la palabra de Dios” (2 Cor. 4:2), verá que enseña claramente que Dios espera que su pueblo sea santo, y que debemos ser santos para poder ser felices y útiles aquí en la tierra y entrar más tarde en el reino de los cielos.
Una vez que el hombre sincero está convencido de que la Biblia enseña estas verdades, y que tal es la voluntad de Dios, preguntará: “¿Qué es esta santidad, cuándo puedo obtenerla y cómo”
Hay diversidad de opiniones sobre estos puntos, aunque la Biblia es sencilla y clara respecto a cada uno de ellos para todo aquel que busca la verdad sinceramente.
La Biblia nos dice que la santidad es liberación completa del pecado. “La sangre de Jesucristo..., nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1: 7). No queda, entonces, nada de pecado, porque el viejo hombre ha sido crucificado juntamente con él, “para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Romanos 6: 6), pues somos “libertados del pecado” (Romanos 6: 18).
Y de aquí en adelante, debemos considerarnos como “muertos en verdad al pecado, pero vivos para Dios, en Cristo Jesús” (Rom. 6:11).
También nos dice la Biblia que es “amor perfecto”, lo que, según la propia naturaleza de las cosas, debe expeler del corazón todo odio y todo mal genio contrario al amor, de igual modo como es necesario vaciar por completo una vasija de aceite antes de poder llenarla de agua.
La santidad es, pues, un estado en el cual no existen en el corazón ira, malicia, blasfemia, hipocresía, envidia, afición a la holganza, deseo egoísta del aplauso y buena opinión de los hombres, vergüenza de confesar la cruz, mundanalidad, engaño, contienda, codicia, ni ningún deseo o tendencia mala.
Es un estado en el cual ya no existen más dudas ni temores.
Es un estado en el cual se ama a Dios y se confía en él con corazón perfecto.
Pero aunque el corazón fuere perfecto, la cabeza podrá ser muy imperfecta, y debido a las imperfecciones de la cabeza —de la memoria, del criterio o de la razón— el hombre santo podrá incurrir en muchos errores. No obstante, Dios mira la sinceridad de sus propósitos y el amor y la fe del corazón —no a las imperfecciones de su cabeza— y le llama santo.
La santidad no es la perfección absoluta, que sólo pertenece a Dios; ni es la perfección angelical, ni la perfección adámica, —porque indudablemente Adán tendría un modo de pensar perfecto, tanto como un corazón perfecto, antes que pecara contra Dios— sino que es perfección cristiana: aquella perfección y obediencia del corazón que llega a serle posible a una criatura caída a la cual auxilian el poder supremo y la gracia sin límites.
Es ese estado del corazón y vida que consiste en ser y hacer, todo el tiempo, —y no de vez en cuando y a saltos, sino de manera permanente— exactamente aquello que Dios quiere que seamos y hagamos.
Jesús dijo: “Haced el árbol bueno, y su fruto bueno” (Mateo 2:33). El manzano es manzano todo el tiempo y no puede dar otro fruto que no fuere manzanas. Así la santidad es aquella renovación perfecta de nuestra naturaleza que nos hace esencialmente buenos, de modo que continuamente demos fruto para Dios: “el fruto del Espíritu” que “es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, fe, mansedumbre, templanza” (Gálatas 5:22,23), sin que jamás ninguna de las obras de la carne se injerten en este fruto celestial.
¡Gloria a Dios! Es posible aquí mismo en la tierra, donde el pecado y Satanás nos ha arruinado, que el Hijo de Dios nos transforme de tal modo, que nos dé poder para dejar a un lado al “viejo” hombre “y sus obras” y “vestir el nuevo que es creado conforme a Dios en justicia y en santidad de verdad” (Efesios 4:22, 24), siendo renovados “conforme a la imagen del que los creó” (Col. 3:10).
Pero alguien objeta y dice: “Sí, todo lo que dice es verdad, sólo que yo no creo que podamos ser santos hasta la hora de la muerte. La vida cristiana es una guerra y debemos pelear la buena batalla de la fe hasta la muerte, y entonces, creo que Dios nos dará gracia para morir”.
Muchos sinceros cristianos piensan así, y por eso no hacen ningún verdadero esfuerzo por estar “firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere” (Col. 4:12) para ello en el momento presente. Y aunque oran diariamente diciendo: “Venga tu reino, sea hecha tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10), no creen, sin embargo, que sea posible que puedan hacer la voluntad de Dios. Por lo tanto, en realidad hacen a Jesús autor de una vana oración, que es sólo una inútil burla repetir.
Pero es tan fácil para mí ser y hacer lo que Dios quiere que sea y haga en esta vida, todos los días, como lo es para el ángel Gabriel ser y hacer lo que Dios quiere de él, De no ser esto así, Dios no sería ni bueno ni justo en lo que requiere de mí.
Dios quiere que yo le ame y sirva de todo corazón, y el ángel Gabriel no puede hacer más. Y mediante la gracia de Dios es tan fácil para mí hacerlo, como lo es para el arcángel.
Además Dios me promete que si yo retorno al Señor y obedezco su voz… con todo mi corazón y con toda mi alma, él circuncidará mi corazón... para que le ame con todo el corazón y toda el alma (Deut. 30:2,6). También promete ayudarnos a “que, librados de nuestros enemigos, sin temor” le sirvamos “en santidad y en justicia delante de él, todos nuestros días” (Lucas 1:74,75).
Esta promesa, por sí sola, debería convencer a toda alma sincera de que Dios quiere que seamos santos en esta vida.
La buena batalla de la fe es la lucha por retener esta bendición en contra de las acometidas de Satanás, las nieblas de la duda y los ataques de una iglesia y mundo ignorantes e incrédulos.
No es una lucha en contra de nosotros mismos después de haber sido santificados, pues Pablo dice con toda claridad: “Porqué no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6: 12).
Además, en toda la Palabra de Dios no hay ni una sola frase que pruebe que esta bendición no se recibe antes de la muerte, y seguramente que sólo aceptando de las manos de Dios la gracia que nos ofrece, para vivir, es como podemos esperar que se nos conceda gracia para morir.
Pero la Biblia declara (2 Cor. 9:8) que “poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia; a fin de que teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra”, no a la hora de la muerte, sino en esta vida, cuando se necesita la gracia y donde debemos hacer nuestras buenas obras.