Un amigo, en cuya casa me hospedé una vez, me dijo que había obtenido la bendición de un corazón limpio, y testificó este hecho a la mañana siguiente, mientras nos hallábamos a la mesa a la hora del desayuno. Dijo que había dudado acerca de que hubiese realmente experiencia tal; pero desde que había comenzado a concurrir al Ejército de Salvación había estudiado la Biblia con más detenimiento y observado las vidas de aquellos que la profesaban, y desde entonces había arribado a la conclusión de que no podía servir a Dios sin que su corazón fuese santificado. Pero la dificultad yacía en llegar al punto en que tomase el don de la santidad, para sí, por medio de la fe. Dijo que había esperado recibirla algún día. Había anhelado que llegase el día cuando sería puro; mas llegó el momento cuando comprendió que debía reclamar el precio o don “en el instante”, y allí, en ese instante y en ese momento, comenzó su lucha de fe. El echó mano a un lado de la promesa y el Diablo empuñó el otro extremo, y lucharon para conseguir la victoria.
El Diablo había logrado obtener la victoria muchas veces antes; pero esta vez el hombre no quiso desprenderse de su confianza, sino que se allego “confiadamente al trono de la gracia”, y obtuvo misericordia y halló gracia que le ayudó en el momento oportuno (Heb. 4:16); el Diablo fue vencido por la fe, el hermano salió de allí disfrutando de la bendición de un corazón limpio, y esa mañana pudo decir: “Anoche Dios me llenó de su Espíritu”, y el tono alegre de su voz y la alegría que se reflejaba en su rostro confirmaban la veracidad de sus palabras.
La última cosa que tiene que dejar el alma, al buscar la salvación o la santificación es el “corazón malo de incredulidad” (Hebreos 3:12). Esta es la fortaleza de Satanás. Tal vez logren desalojarle de todas sus avanzadas, y él no se sentirá muy preocupado, mas si asaltan esta ciudadela, les resistirá con todas las mentiras y toda la astucia de que es capaz. A él no le incomoda mucho que la gente deje de cometer pecados abiertamente. Un pecador “decente” le satisface tanto como uno que haya perdido la reputación. En realidad me parece que hay algunas personas que son peores de lo que el Diablo quiere que sean, pues sirven para darle mala fama a él. Tampoco le incomoda que la gente abrigue algunas esperanzas de salvación y pureza; en realidad, sospecho que él prefiere que vivan así siempre de esperanzas, con tal de que se detengan ahí no más. Pero inmediatamente que un alma dice: “Quiero saber si soy realmente salvada, ahora; quiero recibir la bendición ahora; no puedo seguir viviendo sin el testimonio del Espíritu que me diga que Jesús me salva ahora y que me purifica ahora", el Diablo comienza a rugir, a mentir y a emplear todo su ingenio a fin de engañar al alma y apartarla a algún otro camino, o la arrulla hasta que se duerma, prometiéndole que obtendrá la victoria algún otro día.
Aquí es donde comienza realmente el Diablo. Hay muchas personas que dicen que están luchando contra el Diablo, pero que de hecho no saben lo que es luchar con él. Esa lucha es una lucha de fe, en la cual el alma se apodera de las promesas de Dios, y se aferra a ellas, creyéndolas fieles, y declara que ellas son ciertas, a pesar de las mentiras que diga el Diablo, y a pesar de las circunstancias y los sentimientos contrarios que tuviere, y obedece a Dios, ya sea que vea que Dios está cumpliendo sus promesas o no. Cuando el alma llega al punto en que hace esto, y retiene firme la profesión de fe sin fluctuar, muy pronto saldrá de las tinieblas y del crepúsculo de la duda, y entrará al pleno día de la perfecta certidumbre de que Dios le ha salvado y santificado. ¡Alabado sea Dios! Sabrá que Jesús salva y santifica, y será lleno de gozo que, aunque al mismo tiempo le humilla, le hace sentir el amor y favor eternos de Dios.
Un camarada, a quien amo como a mi propia alma, buscó la bendición de un corazón limpio, y dejó todo, menos su “corazón malo de incredulidad”. Pero él no se dio cuenta que seguía aferrándose a eso. Esperaba que Dios le diera la bendición. El Diablo le dijo al oído: “Dices que estás sobre el altar de Dios, pero no sientes ninguna diferencia de lo que sentías antes”. El “corazón malo de incredulidad” tomó la parte del Diablo dentro del alma del pobre hombre y le dijo que así era en realidad. El pobre hombre se desalentó y el Diablo obtuvo la victoria.
Volvió a entregarse a Dios nuevamente, después de una ruda lucha: entregó todo menos “el corazón malo de incredulidad”. De nuevo le susurró el Diablo: “Dices que te has entregado por completo a Dios, pero no sientes nada de lo que dicen otras personas que sintieron en la ocasión cuando rindieron todo a Dios”. El “corazón malo de incredulidad” volvió a decir: “Es verdad”, Y el hombre cayó otra vez, víctima de su incredulidad.
Por tercera vez, después de mucho esfuerzo, volvió a buscar la bendición, y le dio a Dios todo, menos el “corazón malo de incredulidad”. El Diablo le dijo por tercera vez: “Tú dices que eres completamente de Dios, pero mira el mal genio que tienes; ¿cómo sabes tú si la semana entrante no te sobrevendrá una tentación inesperada que te haga caer “ Por tercera vez volvió a decirle al Diablo: “Es verdad”, y por tercera vez nuestro hermano fue derrotado, sin lograr conseguir el anhelado triunfo.
Pero al fin se sintió tan desesperado buscando a Dios y en sus ansias de obtener la santidad y el testimonio del Espíritu, que en seguida estuvo dispuesto que Dios le hiciera ver toda la maldad de su alma, y Dios le demostró que su “corazón malo de incredulidad” había estado escuchando la voz del Diablo y tomando su parte todo el tiempo. Las personas buenas, aquellos que profesan ser cristianos, no quieren admitir que queda en ellos algún resto de incredulidad; pero mientras no reconozcan todo el mal que hay en ellos, y tomen la parte de Dios, aunque tal actitud sea en contra de ellos mismos, él no puede santificarles.
Volvió a poner todo sobre el altar y le dijo a Dios que confiaría en él. El Diablo volvió a susurrarle al oído: “No sientes nada nuevo”; pero esta vez el hombre hizo callar al “espíritu maligno de incredulidad”, y replicó: “No me importa, aunque no sienta nada diferente, yo soy del Señor”.
“Pero no sientes lo que dicen que sienten otras personas”, susurró el Diablo.
“No me importa eso, soy del Señor, y él puede bendecirme o no, según le plazca”.
“Pero, ¿qué acerca de tu mal genio"
“Eso a mí no me importa nada; yo soy del Señor y voy a confiar en que el me ayudará a librarme de mi mal genio; soy del Señor”.
Y ahí se quedó, resistiendo al Diablo, “firme en la fe” y rehusó prestar oído al “corazón malo de incredulidad”, durante todo ese día y noche, y el día siguiente. Después de eso hubo tranquilidad en su alma, y se hizo la firme determinación de quedarse siempre inmovible en las promesas, de Dios, ora le bendijese Dios o no. La noche siguiente, a eso de las diez, mientras se preparaba para retirarse a dormir, sin pensar en que iba a suceder algo extraordinario, Dios cumplió su antigua promesa: “Vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis” (Malaquías 3:1). Jesús, el hijo de Dios, —el que vive y fue muerto, pero ahora vive “por los siglos de siglos” (Apoc. 1:18)— le fue revelado y manifestado a su alma, a tal punto que se sintió maravillado, fuera de sí, y prorrumpió en amor y preces a Aquel que le había bendecido de ese modo. ¡Oh, cómo alabó a Dios su Salvador! ¡Cuánto se regocijó por haber mantenido firme su fe y por haber resistido al Diablo!
A este punto es al que debe llegar toda alma que entra al reino de Dios. El alma debe morir al pecado, debe renunciar y dejar a un lado toda duda. Debe consentir a ser crucificada con Cristo (Gál. 2:20) ahora; y al hacer eso, tocará a Dios, sentirá el fuego de su amor y será lleno de su poder, tan ciertamente como el tranvía eléctrico recibe la electricidad y poder cuando se halla debidamente conectado con el cable, conductor de la corriente.
Dios les bendiga, hermanos míos y hermanas mías, y que él les ayude a ver que ahora es “el tiempo aceptable” (2 Corintios 6:2). Recuerden que si se han entregado por completo a Dios, todo lo que les inspire dudas es de Satanás, y no de Dios. Dios les ordena resistir al Diablo, permaneciendo “firmes en la fe”. “No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene grande galardón” (Hebreos 10:35)