“Dijeron a Pedro: Verdaderamente también tú eres de ellos... Entonces él comenzó a maldecir, y a jurar: No conozco al hombre” (Mateo 26:73-74).
“Cuando hubieron comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos Le respondió: Sí Señor; tú sabes que te amo. El le dijo: Apacienta mis corderos. Volvió a decirle la segunda vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas Pedro le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Pastorea mis ovejas. Le dijo la tercera vez. Simón, hijo de Jonás, ¿me amas Pedro se entristeció de que le dijese la tercera vez: ¿me amas y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas” (Juan 21:15-17).
Pedro juró en presencia de sus camaradas que moriría con Jesús antes que negarle. Al cabo de pocas horas se le presentó la oportunidad de probar lo que había dicho, y Pedro no tuvo valor para ello. Olvidó los votos que había hecho, y perdió para siempre la incomparable oportunidad que tuvo de probar el amor que tenía a su Salvador.
Cuando cantó el gallo, y Jesús, dándose vuelta hacia él, le dirigió una mirada, Pedro recordó los votos que había quebrantado y, saliendo fuera, lloró amargamente. La más honda amargura que Pedro sentiría al pensar en la manera en que había tratado a Jesús debió estar entremezclada con el más doloroso pesar por la oportunidad perdida, y a ello se debió la amargura de sus lágrimas. ¡Oh, cuántos reproches no le haría su amor! Su conciencia le redargüiría, y el Diablo le atormentaría. No me cabe la menor duda de que Pedro debió sentirse tentado a desesperar y decir: “De nada sirve que yo intente ser cristiano; he fracasado miserablemente y no voy a hacer otra tentativa”. Y vez tras vez, de día y de noche, cuando estaba en compañía de otras personas, o cuando se hallaba solo, el Diablo le recordaría la oportunidad que había perdido, y le diría que era inútil que siguiese esforzándose por ser cristiano. Me imagino que Pedro suspiraría dentro de sí, y habría dado el mundo con tal de que se le concediese la misma oportunidad otra vez. ¡Pero ésta había pasado para siempre!
Pero Pedro amaba a Jesús, y a pesar de haber perdido esa oportunidad, Jesús le concedió otra. Fue una oportunidad muy sencilla y común. Nada comparable con la asombrosa y espléndida oportunidad de morir sobre la cruz con el Hijo de Dios, pero es muy posible que ésta fue de mucho más valor al mundo y a la causa de Cristo. Por todo el país por donde había pasado Jesús había, indudablemente, muchos que creían en él con temor. Estos necesitaban que se les alimentase fielmente con las verdades acerca de Jesús y también, aquellas verdades enseñadas por el propio Salvador. De modo que Jesús llamó a Pedro y le hizo tres veces la escrutadora pregunta: “¿Me amas “Eso debió haber hecho recordar a Pedro las tres veces que él le negó, causándole indecible dolor de corazón, y en respuesta a la afirmación de Pedro de que realmente le amaba, Jesús le encomendó que apacentase sus corderos y ovejas. Después de eso Jesús le dijo que finalmente moriría crucificado, como tal vez habría muerto antes si no hubiese negado a su Señor.
Creo que hay muchos Pedros entre los discípulos de Jesús hoy día. Hay muchos en nuestras filas que en algún tiempo pasado, desde que comenzaron a seguir a Jesús, juraron hacer todo aquello que él dictase a sus conciencias por medio de su Espíritu Santo; juraron morir por él; y, realmente, tenían intención de hacerlo; mas llegado el momento de la prueba, olvidaron sus promesas, negaron a Jesús por medio de la palabra o de hecho y, prácticamente le dejaron que muriese crucificado otra vez, completamente solo.
Recuerdo haber pasado un tiempo así, en mi propia vida, hace mucho, antes de afiliarme al Ejército de Salvación, pero después de haber sido santificado. No fue un pecado de algo que yo hubiese hecho, sino algo que había dejado de hacer: había dejado de hacer lo que el Señor quería que yo hiciese. Se trataba de algo inusual, pero no era nada irrazonable. La sugerencia a que obrase me vino de manera repentina, y me pareció, en ese momento, que todo el cielo se inclinaba sobre mí para bendecirme, siempre que yo obedeciese, y que el infierno abriría sus fauces para tragarme si no lo hacía. Yo no dije que no lo haría, mas la cosa me pareció sencillamente imposible, y no la hice. ¡Oh, cuánta humillación me causó eso y cuántas lágrimas amargas me hizo verter, cómo imploré perdón y le prometí a Dios que en adelante sería fiel! Tuve la convicción de que Dios me había dado una oportunidad que yo dejé escapar, y que ésta jamás volvería a presentárseme y que, debido a eso, nunca podría llegar a ser el poderoso hombre de fe y obediencia que pude haber sido, si hubiese sido fiel. Después de eso le prometí a Dios hacer lo que él me había dicho que hiciese, y lo hice varias veces, pero no recibí bendición alguna. En vista de eso el Diablo se burlaba de mí y me atormentaba y me acusaba por medio de mi conciencia; a tal punto que la vida llegó a ser una verdadera carga para mí. Finalmente llegué a creer que mi acción había alejado de mí para siempre al Espíritu Santo, y que estaba perdido; de ese modo eché a un lado mi escudo de la fe y me deshice de la confianza que había tenido de que Jesús me amaba. Sufrí durante veinte días agonía tal que me parecieron realmente los tormentos del infierno. Seguí orando, pero me pareció que los cielos se habían cerrado; leía la Biblia, mas las promesas volaban de mí; al mismo tiempo los mandamientos y amenazas eran como llamas de fuego y espadas de dos filos aplicadas a mi vacilante conciencia. Durante la noche, ansiaba que llegase el día; y cuando era de día anhelaba la entrada de la noche.
Concurría a las reuniones, pero no recibía bendición alguna; me parecía como si me seguía la maldición de Dios. Y, sin embargo, en medio de todo eso pude ver que Dios me amaba.
Satanás me tentó a que pecara, a que maldijese a Dios y muriera, como le aconsejó a Job su mujer; mas la gracia y misericordia de Dios me acompañaron, y me ayudaron a decir “no”, y a decirle al Diablo que yo no quería pecar, y que aunque tuviese que ir al infierno, iría allí amando a Jesús y procurando conseguir que otros confíen en él y le obedezcan, y que en el propio infierno declararía que la sangre de Jesucristo puede limpiar de todo pecado. Me creí condenado. Aquellos terribles pasajes de las Escrituras en Hebreos 6 y 10, parecían describir cabalmente mi caso y dije: “He perdido mi oportunidad para siempre”. Pero el amor de Dios es más alto que los altos cielos y más profundo que el insondable mar.
Al cabo de veintiocho días me sacó de ese terrible pozo lleno de lodo, con estas palabras: “Puedes estar seguro que todos aquellos pensamientos que producen intranquilidad, no proceden de Dios, que es el Príncipe de Paz, sino del Diablo, o del amor propio, o del alto concepto que tenemos de nosotros mismos”.
Lo comprendí con la rapidez del pensamiento. Dios es el Príncipe de Paz; sus pensamientos son pensamientos de paz y no de mal para darnos un fin desesperado. Vi que no estaba hinchado de amor propio ni tenía un alto concepto de mi persona, sino que ansiaba desprenderme de mí mismo. Comprendí entonces que el Diablo me estaba engañando, e instantáneamente me pareció como si un gran monstruo marino que me oprimía hubiese aflojado sus tentáculos, dejándome completamente libre.
El próximo sábado y domingo siguiente vi cosa de cincuenta almas al banco de penitentes en busca de salvación y santidad, y a partir de ese momento Dios me ha bendecido y me ha dado almas en todas partes. El me ha preguntado, por medio de aquellas palabras que dirigió a Pedro, “¿Me amas” — y cuando desde lo íntimo de mi corazón (vacío de todo amor propio, y purificado por medio de su preciosa sangre) he dicho: “Señor, tú sabes todas las cosas, tú sabes que te amo”, él me ha dicho tiernamente: “Apacienta mis corderos y mis ovejas”, es decir, que viviese el Evangelio de tal modo, y que lo predicase con tanta claridad por medio de la palabra, que su pueblo al verme y al oírme se sienta bendecido, consolado y animado a amarle, a servirle y a confiar en él de todo corazón.
Esta es mi otra oportunidad, y también es para ustedes, no importa que sean quienes le han negado en el pasado.
No procuren hacer algo más grande y extraordinario, sino apacienten los corderos y las ovejas de Dios, y oren y trabajen por la salvación de todos los hombres. Estudien la Biblia, oren, hablen frecuentemente con Dios y pídanle que les enseñe, que cada vez que abran su boca digan algo que bendiga a alguien; algo que sirva de estímulo a algún hermano que estuviere desalentado; que fortalezca a algún débil, que instruya a algún ignorante, que consuele a algún desconsolado; que exhorte a algún descarriado, que ilumine a alguno que vaga en la oscuridad, y que reprenda al que peca.
Noten que Pedro no sólo debía alimentar a los corderos, sino también a las ovejas. Debemos tratar de conseguir la salvación de los pecadores, y después de estar éstos salvados, después que han “nacido de nuevo”, debemos alimentarles. Debemos alimentar a los nuevos convertidos con aquellas promesas y ordenanzas de la Palabra de Dios que les han de encaminar a la entera santificación. Debemos hacerles ver que esto es lo que Dios espera de ellos, y que Jesús les ha dado acceso al “lugar santísimo” (Hebreos 10). Debemos amonestarles a que no vuelvan a Egipto; que no teman a los gigantes que hubiera en la tierra prometida y a que no hagan ninguna alianza con los Amonitas en el desierto. Deben salir de en medio de todo y ser separados. Deben ser santos. Este es su elevado y feliz privilegio y su deber solemne, puesto que han sido redimidos no con cosas corruptibles como oro y plata sino con la sangre preciosa de nuestro Señor Jesucristo. No deben desmayar cuando el Señor les castigue y corrija, ni se deben cansar de hacer el bien. Deben velar y orar, dar gracias y regocijarse siempre. Se les debe enseñar también que no recibirán limpieza de corazón por medio de las obras que hicieren y que no deben esperar para ello hasta la hora de la muerte, sino que deben aceptarla ahora mismo por medio de la fe.
Debemos alimentar las ovejas (a los santificados) con la carne del Evangelio. Si alimentan a un hombre robusto sólo con pan blanco y té, no tardarán en verle incapacitado para el trabajo; mas, si le dan buen pan negro, mantequilla, leche, fruta sana y legumbres, verán que mientras más trabaja, tanto más gozará de buena salud y se robustecerá. Lo mismo les sucede a los cristianos. Si les alimentan con la hojarasca de chistes y bromas y discursos viejos de hace un año que han perdido toda influencia sobre el corazón de ustedes mismos, las ovejas desfallecerán de hambre; pero, si las alimentan con las cosas profundas de la Palabra de Dios, que revelan su amor eterno, su fidelidad, su poder salvador, su solícito y tierno cuidado, su radiante santidad, su exacta justicia, su odio al pecado, su compasión por el pecador, su simpatía por el débil y el que yerra, sus eternos juicios sobre el que finalmente se queda impenitente e impío, y su gloria imperecedera y las más ricas bendiciones que derrama sobre los justos; las harán tan fuertes y robustas que “uno vencerá a mil y dos harán huir a diez mil”. Conozcan a Jesús y podrán alimentar a sus corderos y ovejas. Aliméntenlas enseñándoles lo que él es, según lo ha revelado el Padre en la Biblia por medio del Espíritu Santo.
Anden con él. Hablen con él. Escudriñen la Biblia postrados de rodillas, pídanle a él que abra su entendimiento como lo hizo con los discípulos en el camino de Emaús, enseñándoles a ustedes lo que dicen las Escrituras acerca de él, y tendrán otra oportunidad para demostrar el amor que le tienen y para bendecir a sus semejantes. Son privilegios que los mismos ángeles podrían codiciar.