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No se debe litigar

“El siervo del Señor no debe ser contencioso” (2 Timoteo 2:24).

Al procurar vivir una vida santa y sin tacha, he recibido ayuda por medio de los consejos de dos hombres, y el ejemplo de otros dos.

1. — EL COMISIONADO DOWDLE

Hace algunos años concurrí a “una noche entera de oración”, que se celebró en la ciudad de Boston. Fue una ocasión muy bendecida; aquella noche muchas personas buscaron la bendición de un corazón limpio. Se leyeron las Sagradas Escrituras y se elevaron muchas oraciones, se cantaron muchos cánticos y se pronunciaron muchos testimonios y exhortaciones; pero, de todas las cosas excelentes que se dijeron aquella noche, yo sólo recuerdo una: esa se grabó en mi memoria de tal modo que jamás podré olvidarla. Poco antes de clausurarse la reunión, el comisionado Dowdle dijo a aquellos que habían pasado al banco de penitentes: “Tened presente que si queréis retener un corazón limpio no debéis litigar”.

Detrás de ese consejo había veinte años de santidad práctica, y esas palabras cayeron en mis oídos como la voz de Dios.

2. — PABLO DE TARSO

Escribiendo al joven Timoteo, el anciano apóstol abrió su corazón, pues se dirigía a una persona a quien amaba entrañablemente, considerándolo como uno de sus hijos en el Evangelio. El apóstol quería instruirle bien en la verdad, de modo que, por un lado, Timoteo pudiese escapar de todas las trampas que le tendiese el Diablo, andar en santa comunión con Dios, y de ese modo salvarse a sí mismo; y, por otro lado, ser “enteramente preparado” (2 Tim. 3:17) para enseñar y preparar a otros y salvarlos. Entre otras palabras vehementes, mucho me han impresionado éstas: “Recuérdales esto… que no contiendan sobre palabras, lo cual para nada aprovecha, sino que es para perdición de los oyentes” (2 Timoteo 2:14).

Creo que Pablo quiere decir con esto, que en vez de sostener polémicas con la gente, y perder así el tiempo, y tal vez también el buen humor, debemos atacarles directamente al corazón y hacer lo mejor que nos fuere posible para ganarles para Cristo, consiguiendo que se conviertan y sean santificados.

También dice: “Pero desecha las cuestiones necias e insensatas, sabiendo que engendran contiendas. Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen” (2 Timoteo 2:23.25).

Es evidente que el apóstol consideró importante este consejo, pues lo repite también a Tito: “Pero evita las cuestiones necias, y genealogías, y contenciones, y discusiones acerca de la ley; porque son vanas y sin provecho” (Tito 3:9).

Estoy convencido de que Pablo tiene razón en esto. Para encender fuego, se requiere fuego, y se requiere amor para encender el amor. La lógica fría no hará que un hombre llegue a amar a Jesús; sólo el que ama, “es nacido de Dios” (1 Juan 4:7).

3. — EL MARQUES DE RENTY

Nosotros, a quienes nos han enseñado el Evangelio con tanta sencillez y pureza, difícilmente podemos imaginarnos cuántas han sido las dificultades que tuvieron que vencer algunos hombres para encontrar la luz verdadera, aun en países llamados cristianos.

Hace cosa de cien años, entre la nobleza libidinosa y libertina de Francia, y en medio del sistema idólatra de fórmulas y ceremonias de la Iglesia Católica Romana, el Marqués de Renty alcanzó a tener una fe tan pura, una vida y carácter tan sencillos y una comunión con Dios tan perfecta, que adornó mucho el Evangelio y llegó a ser de bendición no sólo entre la colectividad con la cual tuvo que ver, y con su siglo, sino también entre muchas personas de generaciones subsiguientes. Su posición social, su fortuna y su notable talento administrativo y comercial hicieron que se relacionase con otras personas, en negocios seculares y religiosos, en todo lo cual destelló, con notable brillantez, su fe y piadosa sinceridad.

Al leer su biografía, hace algunos años, me impresionó mucho su gran humildad, la simpatía que sentía por los pobres e ignorantes, y el celo y los abnegados esfuerzos que desplegó para instruirles y salvarles; su diligencia y fervor en la oración, y el hambre y sed que sentía por las cosas de Dios. Pero lo que me impresionó más que todo fue la manera cómo evitaba toda suerte de controversias, por temor de ofender al Espíritu Santo y apagar la luz de su alma. Cada vez que se discutían asuntos de religión o de negocio, él meditaba la cosa detenidamente, y luego explicaba su punto de vista, dando las razones sobre las cuales se basaba, con claridad y calma, después de lo cual, no importaba cuán acalorada fuese la discusión, él no se dejaba arrastrar a debates. Su manera tranquila y pacífica añadía vigor a sus explícitas declaraciones, y daba mayor fuerza a sus consejos. Pero cada vez que sus ideas eran aceptadas o rechazadas, solía dirigirse a sus oponentes y les decía que, al expresar sentimientos contrarios a los de ellos, lo había hecho sin la intención de oponérseles personalmente, sino que había dicho lo que a él le parecía la verdad.

En esto, me parece que él estaba modelado a la semejanza de “la mansedumbre y ternura de Cristo” (2 Corintios 10:1), y su ejemplo me ha servido de estímulo para seguir igual curso, manteniendo así “la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:3), cuando de otro modo me habría visto envuelto en luchas y disputas que habrían nublado mi alma, quitándome la paz, aun cuando el Espíritu Santo no se hubiese alejado por completo de mi corazón.

4. —JESUS

Los enemigos de Jesús se esforzaron constantemente por enre­darle en algún litigio, pero él supo siempre contestarles de tal modo que  confundía a sus enemigos, valiéndose para ello de los argumentos que ellos empleaban.

Un día se presentaron ante él (Mateo 22) y le preguntaron si era lícito pagar tributo a César. Sin entrar en discusiones de ninguna especie, Jesús pidió que le presentaran una moneda, y preguntó de quién era la imagen estampada en la misma.

— Es de César, le dijeron.

— Pues entonces, dijo Jesús, dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios.

En otra ocasión le presentaron una mujer que había sido hallada en adulterio. Su tierno corazón se llenó de compasión por la infortunada pecadora, pero en vez de argüir con los que la habían traído ante él, sobre si la mujer debía ser apedreada o no, les dijo simplemente: “El que de vosotros esté sin pecado, sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (Juan 8:7). Los presumidos hipócritas se sintieron tan convictos y confusos por la sencillez de su respuesta, que se escabulleron, de uno en uno, hasta que dejaron a la pecadora sola con el Salvador.

Y así, a través de todos los Evangelios, no encuentro ningún lugar en que Jesús se haya puesto a discutir; y su ejemplo es de gran importancia para nosotros.

Es natural a “la mente carnal” el resentirse porque se le hace oposición, pero nosotros “debemos tener la mente espiritual”. Somos orgullosos, por naturaleza, y nos envanecemos de nuestras opiniones; por eso estamos siempre dispuestos a resistir a todo aquel que quiera oponerse a nosotros o a nuestros principios. Queremos, al momento, someterle por fuerza de nuestros argumentos, o con la potencia de nuestro brazo; de una manera u otra, obligarle a que se someta. Nos impacienta que se nos contradiga, y estamos siempre predispuestos a juzgar los motivos que impulsan a los demás y a condenar a todos los que no están de acuerdo con nosotros; queremos luego alegar que nuestra impaciencia y violencia es “celo por la verdad”, cuando, en realidad, muchas veces no es otra cosa que celo y apasionamiento por nuestro propio modo de pensar. Me siento muy inclinado a creer que éste es uno de los últimos frutos de la mente carnal que la gracia llega a subyugar.

Nosotros, los que hemos llegado a “ser participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4), debemos tener buen cuidado de que esta raíz de la naturaleza carnal sea destruida por completo. Cuando alguien nos hace oposición, no litiguemos, ni le condenemos, sino instruyámosle amablemente; no con aire de superioridad, de sabiduría y santidad, sino con humildad, recordando solemnemente que “el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido” (2 Timoteo 2:24).

He observado que muchas veces después de haber explicado mi punto de vista a una persona, con toda claridad y calma, me siento inclinado a decir la última palabra; pero he visto también que Dios me bendice más cuando dejo la cosa en sus manos y, obrando de ese modo, sucede con frecuencia que gano a mi opositor. Si bien podrá parecer que he sido derrotado, generalmente sucede que, al fin y al cabo, ganamos a nuestro enemigo y, si somos realmente humildes, nos regocijamos más por haber conseguido que la persona haya reconocido ella misma la verdad (2 Timoteo 2:25), que si nosotros la hubiésemos convencido con nuestros argumentos.