Hace algunos años me arrodillé para orar con una señorita que deseaba ser santificada. Le pregunté si quería dejar todo para seguir a Jesús. Ella contestó que sí. Pensé entonces someterla a una dura prueba y le pregunté si estaría dispuesta a ir como misionera de Jesús al África. Respondió que sí. Nos arrodillamos y oramos y mientras orábamos prorrumpió en llanto y exclamó: “¡Oh Jesús! “.
Ella nunca había visto a Jesús. Jamás había oído su voz, y antes de ese momento no tenía más idea de una revelación de Jesús a su alma que la que podría tener un hombre ciego de nacimiento acerca del arco iris. ¡Pero ella le conoció! No tuvo necesidad de que alguien le dijera que éste era Jesús, como no se precisa de la luz de una vela para ver salir el sol. El sol trae su propia luz y lo mismo hace Jesús.
Ella le conoció, le amó y se regocijó en él, con gozo indescriptible, y lleno de gloria; a partir de esa hora, ella testificó acerca de él y siguió en pos de él: siguió en pos de él hasta el África, para ayudarle a ganar a los paganos para su reino, hasta un día en que él le dijo: “Entra en el gozo de tu Señor” (Mateo 25:23) y entonces ascendió al cielo, para ver en toda Su plenitud su divina gloria.
Esta señorita fue testigo de Jesús: testigo de que él no está muerto sino vivo y, como tal, fue un testigo de su resurrección.
Testigos de esa clase se han necesitado en todos los tiempos. Los necesitamos hoy, tanto como en los días de los apóstoles. Los corazones de los hombres son igualmente malos hoy como lo eran en aquel entonces; su presunción es igualmente caprichosa, su egoísmo tan general como en aquel tiempo y su incredulidad igualmente obstinada como en cualquier período de la historia del mundo; se requiere una evidencia tan poderosa como siempre para subyugar sus corazones y engendrar en ellos fe viva.
Hay dos clases de evidencias y parece que ambas son necesarias para lograr que los hombres acepten la verdad y se salven. Estas son: la evidencia que obtenemos por medio de la historia, y la evidencia que nos dan los hombre vivos que nos muestra aquello de lo cual están conscientes.
En la Biblia y en los escritos de los primitivos cristianos, tenemos las evidencias históricas del plan de Dios para con los hombres, y la manera cómo trata con ellos; de la vida, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesús, y del avivamiento del Espíritu Santo. Pero parece que estos documentos no bastan por sí solos para destruir la incredulidad de los hombres y hacerles que se presenten ante Dios con humildad y sumisión, y que tengan fe sencilla y firme en su amor. Tal vez ellos produzcan una fe histórica. Es decir, tal vez crean lo que dicen acerca de Dios, acerca de los hombres, acerca del pecado, la vida, la muerte, el día del juicio, el cielo y el infierno, de igual modo como creen lo que dice la historia referente a Julio César, Bonaparte o Washington. Dicha fe podrá hacer que los hombres sean muy religiosos, que construyan templos, que se abnieguen y cumplan con muchas ceremonias del culto; hará que abandonen los pecados bajos y visibles y que vivan decorosa y moralmente; y sin embargo, esos hombres podrán permanecer muertos para Dios. No les conduce a la viva comunión con el Señor Jesús, que deshace todo pecado, tanto interno como externo, y disipa el temor a la muerte, llenando el corazón de feliz esperanza de inmortalidad.
La fe salvadora es aquella fe que trae al alma la vida y el poder de Dios: es una fe que convierte en humilde al presuntuoso; al impaciente en paciente; al altanero en humilde de corazón; al mezquino en liberal y generoso; al impuro en limpio y casto; al díscolo y contencioso, en manso y considerado; al mentiroso, en veraz; al ladrón, en honrado; al fatuo e insensato, en sabio y sensato. Es una fe que purifica el corazón, que pone al Señor siempre primero ante los ojos y llena el alma de amor santo, humilde y paciente, hacia Dios y el hombre.
Para adquirir esta fe se necesita no sólo la Biblia con sus evidencias históricas, sino también un testimonio vivo. Se necesita de alguien que ha gustado “la buena palabra de Dios, y poderes del siglo venidero” (Heb. 6:5); alguien que sepa que Jesús no está muerto, sino vivo; alguien que testifique acerca de su resurrección, porque conoce al Señor que es “la Resurrección y la Vida” (Juan 11:25).
Recuerdo a una señorita que vivía en Boston, cuyo tranquilo y sincero testimonio de Jesús atraía mucha gente a las reuniones, pues concurrían para oírla hablar. Un día, mientras caminábamos por la calle, ella me dijo: “El otro día mientras me hallaba en mi habitación preparándome para la reunión, Jesús estuvo conmigo. Tuve la sensación de que estaba presente, y le reconocí”.
Yo repliqué: “Podemos estar más conscientes de su presencia que de cualquier amigo terrenal”.
Con gran sorpresa y gozo para mí, le oí decir: “Sí, porque él está en nuestros corazones”.
Pablo tuvo que ser un testigo así para poder lograr la salvación de los gentiles. El no fue testigo de la resurrección de Jesús, sólo por haberle visto con los ojos naturales, sino en el sentido más elevado y espiritual, pues el Hijo de Dios se había “revelado” a él (Gálatas 1:16) y su testimonio fue tan poderoso para convencer a los hombres acerca de la verdad y para disipar su incredulidad, como lo fueron los testimonios de Pedro o Juan.
Esta facultad de testificar no está restringida únicamente a los apóstoles que estuvieron con Jesús, ni a Pablo que fue escogido específicamente para ser un apóstol, sino que es una herencia común a todos los creyentes. Muchos años después de Pentecostés, Pablo escribió a los corintios, allá lejos en Europa: “¿No os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados “ (2 Corintios 13:5). Y escribiendo a los colosenses referente al misterio del Evangelio, dice: “Es Cristo en vosotros la esperanza de gloria” (Colosenses 1:27). En realidad, este es el elevado propósito con el cual Jesús envió al Espíritu Santo. El dijo: “Cuando venga el Espíritu de verdad… no hablará por su propia cuenta... El me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:13-15).
Esta es su principal misión: revelar a Jesús al alma de cada creyente individualmente, y al hacerlo así, purifica cada corazón, destruye toda tendencia mala e implanta en el alma del creyente el mismo temperamento y disposición del Señor Jesucristo.
La verdad es que la revelación interna de la mente y corazón de Jesús, por medio del bautismo del Espíritu Santo, era necesaria para hacer testigos de los mismos hombres que habían estado con él durante tres años y que fueron testigos oculares de su muerte y resurrección. Les envió inmediatamente a que contasen lo que había sucedido a todos los que encontraban. Se quedó con ellos algunos días, enseñándoles ciertas cosas, y luego, poco antes de ascender a los cielos, en vez de decirles: “Tres años habéis estado conmigo, ya sabéis lo que ha sido mi vida, habéis oído mis enseñanzas; me habéis visto morir; sois testigos de mi resurrección; id ahora por todo el mundo, y contad estas cosas”, en lugar de eso, leemos: “Les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días... Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos” (Hechos 1:4, 5, 8).
Habían estado con él durante tres años, pero no le comprendieron. Se había revelado a ellos en carne y sangre, pero ahora se revelaría en ellos por medio del Espíritu; en esa hora comprendieron su divinidad y su carácter, y se dieron cuenta cabal de su misión, de su santidad, de su amor eterno y de su poder salvador, de manera tal que jamás lo habrían comprendido aunque hubiese vivido con ellos en la carne durante toda la eternidad. Esto fue lo que hizo decir a Jesús poco antes de su muerte: “Os conviene que yo me vaya, porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros” (Juan 16:7); y si no hubiese venido el Consolador, no habrían podido conocer a Jesús, sino únicamente en la forma humana.
¡Oh, cuán tiernamente les amaba Jesús, y con qué inexpresable vehemencia ansiaba que le conociesen! De igual modo hoy día, él quiere que su gente le conozca, y quiere revelarse a sus corazones.
Es este conocimiento de Jesús que los pecadores exigen a los cristianos antes de creer.
Pues bien, si es cierto que los hijos de Dios pueden llegar a conocer a Cristo de ese modo, que el Espíritu Santo lo revela de ese modo, que Jesús desea con vehemencia ser conocido por su pueblo, y que los pecadores exigen que los cristianos tengan dicho conocimiento antes de creer, ¿no es eso, de por sí, algo que obliga a todo seguidor de Jesús a buscarle con todo el corazón, hasta sentirse lleno de ese conocimiento y poder para testificar Además, se debiera buscar ese conocimiento no sólo con objeto de ser útil, sino para adquirir consuelo y seguridad personal, porque es salvación, es vida eterna. Jesús dijo: “Esta... es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3).
Una persona podrá saber diez mil cosas acerca del Señor; podrá ser muy elocuente al hablar acerca de su carácter y sus obras y, no obstante, no saber nada de él en su corazón. Un campesino podrá saber muchas cosas acerca de su reina; podrá creer en su justicia y estar dispuesto a confiar en su clemencia, aunque jamás la haya visto. Pero son sus hijos e hijas y los miembros de su corte quienes realmente la conocen. Esta revelación universal del Señor Jesús es algo más que la conversión: es el lado positivo de aquella experiencia que llamamos un “corazón limpio” o “santidad”.
¿Quieren conocerle de ese modo Si lo desean, con toda el alma, podrán llegar a conocerle.
Primero, pueden estar seguros que sus pecados han sido perdonados. Si han hecho mal a alguien, enmienden el mal hasta donde puedan. Zaqueo le dijo a Jesús: “La mitad de mis bienes doy a los pobres, y si en algo he defraudado a alguno, lo devuelvo cuadruplicado” (Lucas 19:8), y Jesús le salvó al instante. Sométanse a Dios. Confiesen sus pecados, y luego confíen en Jesús, y pueden estar seguros que todos sus pecados serán perdonados. El borrará todas sus rebeliones y no se acordará más de sus pecados (Isaías 43:25).
Segundo, ahora que ustedes han sido perdonados, acérquense a él con su voluntad, sus defectos, su todo, y pídanle que él les libre de todo mal genio, de todo deseo egoísta y de toda duda secreta, y que descienda a morar dentro de su corazón, que les conserve puros y los utilice para su propia honra y gloria. Después de eso, no contiendan mas, sino anden en la luz que él les dará, confíen en él con paciencia y expectación, creyendo que él les contestará sus oraciones; y ustedes podrán estar seguros que él les llenará “de toda la plenitud de Dios” (Efesios 3:19). Ustedes no deben impacientarse en este punto, no deben hundirse en dudas y temores secretos, sino deben mantenerse firmes en la profesión de la fe (Hebreos 10:23); porque, como dice Pablo, “es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa. Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:36,37). Dios descenderá a nosotros. Sí, él vendrá, y cuando venga, él satisfará todos los deseos de nuestros corazones.