“¿Cómo puede ser tentado el hombre que está muerto al pecado” —me preguntó hace algún tiempo un cristiano sincero pero no santificado.— “Si hasta las mismas tendencias e inclinaciones al pecado han sido destruidas, ¿qué hay en el hombre que responda a las instancias del mal”
Esta es una pregunta que todo hombre hace tarde o temprano, y cuando Dios me enseñó la respuesta, ella iluminó mi senda y me ayudó a derrotar a Satanás en muy encarnizadas luchas.
El hecho es que el hombre verdaderamente santificado, el que está “muerto al pecado”, no tiene ninguna inclinación en sí que responda a las tentaciones comunes a todo ser humano. Tal como lo declara Pablo: “No tenemos lucha contra sangre y carne” —es decir, contra las tentaciones sensuales, carnales y mundanas que tanto lo dominaban antes— “sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12), es decir en su cuarto, en la oración secreta.
Si una vez fue borracho, ya no será tentado a embriagarse, por cuanto está “muerto” y su “vida está escondida con Cristo en Dios" (Colosenses 3:3).
Si antes fue orgulloso y vanidoso, una persona cuyo mayor deleite era vestir a la moda y cubrirse de alhajas, ahora no se siente deslumbrado por los destellos, pompas y vana gloria de este mundo, porque ha puesto “la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Colosenses 3:2). Esas cosas ya no tienen para él más atracción que la que tendrían los adornos de bronce, las plumas de águila y la pintura de guerra de los indios.
Si antes codiciaba los honores y elogios de los hombres, ahora considera todo eso como estiércol y escoria, para poder ganar a Cristo, y tener el honor que viene únicamente de Dios.
Si antes deseó adquirir riquezas y vivir una vida holgada y cómoda, ahora desecha, gustosamente, todos los bienes y comodidades terrenales, con tal de acumular tesoro en el cielo, y no estar envuelto en “los negocios de la vida; a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado” (2 Timoteo 2:4).
No quiero decir con esto que Satán no presentará nunca ante el alma ninguno de estos placeres y honores mundanos y carnales, con objeto de inducirla a que se aleje de Cristo, pues lo hará. Pero lo que quiero decir es que, estando el alma “muerta al pecado”, habiendo sido destruidas hasta las raíces del pecado, ésta no responde a las sugerencias que le hace Satanás, sino que instantáneamente las rechaza. Satanás podrá enviarle una bellísima adúltera, como lo hizo en el caso de José en Egipto; pero este hombre santificado huirá de ella, y exclamará, como lo hizo José: “¿Cómo... haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios “(Génesis 39:9).
O podrá suceder que Satanás le ofrezca gran poderío, honores y riquezas, como lo hizo con Moisés en Egipto, mas al comparar todo esto con el poder infinito y plenitud de gloria que ha encontrado en Jesucristo, el hombre santificado instantáneamente rehúsa la oferta que le hace el Diablo, “escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios” (Hebreos 11:25,26).
O bien, Satanás podría tentar su paladar con los sabrosos vinos y ricas viandas del palacio de un rey, como lo hizo con Daniel en Babilonia; pero, como Daniel, este hombre santificado habrá propuesto en seguida “en su corazón de no contaminarse con la porción de la comida del rey, ni en el vino que él bebía” (Daniel 1:8).
Todas estas atracciones mundanales le fueron ofrecidas a Jesús (Mateo 4:1. 11; y Lucas 4:2.13), pero vemos, en el relato que nos hacen los apóstoles, de qué modo tan glorioso triunfó sobre cada una de las sugerencias que le hizo el tentador. Y así como él rechazó las tentaciones de Satanás y obtuvo la victoria, así también lo hará el hombre santificado, pues tiene a Cristo mismo, que ha entrado a morar en su corazón y a librar sus batallas, y por lo tanto puede decir como su Señor y Maestro: “Viene el príncipe de este mundo, y el nada tiene en mí” (Juan 14:30).
En realidad, tal es la satisfacción que ha encontrado, tal la paz y el gozo de que disfruta, tal el consuelo, pureza y poder que ha recibido de Cristo, que el poder de las antiguas tentaciones ha sido quebrantado por completo, y ahora disfruta de la libertad de los hijos de Dios; es libre como cualquier arcángel, porque “si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Juan 8:34), con “la libertad con que Cristo nos hizo libres” (Gálatas 5:1).
Pero si bien es cierto que Cristo ha libertado al hombre santificado, y que éste no tiene que contender con las antiguas pasiones mundanas y deseos carnales, tiene, sin embargo, que sostener una lucha continua con Satanás para conservar su libertad. Esta lucha es la que Pablo llama “la buena batalla de la fe” (1 Timoteo 6:12).
Debe luchar para mantener firme su fe en el amor del Padre.
Debe luchar para mantener firme su fe en la sangre purificada del Salvador.
Debe luchar para mantener firme su fe en el poder santificador y guardador del Espíritu Santo.
Aunque no la ve el mundo, esta lucha es tan real como la de las batallas de Waterloo o Gettysburg, y sus trascendentes consecuencias, ora para bien o para mal, son infinitamente mayores.
Por la fe el hombre santificado es hecho heredero de Dios y coheredero de Cristo (Rom. 8:17), de todas las cosas, y su fe hace que sean tan reales su Padre celestial y su herencia celestial, que la influencia de estas cosas invisibles sobrepuja por mucho a las cosas que ve con los ojos materiales, las cosas que oye con sus oídos y toca con sus manos.
El hombre santificado dice como decía Pablo, y lo siente dentro de su corazón al decirlo, que “las cosas que se ven son temporales”, y pronto perecerán, “pero las que no se ven” —no se ven con los ojos naturales pero sí con los ojos de la fe— “son eternas” (2 Cor. 4:18), y permanecerán cuando “los elementos ardiendo serán desechos” (2 Pedro 3:10), y “se enrollarán los cielos como un libro”(Isaías 34:4).
Fácil es comprender que estas cosas sólo se pueden retener por medio de la fe, y mientras el hombre santificado las retenga de ese modo, el poder de Satanás sobre él está completamente quebrantado. Esto lo sabe muy bien el diablo, y por eso comienza sus ataques sistemáticos en contra de la fe de tal hombre.
Lo acusará de haber pecado, cuando la conciencia del hombre está tan libre de haber quebrantado intencionalmente las leyes de Dios, como la de un ángel. Pero Satanás sabe que si logra conseguir que le escuche está acusación, y pierda la fe en la sangre purificadora de Jesús, lo tendrá en sus garras y podrá hacer lo que quiera con él. Satanás acusa, pues, de este modo al alma santificada, ¡y luego se torna y dice que es el Espíritu Santo el que condena al hombre! El es “el acusador de nuestros hermanos” (Apoc. 12:10). He aquí la diferencia que debemos observar:
El diablo nos acusa de pecado.
El Espíritu Santo nos condena por el pecado.
Si digo una mentira, si me enorgullezco, o si quebranto cualesquiera de los mandamientos de Dios, el Espíritu Santo me condenará al momento por ello. Satanás me acusará de haber pecado cuando no lo he hecho, y no puede probarlo.
Por ejemplo: Un hombre santificado le habla a un pecador acerca de su alma, le exhorta huir de la ira venidera, y a que dé su corazón a Dios, pero el pecador no quiere hacerlo. Entonces Satanás comienza a acusar al cristiano, diciéndole: “No dijiste a ese pecador lo que debiste decirle; si le hubieras hablado con acierto, se habría entregado a Dios”.
De nada sirve ponerse a discutir con el diablo. La única cosa que el hombre puede hacer es no mirar al acusador sino poner los ojos en el Salvador y decir: “Amado Señor, tú sabes que hice lo mejor que pude en esos momentos, y si hice algo malo, o si dejé algo sin decir que debí haber dicho, confío en que tu sangre me limpiará en este mismo instante”.
Si a Satanás se le hace frente de ese modo cuando comienza sus acusaciones, la fe de la persona santificada obtendrá una victoria y ésta se regocijará en la sangre purificadora del Salvador y en el poder del Espíritu para guardar; pero si presta oídos al diablo hasta que su conciencia y su fe se hallan heridas, podrá necesitarse mucho tiempo para que su fe recupere otra vez las fuerzas, que la capaciten para dar voces de jubilo y triunfar en todos los ataques que le hiciere el enemigo.
Una vez que Satanás ha herido y lastimado la fe del hombre santificado, prosigue luego a degradar el carácter de Dios. Le sugiere al hombre que el Padre no le ama más, con aquel paternal amor que tuvo a su Hijo Jesús; no obstante, Jesús declaró que sí le ama. Luego le sugiere que tal vez la sangre no le limpie de todo pecado y que el Espíritu Santo no puede guardar a nadie inmaculado, o, al menos, que aunque pudiera hacerlo, no lo hace; y que, después de todo, aquí en el mundo no existe, tal como se estima, una vida santa.
Otro resultado de las heridas recibidas por la fe, es que las oraciones secretas del hombre pierden mucho de la bendición que antes le producían; el deseo intenso que tenía de hablar a las almas acerca de la salvación disminuye; el gozo que antes tenía en testificar acerca de su Señor y Salvador Jesucristo es menor, y pláticas heladas reemplazarán a los entusiastas testimonios; la Biblia cesará de ser constante fuente de bendición y fortaleza. Conseguido esto, el diablo le tentará a que peque de hecho, a causa del descuido de algunos de estos deberes.
Pues bien, si el hombre escucha a Satanás y comienza a dudar, ¡ay de su fe! Si no clama con todas sus fuerzas a Dios, si no escudriña las Escrituras para enterarse de cuál sea la voluntad de Dios, y habiendo visto cuáles son sus promesas, apropiándose de ellas; reclamándolas diariamente, como lo hizo Jesús, quien “en los días de su carne”, ofreció “ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte” (Hebreos 5:7); si él no le echa en cara a Satanás estas promesas, y de manera resoluta cierra sus ojos a todas las sugerencias que le hiciere el Diablo a que dude de Dios, será sólo cuestión de tiempo para que figure entre aquellos que “tienen nombre de estar vivos, pero están muertos” (Apoc. 3:1); tienen “apariencia de piedad” mas niegan la eficacia de ella (2 Tim. 3:5); cuyas oraciones y testimonios están muertos; cuyo estudio de la Biblia, exhortaciones y obras están muertas, por cuanto no tienen fe viva; finalmente llegará a ser un retrógrado declarado.
¿Qué debe hacer el hombre santificado para vencer el mal
Escuchen lo que dice Pedro: “Sed sobrios, y velad” (es decir, mantened vuestros ojos abiertos), “porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar; al cual resistid firmes en la fe” (1 Pedro 5:8,9).
Escuchen a Santiago: “Resistid al diablo, y huirá de vosotros” (4:7).
Oigan a Pablo: “Pelea la buena batalla de la fe” (l Timoteo 6:12). “El justo por la fe vivirá” (Romanos 1:1 7). “Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno” (Efesios 6:16).
Y Juan dice: “Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe” (1 Juan 5:4). “Y ellos le han vencido” (al Diablo, el acusador de los hermanos) “por medio de la sangre del Cordero” (en cuya sangre tenían una fe como de niños) “y de la palabra del testimonio de ellos” (porque si un hombre no testifica, su fe no tardará en morir),”y menospreciaron sus vidas hasta la muerte” (Apoc. 12:11); obedecieron a Dios a todo costo, y se abnegaron hasta el último extremo.
Pablo atribuye igual importancia al testimonio cuando dice: “Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza” (Hebreos 10:23). “Mirad hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo” (Hebreos 3:12). “No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene grande galardón” (Hebreos 10:35).