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La hueste de Gedeón

Ciento veinte mil madianitas habían ido a pelear contra Israel, y treinta y dos mil israelitas se levantaron en armas para luchar en defensa de sus esposas, criaturas y hogares, y por su libertad y en defensa de sus propias vidas. Mas Dios sabía que si un israelita batía a cuatro madianitas, se pondría tan orgulloso y presumido que se olvidaría de él, y diría: “Mi mano me ha salvado” (7:2).

El Señor sabía, sin embargo, que había una cantidad de israelitas cobardes, que sólo esperaban hallar una excusa para huir; por eso le ordenó a Gedeón que les dijese: “Quien tema y se estremezca, madrugue y devuélvase desde el monte de Galaad”. Mientras más pronto nos dejan los timoratos, tanto mejor. “Y se devolvieron de los del pueblo veintidós mil, y quedaron diez mil” (7:3). Tuvieron miedo de hacerle frente al enemigo, pero no tuvieron vergüenza de dejarle ver sus espaldas.

El Señor vio, sin embargo, que si un israelita vencía a doce madianitas, se pondría más hinchado de orgullo aún; por eso les sometió a otra prueba.

Le dijo a Gedeón: “Aún es mucho el pueblo; llévalos a las aguas, y allí te los probaré”. Dios prueba muchas veces a la gente mientras están a la mesa y ante una taza de té. “Y del que yo te diga: Vaya este contigo, irá contigo; mas de cualquiera que yo te diga: Este no vaya contigo, el tal no irá. Entonces llevó el pueblo a las aguas; y Jehová dijo a Gedeón: Cualquiera que lamiere las aguas con su lengua como lame el perro, a aquél pondrás aparte; asimismo cualquiera que se doblare sobre sus rodillas para beber. Y fue el número de los que lamieron llevando el agua con la mano a su boca, trescientos hombres; y todo el resto del pueblo se dobló sobre sus rodillas para beber las aguas. Entonces Jehová dijo a Gedeón: Con estos trescientos hombres que lamieron el agua os salvaré, y entregaré a los madianitas en tus manos; y váyase toda la demás gente cada uno a su lugar. Y habiendo tomado provisiones para el pueblo, y sus trompetas, envió a todos los israelitas cada uno a su tienda, y retuvo a aquellos trescientos hombres” (Jueces 7:4-8).

Estos trescientos hombres sabían lo que querían. No sólo no tenían miedo al enemigo, sino que no buscaban la propia comodidad y bienestar. Sabían pelear, pero sabían algo más importante aún: sabían cómo abnegarse. Sabían cómo abnegarse, no sólo cuando había escasez de agua, sino igualmente cuando el río abundoso corría a sus pies. Indudablemente ellos tenían tanta sed como los demás, pero no quisieron soltar sus armas, ni recostarse para beber en presencia del enemigo. Se mantuvieron de pie, con los ojos abiertos, observando al enemigo: con una mano empuñaban el escudo, el arco y las flechas, mientras con la otra llevaban el agua a sus sedientos labios. Los otros no temían la lucha, pero querían beber primero, aun a riesgo de que el enemigo se lanzase sobre ellos mientras estaban reclinados aplacando su sed. Querían cuidar de sí mismos, en primer lugar, aunque el ejército fuese aplastado. Querían satisfacerse ellos, sin pensar, ni por un momento, en la necesidad de abnegarse por el bien común. Por eso Dios les ordenó que retornasen a sus casas junto con aquellos que tenían miedo, y con los trescientos restantes deshizo a los madianitas. Es decir, pelearon un soldado israelita por cada cuatrocientos madianitas. ¡Así, naturalmente, nadie podría enorgullecerse! Ganaron la victoria y se inmortalizaron, pero la gloria fue de Dios.

Hay personas tímidas que no pueden soportar una risa o burla, y mucho menos los ataques de un enemigo implacable. Si no se les puede persuadir a que echen mano de la fortaleza del Señor, mientras más pronto dejan libre el campo tanto mejor; déjenles que regresen al seno de sus familias, de sus novias y de sus madres.

Pero hay muchos que no temen, sino que más bien se deleitan en la lucha. Les gusta más vestir el uniforme, vender “El Grito de Guerra”, desfilar por las calles, hacer frente a la multitud tumultuosa, cantar, orar y testificar en presencia del enemigo, que quedarse en casa. Pero siempre están pensando en sus propios gustos. Si les agrada una cosa la quieren obtener, aun cuando ella les haga daño y les inhabilite para la lucha.

Conozco a algunas personas que saben muy bien que el té, las tortas y los dulces les hacen daño, y, sin embargo, lo toman y comen, a riesgo de ofender al Espíritu de Dios y destruir su propia salud, la cual es el capital que Dios les ha dado para que trabajen.

Conozco a algunas personas que debieran saber que comer una cena demasiado abundante, antes de ir a una reunión, sobrecarga su sistema digestivo, atrae la sangre de la cabeza al estómago, les hace somnolientos y pesados, y les inhabilita para sentir hondamente las realidades espirituales y para ponerse entre Dios y la gente, intercedien­do ante él por ellos, con oración fervorosa, llena de fe y de poder como el de Elías, y para tener poder sobre la gente, al dar su testimonio, y hacer sus ardientes exhortaciones. Pero tienen hambre, les agrada esto o aquello, y por eso obsequian su paladar con aquello que les gusta, castigando así sus estómagos, echando a perder sus reuniones, decepcio­nando a las almas hambrientas y ofendiendo al Espíritu Santo: todo para satisfacer sus apetitos.

Conozco a personas que no pueden velar con Jesús durante media noche de oración, sin comer biscochos y tomar café. Imagínense a Jacob en aquella noche de lucha desesperada con el ángel, cuando le pidió que le bendijese antes de encontrarse a la mañana siguiente con su hermano Esaú, a quien había ofendido, imagínense a Jacob deteniéndose para comer biscochos y tomar café! Si la desesperación de su alma no hubiese sido tan grande habría podido detenerse a comer y beber, pero al regresar otra vez a la lucha, habría encontrado que el ángel se había ido y, a la mañana siguiente, en vez de enterarse de que el ángel, si bien le había descoyuntado el hueso del muslo, también le había bendecido a él y enternecido el duro corazón de Esaú, habría tenido que vérselas con un hermano airado, dispuesto a cumplir la amenaza de matarle, que le había hecho veinte años antes. Pero Jacob estaba desesperado. Tanto ansiaba la bendición de Dios que se olvidó por completo de su cuerpo. La verdad es que oró con tanto fervor y energía que se descoyuntó el hueso del muslo, pero no se quejó por ello. Obtuvo, empero, la bendición. ¡Alabado sea Dios!

Cuando Jesús oró, y sufrió tan intensa agonía en el huerto de Getsemaní, a tal punto que su sudor fue como gotas de sangre, sus discípulos dormían, y él sintió pena al ver que ellos no habían podido orar con él durante una hora. Hoy día él ha de sentir lo mismo al ver tantos que no pueden, o no quieren, velar con él: tantos que no quieren abnegarse a fin de poder ganar la victoria sobre las huestes del infierno y arrancar a las almas del abismo insondable.

Leemos acerca de Daniel (Dan. 10:3), que durante tres largas semanas no comió ninguna vianda sabrosa, y consagró todo el tiempo que pudo a la oración, tal era la ansiedad que tenía de saber cuál fuese la voluntad de Dios y de obtener su bendición. Y la obtuvo. Un día Dios le envió un ángel que le dijo: “¡Oh hombre, bien amado!” Y luego pasó a decirle todo lo que él (Daniel) quería saber.

En los Hechos 14:23 leemos que Pablo y Bernabé oraron y ayunaron —no tuvieron banquete— para que la gente fuese bendecida antes de salir de cierto cuerpo. Tenían vivo interés en los soldados que habían dejado tras sí.

Sabemos que Moisés, Elías y Jesús ayunaron y oraron durante cuarenta días, e inmediatamente después realizaron obras maravillosas.

De igual modo, todos los poderosos hombres de Dios han aprendido a abnegarse y a mantener sus cuerpos en sujeción, y Dios ha hecho encender sus almas como una llama, ayudándoles a vencer en luchas muy duras; y por medio de ellos ha bendecido a todo el mundo.

Nadie debe dejar de comer o beber con detrimento de su cuerpo, pero una noche en vela, ayunando y orando, no será causa para que nadie se muera de hambre, y el hombre que estuviere dispuesto a olvidarse de vez en cuando de su cuerpo, a fin de atender mejor a su propia alma y las almas de los demás, cosechará bendiciones que le asombrarán a él mismo y a todos los que le conocen.

Pero este dominio de uno mismo debe ser constante. De nada servirá ayunar una noche y hacer banquete al siguiente día. El apóstol escribe que los que luchan “de todo se abstienen” (1 Corintios 9:25), y bien pudo haber añadido: “en todo tiempo”.

Además, la hueste de Gedeón trabajó de noche, o muy temprano, a la madrugada. Se adelantaron a sus enemigos, madrugando.

Las personas que se regalan con demasía con comidas o bebidas, generalmente son también muy adictas al sueño. Comen tarde de noche, y duermen pesada y perezosamente a la mañana siguiente. General mente tienen que tomar una taza de té bien cargado para disipar la modorra. Levantándose así tarde, el trabajo del día se les acumula y no tienen tiempo para alabar al Señor, ni para orar y leer la Biblia. Entonces los afanes del día les oprimen y sus corazones se llenan de todo menos del gozo del Señor. Jesús debe esperar hasta que hayan hecho todo lo demás, antes de hablarles. De ese modo echan a perder el día.

¡Ojalá supiesen cuál es la ventaja, el lujo, el gozo embelesador de levantarse de mañana temprano para combatir a los madianitas! Al parecer, Gedeón, capitán del ejército, estuvo en pie toda la noche, y despertó a su gente temprano, de modo que derrotaron a los madianitas “antes de alborear el día.

Juan Fletcher solía sentirse apesadumbrado si algún obrero se levantaba para ir a su trabajo antes que él se hubiese levantado para alabar a Dios y luchar contra el Diablo. Fletcher decía: “¿Acaso ese patrón terrenal es más digno de atención que mi Padre celestial “. Otro antiguo santo solía lamentar si oía cantar a los pájaros antes que él se hubiese levantado para loar a Dios.

Leemos que Jesús se levantaba temprano y salía solo para orar. Josué se levantó temprano de mañana para preparar su ejército y emprender el ataque contra Jericó y Hai.

Juan Wesley solía acostarse a las diez de la noche en punto —a menos que tuviese una noche entera de oración— y se levantaba a las cuatro de la mañana. Todo lo que él precisaba eran seis horas de sueño. Cuando hubo alcanzado la avanzada edad de ochenta y dos años, decía que a él mismo le maravillaba ver su buena salud, pues durante doce años no había estado enfermo ni un solo día, ni se había sentido cansado, ni había perdido una hora de sueño, y esto no obstante haber viajado anualmente, en invierno y verano, miles de kilómetros a caballo y en vehículos, habiendo predicado centenares de sermones, y hecho trabajo que podría hacer un hombre entre mil, todo lo cual él atribuía a la bendición de Dios por la manera sencilla en que vivía, y a su limpia conciencia. Juan Wesley fue un hombre muy sabio y útil, y atribuyó tal importancia al asunto, que publicó un sermón sobre “Redimiendo el tiempo” del sueño.

El otro día recibí una carta de un capitán en la que me decía que comenzado a hacer sus oraciones, por la mañana, cuando tenía la mente fresca y despejada, y antes de sentirse preocupado con los afanes del día.

Pertenecer al ejercito de Gedeón es mas difícil de lo que muchos imaginan, pero yo me he afiliado a ese ejército, ¡gloria a Dios! y mi alma está ardiendo. Me da gozo vivir y pertenecer a ese ejército.