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La fe: la gracia y el don

“No os hagáis perezosos, sino imitadores de aquellos que por la fe y la paciencia heredan las promesas” (Hebreos 6:12).

“Sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan “(Hebreos 11:6).

“Porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa. Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:36, 37).

Hay una diferencia notable entre la gracia de la fe y el don de la fe, y temo que el no percatarse de esta diferencia, y el no obrar de acuerdo con ello, ha conducido a muchas personas a las tinieblas, y es posible que algunos hayan llegado hasta abandonarla, arrojándose en la negra noche de la incredulidad.

La gracia de la fe es aquella que le es dada a todo hombre para que trabaje con ella, y por medio de la cual podemos acercarnos a Dios.

El don de la fe es el que se nos da por medio del Espíritu Santo, cuando llegamos al punto en que hemos empleado, con toda libertad, la gracia de la fe.

El hombre que está ejerciendo la gracia de la fe, dice: “Creo que Dios me bendecirá”, y busca a Dios con todo el corazón, tanto en privado como en público. Escudriña la Biblia para enterarse de la voluntad de Dios. Habla con otros cristianos acerca de las relaciones entre Dios y su alma. Carga con todas las cruces y, al fin, cuando llega al límite de la gracia de la fe, Dios, repentinamente, por medio de alguna palabra de las Escrituras, por medio de algún testimonio o alguna meditación, le concede el don de la fe con la que puede llegar a obtener las bendiciones que ha estado buscando. Después de eso no vuelve a decir: “Creo que Dios me bendecirá”, sino que exclama: “Creo que me bendice. Entonces el Espíritu Santo testifica de que ha recibido las bendiciones y por eso exclama lleno de júbilo: “¡Sé que Dios me bendice!” Después de eso no le dará gracias a un ángel para que le diga que ha recibido esas bendiciones, pues él sabe que las ha recibido, y ni hombres ni demonios pueden privarle de esa certeza. En realidad, lo que he llamado aquí el don de la fe, podría llamarse (y probablemente hay quienes le den ese nombre) la certeza de la fe. Pero no es el nombre, sino el hecho, lo que importa.

El peligro yace en querer recibir el don de la fe, antes de haber ejercido la gracia de la fe. Por ejemplo: un hombre busca la bendición de un corazón limpio, y dice: “Creo que se puede obtener dicha bendición, y creo que Dios me la dará”. Si cree así, debiera buscar la santidad inmediatamente, pidiéndole a Dios que le dé la bendición y, si persevera buscándola, seguramente la encontrará. Pero si alguien le hiciese reclamar la santidad antes de haber luchado contra las dudas y dificultades con que ha de encontrarse por medio de la gracia de la fe, y antes que Dios le haya concedido el don de la fe, es muy probable que será arrastrado por algunos días o semanas, y luego retrocederá y tal vez ‘llegue a la conclusión de que no es cierto eso de la bendición de un corazón limpio. A tal persona se le debiera amonestar, enseñar, exhortar y estimular a que la busque hasta tener la seguridad de haberla obtenido.

O, supongamos que estuviere enfermo, y que dijere: “Hay personas que han estado enfermas, y Dios las ha sanado, yo creo que él me sanará a mí también”. Teniendo esta fe debiera buscar la salud pidiéndosela a Dios. Pero si alguien le persuadiese a que reclame la salud antes de haber luchado con las dificultades que se le oponen, por medio de la gracia de la fe, y antes que Dios le hubiese concedido el don de la fe por medio de la cual ha de recibir la salud, es probable que se baje arrastrando del lecho de enfermedad y que esté levantado unos días, pero no tardará en darse cuenta de que no está sano; se desalentará, y podrá suceder que hasta se atreva a decir que Dios miente, y es muy posible que diga también que no hay Dios, y que a partir de esa fecha no vuelva a creer más en nada.

O, supongamos que se trate de un oficial salvacionista, o de un ministro del Evangelio, que siente vivos deseos de ver almas salvadas, y que razone consigo mismo, arribando a la conclusión de que Dios quiere que se salven las almas. Entonces dirá: “Yo voy a creer que esta noche veremos veinte almas salvadas”. Mas llega la noche y no se salvan las veinte almas. Se pregunta en seguida cuál será la causa; el Diablo le tienta y le hace tener dudas, y es probable que, a fin de cuentas, caiga en la incredulidad.

¿Dónde estaba la dificultad La razón yace en que dijo que iba a creer antes de haber meditado detenida y sinceramente, contendiendo con Dios por medio de la oración, y de haber oído la voz de Dios que le asegurase que veinte almas se iban a salvar. “Dios... es galardonador de los que le buscan”.

Pero, alguien preguntará: “¿No debemos exhortar a los que buscan, para que crean que Dios es quien hace la obra”.

Sí, si están seguros de que le han buscado con todo el corazón. Si están seguros de que han ejercitado la gracia de la fe y han rendido todo a Dios; en tal caso ustedes deben instarles, tierna y fervorosamente, a que confíen en Jesús; pero si no estuviesen seguros de esto, tengan cuidado de no urgirles a reclamar una bendición que Dios no les ha dado. Sólo el Espíritu Santo sabe cuando una persona está en condiciones de recibir el don de Dios, y él notificará a ésta cuando ha de ser bendecida. Tengan cuidado, pues, de no querer hacer la obra que corresponde al Espíritu Santo. Si ustedes prestan demasiada ayuda a los que buscan, tal vez mueran en las manos de ustedes, pero si ustedes andan cerca de Dios, con espíritu humilde y consagrados a la oración, él les revelará lo que deben decir a dichas personas a fin de serles de ayuda.

Nadie debe suponer, sin embargo, que sea necesario ejercer mucho tiempo la gracia de la fe antes que Dios nos dé la certeza. Uno puede obtener la bendición casi al instante, si la pedimos con corazón perfecto, fervorosamente, sin ninguna duda y sin impacientarnos. Pero, como dice el profeta: “Aunque tardare (la visión), espérala, porque sin duda vendrá, no tardará” (Habacuc 2:3). “Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:37). Si la bendición tardase en llegar, no piensen que por el simple hecho de tardar, se les deniegue; sino, como la mujer sirofenicia que acudió a Jesús, sigan pidiendo con toda humildad de corazón y con fe firme. No tardará él en decirles a ustedes con amor: “¡Oh hombre, oh mujer, grande es tu fe: sea hecho contigo como quieres!