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Introducción

El 9 de enero de 1885, a eso de las nueve de la mañana, Dios santificó mi alma. En ese momento estaba en mi habitación, pero minutos después salí a la calle y me encontré con un hombre a quien le dije lo que Dios había hecho conmigo. A la mañana siguiente me encontré con otro amigo en la calle y le hice la bendita relación. Este dio una exclamación de gozo y alabó a Dios, y al mismo tiempo me instó a que predicara la plena salvación y a que la anunciara en todas partes. Dios empleó a ese amigo para que me sirviera de estímulo y ayuda. De modo que al día siguiente prediqué sobre el tema con tanta claridad y fuerza como me fue posible y terminé mi alocución con mi testimonio.

Dios hizo que mis palabras fuesen de bendición a los que me oyeron, pero fui yo quien recibió la mayor bendición. Esa confesión sirvió para derribar los puentes tras de mí. Tres mundos me miraban y veían en mí a un hombre que profesaba que Dios le había dado un corazón limpio. Ya no podía retroceder. Tenía que avanzar. Dios vio que yo tenía la determinación de serle fiel hasta la muerte. Dos mañanas después de eso, acababa de levantarme de mi lecho, y leía algunas de las palabras de Jesús, cuando él me dio tal bendición de la cual yo jamás había soñado siquiera que fuese posible a un hombre recibir mientras se hallare de este lado del cielo. Fue un cielo de amor el que descendió a mi corazón. Antes de desayunarme salí a dar una vuelta por uno de los parques de Boston, y tal era el gozo que embargaba mi alma que no pude contener las lágrimas mientras alababa a Dios. ¡Oh, cuánto le amé! Aquella hora conocí a Jesús, y le amé hasta que me pareció que mi corazón iba a partirse henchido de amor. Amé a los gorriones, a los perros, a los caballos, a los chiquillos vagabundos que veía por las calles, amé a las personas desconocidas que pasaban presurosas a mi lado, amé a los paganos: amé a todo el mundo.

¿Quieren saber qué es la santidad Es amor puro. ¿Quieren saber qué es el bautismo del Espíritu Santo No es únicamente un mero sentimiento, no es una feliz sensación que desaparece en una noche. Es un bautismo de amor que cautiva todos los pensamientos y los sujeta al Señor Jesucristo (2 Cor. 10:5); que echa fuera todo temor (1 Juan 4:18); que consume toda duda e incredulidad, así como el fuego consume la estopa; que lo hace a uno manso y humilde de corazón (Mateo 11:20); que nos hace odiar al impuro, la mentira y lo engañoso, la lengua lisonjera y todo lo malo; que hace que el Cielo y el infierno sean realidades eternas; que hace que uno sea paciente y amable con los descarriados y pecadores; que nos hace puros, apacibles, fáciles de aconsejar, llenos de compasión y de buenos frutos, imparciales y sin hipocresía; que hace que tengamos ininterrumpida simpatía con el Señor Jesucristo en sus trabajos y dolores con objeto de restituir a Dios el mundo perdido y rebelde.

Dios hizo todo eso en mí. ¡Alabado sea su santo nombre!

¡Oh, cuánto había anhelado ser puro! ¡Cómo había tenido hambre y sed de Dios, del Dios vivo! Y él me concedió los anhelos de mi corazón. El me satisfizo —peso bien mis palabras— ¡él me satisfizo! ¡El me satisfizo!

Estos diez años han sido maravillosos. Dios ha llegado a ser mi Maestro, mi Guía, mi Consejero, mi todo en todo.

El ha permitido que me viese perplejo y tentado, pero ello ha sido para mi bien. No tengo queja alguna contra él Algunas veces me ha parecido como si me hubiese dejado solo, pero ello sólo ha sido como cuando la mamá se aleja de su criatura con objeto de enseñarle a andar. El no me ha dejado caer.

El ha estado en mi boca y me ha ayudado a hablar acerca de Jesús y su gran salvación de manera tal que he podido enseñar, consolar y servir a otras almas. El me ha sido la luz en mis tinieblas, fortaleza en mi debilidad, sabiduría en mi imprudencia, conocimiento en mi ignorancia.

Cuando me he visto cercado en el camino, y cuando no veía modo alguno de salir de mis tentaciones y dificultades, él me ha abierto paso, así como abrió el mar Rojo para que pasaran por él los israelitas.

Cuando me ha dolido el corazón, él me ha consolado; cuando mis pies han estado a punto de resbalar, él me ha sostenido; cuando ha temblado mi fe, él me ha animado; cuando he estado muy necesitado, él me ha dado lo necesario; cuando he tenido hambre, él me ha alimentado; cuando he tenido sed, él me ha dado agua viva.

¡Oh, gloria a Dios! ¿Qué no ha hecho él por mí ¿Qué no ha sido él para mí

Recomiendo a mi Dios al mundo entero.

El me ha enseñado que el pecado es lo único que puede causarme daño y que lo único que puede beneficiarme en este mundo es “la fe que obra por amor” (Gálatas 5:6). El me ha enseñado a aferrarme a Jesús por la fe y de ese modo salvarme de todos mis pecados, temores y vergüenza, y a que demuestre mi amor obedeciéndole en todo y procurando, de todas las maneras posibles, que otros también lleguen a obedecerle.

¡Yo le alabo! ¡Yo le adoro! ¡Yo le amo! Todo mi ser le pertenece en esta vida y en la eternidad. Yo no me pertenezco. El puede hacer conmigo lo que le plazca, pues soy suyo. Yo sé que lo que él escoja para mí ha de resultar en mi eterno bien. El es muy sabio y no puede equivocarse, ni hacerme algún mal. Yo confío en él, yo confío en él, yo confío en él. “De él es mi esperanza” (Salmo 62:5), no de ningún hombre, ni de mí mismo, sino de él. El ha estado conmigo durante diez años, y sé que él jamás me fallará.

En el curso de estos diez años, Dios me ha dado las fuerzas para que pudiese mantener el propósito ininterrumpido de servirle con todo mi corazón. Ninguna tentación ha torcido esa firme determinación. Ninguna ambición mundana o eclesiástica ha tenido ni el peso de un átomo para atraerme.

Toda mi alma clama dentro de mí, como clamaba la de Efraín cuando dijo: “¿Qué tengo yo ya que ver con los ídolos Yo le he respondido, y le observaré” (Oseas 14:8 V.M.).

“Santidad a Jehová” (Éxodo 28:36) ha sido mi lema. En realidad, de verdad ha sido el único lema que podía expresar los hondos deseos y aspiraciones de mi alma.

Durante año y medio, consecutivo, me he visto imposibilitado de trabajar a causa de debilidad física. Hubo tiempo cuando me habría parecido que ésta era una cruz por demás pesada para mí; pero en esto, como en todo lo demás, bastóme su gracia.

Últimamente Dios ha estado bendiciéndome de manera muy especial. Mi corazón corre tras él, y al buscarle, por medio de la oración paciente, fervorosa y creyente, y al escudriñar con diligencia su Palabra, el ahonda la obra de su gracia en mi corazón.

S. L. BRENGLE