“Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas” (Isaías 40:31).
Si yo estuviese moribundo, y tuviese el privilegio de dar la última exhortación a todos los cristianos de la tierra, les diría: “Esperad en Dios”
Dondequiera que voy encuentro retrógrados —retrógrados metodistas, bautistas, salvacionistas—, toda suerte de retrógrados, por millares, a tal punto que duele el corazón al pensar en el gran ejército de almas desalentadas, de la manera cómo han ofendido al Espíritu Santo, y de la manera cómo han tratado al Señor Jesús.
Si se preguntase a estos retrógrados la causa de su condición presente, darían diez mil razones diversas; pero, después de todo, sólo hay una, y es la siguiente: No esperaron en Dios. Si hubiesen esperado en él, cuando ocurrió el feroz ataque que echó por tierra su fe, les privó de su valor y aniquiló su amor, habrían renovado sus fuerzas, y se habrían sobrepuesto a los obstáculos, como si hubiesen tenido alas de águilas. Habrían corrido por en medio de sus enemigos, sin cansarse; habrían andado por entre medio de las tribulaciones, sin desmayar.
Esperar en Dios significa algo más que el invocar una oración de treinta segundos, al levantarse por la mañana y al irse a dormir por la noche. Podrá ser una oración que se aferre a Dios y salga con la bendición, o podrán ser una docena de oraciones que llaman y persisten, Sin cejar, mientras que Dios no levante su brazo poderoso, en auxilio del alma que le implora.
Hay un acercarse a Dios; un golpear a las puertas del cielo; un suplicar por las promesas; un razonar con Jesús; un olvido de uno mismo; un desprendimiento de todo lo terrenal; un asirse a Dios, con la determinación de no cejar nunca, que pone todas las riquezas de la sabiduría, poder y amor del cielo a disposición de un hombre pequeñito, de modo que grita y triunfa, cuando todos los demás tiemblan, flaquean y huyen, y llega a ser vencedor frente a la misma muerte y del infierno.
Es, cabalmente, en la tensión de sazones de espera en Dios, cuando toda gran alma recibe la sabiduría y fuerza que asombra a otras personas. Ellos podrían ser también “grandes en los ojos de Dios” si esperasen en él y fuesen fieles, en lugar de ponerse inquietos y correr de un hombre a otro en busca de ayuda, cuando llega el momento de prueba.
El Salmista había pasado por gran tribulación, y he aquí lo que dice respecto a su liberación: “Pacientemente esperé a Jehová, y se inclinó a mí, y oyó mi clamor. Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos. Puso luego en mi boca cántico nuevo, alabanza a nuestro Dios. Verán esto muchos, y temerán, y confiarán en Jehová” (Salmo 40:1-3).
El otro día fui a un cuerpo chico y pobre, donde casi todo había ido mal. Muchos estaban fríos y desalentados, pero encontré a una hermana cuyo rostro irradiaba con una alegría admirable y de sus labios emanaban dulces y gratas preces a Dios. Ella me contó cómo había visto caer a los demás a su alrededor, cómo había contemplado la manera descuidada de tantos de ellos, y cómo había visto declinar la piedad en el cuerpo, a tal punto que le había dolido el corazón; y cómo se sintió desalentada y a punto de resbalar y caer. Pero acudió a Dios, y se postró ante él, y oró y esperó, hasta que él se allegó a ella y le hizo ver el terrible precipicio delante del cual se encontraba; le hizo ver que lo que ella debía hacer era seguir a Jesús, andar delante de él con corazón perfecto, y que ella debía aferrarse a él aunque todo el cuerpo retrogradase. Entonces ella confesó todo lo que Dios le había revelado: confesó cuán cerca había estado de unirse al gran ejército de retrógrados, por haberse ocupado de contemplar a otros, en vez de mirar a Jesús. Se humilló delante de él, y renovó su pacto, hasta que un gozo indecible inundó su corazón. Dios llenó su alma de sacro amor y con la gloria de su divina presencia.
Me dijo, además, que al día siguiente temblaba de miedo, al pensar en el terrible peligro en que había estado y me aseguró que ese tiempo de espera en Dios, en el silencio de la noche, la salvó, y ahora su corazón estaba lleno de segura esperanza con respecto a lo que ella concernía, y no sólo con respecto a ella, sino también con respecto al porvenir del cuerpo. ¡Ojalá tuviésemos diez mil soldados como ella!
David dijo: “Alma mía, en Dios solamente reposa, porque él es mi esperanza” (Salmo 62:5). Y en otro lugar declara: “Esperé yo a Jehová, esperó mi alma; en su palabra he esperado” (Salmo 130:5); y luego da su sonora exhortación y nota de estímulo para ustedes y para mí: “Aguarda a Jehová; esfuérzate, y aliéntese tu corazón; sí, espera a Jehová” (Salmo 27:14).
El secreto de todos los fracasos, y de todo verdadero éxito, se halla oculto en la actitud del alma en su relación privada con Dios. El hombre que valientemente espera en Dios, forzosamente tendrá éxito. No puede fracasar. Tal vez parezca a los demás, por el momento, que ha fracasado, pero al fin y al cabo, los demás verán lo que él vio todo el tiempo; es decir, que Dios era con él, haciendo que fuese un hombre próspero, a pesar de todas las apariencias.
Jesús explicó cuál era el secreto de esto cuando dijo: “Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público” (Mateo 6:6).
Sepan, pues, que todo fracaso tiene origen en el aposento privado; en el descuido de esperar en Dios, hasta que estemos llenos de sabiduría, revestidos de poder y ardiendo con el fuego del amor.