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El radicalismo de la santidad

“¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados” (2 Corintios 13:5).

“Es Cristo en vosotros la esperanza de gloria” (Colosenses 1:27).

Amado hermano, no crea usted que podrá conseguir que la santidad sea popular. Eso no es posible. Sin “Cristo en vosotros” no hay santidad; y es imposible que Jesucristo sea popular en este mundo. Para los pecadores y para aquellos que sólo pretenden ser cristianos, el verdadero Jesucristo ha sido siempre, y siempre lo será, “como raíz de tierra seca, despreciado y desechado entre los hombres”. “Cristo en vosotros” es “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”, odiado, vilipendiado, perseguido, crucificado.

“Cristo en vosotros”, no vino para traer paz a la tierra, sino espada; vino “para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra, y los enemigos del hombre serán los de su casa” (Mateo 10:35,36).

“Cristo en vosotros”, no apagará la paja que humea ni quebrará la doblada vara del arrepentimiento y humildad; pero él pronunciará las más terribles y espantosas maldiciones contra el “formalismo” hipócrita y contra la “tibieza” de aquellos que profesan servirle, pero que, no obstante, son amigos del mundo y, por lo tanto, enemigos de Dios. “Oh almas adúlteras, ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemistad con Dios Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Santiago 4:4). “Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Juan 2:15)

En los hogares de los pobres y en los refugios de los desampa­rados, “Cristo en vosotros”, ayudará a buscar y salvar a los perdidos, y dirá dulce y tiernamente: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28); pero en los grandes templos y catedrales, donde se mofan de Dios, con toda su pompa, orgullo y amor al mundo, él clamará diciendo: “Los publicanos y las rameras entrarán al reino de los cielos antes que vosotros”.

“Cristo en vosotros” no es un aristócrata lujosamente vestido de púrpura y lino fino y de oro y perlas preciosas, sino un humilde Carpintero del pueblo, con las manos llenas de callos; veraz, siervo de los siervos, que busca siempre los asientos más humildes en las sinagogas y en las fiestas, y condesciende a lavar los pies de sus discípulos. “No mira a los soberbios” (Salmo 40:4), ni es de aquellos que lisonjean “con su lengua” (Salmo 5:9), sino que sus palabras son “palabras limpias; como plata refinada en horno de tierra, purificada siete veces” (Salmo 12:6); palabras vivas y eficaces, y más penetrantes que “toda espada de dos filos, que discierne los pensamientos e intentos del corazón”.

Traten ustedes de conocer al verdadero Jesús y sigan en los pasos del humilde y santo Aldeano de Galilea; porque, ciertamente, muchos “falsos Cristos” y “falsos profetas” han venido al mundo.

Hay Cristos soñadores y poéticos cuyas palabras “son más blandas que mantequilla, pero guerra hay en su corazón; suavizan sus palabras más que el aceite, mas ellas son espadas desnudas” (Salmo 55:21). Hay Cristos a quienes les agrada las diversiones y las modas; aman más los placeres que a Dios, tienen la apariencia de piedad y santidad de corazón, mas niegan su eficacia; “Porque de éstos son los que se meten en las casas y llevan cautivas a las mujercillas cargadas de pecados, arrastradas por diversas concupiscencias. Estas siempre están apren­diendo, y nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad” (2 Timoteo 3:4-7).

Hay Cristos mercaderes, que convierten la casa de Dios en cuevas de ladrones (Mateo 21:13).

Hay Cristos que lo que quieren es saciar sus vientres; éstos prenden a los hombres, hartando sus vientres y no sus corazones e inteligencias (Romanos 16:18).

Hay Cristos entendidos y filósofos que os engañan con “filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo” (Colosenses 2:8).

Hay Cristos reformadores de la política, que se olvidan de los negocios de su Padre, estando completamente absorbidos con la idea de ser elegidos o de elegir un gobernante en este mundo; Cristos que recorren medio mundo para dar un discurso sobre prohibicionismo o sobre los derechos de la mujer, mientras que en su propia ciudad hay centenares de pecadores que se van al infierno; que prefieren más bien arrancar a golpes el fruto que pende de las ramas, en vez de emplear el hacha y cortar los árboles desde la raíz para que éstos sean buenos (Mateo 3:10).

Un día quisieron hacer rey a “Cristo en vosotros”, pero él no quiso ser rey, a menos que hubiese sido del corazón de los hombres; un día quisieron hacerle juez por cosa de cinco minutos; pero él no quiso ser juez. El se anonadó a sí mismo (Filip. 2:7). Pudo haberse detenido en el trono de la Roma imperial o entre las clases encumbradas o medias, pero salió del seno de su Padre para dejar a un lado los tronos, las clases elevadas y las clases medias, para ir entre las más bajas y a los lugares más humildes de la tierra, y se hizo siervo de todos, para elevarnos al seno del Padre, y hacernos partícipes de su naturaleza divina y de su santidad (2 Pedro 1:4; Hebreos 12:10).

“Cristo en vosotros” toma a los hombres que están abajo y los levanta. Si él se hubiese quedado en su trono, jamás habría podido alcanzar a los humildes pescadores de Galilea; pero habiendo descen­dido y andado entre los pescadores, no tardó en hacer estremecer el trono.

Tal vez ello no sea popular, pero el “Cristo en vosotros” descenderá. El no buscará los honores que dan los hombres, sino los honores que sólo vienen de Dios (Juan 5:44; 12:42,43).

Un día, cierto joven rico (un príncipe) se presentó ante Jesús, y le dijo: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna “(Marcos 10:17). Indudablemente este joven raciocinó así: “El Maestro es pobre, yo soy rico. El me recibirá bien porque yo puedo darle prestigio financiero. El Maestro no tiene influencia entre las autoridades, yo soy príncipe; yo puedo darle influencia política. El Maestro se encuentra socialmente restringido, a causa de sus relaciones con esos pescadores pobres e ignorantes; yo, siendo como soy, príncipe y rico, puedo darle influencia social”.

Pero el Maestro le dio un golpe soberano al alma misma de esa cordura mundana y a su presunción, diciéndole: “Anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y ven, sígueme”. Ven, pero sólo puedes servirme en la pobreza, en el reproche, en la humildad, en la oscuridad social; porque mi reino no es de este mundo, y las armas de esta guerra no son carnales, mas, con la ayuda de Dios, pueden derribar fortalezas. Debes abnegarte, pues, si no tienes mi espíritu, no puedes ser mío (Romanos 8:9). Mi espíritu es el espíritu del sacrificio. Tendrás que abandonar tu elegante casa de Jerusalén, y andar conmigo, pero ten presente que el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza. Te considerarán algo así como a un vagabundo cualquiera. Tendrás que sacrificar tus comodidades. Tendrás que deshacerte de tus riquezas, pues “¿no ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe, y herederos del reino que ha prometido a los que le aman (Santiago 2:5). Más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino. Recuerda que si haces esto perderás tu reputación. Los banqueros y las bellas mujeres de Jerusalén te dirán que has perdido el juicio y tus viejos amigos te ignorarán cuando te encuentren por las calles. Mi corazón se siente atraído hacia ti, realmente te amo (Marcos 10:21), pero te digo con toda franqueza que si no tomas tu cruz y sigues en pos de mí y si no odias[1] padre, madre, esposa, hijos, hermanos y hasta tu propia vida, no puedes ser mi discípulo (Lucas 14:26). Si haces esto, tendrás tesoro en el cielo (Mateo 19:21).

¿No ven la imposibilidad de hacer que un evangelio tan radical como éste llegue a ser popular Este espíritu y el del mundo son tan opuestos el uno al otro como dos locomotoras sobre una misma vía corriendo al encuentro la una de la otra a una velocidad de sesenta millas por hora. El fuego y el agua se juntarán más pronto el uno con la otra, que no el “Cristo en vosotros” con el espíritu del mundo.

No desperdicien el tiempo procurando arreglar una santidad que llegue a ser popular. Sean santos, sencillamente porque el Señor es santo. Procuren agradarle a él sin tener en cuenta los gustos o disgustos de los hombres, y aquellos que están dispuestos a ser salvos no tardarán en ver a “Cristo en vosotros”, y exclamarán como lo hizo Isaías: “¡Ay de mí! que soy muerto; que siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio del pueblo que tiene los labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5). Y cayendo a sus pies dirán como el leproso: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Y Jesús, teniendo compasión de ellos, dirá: “Quiero, sé limpio” (Mateo 8:2, 3).

 


[1] Es decir, amar lo humano en menor grado que lo divino.