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El embajador encadenado

“Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos, y por mi, a fin de que al abrir mi boca me sea dado palabra para dar a conocer con denuedo el misterio del evangelio, por el cual soy embajador en cadenas”(Efesios 6:18-20).

La otra mañana mi alma se emocionó al leer la petición de Pablo a la iglesia, rogando que orasen por él, pedido en el cual dice que era “embajador en cadenas”.

Ustedes saben lo que es un embajador: un hombre que representa a un gobierno ante otro. A la persona que desempeña tal cargo se le considera sagrada. Su palabra tiene poder. La dignidad de su patria y de su gobierno le respaldan. Cualquier daño o indignidad que se le hiciere es considerado como hecho contra el país que representa.

Pues bien, Pablo era un embajador del Cielo, representante del Señor Jesucristo ante los habitantes de este mundo. Pero en vez de respetarle y honrarle, le metieron en la cárcel y le encadenaron, probablemente entre dos vulgares y brutales soldados romanos.

Lo que conmovió fue el implacable celo del hombre, y la obra que hizo bajo tales circunstancias. La mayoría de los cristianos habrían considerado acabada su obra, o, cuando menos, interrumpida, hasta verse otra vez en libertad. Pero tal no fue el caso al tratarse de Pablo. Desde la prisión donde estaba encadenado, envió algunas cartas que han bendecido al mundo y que seguirán bendiciéndolo hasta el fin de los tiempos. Pablo nos enseñó también lo que es el ministerio de la oración además del trabajo más activo. Vivimos en un siglo de excitación, desasosiego y premura y debemos aprender esta lección.

Pablo fue el más activo de todos los apóstoles —“en trabajos, más  y, al parecer, no se podía dispensar del cuidado que él podía dar a los nuevos convertidos, y a las iglesias que habían abierto hacía poco, iglesias que estaban rodeadas de desesperantes circuns­tancias e implacables enemigos. Mas así como fue destinado para ser el principal exponente de las doctrinas del Evangelio de Jesucristo, lo fue también de su poder salvador y santificador, bajo las más difíciles circunstancias.

Es difícil concebir —si bien no del todo imposible— alguna prueba cual Pablo no se vio sometido, desde ver a la multitud queriendo adorarle como si hubiese sido un dios, hasta ser azotado y apedreado como un vil esclavo. Pero él nos asegura que nada de eso le hizo variar de propósito. Había aprendido a estar contento con cualquier cosa y en cualquier condición (Filip. 4:11); y hacia el fin de su vida, escribió triunfalmente: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7). El no retrogradó. Ni siquiera supo lo que era murmurar, sino que siguió adelante, confiado en el amor de Jesús y por medio de la fe en él, fue más que vencedor.

Muchos son los salvacionistas que han aprendido las lecciones de que nos enseñó Pablo, pero sería bueno que nos preparásemos a aprender también las lecciones que nos enseñó por medio de su encarcelamiento. Es doblemente importante que aprendan estas leccio­nes los oficiales que estuviesen en descanso o enfermos. Se impacientan por tener que esperar y se sienten tentados a murmurar y quejarse, y se imaginan que no pueden hacer nada. Pero el hecho es que Dios podría utilizarles más en oración y alabanza, si creen, se regocijan, velan y oran más en el Espíritu Santo, que si estuviesen a la cabeza de un batallón de soldados. Debieran velar y orar por aquellos que están trabajando y por los que necesitan la salvación de Dios. Escribo esto por experiencia propia.

Una vez estuve dieciocho meses imposibilitado de trabajar a causa de una fractura que sufrí en la cabeza. Dios me encadenó, y tuve que aprender las lecciones de lo que es el ministerio pasivo de la oración, la alabanza y la paciencia; si no hubiese aprendido esa lección habría retrocedido por completo. Me pareció que jamás podría volver a trabajar. Pero no retrocedí. El me ayudó a anidarme en su voluntad y, como David, pude quedarme sosegado, como un niño a quien la madre ha dejado de amamantar, hasta que mi alma fue “como el niño destetado sobre el pecho de su madre” (Salmo 131:2. V.M.). Pero mi alma ansiaba ver la gloria de Dios y la salvación de las naciones, y yo oraba y leía las crónicas de la guerra de salvación, y meditaba en las necesidades de algunas partes del mundo. Luego oraba, hasta que sabía que Dios me había oído y contestado, y me regocijaba, entonces, como si me hubiese encontrado en el fragor de la lucha.

Durante ese tiempo leí acerca de un gran país, y tuve vivos deseos de que Dios mandase su salvación allí. Yo le rogué a Dios, orando en secreto y también en las reuniones de familia, hasta que tuve la seguridad de que Dios me había oído y que haría grandes cosas por ese país sumido en tinieblas. Poco después de esto, me enteré de que había grandes persecuciones y que muchos cristianos sinceros fueron desterra­dos de ese país; pero aunque sus sufrimientos me inspiraron mucha pena, no obstante le di gracias a Dios porque estaba empleando esos medios para llevar la luz de su gloriosa salvación a esa tierra tan necesitada.

El hecho es que los oficiales enfermos o en descanso y los santos de Dios pueden hacer que él bendiga al Ejército y al mundo, si sólo tienen fe y si asedian los cielos con oraciones continuas.

Hay otros modos de encadenar a los embajadores de Dios, que no son entre soldados romanos ni en calabozos de Roma. Si ustedes están enfermos y sin esperanzas de curación, están encadenados. Si están encerrados a causa de asuntos de familia, están encadenados. Mas recuerden la cadena de Pablo y cobren ánimo.

Algunas veces he llegado a saber de oficiales que han dejado las filas del Ejército de Salvación, y se han enredado de tal modo que se les hace imposible poder volver a la obra, y a causa de esto se lamentan y dicen que no pueden hacer nada. En tales casos deben inclinarse ante el juicio de Dios, deben besar la mano que les castiga y, sin quejarse de la cadena que les aprisiona, deben, sosegadamente, comenzar a ejercitarse en el ministerio de la oración. Si fueren fieles, puede ser que Dios les desate la cadena y les deje otra vez en libertad para trabajar. Esaú vendió su primogenitura por un plato de lentejas, y perdió la grandiosa bendición que pudo haber recibido; no obstante eso, obtuvo una bendición (Génesis 27:38-40).

Si un hombre ansía realmente, ver la gloria de Dios y almas salvadas, mas bien que darse una buena vida, ¿por qué no ha de conformarse con tener que quedarse en cama enfermo, o estar de pie, al lado de un telar, y orar, tanto como si estuviese sobre una plataforma predicando, si Dios bendice tanto lo uno como lo otro

El que habla desde la plataforma, puede ver gran parte del resultado de su trabajo. El que ora, solo puede sentir lo que él hace. Pero la certeza de que está en contacto con Dios y de que es utilizado por él, puede ser tan grande, o más grande aun que la de aquel que ve los frutos de sus esfuerzos, con los ojos físicos. Muchos avivamientos han tenido origen en la recámara de alguna pobre lavandera o humilde artesano que oraban en el Espíritu Santo, pero que estaban encadenados a una vida de incesante labor material. El que habla desde la plataforma recibe su gloria sobre la tierra; mas el embajador, descono­cido, despreciado y encadenado, que oró, participará ampliamente en el triunfo, y podrá ser que marche lado a lado con el Rey, mientras que el que habló desde la plataforma marchará detrás.

Dios no ve como ven los hombres. El mira el corazón, y considera el clamor de sus criaturas y señala para la gloria futura, para el renombre y la recompensa ilimitada, a todos aquellos que claman y suspiran ansiosos de darle honor y gloria a él, y por la salvación de las almas.

Dios pudo haber puesto en libertad a Pablo, mas no quiso hacerlo. Pablo no murmuró por eso, ni se puso de mal humor, ni se desesperó, ni perdió la paz, el gozo, la fe ni el poder. El oró, se regocijó y creyó, recordando a las iglesias pequeñas que estaban luchando y a los endebles convertidos que había dejado tras sí; por eso les escribió, y les atesoraba en su corazón, llorando y orando por ellos, día y noche, y al hacerlo así, él salvó su propia alma e hizo que Dios bendijese millares de veces a millares de personas a quienes él jamás conoció y de quienes ni siquiera soñó.

Pero nadie que haya sido llamado de Dios a la obra, debe imaginarse que esta lección del embajador encadenado es para aquellos están libres para ingresar y cumplir con esa misión. No es para ellos, sino únicamente para los que están encadenados.