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Dejando escapar la verdad

“Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos” (Hebreos 2:1).

La verdad que salva al alma no se recoge como se recogen las piedrecitas de la playa, sino que se obtiene más bien como el oro y plata, que se consiguen después de mucho buscar y excavar. Salomón dice: “Si clamares a la inteligencia, y a la prudencia dieres tu voz; si como a la plata la buscares, y la escudriñares como a tesoros; entonces entenderás el temor de Jehová, y hallarás el conocimiento de Dios” (Prov. 2:3-5). El que quiera adquirir la verdad, tendrá que emplear su inteligencia, deberá orar mucho, hacer examen de sí mismo y abnegarse de continuo. Debe estar siempre atento a la voz de Dios que habla dentro de su propia alma. Debe velar para no caer en pecado y en olvido, y debe meditar en la verdad de Dios, de día y de noche.

El ser salvado no es como salir a un paseo. Los hombres y mujeres que están llenos de la verdad —que son la verdad personificada— no han llegado a serlo sin esfuerzo. Ellos han excavado en busca de la verdad; han amado la verdad, la han codiciado más que el alimento; han sacrificado todo para adquirirla. Cuando han caído, han vuelto a levantarse, y cuando se han visto derrotados no se han dejado arrastrar por la desesperación, sino que, con más cuidado y atención, y con mayor fervor, han renovado sus esfuerzos para conseguirla. No han tenido a menos sacrificar sus vidas con tal de llegar a conocer la verdad.

La fortuna, comodidades, el renombre, la buena reputación, los placeres y todo lo que puede proporcionar el mundo, lo tuvieron por estiércol y escoria, mientras buscaban la verdad y fue, cabalmente, en ese punto, donde la verdad ocupó lugar preferente a todo lo demás, cuando la encontraron.

Fue allí donde encontraron la verdad que salva al alma, que satisface el corazón, que responde a los interrogantes de la vida, que trae comunión con Dios y que proporciona gozo indescriptible y perfecta paz.

Pero así como se requiere esfuerzos para encontrar la verdad, es necesario velar para conservarla. “Las riquezas tienen alas”, y si se les descuida, huyen. Lo mismo sucede con la verdad. Si no se le cuida celosamente se escurrirá. “Compra la verdad y no la vendas” (Prov. 23:23). Generalmente la verdad se escapa poco a poco. Se escurre así como se escurre el agua, toda no sale de un golpe, sino que va saliendo poco a poco.

He aquí un hombre que una vez estuvo lleno de la verdad. Amaba a sus enemigos y oraba por ellos; pero poco a poco fue descuidando esa verdad que debemos amar a nuestros enemigos, hasta que se escurrió y ahora en vez de amar y orar por sus enemigos, siente amargura de espíritu y enojo.

Otro, antes solía dar su dinero para ayudar a los pobres y para propagar el Evangelio. No tenía ningún temor de que le faltase algo, pues creía que Dios proveería todo lo que necesitase; Estaba tan lleno de la verdad que no temía nada, y estaba seguro de que si buscaba primero el reino de Dios y su justicia, todas las demás cosas le serían añadidas, (Mateo 6:33). No temía que Dios se olvidase de él ni que lo abandonase y dejase su simiente sin amparo y mendigando pan. Servía a Dios con regocijo y con todo el corazón; quedaba satisfecho con un pedazo de pan duro, y se sentía tan despreocupado como el pajarito que acurruca su cabecita debajo del ala y se queda dormido, sin saber de dónde le vendrá el desayuno, pues confía en el gran Dios que abre su mano y satisface el deseo de toda criatura y, a su tiempo, les da su alimento. Pero poco a poco, la prudencia del Diablo penetró en su corazón, y poco a poco permitió que la verdad de la fidelidad y paternidad de Dios y el cuidado providencial que él tiene de los suyos, se escurriese, y ahora es mezquino, ambicioso y lleno de preocupaciones acerca del mañana; es totalmente lo opuesto a su generoso y amante Salvador.

He aquí otro hombre que antes oraba de continuo. Le gustaba orar. La oración era el aliento de su vida. Pero poco a poco dejó escurrir la verdad de que “es necesario orar siempre, y no desmayar” (Lucas 18:1), y ahora la oración es para él algo frío y muerto.

Otro, antes solía concurrir a todas las reuniones que podía, pero comenzó a descuidar la verdad que no debemos dejar “de congregarnos, como, algunos tienen por costumbre” (Heb. 10:25) y ahora prefiere irse al parque o a la ribera del río, o al club, que concurrir a un servicio religioso.

Otro, no bien se ofrecía la oportunidad de testificar, se ponía de pie para hacerlo y, cuando se encontraba con algún camarada en la calle, no podía resistir el deseo de hablar acerca de los bienes con que Dios le había colmado; pero, poco a poco, se dio a “necedades” y a “truhanerías, que no convienen” (Efesios 5:4), y dejó escurrir la verdad de que “los que temen a Jehová hablaron cada uno a su compañero”, y por fin se olvidó de las solemnes palabras del Señor Jesús, quien dijo que “toda palabra ociosa que hablaren los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio” (Mateo 12:36). Ya no se acuerda que la Biblia dice: “La muerte y la vida están en poder de la lengua” (Proverbios 18:21), y que debemos cuidar de que nuestra conversación sea “sazonada con sal” (Colosenses 4:6), de modo que ahora puede hablar sin cansarse sobre cualquier tema que no sea el de la religión personal y la santidad. El bien meditado y ardiente testimonio que solía dar antes, y que tanto conmovía a los que le oían, que amonestaba a los pecadores indiferentes, que alentaba a los de corazón tímido y desmayado y que producía júbilo entre los soldados y los santos y les llenaba de fortaleza, ha sido reemplazado por algunas frases que no tienen significado ni para su propio corazón, y en la reunión tienen el efecto de grandes témpanos situados al lado del fuego, y sus palabras son inútiles como los cascarones en un nido de donde hace un año que volaron los pájaros que lo ocupaban.

Otra, antes creía que las mujeres piadosas deben ataviarse con ropas sencillas y modestas; no con cabellos encrespados, oro, o perlas, o vestidos costosos, sino de buenas obras (1 Timoteo 2:9); pero poco a poco dejó escapar la verdad de Dios; escuchó los susurros del tentador y cayó, al igual que Eva, cuando prestó oídos al Diablo y comió del fruto prohibido. Ahora, en vez de vestirse sencillamente, sale ataviada con flores, plumas y vestidos costosos, pero ha perdido el adorno del espíritu humilde, “lo cual es de grande estima delante de Dios” (1 Pedro 3:4).

Pero, ¿qué debe hacer esta gente

Deben recordar de donde han caído, deben arrepentirse y volver a hacer sus primeras obras. Deben volver a excavar en busca de la verdad, del mismo modo como los hombres buscan el oro, y que la busquen como se buscan los tesoros escondidos, y volverán a encontrarla. “Dios… es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6).

Este podría ser trabajo harto difícil. También es difícil buscar oro. Tal vez sea un proceso lento. También lo es buscar tesoros escondidos. “Buscad, y hallaréis” (Lucas 11:9). Pero es un trabajo necesario. El destino eterno de nuestra alma depende de ello.

¿Qué hacen aquellos que poseen la verdad para impedir que se les escape

1.              Acatan las palabras dichas por David a su hijo Salomón: “Guardad e inquirid todos los preceptos de Jehová, vuestro Dios” (1 Crónicas 28:8).

2.              Hacen lo que Dios le ordenó a Josué: “Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él”. ¿Para qué —“Para que guardes y hagas conforme a— ¿algunas de las cosas escritas en él — ¡No! — todo lo que en él está escrito” (Josué 1:8).

Un joven rabino le preguntó a su anciano tío si no podría estudiar filosofía griega. El anciano rabino le citó el texto: “Nunca se apartará tu boca de este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él”, y luego añadió: “Halla una hora que no sea día ni noche, y entonces estudia la filosofía griega”.

El “hombre bienaventurado”, de quien nos habla David, no sólo es un hombre que no anduvo en consejo de malos ni estuvo en camino de pecadores, ni se ha sentado en silla de escarnecedores, sino que “en la ley de Jehová está su delicia, y en su ley medita de día y de noche” (Salmo 1).

Si quieren mantener firmemente la verdad, y no dejarla escapar, deben leer, leer y releer la Biblia. Deben refrescar su mente constante­mente con sus verdades, así como el estudiante diligente refresca su memoria repasando los libros de texto; así como el abogado que quiere tener éxito estudia constantemente sus libros de jurisprudencia, o el médico sus obras de medicina.

Juan Wesley, en su vejez, después de haber leído y releído la Biblia; durante toda su vida, dijo con respecto a sí mismo: “Yo soy homo unius libri” —hombre de un solo libro.

La verdad se escurrirá, seguramente, si no se refrescan sus mentes con la lectura constante de ‘la Biblia y la meditación en ella.

La Biblia es la receta de Dios para hacer gente santa. Si quieren ser personas santas y semejantes a Cristo, deben ajustarse fielmente a esa receta.

La Biblia es la “guía” de Dios para enseñar a hombres y mujeres el camino al cielo. Deben prestar estricta atención a las direcciones que ella da, si es que quieren llegar al cielo.

La Biblia es el libro de medicina de Dios, para enseñar a la gente cómo sanar de las enfermedades del alma. Deben estudiar con toda diligencia el diagnóstico que hace de las enfermedades del alma y de sus métodos de cura, si quieren disfrutar de salud espiritual.

Jesús dijo: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4); y también dijo: “Las palabras que yo os he hablado, son espíritu y son vida” (Juan 6:63).

3.              “No apaguéis el espíritu” (1 Tesal. 5:19). Jesús llama al Espíritu Santo el “Espíritu de Verdad”. Por consiguiente, si no quieren que la verdad se escuna, deben dar la bienvenida en sus corazones al Espíritu de Verdad y rogarle que more en ustedes. Acarícienle en su alma. Deléitense en él. Vivan en él. Ríndanse a él. Confíen en él. Tengan comunión con él. Considérenlo como su Amigo, Guía, Maestro y Consolador. No lo consideren de la manera que algunos niños consideran a sus maestros de escuela: como unos enemigos, como alguien de quien se pueden burlar; alguien que está siempre a la espera de una oportunidad para infligir castigo, para reprochar e imponer disciplina. Por supuesto, el Espíritu hará eso, cuando ello fuere necesario, pero le apena hacerlo. Su mayor deleite es consolar y alentar a los hijos de Dios. ¡El es amor! ¡Alabado sea su sagrado nombre! “No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención” (Efesios 4:30).