No hay nada que esté más oculto de las gentes sabias y prudentes, que el hecho bendito de que hay un secreto manantial de poder y victoria en el dar alabanza y preces a Dios.
Muchas veces el Diablo logra enfriar a personas poniéndolas bajo un hechizo que no puede conjurarse en ninguna otra forma. Almas sinceras que realmente buscan a Dios y que podrían entrar a disfrutar de la luz perfecta y libertad si se atreviesen a mirar al Diablo en la cara y gritar: “¡Gloria a Dios! “, siguen lamentándose todos los días de su vida bajo esa influencia satánica. Muchas veces sucede que congregaciones enteras caen bajo esa influencia. Hay en la mirada cierta vaguedad o intranquilidad; no prestan la atención que sería de esperar ni tienen la expectación que debieran tener. Todo es rígido, “con la rigidez de la muerte”. Pero si un hombre realmente bautizado por el Espíritu de Dios, con el alma radiante del gozo de Jehová, alaba al Señor, verán que esa influencia opresora desaparece; todos se despiertan y comienzan a esperar que suceda algo.
El dar preces y alabar a Dios es a la salvación lo que la llama es al fuego. Se puede tener un fuego muy intenso y útil sin llama de ninguna especie, pero sólo cuando se levanta en llamarada el fuego se hace irresistible y arrasa todo cuanto encuentra. De igual modo, hay personas que podrán ser muy buenas, y tener cierta cantidad de salvación, pero sólo cuando están llenas del Espíritu Santo podrán prorrumpir en alabanzas y preces a su glorioso Dios, a cualquier hora del día o de la noche, tanto privadamente como en público. Cuando están en ese estado su salvación se hace irresistible y contagiosa.
Las voces de algunas personas, cuando exclaman en alabanzas, se parecen al ruido que hacen carros vacíos cuando ruedan por encima de las piedras; no son más que puro ruido. Su religión consiste únicamente en hacer bulla. Pero hay otros que esperan a Dios en lugares secretos, que buscan su rostro de todo corazón, que gimen en oración con indecibles deseos de conocer a Dios en toda su plenitud y de ver que su reino venga con poder; que piden el cumplimiento de las promesas, que escudriñan la Palabra de Dios y meditan en ella de día y de noche, hasta que llegan a llenarse de los grandes pensamientos y verdades de Dios, y su fe es perfeccionada. Entonces el Espíritu Santo desciende y pesa sobre ellos con el peso de la gloria eterna, y eso les obliga a dar voces de alabanza, y cuando gritan, sus gritos tienen efecto. Cada bala está cargada, y algunas veces sus exclamaciones podrán ser como el estampido del disparo de un cañón y tendrán la velocidad y poder de una bala de cañón.
Un antiguo amigo mío de Vermont me dijo en una ocasión que cuando él entraba en ciertos almacenes o estaciones de ferrocarril, hallaba que estaban llenos de diablos, y la atmósfera asfixiaba su alma a tal punto que gritaba; al hacer eso, todos los diablos se ocultaban, se purificaba la atmósfera y él tomaba posesión del lugar, pudiendo entonces decir y hacer lo que quería. La Marechale, escribió una vez: “Nada causa mayor consternación en todo el infierno que una fe que le grite al Diablo, sin miedo de ninguna clase”. No hay nada que se pueda oponer a un hombre que tiene en su alma un grito de alabanza real y verdadera. La tierra y el infierno huyen de delante de él, y todos los cielos acuden a su alrededor para ayudarle a pelear las batallas.
Cuando los ejércitos de Josué dieron gritos se derribaron los muros de Jericó. Cuando el pueblo de Josafat comenzó a cantar y dar preces a Jehová, el Señor puso una emboscada a los amonitas y a los moabitas en el Monte Seir, y fueron derrotados. Cuando Pablo y Silas, con las espaldas heridas y lastimadas, presos en el calabozo de la cárcel, a la medianoche, oraban y “cantaban himnos a Dios”, el Señor mandó un terremoto que sacudió los cimientos de la prisión, dejó en libertad a los presos y convirtió al carcelero y a toda su familia. No hay dificultad concebible que no se desvanezca ante el hombre que ora y alaba a Dios.
Cuando Billy Bray quería pan, oraba y daba voces, con objeto de hacerle sentir al Diablo que no se hallaba bajo ninguna obligación con él, sino que tenía perfecta confianza en su Padre Celestial. Cuando el doctor Cullis, de Boston, no tenía ni un centavo, no obstante pesar sobre él grandes responsabilidades, y cuando no sabía de dónde sacar dinero para comprar los alimentos necesarios para los enfermos que tenia en su hospital de tuberculosos, entraba a su despacho y leía la Biblia, oraba y se paseaba de un lado a otro alabando a Dios, y decía que tenía confianza en que el dinero le llegaría desde los confines de la tierra. Siempre viene la victoria cuando un hombre, habiendo orado de todo corazón, se atreve a confiar en Dios y expresa su fe por medio de preces.
El alabar en voz alta es la final y más elevada expresión de la fe perfeccionada en sus diversos grados. Cuando un pecador acude a Dios sinceramente arrepentido, y se rinde a él, confiado enteramente en la misericordia de Dios, esperando tan sólo recibir la salvación de manos de Jesús, y por medio de la fe echa mano sin temor alguno a la bendición de la justificación, la primera expresión de esa fe será de confianza y alabanza. No hay duda de que habrá muchos que reclaman para sí la justificación que nunca alaban a Dios; pero, o estos se engañan, o su fe es por demás débil y entremezclada con dudas y temores. Cuando la justificación es perfecta, la alabanza será espontánea.
Y cuando este hombre justificado llega a ver la santidad de Dios, los grandes alcances de su mandamiento, y cómo Dios demanda de él la entrega de todas las facultades de su ser, y se da cuenta de los restos de egoísmo y de amor a las cosas del mundo que quedan en su corazón; cuando, después de haber hecho muchas tentativas para purificarse, y después de escudriñar interiormente los sentimientos de su alma, y de debatir con su conciencia, y de vencer las vacilaciones de su alma, acude a Dios para que le santifique por medio de la sangre preciosa del Señor Jesucristo y del bautismo del Espíritu Santo y el fuego, entonces la expresión final de la fe que de modo absoluto y perfecto se aferra a dicha bendición, no será oración sino alabanza y aleluyas.
Y cuando el hombre salvado y santificado, al ver las penas de un mundo perdido, y al sentir la santa pasión de Jesús obrando poderosamente en él, sale a luchar “contra principados, contra potestades, contra señores del mundo, gobernadores de estas tinieblas, contra malicia espirituales en los aires”, con objeto de rescatar a los esclavos del pecado, después de haber orado y gemido, rogándole a Dios que derrame sobre él su Espíritu Santo; y después de predicar a los hombres y de enseñarles, después de rogarles que se sometan a Dios, y después de ayunos, pruebas y conflictos, en todo lo cual la fe y la paciencia se perfeccionan y echan mano de la victoria, la oración se transformará en alabanza, y el lloro en gritos de aleluya de tal modo que la aparente derrota queda transformada en definitiva victoria.
Donde hay victoria hay gritos, y donde no hay gritos es señal de que la fe y la paciencia o están en retirada o en medio de un conflicto, y su final parece incierto.
Lo que es verdad en lo que se refiere a la experiencia personal, lo es también en la revelación que tenemos de la iglesia en su triunfo final. Después de largos años de lucha constante, de paciente esperar y severas pruebas; después de la incesante intercesión de Jesús, y de los inexpresables gemidos del Espíritu en el corazón de los creyentes, la iglesia llegará finalmente a alcanzar la perfección de la fe, la paciencia, la unión y el amor, según lo expresa Jesús en la oración que hizo y que tenemos en el capítulo 17 de San Juan. Entonces “el Señor mismo, con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo” (1 Tesalonicenses 4:16). En ese momento lo que parece derrota será transformado en eterna victoria.
Quisiera advertir, sin embargo, a mis lectores, que nadie debe suponer que no puede dar voces de alabanza y loor a menos que tenga en su alma la sensación de haber recibido una grande y poderosa ola de triunfo. Pablo dice: “Pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Romanos 8:26). Mas si una persona rehusara orar mientras no sintiera esa tremenda intercesión del Espíritu en su alma, que, según decía Juan Fletcher, es “como un Dios que lucha con otro Dios”, jamás oraría. Debemos despertar el don de la oración que está en nosotros; debemos ejercitarnos en la oración hasta que nuestras almas transpiren, y entonces sentiremos la poderosa energía del Espíritu Santo que intercede con nosotros. No debemos olvidar nunca que “el espíritu de los profetas está sujeto a los profetas”. De igual modo debemos despertar en nosotros el don de la alabanza.
Debemos poner en ello nuestra voluntad. Cuando el profeta Habacuc lo había perdido todo y cuando se vio rodeado de desolación, exclamó: “Con todo, yo me alegraré en Jehová, y me gozaré en el Dios de mi salud” (Habacuc 3:18). Somos colaboradores con Dios, y si le alabamos a él, él cuidará de que tengamos por qué alabarle. Repetidas veces oímos decir como Daniel oraba tres veces por día, pero pasamos por alto el hecho que al mismo tiempo él “daba gracias”, lo cual es una especie de alabanza. Dice David: “Siete veces al día te ensalzaré”. Repetidas veces se nos exhorta a que ensalcemos a Dios y a que demos voces y nos regocijemos; pero, si a causa del miedo y la vergüenza, no nos regocijamos, no debe sorprendernos que no disfrutemos el gozo ni nos gocemos por las victorias.
Pero si nos encontramos a solas con Dios dentro de nuestros propios corazones — noten: a solas con Dios, a solas con Dios dentro de nuestros propios corazones; es ése el lugar donde debemos estar a solas con Dios, y un grito no es sino una expresión de gozo por haber encontrado a Dios en el corazón— y si luego le alabamos por sus maravillosas obras, si le alabamos porque él es digno de alabanza, si le alabarnos ya sea que nos sintamos con ánimo para ello o no, si le alabamos tanto en las tinieblas como en la luz, si le alabamos en momentos de cruenta lucha tanto como en los de victoria, pronto nos será posible gritar de puro júbilo. Y este gozo nadie nos lo podrá quitar, pues Dios nos hará beber del río de sus placeres, y él mismo será nuestro gozo y “grande alegría”.
Muchas almas, viéndose en terribles tentaciones e infernales tinieblas, han clamado a Dios en oración y luego se han sumergido otra vez en la desesperación, pero si hubiesen terminado sus oraciones con alabanza y agradecimiento y si se hubiesen atrevido a dar gritos en nombre de Dios, habrían llenado el infierno de confusión, y habrían ganado una victoria que habría hecho resonar todas las arpas del cielo, y hasta los ángeles habrían dado gritos de regocijo. Muchas reuniones de oración han fallado porque no llegaron al punto en que los que oraban dieran gritos de alabanza y regocijo. Se cantaron cánticos, se dieron testimonios, se leyó la Biblia y se dieron explicaciones sobre ella; se exhortó y amonestó a los pecadores, se elevaron oraciones hasta el trono de Dios, pero ninguno luchó hasta llegar al punto en que de modo inteligente pudo alabar a Dios por la victoria y, según lo que se pudo ver, la victoria se perdió porque no hubo nadie que la celebrase en voz alta.
En el instante en que nacemos por medio del poder de Dios, a través de nuestra peregrinación y hasta el momento en que alcanzamos a ver la realidad de nuestra visión y vemos a Jesús tal cual es, glorificado, tenemos el derecho de regocijarnos, y debemos hacerlo. Ese es nuestro más elevado privilegio y nuestro deber más solemne. Si no lo hacemos, creo que el cielo se llenará de confusión, y los demonios del abismo sin fondo se regocijarán con infernal regocijo. Debemos regocijarnos, pues ésta es casi la única cosa que hacemos en la tierra que no cesaremos de hacer en el cielo. El llorar y ayunar, el velar y orar, la abnegación y el cargar con la cruz y las luchas con el infierno, todo eso pasará, pero las alabanzas a Dios y los aleluyas “al que nos ha amado y lavado de nuestros pecados en su preciosa sangre, y nos ha hecho reyes y sacerdotes delante de Dios”, resonarán eternamente en el cielo. ¡Alabado sean Dios y el Cordero, por siempre jamás! Amén.