La santidad no tiene piernas, y no anda de un lado para otro visitando a la gente ociosa, como parecía imaginárselo cierto cristiano perezoso, que me dijo que él creía que la experiencia de la santidad le vendría algún día. Una hermana replicó con justeza: “Podría esperar igualmente que el salón del culto viniese a encontrarle en el sitio donde él se encuentra”.
El hecho es que la mayoría de las personas encuentran tropiezos para entrar en el camino de la santidad; mas aquellos de ustedes que desean obtenerla, deben disipar una vez por siempre todo pensamiento que les sugiera que esos impedimentos yacen en Dios o en las circunstancias que los rodean; los impedimentos están sólo en ustedes mismos. Siendo esto así, es el colmo de la insensatez el sentarse con indiferencia, y esperar tranquilamente, con los brazos cruzados, que descienda la bendita experiencia de la santidad. Pueden estar seguros de esto: no vendrá, como no vendrá una cosecha de papas al sujeto haragán que se sienta a la sombra y jamás levanta su azada, ni trabaja durante los meses de la primavera y el verano. La regla del mundo espiritual es ésta: “Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma” (2 Tesalonicenses 3: 10) y “Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6: 7).
Por lo tanto, mediante un aplicado estudio de la Palabra de Dios, mucha oración secreta, un decidido y completo examen de conciencia, rígida abnegación, sincera obediencia a toda luz que se tuviere actualmente, y la concurrencia fiel y constante a las reuniones de creyentes, lo que indica la prudencia es comenzar sin pérdida de tiempo a descubrir cuáles son esos impedimentos y, por la gracia de Dios, hacerlos a un lado, aunque ello cause tanto dolor como cortarse la mano derecha o sacarse el ojo derecho.
Pues bien, la Biblia nos dice —y el testimonio y la experiencia de todos los santificados está de acuerdo con la Biblia— que los dos grandes impedimentos a la santidad son: Primero, la consagración imperfecta, y segundo, la fe imperfecta.
Antes que un relojero pueda limpiar y arreglar mi reloj, yo debo entregárselo en sus manos, sin reserva de ninguna especie. Antes que un médico pueda curarme, debo tomar los medicamentos que me recete, de la manera que él lo ordene y a las horas que él señale. Antes que el capitán de un buque pueda conducirme en su barco a través del océano, debo embarcarme en su nave y quedarme allí. De igual modo, si quiero que Dios limpie y arregle mi corazón con todos sus afectos; si es que quiero que cure mi alma enferma del pecado; si es que quiero que me conduzca en salvo a través del océano de la vida hasta entrar en aquel otro océano, más grande aún, de la eternidad, debo entregarme por completo en sus manos y quedarme allí. En otras palabras, debo hacer lo que él me ordenare. Debo estar perfectamente consagrado a él.
Una capitana se arrodilló con sus soldados y cantó: “Donde quiera iré con Jesús”, pero añadió: “Sí, a cualquier parte, menos a H..., Señor”. Su consagración era imperfecta, y hoy día se encuentra fuera de la obra. Había algunas cosas que ella no quería hacer para Jesús, y, por consiguiente, Jesús no podía purificarla ni guardarla.
El otro día, un infeliz retrógrado me dijo que, en determinada época, comprendió que debía dejar de fumar. Dios quería que lo hiciera, pero él se aferró al hábito y fumaba en secreto. Su imperfecta consagración impidió que obtuviese la santidad, y lo arrastró a la ruina, de manera que hoy anda por las calles borracho, y sigue el camino ancho que conduce al infierno.
Dentro de su corazón había deslealtad secreta, y Dios no podía purificarle ni resguardarle. Dios quiere que seamos perfectamente leales en lo más íntimo de nuestro corazón, y lo exige, no sólo para gloria suya, sino para nuestro propio bien; por cuanto, si podemos comprenderlo, la mayor gloria de Dios y nuestro mayor bien, son una misma cosa.
Esta consagración consiste en que nos deshagamos completamente de nuestra propia voluntad, de nuestra disposición, de nuestro mal genio y de nuestros deseos, gustos y aversiones, y nos revistamos por completo de la voluntad, disposición, genio, deseos, gustos y aversiones de Cristo. En una palabra, la perfecta consagración consiste en deshacerse del yo y el revestirse de Cristo; el abandonar nuestra propia voluntad en todo y, en su lugar, aceptar la voluntad de Jesús. Esto podrá parecer casi imposible de realizarse, y muy desagradable a nuestro corazón no santificado; mas si queremos prepararnos para la eternidad, y si miramos de manera inteligente y sin vacilaciones esta puerta estrecha por la cual entran tan pocos, y le decimos al Señor que deseamos seguir por ese camino, aunque nos cueste la vida, el Espíritu Santo no tardará en hacernos ver que el entregarnos de ese modo a Dios no sólo es posible, sino fácil y agradable.
El segundo impedimento que encuentra aquel que quiere ser santificado es la fe imperfecta. Cuando Pablo escribió a su cuerpo de salvacionistas en Tesalónica, los encomió porque eran de ejemplo a todos los que han creído en Macedonia y en Acaya, y añadió: “En todo lugar vuestra fe en Dios se ha extendido” (1 Tesalonicenses 1: 7,8). Aquel era el cuerpo de más fe en toda Europa, y su fe era tan real y tan valiente, que pudieron soportar muchas persecuciones, según vemos en los capítulos 1:6; 2:14; 3:2-5; de manera que Pablo dice: “En medio de toda nuestra necesidad y aflicción fuimos consolados de vosotros por medio de vuestra fe” (3:7). Fe robusta era aquélla, mas no perfecta, pues Pablo añade: “Orando de noche y de día con gran insistencia, para que veamos vuestro rostro, y completemos lo que falte a vuestra fe” (3:10). Y por razón de su fe imperfecta, no eran santificados; por eso vemos que el apóstol ora: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo” (5:23).
Todos aquellos que son nacidos de Dios y que tienen el testimonio de su Espíritu, acerca de su justificación, saben muy bien que no ha sido por las buenas obras que han hecho, ni por haber crecido en ella que han obtenido la salvación, sino que fue “por gracia... por la fe” (Efesios 2:8). Pero muchísimas de estas personas parecen pensar que mediante el crecimiento llegaremos a la santificación, o que la vamos a adquirir por nuestras propias obras. Mas el Señor resolvió esa cuestión y la hizo tan clara como es posible hacerlo en palabras, cuando le dijo a Pablo que lo enviaba entre los gentiles “para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados” (Hechos 26:18). No por obras, ni por crecimiento, sino por la fe, habían de ser santificados.
Si quieren ser santos, deben acudir a Dios “con corazón sincero, en plena certidumbre de fe” (Hebreos 10:22), y luego, si esperan pacientes delante de él, se hará la maravillosa obra.
La consagración y la fe son cosas del corazón, y ahí es donde yace la dificultad para la mayoría de las personas; pero no hay duda de que en algunos casos la dificultad que ven algunas personas es cuestión mental. No logran obtener la bendición porque andan en busca de algo demasiado pequeño.
La santidad es una gran bendición. Es la renovación del hombre completo, a la imagen de Jesús. Es la completa destrucción de todo odio, envidia, malicia, impaciencia, codicia, orgullo, lujuria, temor del qué dirán, amor a las comodidades, amor a la admiración y aplauso mundanos, amor al lujo, vergüenza de la cruz, voluntariedad y cosas por el estilo. Hace que el que la posee sea “manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29), como lo era Jesús; paciente, bondadoso, longánime, misericordioso, lleno de compasión y amor; lleno de fe, benévolo y celoso en toda buena palabra y obra.
He oído a algunas personas afirmar que eran santificadas porque habían dejado de fumar, porque ya no usaban plumas en el sombrero, o cosas por el estilo; pero seguían siendo impacientes, no eran bondadosas y estaban completamente embebidas en las cosas de esta vida. El resultado de esto fue que no tardaban en desanimarse, y concluían por creer que no existía tal bendición, llegando a hacerse enemigos acérrimos de la doctrina de la santidad. La dificultad consistía en que buscaban una bendición muy pequeña. Abandonaron ciertas cosas externas, pero la vida íntima seguía sin crucificar. El minero lava la suciedad del mineral, pero no puede, lavando, quitarle la escoria. Eso lo tiene que hacer el fuego, y sólo entonces quedará el oro puro. De igual modo es necesario dejar a un lado cosas externas, pero sólo el bautismo del Espíritu Santo y del fuego, puede purificar los deseos secretos y afectos del corazón, y hacerlo santo. Y esto es menester buscarlo ferviente y sinceramente, por medio de la completa consagración y de la fe perfecta.
Hay otras personas que no logran recibir la bendición porque buscan algo completamente distinto de la santidad. Quieren tener una visión del cielo, de lenguas de fuego, de algún ángel; o quieren adquirir una experiencia que les mantenga exentas de las pruebas, tentaciones y de toda suerte de errores y debilidades; o quieren tener tal poder que haga caer a los pecadores como muertos, cuando ellos hablan.
Pasan por alto el versículo que declara que “el propósito de este mandamiento es el amor nacido del corazón limpio, y de buena conciencia, y de fe no fingida” (1 Timoteo 1:5); lo cual nos enseña que la santidad no es otra cosa que un corazón puro, lleno de perfecto amor, y una conciencia limpia hacia Dios y los hombres, resultado del cumplimiento fiel del deber, y de la fe sencilla y sin hipocresía. Olvidan el hecho de que la pureza y el amor perfecto son tan de la naturaleza de Cristo y tan escasos en el mundo, que por sí solos son una gran bendición. Pasan por alto el hecho de que si bien Jesús era un gran hombre, Rey de reyes y Señor de señores, era también un humilde Carpintero que “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo” ((Filip. 2:7). Pasan por alto el hecho de que deben ser como fue Jesús, en este mismo mundo en que viven, y que “este mundo” es el lugar de su humillación, donde es “despreciado y desechado de los hombres, varón de dolores experimentado en quebranto”; “sin atractivo para que le deseemos” (Isaías 53:2,3). En este mundo, su única belleza es la del alma, “la hermosura de su santidad” (1 Crón. 16:29), aquel espíritu humilde de mansedumbre y amor, ese “incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios” (1 Pedro 3:4).
¿Tiene su alma hambre y sed de la justicia del amor perfecto ¿Desea ser semejante a Jesús ¿Está dispuesto a padecer con él y a ser odiado de los hombres, por su nombre (Mateo 10:22). Si es así, veamos lo que nos dice la Biblia: “Despojémonos de todo peso del pecado que nos asedia” (Hebreos 12:1), “presentemos nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es nuestro culto racional” (Romanos 12:1), “corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe” (Hebreos 12:1,2). Acuda al Señor con aquella misma fe sencilla que ejerció el día en que fue salvado; ponga su caso ante él; pídale a él que lo limpie de toda impureza y que lo perfeccione en el amor, y luego crea que él lo puede hacer. Si después de eso usted resiste todas las tentaciones de Satanás a dudar, pronto verá que han desaparecido los impedimentos que antes tenía y estará regocijándose “con gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8).
“Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os llama, el cual también lo hará” (1 Tesalonicenses 5:23,24).