“Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento” (Oseas 4:6).
“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17: 3).
Un anciano profesor que contaba más de ochenta años de edad, dijo en cierta reunión de santidad: “Creo en la santidad, pero no creo que ésta se adquiera por completo, de una vez, como dicen ustedes. Creo que la adquirimos creciendo en ella”.
Este es un error muy común, que sólo ocupa segundo lugar a aquél que hace de la muerte el salvador del pecado y el dador de la santidad; este error ha sido el causante de que miles no entren a disfrutar de la bendita experiencia. No reconoce la enorme maldad del pecado (Rom. 7:13), ni sabe cuál es el camino sencillo de la fe, por el cual únicamente puede destruirse el pecado.
La completa santificación es a la vez un proceso de resta y suma.
Primeramente se deja a un lado “toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las detracciones” (1 Pedro 2: 1); en realidad, se deja toda mala disposición y todo deseo egoísta que no es según Cristo, y el alma es limpia. La naturaleza de este estado o condición evidencia que no puede tratarse de un crecimiento, pues esta limpieza quita algo del alma, y el crecimiento siempre añade algo. Dice la Biblia: “Pero ahora dejad también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca” (Colosenses 3: 8). El apóstol habla como si una persona fuera a dejar estas cosas en forma muy parecida a lo que ocurre cuando se quita el saco, y lo deja a un lado. No es por crecimiento que el hombre se quita el saco, sino por una acción activa y voluntaria, y por el esfuerzo de todo su cuerpo. Esta es sustracción.
Mas añade el apóstol: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia” (Colosenses 3: 12). Tampoco uno se pone el saco por crecimiento, sino por un esfuerzo de todo el cuerpo, esfuerzo similar al que debió hacer para quitárselo.
Un hombre podrá crecer “dentro” de su saco, pero no podrá ponérselo por medio del crecimiento. Primero, antes de que pueda crecer “dentro” del saco deberá ponérselo. De igual modo una persona podrá crecer “en la gracia”, pero eso no quiere decir que podrá adquirirla, creciendo, Un hombre podrá nadar dentro del agua, pero no le sería posible nunca “nadar” primero, para así entrar en el agua.
No es por crecimiento como se sacan las hierbas malas del jardín, sino arrancándolas, y usando vigorosamente la azada y el rastrillo.
No es por crecimiento como se puede limpiar al niñito que ha estado jugando con el perro y el gato, y está todo sucio. Podría seguir creciendo hasta llegar a ser hombre, y ensuciándose más cada día. Es lavándole en abundante agua limpia como pueden esperar tenerlo algo presentable. Así dice la Biblia: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apoc. 1:5). “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). Y es cabalmente como cantamos:
Tú, nívea blancura a mi alma has de dar.
Por esa limpieza todo he de dejar.
Hay una fuente carmesí
Que mi Jesús abrió.
Muriendo en la cruz por mí,
Do limpio quedo yo.
Estas verdades le fueron dichas al anciano hermano arriba mencionado, y se le preguntó si después de sesenta años de experiencia cristiana, se sentía algo más cerca del inapreciable don de un corazón limpio, de lo que era el caso cuando comenzó a servir al Señor Jesucristo por vez primera. Confesó con toda franqueza que no.
Se le preguntó si no consideraba que sesenta años era tiempo suficiente para probar si la teoría del crecimiento era correcta o no. El dijo que sí, y por lo tanto se le invitó a que pasara adelante y buscara, al momento, la bendición de un corazón limpio.
Así lo hizo, pero aquella noche no obtuvo lo que buscaba, y la noche siguiente pasó otra vez al banco de consagración en busca de la pureza de corazón. No había estado de rodillas ni cinco minutos, antes que se pusiera de pie y, abriendo los brazos, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas y su rostro irradiaba con luz celestial, exclamó: “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar (Dios) de mí mis rebeliones” (Salmo 103:12). Vivió algún tiempo después, y pudo testificar acerca de la maravillosa gracia de Dios en Cristo, y luego se fue triunfante al seno de Dios, a quien, sin santidad, nadie podrá ver.
“Pero, —me dijo un hombre a quien yo exhortaba a que buscase la santidad al momento—, yo obtuve la santidad cuando me convertí. Dios no hizo obra a medias en mí, cuando me salvó. El hizo una obra acabada”.
“Es verdad, Dios hizo una obra acabada, hermano. Cuando él lo convirtió a usted, le perdonó todos sus pecados, cada uno de ellos. El no dejó la mitad sin perdonar, sino que los borró todos, como una nube espesa, para nunca más volver a acordarse de ellos. El también le adoptó a usted en su familia, y envió su Santo Espíritu al corazón de usted, para que le diera esa preciosa y feliz nueva, y ésa información hizo que usted se sintiese más feliz que si le hubiesen dado la noticia de que había heredado millones de pesos, o que le habían elegido gobernador de una provincia, pues había sido usted hecho heredero de Dios y coheredero de todas las cosas con nuestro Señor y Salvador Jesucristo. ¡Gloria a Dios! Es algo grandioso ser convertido. Pero, hermano, ¿está usted salvo de toda impaciencia, ira y pecados semejantes que emanan del corazón ¿Vive usted una vida santa”
“Yo no veo estas cosas lo mismo que usted, —dijo el hombre—. No creo que podamos ser salvos, en esta vida, de toda impaciencia e ira”. Y así cuando le hicimos presión, esquivó la cuestión y en realidad contradijo su propio aserto de que había obtenido la santidad en el momento de su conversión. Como lo expresa un amigo, “prefería negar la enfermedad, antes que probar el remedio”.
El hecho es que ni la Biblia ni la experiencia prueban que una persona obtenga la santidad en el momento de la conversión, sino todo lo contrario. Es verdad que le son perdonados los pecados; recibe el testimonio de haber sido adoptado en la familia de Dios; cambian sus afectos. Mas, antes de haber avanzado mucho, hallará que su paciencia esta entremezclada con impaciencia, su bondad con ira, su mansedumbre con enojo (que es del corazón y tal vez no lo vea el mundo, pero de lo cual él está penosamente consciente); su humildad, entremezclada con orgullo, su lealtad a Jesús, con cierto temor y vergüenza de la cruz, y, de hecho, el fruto del Espíritu y las obras de la carne, están completamente entremezclados, en mayor o menor grado.
Pero todo esto desaparecerá cuando obtenga un corazón limpio, para lo cual requerirá una segunda obra de la gracia, precedida de una consagración hecha de todo corazón, y un acto de fe tan definido como el que precedió a su conversión.
Después de la conversión, hallará que su naturaleza es muy semejante a un árbol que ha sido cortado, pero del cual quedan aún el tocón y la raíz. El árbol no molesta más, pero la raíz hace que sigan saliendo los retoños, si no se tiene cuidado para que no crezcan. La manera más rápida y mejor es poner un poco de dinamita debajo del tocón y hacerlo volar.
De igual modo, Dios quiere poner en cada alma convertida la dinamita del Espíritu Santo (la palabra “dinamita”, viene de la palabra griega “poder”, en Hechos 1:8, Versión Hispanoamericana), y destruir para siempre esa naturaleza antigua, molesta y pecaminosa, de modo que pueda decir con verdad: “Las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5: 17).
Eso es cabalmente lo que hizo Dios con los apóstoles, el día de Pentecostés. Nadie negará que los apóstoles eran convertidos antes de Pentecostés, pues Jesús mismo les había dicho: “Regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Lucas 10: 20), y una persona debe ser convertida antes que su nombre esté escrito en los cielos.
También dijo: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17: 16), y esto no podría decirse de hombres inconversos. Por consiguiente debemos llegar a la conclusión de que eran convertidos y, sin embargo, no disfrutaron de la bendición de un corazón limpio hasta el día de Pentecostés.
Que lo recibieron en dicha ocasión, lo declara Pedro tan llanamente como es posible hacerlo, en Hechos 15:8,9, donde dice: “Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones”.
Antes que Pedro recibiera esta gran bendición, un día estaba lleno de presunciones y al otro, de temores. Un día declaró: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré... Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré” (Mateo 26: 33, 35). Y poco después, cuando fue la turba a tomar preso a su Maestro, osadamente la atacó espada en mano; pero dentro de unas horas, cuando la sangre se le había enfriado un poquito y le había pasado la excitación, le tuvo tal miedo a una muchacha que juró y maldijo, y negó a su Señor tres veces.
Pedro se parece a muchos soldados, que son muy valientes cuando hay “algo grande” y todo es favorable, o que pueden soportar hasta un ataque de los perseguidores, para lo cual es necesario poner en juego las facultades físicas; pero que no tienen valor moral para vestir el uniforme cuando están solos en el negocio o en el taller de trabajo, donde tendrían que sufrir las burlas de sus compañeros de trabajo y las risas de los chiquilines de la calle. Estos son soldados a quienes les gustan las paradas de uniforme, pero que no quieren la lucha difícil en el frente de batalla.
Pero Pedro venció todo eso el día de Pentecostés. Recibió el poder del Espíritu Santo, que penetró en él. Obtuvo un corazón limpio, del cual el amor perfecto echó fuera todo el temor. Más tarde, cuando lo encarcelaron por predicar en las calles, y cuando al comparecer ante los tribunales se le ordenó que no volviese a hacerlo, contestó: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios: porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hechos 4: 19,20). Y luego, no bien lo pusieron en libertad, salió otra vez a las calles a predicar las benditas nuevas de la salvación.
Después de eso no se podía espantar a Pedro ni tampoco se le podía exaltar con orgullo espiritual. Por eso, un día, después de haber sido empleado por Dios para sanar a un cojo, y cuando la gente, maravillada corrió para ver, Pedro les dijo: “Varones israelitas, ¿por qué os maravilláis de esto ¿o por qué ponéis los ojos en nosotros, como si por nuestro poder o piedad hubiésemos hecho andar a éste ... El Dios de nuestros padres ha glorificado a su Hijo Jesús... y por la fe de su nombre, a éste, que vosotros veis y conocéis, le ha confirmado su nombre; y la fe que es por él ha dado a éste esta completa sanidad” (Hechos 3: 12,13,16).
Tampoco el viejo y querido apóstol tenía ya nada de aquel mal genio que demostró en la ocasión cuando le cortó la oreja al infeliz hombre, la noche en que Jesús fue arrestado, sino que estaba revestido del mismo pensamiento que tuvo el Señor Jesucristo (1 Pedro 4: 1), y seguía a aquel que nos ha dejado ejemplo, para que le sigamos en sus pasos.
“Pero nosotros no podemos obtener lo que Pedro recibió el día de Pentecostés”, —me escribió alguien no hace mucho. Mas el propio Pedro, en el gran sermón que predicó aquel día, declara que podemos obtenerlo, pues dice: “Recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros —judíos, a quienes ahora me dirijo— “es la promesa, y para vuestros hijos”, y no sólo para vosotros sino “para todos los que están lejos” —de aquí a mil novecientos años— “para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hechos 2: 38,39).
Cualquier hijo o hija de Dios puede obtener esto, si tan sólo se entrega a Dios sin reserva alguna y se lo pide con fe. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis... Pues si vosotros siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan “(Lucas 11: 9,13).
Búsquenle de todo corazón y le hallarán; no hay duda de que le hallarán, porque Dios lo ha dicho, y él está esperando para darse él mismo a ustedes.
Un joven candidato para la obra del Ejército de Salvación se dio cuenta de que necesitaba tener un corazón limpio. Salió de la reunión de santidad y se dirigió a su casa. Una vez en su habitación, abrió la Biblia, se postró de rodillas al lado de su cama, leyó el segundo capítulo de Los Hechos, y le dijo al Señor que no se levantaría de sobre sus rodillas hasta recibir un corazón limpio, lleno del Espíritu Santo. No había estado orando mucho tiempo antes que el Señor descendió sobre él y lo llenó de la gloria de Dios. A partir de ese momento, su rostro resplandecía en verdad, y su testimonio hacía arder los corazones de quienes lo escuchaban.
Ustedes pueden obtener el don, siempre que acudan al Señor con el espíritu y la fe de aquel hermano, y el Señor hará por ustedes “mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos según el poder que actúa en nosotros” (Efesios 3:20).