En una ocasión recibí una carta de uno de los oficiales jóvenes más consagrados que conozco, en la que decía: “Amo la santidad más y más, pero me siento casi desalentado. Me parece que jamás podré llegar a enseñar lo que es la santidad, pues tengo la sensación de que yo explico las cosas, o con demasiada claridad o sin ser suficientemente claro”. ¡Dios bendiga a ese joven camarada! Bien me doy cuenta de lo que él siente. Un día, pocos meses después de haber obtenido yo la bendición de la santidad, me sentí muy abatido por no poder conseguir que la gente fuese santificada. Sabía, sin el menor lugar a duda, que yo tenía un corazón limpio; pero de alguna manera tenía la impresión, de que no sabía cómo enseñar a otras personas a obtenerlo.
Aquella mañana me encontré con cierto hermano que consigue que la gente obtenga la santificación, más que cualquier otra persona que yo sepa, y le pregunté: “¿Cómo podré enseñar la santidad para que mi gente la obtenga” El respondió: “Cargue y dispare, cargue y dispare”.
Inmediatamente recibí la luz. Vi que a mí me correspondía orar, estudiar la Biblia y hablar con aquellos que ya habían recibido la bendición de la santidad, hasta que yo me sintiese tan cargado que no pudiese más, y entonces debía descargar de la mejor manera que pudiese, y que era a Dios a quien le tocaba hacer que la gente recibiese la verdad y llegase a ser santa.
Eso sucedió un sábado. Al día siguiente, me dirigí a mi gente cargado de verdad, reforzado por amor y fe. Hice la descarga con tanta fuerza y tan directamente como pude, y he aquí que veinte personas se adelantaron al banco de penitentes en busca de la santidad. Jamás había visto yo cosa igual antes, pero la he visto muchas veces desde entonces.
A partir de esa fecha hasta ahora, he atendido estrictamente a la parte que a mí me toca en el negocio, he confiado en que Dios haría la suya, y he tenido algún éxito dondequiera que he ido. Pero en todas partes Satanás también me ha tentado algunas veces, especialmente cuando la gente endurecía el corazón y no quería creer ni obedecer. En esos momentos he sentido que la dificultad debía yacer en la manera en que yo predicába la verdad. Unas veces el Diablo me decía: “Tú hablas con demasiada franqueza, de ese modo vas a ahuyentar a todo el mundo”. Otras veces decía: “No hablas con suficiente franqueza, y a ello se debe que el que la gente no se santifique”. De este modo he sufrido mucho. Pero siempre he acudido al Señor y le he expuesto mis tribulaciones, y le he dicho que él sabía que mi más vehemente deseo era predicar bien la verdad para que la gente llegase a confiar en él y le amara con perfecto corazón.
Cuando he dicho esto, el Señor me ha consolado, y me ha hecho ver que era el Diablo quien me tentaba con objeto de impedir que siguiese predicando la santidad. Algunas veces profesores de religión me han dicho que yo hacía más mal que bien. Pero esos profesores eran esa clase de hombres que describe Pablo cuando dice que tienen “apariencia de piedad”, mas niegan su eficacia, y he seguido su mandamiento: “De los tales, apártate”, y no he querido prestar más atención a sus palabras que a las del Diablo. De ese modo he seguido adelante, cuando se ha hablado bien de mí, igualmente como cuando han hablado mal, y el amado Señor nunca me ha dejado solo, sino que se ha mantenido a mi lado, me ha dado la victoria y constantemente he visto a algunos guiados a la gloriosa luz de la libertad y del amor perfecto. Satanás ha probado muchos medios para hacerme desistir de predicar la santidad, pues sabe que si pudiera lograrlo, no tardaría en hacerme pecar, y me derrotaría por completo. Pero el Señor puso en mí, desde el principio, un santo temor, llamando mi atención a Jeremías 1:6, 8 y 17. El último versículo hizo que yo tuviese mucho cuidado en hablar exactamente lo que el Señor me había dicho que hablase. Luego Ezequiel 2:4-8 y 3:8-11, me impresionaron mucho. En estos pasajes de las Sagradas Escrituras, el Señor me ordenaba proclamar su verdad, tal cual él me la dio a mí, la escuche la gente o no. En Efesios 4:15, él me dijo cómo debía predicar: es decir, “en amor”.
Comprendí entonces que tenía el deber de predicar la verdad tan bien y tan claramente como me fuera posible, pero debía cuidar de que mi corazón estuviese siempre lleno de amor a la gente a quien hablaba.
Leí en la segunda epístola a los Corintios acerca de la manera cómo Pablo amaba al pueblo. Dice el apóstol: “Yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun, yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos” (2 Corintios 12:15). Luego en Hechos 20:20 y 27: “Nada que fuese útil he rehuido de anunciaros y enseñaros... Porque no he rehuido de anunciaros todo el consejo de Dios”. Esto me hizo sentir que el rehuir de dar la verdad al pueblo (la cual es necesaria para su salvación eterna) era peor que el rehuir dar pan a las criaturas que están pereciendo de hambre, o que el que mata almas es peor que el que mata cuerpos. Por eso oré fervorosamente pidiéndole al Señor que me ayudara a amar a la gente a fin de que yo pudiese predicarles la verdad completa, aun cuando me odiasen por ello, y, ¡loado sea su nombre! , él contestó mi oración.
Hay tres puntos en la enseñanza de la santidad que el Señor me ha guiado a hacer resaltar continuamente.
Primero, que nadie puede hacerse santo por medio de sus propios esfuerzos, como el etíope no puede cambiar su cutis, ni el leopardo sus manchas. Que no importa cuál fuere la cantidad de buenas obras ni el sacrificio y abnegación, o el trabajo que se hiciere para salvar a otros, nada de eso puede purificar el corazón, ni desarraigar de él las raíces del orgullo, vanidad, mal genio, impaciencia, ni el temor y vergüenza de la cruz, la sensualidad, el odio, la envidia, la contienda, el amor a los placeres y cosas semejantes, y poner en su lugar amor perfecto y sin mácula, paz, longanimidad, bondad, mansedumbre, fe, humildad y templanza.
Hay millones que, habiendo hecho esfuerzos para purificar las fuentes ocultas de sus corazones, —esfuerzos que sólo les llevaron al fracaso— hoy pueden testificar que esta pureza no se consigue “por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:9).
Segundo, mantengo prominente el hecho que la promesa se recibe por la fe. Una pobre mujer quería obtener algunas uvas del jardín del rey, para darle a su hijito que estaba enfermo. Ofreció comprarle las uvas al jardinero, pero éste no quiso venderle. Regresó otra vez, y encontrándose con la hija del rey, le ofreció dinero a cambio de las uvas. Pero la hija del rey respondió: “Mi padre es rey y él no vende sus uvas”. Condujo entonces a la pobre mujer a la presencia del rey y, una vez que le hubo relatado lo que le pasaba, el rey le dio todas las uvas que quiso.
Nuestro Dios, nuestro Padre, es el Rey de reyes. El no vende su santidad ni las gracias de su Espíritu, sino que las da a aquellos que las piden con fe sencilla e infantil. Sí, él las da. “Pedid y recibiréis”. “¿Dónde, pues, está la jactancia Queda excluida. ¿Por cuál ley ¿Por la de las obras No, sino por la ley de la fe... ¿Luego por la fe invalidamos la ley En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Romanos 3:27, 31). Por medio de la fe, la ley de Dios queda escrita en nuestros corazones, de manera que cuando leemos el mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón”, hallamos una ley de amor en nosotros, porque tenemos dentro de nosotros una ley que corresponde al mandamiento. Dice el apóstol: “Con el corazón se cree para justicia” (Romanos 10:10). Esa declaración corresponde fielmente a nuestra experiencia, pues dondequiera que exista la fe real y verdadera, salida del corazón, hace que el hombre impaciente sea paciente; que el orgulloso se torne humilde; el hombre sensual se convierta en casto; el ambicioso, en generoso; el contencioso, en pacífico; el mentiroso, en veraz; el que odiaba, en tierno y amoroso. Trueca las tristezas en gozo y da paz y constante consuelo.
Tercero, doy énfasis a la verdad que la bendición se debe recibir por la fe ahora. El hombre que espera recibirla por medio de las obras, siempre tendrá algo más que hacer antes de poder reclamar la bendición, y por eso nunca llega al punto de poder decir: “La bendición ahora es mía”. Pero el alma humilde, que espera recibirla por la fe, comprende que ella es un don de Dios, y creyendo que Dios está dispuesto a darle ese don ahora mismo, como en cualquier otro momento, confía y lo recibe al instante.
Urgiendo de ese modo a la gente a que espere recibir la bendición “al momento”, he conseguido que algunos la adquiriesen en el mismo instante mientras me hallaba hablando. Personas que habían pasado muchas veces al banco de penitentes, y que habían luchado y orado, ansiosas de obtener la bendición, la han recibido mientras se hallaban sentadas en sus asientos escuchando las sencillas palabras de fe que predicamos.
“Bendice, alma mía, a Jehová; y bendiga todo mi ser su santo nombre” (Salmo 103:1).