“Jehová habla al hombre, y éste vive” (Deut. 5:24).
Cuando quedó completo el canon de las Sagradas Escrituras, Dios no cesó de hablar a los hombres. Aunque la manera en que se comunica con ellos haya cambiado algo, no obstante toda alma nacida del Espíritu puede testificar acerca de lo que él ha comunicado. Todo aquel que sintiere pesar y que tiene hambre y sed de justicia, no tardará en ver, como vieron los Israelitas, que “Dios habla al hombre”.
Dios me ha hablado a mí muchas veces y de modo muy poderoso, por medio de las palabras de las Escrituras. Algunas de ellas se destacan en mi visión mental y espiritual, como grandiosas e imponentes montañas que se elevan de en medio de un extenso llano. El Espíritu que impulsó a “los santos hombres de la antigüedad” para que escribiesen las palabras de la Biblia, me ha enseñado a comprenderlas, guiándome por la senda de la experiencia espiritual por la cual anduvieron primero esos hombres, y “ha tomado las cosas de Cristo y me las ha revelado”, hasta que me he sentido lleno de certeza divina, tan positiva y satisfactoria como la que se produce en mi intelecto por medio de una demostración matemática.
Las primeras palabras que, según recuerdo ahora, vinieron a mí con esta irresistible fuerza divina, las recibí cuando buscaba la bendición de un corazón limpio. Aunque yo tenía hambre y sed de recibir la bendición, no obstante, solía apoderarse de mí una sensación de completa indiferencia —una especie de sopor espiritual— que amenazaba devorar todos mis santos deseos, como las vacas flacas de Faraón devoraban a las gordas. Me sentía muy atribulado, y no sabía qué hacer. Tenía la convicción de que si cesaba de buscar la santidad, ello significaría mi eterna perdición y, al mismo tiempo, me parecía que era inútil seguir buscándola mientras mis sentimientos se hallaban en ese estado de parálisis. Pero un día leí: “Nadie hay que invoque tu nombre, que se despierte para apoyarse en ti” (Isaías 64:7).
Dios me habló a mí por medio de estas palabras con tanta claridad como cuando le habló a Moisés desde la zarza que ardía, o a los hijos de Israel desde el monte cubierto por la nube. Fue aquella una experiencia completamente nueva para mí. Esas palabras fueron como una expresión a mi incredulidad y perezosa indiferencia y, sin embargo, despertaron esperanza en mí, y me dije: “Con la ayuda de Dios, aunque ningún otro lo haga, yo me esforzaré por buscarlo a él, ya sea que sienta o que no sienta nada”.
Eso sucedió hace diez años, y desde entonces, hasta ahora, haciendo caso omiso de mis sentimientos, he buscado a Dios. No he esperado sentirme conmovido, pero cuando ha sido necesario he ayunado y orado, despertándome así a mí mismo en cuanto a lo espiritual. Muchas veces he orado, como oró el salmista real: “Vivifícame conforme a tu misericordia”, pero haya sentido el inmediato despertar o no, me he aferrado a él, lo he buscado y, ¡alabado sea su nombre! , lo he encontrado. “Buscad y hallaréis”.
De modo que antes de poder encontrar a Dios en toda la plenitud de su amor, es necesario quitar todos los impedimentos que hubiese: se debe poner a un lado toda duda y todo pecado, y al yo se le debe destruir en la ciudadela de sus propias ambiciones y esperanzas.
El joven de hoy es ambicioso. Si entra en la política anhela llegar a ser presidente del gabinete; si sigue la carrera comercial ansía ser multimillonario y si entra en el ministerio de la iglesia no quiere detenerse hasta no llegar a ser obispo.
La pasión dominante de mi vida, y lo que antes anhelé más que la santidad y el cielo, fue hacer algo, y llegar a ser alguien que lograse ganarse la estima y admiración de todo hombre pensador y culto; y así como el ángel hirió a Jacob y le descoyuntó el hueso de la cadera, haciendo que a partir de ese momento no pudiese caminar sin cojear, de igual modo Dios, a fin de santificarme por entero y poner “todo pensamiento en cautiverio a la obediencia de Cristo”, me hirió y me humilló cabalmente en dicha propensidad y dominante pasión de mi naturaleza.
Durante varios años, antes que Dios me santificase, yo sabía que existía esa experiencia, y de vez en cuando oraba pidiéndole a Dios que me la diera, pero todo el tiempo tenía hambre y sed de algo que realmente yo no sabía explicarme qué era. La santidad, de por sí, me parecía algo muy digno de desearse, pero vi entonces, como lo he visto después de ser santificado, que con la santidad vienen también la cruz y el conflicto con la mente carnal de todo ser humano, ya sea que profese ser cristiano o se reconozca abiertamente pecador; culto y sobrio u ordinario e ignorante; instintivamente sabía que la santificación me cerraría las puertas de la estima y aplauso de aquellas personas cuyo aprecio y admiración yo codiciaba, tanto como lo hizo en el caso de Jesús y de Pablo. Sin embargo, tal es el engaño y sutileza del corazón no santificado, que jamás yo habría querido admitir que esa era la causa de mi resistencia, aunque ahora sé muy bien que eso era lo que me impedía y que durante años el no querer cargar con esa cruz fue la barrera que me cerraba el paso e impedía la entrada al siempre dispuesto y generoso Santificador. Llegó por fin un día en que oí predicar un sermón a un distinguido evangelista ganador de almas; predicó sobre el bautismo del Espíritu Santo, y yo me dije: “Eso es lo que yo necesito y lo que quiero; debo obtenerlo”. Comencé a buscar ese bautismo y a orar pidiéndole al Señor que me lo diera; pero tenía todo el tiempo en mi propia mente la idea de que yo también quería llegar a ser un afamado ganador de almas, de manera que el mundo me admirase. Busqué la bendición de Dios con considerable fervor; pero Dios tuvo misericordia de mí, y se escondió de mí, despertando, de ese modo, sano temor del Señor dentro de mi corazón y, al mismo tiempo, ello sirvió para intensificar mi hambre espiritual. Lloré y oré y le rogué al Señor que me bautizara con el Espíritu, y no alcanzaba a comprender por qué él no lo hacía, hasta que un día leí las palabras de Pablo: “A fin de que nadie se jacte en su presencia” (1 Corintios 1:29).
Este versículo me hizo ver que el enemigo del Señor era yo mismo. Ahí estaba el ídolo de mi alma, —el deseo apasionado y consumidor que tenía de gloria— ya no oculto y acariciado en lo secreto de mi corazón, descubierto delante del Señor, como lo fue Agag delante de Samuel; y esas palabras “nadie se jacte en su presencia”, constituyeron “la espada del Espíritu”, que traspasó por completo al “yo”, y me hicieron ver que jamás podría recibir el bautismo del Espíritu mientras abrigase secretamente deseos de recibir los honores que dan los hombres, y no buscase “la gloria que sólo viene de Dios”. Esas palabras me hablaron con potencia y, desde esa fecha hasta ahora, jamás he buscado la gloria de este mundo. Pero si bien no volví a buscar la gloria del mundo, no obstante el mismo poder que antes me inducía a buscarla hubo de ser descubierto y dominado, a fin de que estuviera dispuesto a perder el poquito de gloria que ya había adquirido, y a estar satisfecho de que se me considerase un fatuo, por amor de Cristo.
La tendencia dominante de la naturaleza carnal busca lo que le halaga y satisface. Si puede conseguirlo de manera legal y correcta, bien; pero en caso de no conseguirlo de manera legítima, lo conseguirá a cualquier precio. Cualquier cosa que sea ilegítima para Jesús, lo será también para mí. El cristiano que no es enteramente santificado, no hace planes, deliberadamente, para realizar algo malo a sabiendas, sino que más bien es traicionado por su engañoso corazón. Es vencido, si es realmente vencido (lo cual, gracias a Dios no es necesario que suceda), secreta o repentinamente, de manera tal que le horroriza, pero ese parece ser el único modo en que Dios puede hacerle ver su maldad y convencerle de ella, como asimismo ver la necesidad que tiene de la pureza de corazón.
Yo fui traicionado así dos veces: una fue intentando engañar en un examen, y otra, usando las notas de un sermón preparado por otra persona. De la primera acción me arrepentí con mucho dolor y amargura de corazón, y la confesé; pero la segunda no me pareció una acción realmente mala, pues yo había rellenado con mis propios pensamientos los claros del bosquejo, y esto era especialmente justificable dado que dicho bosquejo era mejor que cualquiera que yo hubiese preparado. Se trataba de uno de los sermones de Finney; realmente, si yo hubiese usado el discurso con el debido espíritu, no creo que habría incurrido en mal alguno. Pero la palabra de Dios que “discierne los pensamientos e intenciones del corazón”, me escudriñó y, con gran asombro mío, me reveló, humillando mi alma, no sólo el significado y carácter de mi acción, sino también el espíritu con que la había hecho. Me hirió y humilló otra vez con estas palabras: “Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da” (1 Pedro 4:11).
Cuando leí esas palabras me sentí tan humillado y culpable como si hubiese robado diez mil pesos. Fue entonces cuando comencé a ver el verdadero carácter del predicador y profeta y cuál era su misión; comprendí que éste es un hombre enviado de Dios, y si es que quiere agradar a Dios y buscar únicamente la gloria que él da, debe orar constantemente y escudriñar con diligencia las Sagradas Escrituras, hasta que reciba su mensaje directamente desde el Trono. Sólo entonces podrá hablar como oráculo de Dios y “ministrar conforme al poder que Dios da”. No recibí la impresión de que debía menospreciar a los maestros humanos ni las enseñanzas que dan, siempre que Dios estuviere en lo que enseñen, pero comprendí que debía exaltar la inspiración directa y vi que ella era absolutamente necesaria para toda persona que procura hacer que otros se tornen hacia la justicia y decirles cómo pueden llegar a encontrar a Dios y el cielo. Comprendí que Dios no quiere el hombre que se limite a estudiar comentarios o sermones escritos por otros para luego darlas al público entrelazadas con bonitos discursos, y ganar así huecos aplausos por medio de sermones hábilmente preparados, sermones lógica y retóricamente perfectos, “pero helados y espléndidamente monótonos, muerta perfección y nada más”; en vez de eso, digo, comprendí que lo que Dios quiere es que el hombre a quién él envía para que hable sus palabras, se siente a los pies de Jesús y aprenda de él, que se ponga de rodillas en algún lugar secreto y solitario y estudie la Sagrada Palabra de Dios bajo la iluminación directa del Espíritu Santo; que estudie la santidad y los juicios de Dios hasta que adquiera algunos mensajes atronadores que hagan retumbar los oídos de la gente a quienes habla, que les despierte sus conciencias adormecidas y les haga exclamar: “¿Qué debo hacer
Comprendí que el siervo de Dios debe estudiar la ternura e ilimitada compasión y amor de Dios en Cristo, y meditar en ello, lo mismo que en la perfecta propiciación por el pecado, en su raíz, tronco y ramas, y la manera sencilla en que uno puede apropiarse de ella por medio del arrepentimiento y la entrega de uno mismo a Dios, por medio de la fe, hasta que uno esté completamente poseído de ella, y sepa también cómo encaminar a las almas de corazón quebrantado hasta los pies de Jesús para recibir la perfecta santidad; cómo consolar a los tristes; libertar a los cautivos; proclamar el año agradable del Señor y el día de venganza de nuestro Dios.
Cuando llegué a comprender esto me sentí muy humillado, y no supe qué hacer. Finalmente me vino la convicción de que así como había confesado el falso examen, debía confesar también públicamente que yo había plagiado el bosquejo del sermón. Esto estuvo a punto de aniquilar mi conciencia, y me hizo estremecer con agonía indescriptible. Durante cosa de tres semanas contendí con esta dificultad. Yo argüía conmigo mismo procurando justificarme. Le rogué a Dios que me demostrara cuál era su voluntad y, vez tras vez, le prometía que lo haría, pero dentro de mi corazón me retraía. Por fin, le conté a un amigo lo que me pasaba. El me aseguró que Dios no podía exigir tal cosa; me dijo que él iba a predicar aquella misma noche en una reunión de avivamiento y que en su sermón iba a emplear material que había reunido de sermones de otro hombre. Envidié su libertad, pero esto no me proporcionó ningún alivio. No podía verme libre de mi pecado. Como el de David, estaba “siempre delante de mí”.
Una mañana, hallándome en ese estado de ánimo, tomé en mis manos un librito que trataba de la religión experimental, movido por la esperanza de obtener luz, cuando, al abrirlo, la primera palabra sobre la cual cayeron mis ojos fue “confesión”. Eso me llenó de preocupación. Mi alma se detuvo súbitamente. No pude seguir buscando más luz. Quise morir, y en ese momento mi corazón se quebrantó dentro de mí pecho. “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado, al corazón contrito y humillado no despreciarás...”; y desde lo más hondo de mi corazón quebrantado, mi espíritu vencido le dijo a Dios: “Yo lo haré”. Antes lo había dicho con mis labios, pero en ese instante lo dije con todo el corazón. Fue entonces cuando Dios me habló directamente, no por medio de palabras impresas que veían mis ojos, sino por medio de su Espíritu, el cual habló directamente a mi corazón. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). La primera parte referente al perdón lo sabía, pero la última cláusula, acerca de la limpieza de pecado, fue una revelación para mí. No recordaba haberla visto ni haber oído acerca de ella antes de ese momento. Las palabras tuvieron para mí extraordinario poder, e inclinando la cabeza, la enterré entre mis manos y dije: “Padre, yo creo eso”. Después sentí que gran reposo se apoderó de mi alma, y supe que había sido limpiado. En ese instante “la sangre de Cristo, el cual por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo, sin mancha a Dios”, limpió mi conciencia de las obras de muerte para que sirviera al Dios vivo” (Hechos 9:14).
Dios no exigió que Abraham inmolara a su hijo Isaac. Todo lo que él quiso fue ver si estaba dispuesto a hacerlo. Lo mismo sucedió en mi caso: no me exigió que hiciese la confesión ante el público. Una vez que mi corazón estuvo dispuesto a hacerlo, él hizo desaparecer de mi mente esa preocupación y me libró por completo de ese constante temor. El “yo”, que era mi ídolo, había desaparecido. Dios sabía que yo no retenía nada que no estuviera dispuesto a cederle a él, y por eso llenó mi alma de paz y me hizo ver que “el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree”, y que toda la voluntad de Dios se resumía en seis palabras: “La fe que obra por amor”.
Poco después de esto corrí a la habitación de mi amigo, llevando en las manos un libro prestado. No bien me vio exclamó: “¿Qué te pasa Algo te ha sucedido”. Mi semblante estaba dando testimonio acerca de la pureza de mi corazón antes de que lo hicieran mis labios. Pero mis labios no tardaron en testificar, y han seguido haciéndolo hasta hoy.
El Salmista dijo: “He anunciado justicia en grande congregación; he aquí, no refrené mis labios, Jehová, tú lo sabes. No encubrí tu justicia dentro de mi corazón; he publicado tu fidelidad y tu salvación; no oculté tu misericordia y tu verdad en grande asamblea” (Salmo 40:9, 10). Satanás odia el testimonio santo, y casi me enreda en este punto. Tuve la convicción de que debía predicar la santidad, pero me acobardaba el miedo a las críticas y los comentarios que, estaba seguro, causaría esa clase de prédica. Vacilé antes de decir en público que había sido santificado, por miedo a causar más daño que bien. Me di cuenta de que tal actitud sólo me acarrearía reproches. La gloria que seguiría a mi testimonio estaba oculta de mi vista. Sermones bonitos, bien meditados y debidamente presentados, eran los sermones ideales, según mi modo de ver. Yo no quería descender a dar pláticas sencillas que penetrasen al corazón de los hombres y se apoderasen de sus conciencias, o les convirtiese en enemigos tan implacables como los fariseos lo eran de Jesús, o los judíos de Pablo. Pero antes de recibir la bendición de la santificación, Dios hizo que me mantuviese fiel a mi promesa. Yo le había prometido que si él me concedía la experiencia de tener un corazón limpio, la predicaría. Fue un viernes cuando él me santificó, e hice la determinación de predicarlo al domingo siguiente. Sucedió, sin embargo, que me sentía débil e incapaz. Pero el sábado de mañana me encontré en la calle con un cochero gritón y ruidoso que disfrutaba de la bendición de la santificación. Le conté lo que Dios había hecho conmigo. El dio un grito de alabanza a Dios y dijo: “Hermano Brengle, predíquelo usted. La Iglesia está pereciendo por falta de esa clase de predicación”.
Caminarnos juntos y cruzamos el prado y jardín de Boston, y mientras andábamos, conversamos sobre ese tema. Mi corazón ardía dentro de mí como ardía el de los dos discípulos que se dirigían a la aldea de Emaús, cuando hablaban con Jesús. Dentro de lo íntimo de mi alma, calculé lo que me costaría, pero eché mi suerte con la de Jesús crucificado, e hice la determinación de predicar y enseñar la santidad, aunque por esa causa no me permitiesen volver a ocupar un púlpito y aunque todos mis conocidos se riesen y burlasen de mí. Después de arribar a esa conclusión, me sentí fuerte. La manera de conseguir fortaleza es abandonar todo por Jesús.
Al día siguiente me dirigí a mi iglesia y prediqué lo mejor que pude, teniendo sólo dos días de experiencia santificada. Basé mi sermón sobre Hebreos 6:1. “Vamos adelante a la perfección”. Terminé mi plática narrando mi propia experiencia, y la gente se sintió tan emocionada que prorrumpió en llanto; algunos de ellos también querían adquirir esa experiencia, y, gracias a Dios, la obtuvieron. Esa mañana no me daba cuenta de lo que estaba haciendo, pero lo supe después: estaba quemando mis barcos y destruyendo los puentes que tenía detrás. Me encontraba a esa hora en terreno enemigo, entregado enteramente a una guerra cuyo objeto es el exterminio completo del pecado. Todos sabían: en el cielo, en la tierra y en el infierno. Los ángeles, los hombres y los demonios habían oído mi testimonio y debía avanzar, de no hacerlo así tendría que retroceder declarada e ignominiosamente ante las mofas del enemigo. Veo ahora que hay una filosofía divina en eso de requerírsenos que no sólo creamos con el corazón para justicia, sino que con la boca hagamos “confesión para salud” (salvación), Romanos 10:10. Dios me guió por este camino; nadie me lo enseñó.
Después que hube proclamado mi nueva condición, en todas partes y entre toda clase de personas, anduve tranquilamente con Dios; no deseaba ninguna otra cosa sino lo que fuese su voluntad, y confiaba en que él cuidaría de mí todo el tiempo. No sabía que hubiese alguna otra cosa que Dios me tuviese reservada, pero me propuse, con el auxilio de la gracia de Dios, aferrarme a lo que tenía, haciendo su voluntad, según él me la había revelado, y me determiné a confiar en él con todo el corazón.
Mas Dios tenía en reserva para mí cosas más grandes. El martes siguiente, por la mañana, poco después de levantarme, teniendo el corazón henchido de deseos de conocer más y más a Dios y de ser como él es, leí estas palabras de Jesús dichas delante de la tumba de Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto “(Juan 11:25-26). El Espíritu Santo, el otro Consolador, se hallaba en estas palabras, y en ese instante mi alma se deshizo delante del Señor así como la cera se derrite delante del fuego y conocí a Jesús. El se me reveló, de acuerdo con la promesa que había hecho, y le amé con un amor indescriptible. Salí a caminar por el Prado de Boston antes de desayunarme y lloré, le adoré y le amé. Se habla de lo que haremos en el cielo... No sé lo que será la ocupación allá, aunque, naturalmente, será algo que corresponda a nuestras capacidades y facultades de seres redimidos; pero supe en aquella ocasión que si hubiera podido postrarme a los pies de Jesús y quedarme allí por toda la eternidad, habría estado satisfecho. En esos instantes mi alma estaba satisfecha, sí, satisfecha en verdad.
Esa experiencia consolidó mi teología. Desde ese momento hasta ahora hombres y diablos podrán tratar de hacerme dudar de la presencia del sol en el firmamento, antes de hacerme poner en duda la existencia de Dios, la divinidad de Jesús y el poder santificador del Todopoderoso Espíritu Santo. Estoy tan seguro de que la Biblia es la palabra de Dios, como lo estoy de mi existencia, y el cielo y el infierno son cosas tan reales y verdaderas para mí como lo son el día y la noche, el invierno o el verano, o lo bueno y lo malo. Siento en mi alma el poder que tiene el mundo venidero y cómo el cielo atrae mi alma. ¡Alabado sea Dios!
Hace ya algunos años desde que el Consolador entró a morar en mi alma, y allí está aún. Aún no ha cesado de hablarme. Ha encendido mi alma, como si fuese una llama, y, como la zarza ardiente que vio Moisés en el monte, no se ha consumido.
A todos aquellos que desearen adquirir esa experiencia yo les diría: “Pedid y se os dará”. Si no viene sólo por el pedir: “Buscad y hallaréis”. Si se retardase aún, “Llamad y se os abrirá” (Lucas 11:9). En otras palabras, busquen con todo el corazón y encontrarán lo que buscan. “No seáis incrédulos sino fieles”. “Si no creéis, no seréis establecidos”.
No creo que sea cosa imposible para mí caer. Sé que me mantengo firme por la fe, y debo tener cuidado para no caer. No obstante esto, en vista del gran amor de Dios, y su indecible misericordia, yo canto constantemente con el apóstol Judas:
“A aquél que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén”.